sábado, noviembre 10, 2012

LA ARROGANCIA DE LA CRÍTICA


En «El compromiso con la teoría», Homi K. Bhabha se preguntaba si toda polémica debía ser necesariamente polarizada y si el único camino que nos queda para superar ese dualismo es adherirnos a una de la ideas en conflicto o inventar una contrarrepuesta radical? Barthes coincidiría con el teórico indio de los estudios poscoloniales en que toda dicotomía es, en realidad, una ficción sostenida desde ambos extremos, y que el desafío pasa por desmontar sus fundamentos.

Lo neutro es una categoría de análisis textual desarrollada por el semiólogo francés Roland Barthes a lo largo de cursos y seminarios impartidos en el Collège de France entre 1977 y 1978. Lo neutro consiste en deconstruir una oposición binaria, que Barthes denomina «paradigma», cuyos términos en conflicto son los que producen sentido: «Defino lo Neutro como aquello que desbarata el paradigma […]. ¿Qué es el paradigma? Es la oposición de dos términos virtuales de los cuales actualizo uno al hablar, para producir sentido», ya que «el paradigma es el motor del sentido; allí donde hay sentido hay paradigma, y allí donde hay paradigma (oposición) hay sentido». Al no optar por uno u otro término, lo neutro desmonta el binarismo del paradigma, pues «elegir uno y rechazar otro es siempre sacrificar algo al sentido, producir sentido […]». Siguiendo la propuesta de Barthes, lo neutro esquiva, suspende, desbarata la controversia, es decir, el conflicto propio de todo paradigma oposicional manifestado en cualquier tipo de discurso.

Barthes procura no ofrecer una definición programática de lo neutro, más bien describe sus rasgos y figuras, y en general, cómo opera, ya que es consciente de que toda tentativa de fijar un sentido de lo neutro terminaría por convertirlo en un paradigma, por lo cual lo somete a «un estado de variación continua» en lugar de fijar un sentido final. En síntesis, acota que lo neutro consiste en «desbaratar el paradigma», un acto de «rechazo a dogmatizar». La misma forma en que expone los alcances de lo neutro es un ejercicio de evasión, suspensión o huida de una definición tradicional. Lo que en realidad muestra es una genealogía del concepto al estilo foucaultiano. La aproximación etimológica a esta categoría le permite ir desechando los sentidos que no le son útiles para finalmente quedarse con los que ilustran su aplicación.

Reemplaza conceptos por metáforas, porque el concepto, afirma, es arrogante, reduce la diversidad, generaliza, fija sentidos. En cambio, la metáfora diversifica los sentidos. Lo neutro es más metáfora que concepto. La forma en que Barthes lo expone es elusivo de una definición, ya que recurre a figuras, metáforas y fragmentos para explicarlo.

Lo neutro no equivale a neutralidad ni indiferencia, nos dice Barthes. En cambio, podríamos afirmar que se trata de neutralizar o inmovilizar la maquinaria textual de sentidos que es el paradigma. De este modo, evita la consolidación de un sentido en perjuicio del otro. Lo neutro suspende la arrogancia de la certeza: «Neutro es desapego del sentido: todo “plan” (división temática) sobre lo neutro equivaldría a oponer lo Neutro y la arrogancia, es decir, a reconstituir un paradigma que lo Neutro quiere precisamente desbaratar: lo Neutro se convertiría discursivamente en término de una antítesis: al ser expuesto, consolidaría el sentido que quería disolver».

Lo neutro suspende la arrogancia de la certeza. Barthes reúne bajo el nombre de arrogancia «todos los gestos (de habla) que constituyen discursos de intimidación, sujeción, dominación, aserción, soberbia: que se ubican bajo la autoridad, la garantía de una verdad dogmática, o de una demanda que no piensa, no concibe el deseo del otro». La arrogancia ignora el deseo del otro imponiéndole un dogma sin posibilidad de rechazo. Nos dice el célebre semiólogo francés que la arrogancia se reconoce en las obligaciones positivas: mandatos, demandas. El fanatismo es un buen ejemplo de la arrogancia en la cultura: pensar obsesivamente en corregir el equívoco del otro «por su propio bien», ignorando el disenso. Trasladando esta figura al ámbito de la crítica cabe preguntarnos ¿Es arrogante la crítica literaria? ¿Cuándo lo es? Siguiendo lo expuesto por Barthes, sería cuando la crítica afianza alguno de los sentidos generados por el paradigma, fortalecido por su estatuto de institución política.

También puntualiza que la manera como se sustenta la validez de una postura es arrogante cuando se basa en el deseo de convencer. Así, más que ser válida por lo que ofrece, la contundencia de la evidencia suele depender de la arremetida de quien la enuncia. Certezas absolutas, convicciones férreas, ausencia de matices, unidad forzada, espíritu de cuerpo, integrismo, intolerancia… son indicios de arrogancia.

Lo neutro fue una de las últimas elaboraciones teóricas de Roland Barthes, en la cual se sintetizan todas sus preocupaciones sobre el lenguaje, la escritura, el discurso, la ciencia, la literatura, la semiología y el poder. Hay un notable énfasis en problematizar la cientificidad de la semiología, la noción tradicional de método. Hace extensiva su aplicación a cualquier dominio del lenguaje: «todo discurso […] que se relacione con el conflicto, o con su cesasión, su esquive, su suspensión». No aspira a convertirse en un método a la manera de una disciplina; es un no-método, ya que no sigue un procedimiento para obtener un resultado conocido a priori, sino que se abre a la aventura del descubrimiento durante la travesía de su aplicación. La idea tradicional de método es reemplazada por la idea del «fragmento», y lo hace convencido de que el método es un discurso del poder vinculado a una disciplina como saber-poder. Aquí es donde Barthes se rebela contra al culto al resultado característico del método científico. Su método, nos dice, es excéntrico. Incluso afirma que la genealogía de lo neutro está caracterizada por la pérdida de rigor metodológico, la errancia y la no exhaustividad. Es decir, la aplicación de lo neutro contempla variaciones constantes en el camino.

Barthes mantiene un diálogo constante con la filosofía Zen y el Tao, mediante los cuales ejemplifica los alcances de su propuesta, extrayendo fragmentos de textos, evocando citas o anécdotas que tienen por función reemplazar la definición de lo neutro y de sus figuras. Precisamente, la idea de arrogancia la extrae del Zen, cuyo efecto en su concepción de la semiología es la precaución frente a las jerarquías, los dogmatismos y la fijación de sentidos. Lo neutro barthesiano trasciende las dicotomías, huye de la oposición binaria. Retiro que no debe interpretarse como indiferencia, temor, simple negación o evasión de una cuestión crítica, sino como estrategia para pensar la controversia de manera distinta. Lo que se evade o suspende son las coordenadas de la lógica oposicional que polariza la controversia. Se huye de las premisas del paradigma, pero no se evade la gravedad de sus implicancias y mucho menos se las ignora. Se evaden sus dictámenes, sus sentidos para enfrentarlos desde un lugar y de una manera diferente.

Otra influencia del Zen es la fuerte dosis de escepticismo frente al pensamiento oposicional. No se trata de un escepticismo paralizante que renuncia al saber, sino que paraliza o suspende el mandato de asumir las premisas de tal o cual paradigma, lo cual implica un compromiso ético de responsabilidad, una manera de superar la indecidibilidad de las controversias, que exige del crítico una profunda consciencia de su libertad para disentir. En palabras de Michel Foucault, diríamos que es una forma de desobediencia, de disenso, de rechazo a vivir conforme a los requerimientos del poder: «Ningún Neutro es posible en el campo del poder».

La escritura de Barthes es representativa de sus planteamientos metodológicos: fragmentación, digresión, excursión. Lo neutro es un ataque directo contra el dogmatismo, un planteamiento que convendría aplicar a la pedagogía actual que aclara un saber a niveles rudimentarios no para criticarlo sino para fijarlo más fácilmente. El problema es que el «habitus» pedagógico neoliberal ha ganado mucho espacio y gran cantidad de adeptos entre profesores de colegio y universidad. El caso peruano me parece de los más graves en América Latina.

Relevar los discursos arrogantes, es en suma, el propósito que Barthes deparó para lo Neutro.

Publicado en el diario Noticias de Arequipa, 11 de noviembre de 2012

sábado, noviembre 03, 2012

CULTURA Y CAPITALISMO


En La communauté désoeuvrée (1983) Jean-Luc Nancy criticaba una cierta idea de comunidad que alienta la búsqueda retrospectiva de su identidad en un pasado perdido. Frases como “todo tiempo pasado fue mejor”, “la Lima que se fue” o “la Arequipa de antaño” resumen muy bien la nostalgia por la comunidad perdida. Y es que empeñar el presente de una comunidad a una búsqueda en el pasado supone que en algún momento de su historia se perdieron los fundamentos de su identidad y que, en consecuencia, algo se echó a perder. La célebre interrogante de Zavalita a poco de iniciar Conversación en La Catedral “¿En qué momento se había jodido el Perú?”, más que una pregunta es la constatación de un presente insatisfactorio, pues, en el ahora quien lo enuncie asume el esplendor de antaño como definitivamente perdido, mientras observa con desprecio el presente. La misma pregunta transita las reflexiones de Mario Vargas Llosa en La civilización del espectáculo: ¿en qué momento de jodió la cultura? ¿En qué momento se diluyeron los valores que fundamentaban el buen gusto? Mi respuesta es que no fue un momento, sino una suma de momentos donde cada uno amplificaba progresivamente el giro que al terminar provoca se perciba que hubo un cambio, y si seguimos las frases anteriores, ese cambio es evaluado negativamente desde el presente.

A Occidente lo ha guiado esta añoranza por la comunidad desaparecida, carencia que suplió asumiéndose como dilecta heredera de Grecia, Roma y las grandes civilizaciones de Oriente próximo. El peligro aquí, aunque Nancy no lo diga directamente, es pensar, primero, que es posible hallar ese fundamento indagando en el pasado; y, segundo, traerlo para fundamentar el presente y proyectarse al futuro. En realidad, lo que se hace en esa retrospectiva es ir creando una identidad, no descubriéndola, incluso, con elementos más contemporáneos que arcaicos. Por ello, los fundamentos de una identidad cultural basada en la retrospección histórica le deben más al discurso que desde el presente la anima que al supuesto hallazgo de una remota esencia en el pasado. Es lo que tiene de ficción, por ejemplo, el nacionalismo, el regionalismo u otras manifestaciones del espíritu gregario local, como la exaltación de la “patria chica”. Esta nostalgia por la identidad perdida de la comunidad motiva un serio emplazamiento contra el discurso predominante sobre la identidad arequipeña, cuyo puntal ha sido el racismo, como dispositivo de diferenciación entre el ser-arequipeño, el devenir-arequipeño y el no-ser arequipeño, articulado con la clase social, la honorabilidad del apellido o la autoridad que confiere el gusto por las bellas artes. 

El gesto de Juan Manuel Guillén en junio de 2002 —conceder simbólicamente ciudadanía arequipeña al gentío que colmó la Plaza de Armas cuando anunció que no se privatizarían Egasa ni Egesur— supone que antes de las protestas sociales había un “ellos” extraño y un “nosotros” familiar, o sea, dos comunidades en las que “ellos” aspiran a ser reconocidos como arequipeños y un “nosotros” que deniega o posterga tal aspiración hasta el momento que consideren que “ellos” hicieran algo que merezca concederles el ser-arequipeño. Por ello, la entusiasta interpretación de que la “gesta de junio” fue una manifestación de la arequipeñidad, el primer gran rugido del “León del Sur” en el siglo XXI, basada en la momentánea suspensión de las diferencias socioculturales, habría que matizarla enormemente. El discurso de Guillén revela la intensidad de ese discurso excluyente que sostiene la identidad cultural manifiesta en etiquetas como “Ciudad Blanca”, “Ciudad caudillo” o “León del Sur”, porque, desde esa mirada, si ya no fueron las élites ni las clases medias, o no sobre todo ellas, las protagonistas de aquellas protestas, sino fundamentalmente las poblaciones de habitan los conos de la ciudad, integradas por migrantes y descendientes de migrantes nacidos en Arequipa, se interpreta que estuvieron motivadas por una meta cultural aspiracional, ser reconocidos como arequipeños, reconocimiento que, simultáneamente, es señal de vigencia y crisis de la identidad arequipeña: de lo primero porque habría una arequipeñidad ahistórica, intemporal, reactualizándose periódicamente; de lo segundo porque tal reactualización fue ejecutada por sujetos tradicionalmente excluidos de la identidad 

Quienes se empeñen por encontrar el momento en que se estropeó la cultura no solamente están interesados por el espacio-tiempo en que ello sucedió, sino también por hallar a los responsables históricos de “semejante atentado” y por señalar a los que en el presente siguen jodiendo la cultura. El fundamentalista cultural no admite las elecciones de sus otros, las combate. Defiende esencias, inmanencias; celebra a los íconos de la tradición, pero no se permite enjuiciarlos. En buena cuenta, las airadas protestas contra la degradación de la cultura llevan consigo una profunda desazón porque cada vez resulta más complicado recurrir a la alta cultura para situarse como heredero de una tradición en crisis.

Urge descentrar la noción de cultura como creación artística, refinada o popular. Esa es la dicotomía que prevalece en la intervención de Mario Vargas Llosa sobre “cultura”. Cultura es una manera de habitar el mundo, y mucho, mucho después un objeto en peligro de extinción porque ya no se lo aprecia como antes. La gran amenaza no es tanto que el “buen gusto” esté en peligro, o que abunde la frivolidad, sino que el capitalismo neoliberal haya capturado la industria cultural y vaya modelando cada vez más exitosamente un modo de vida desintegrador, antisolidario y egoísta. Si se mantiene la idea de cultura igual creación artística alta/popular seguirá discutiéndose, por ejemplo, que el Palacio de las Bellas Artes es un fracaso porque no es “estético”, o lamentar que Vanessa de Oliveira tenga mayor cobertura que los escritores homenajeados en la Feria Internacional del Libro (FIL). Habría que preguntarnos en qué circunstancias en Arequipa aparece una feria del libro: precedida por la llegada de los mega centros comerciales, por varias convenciones mineras, la expansión del crédito de consumo y el boom gastronómico, secundada por la llegada de mayores inversiones, en momentos que se vienen afianzando editoriales alternativas —pero que reproducen a nivel micro la misma lógica y yo diría, más agresivamente, que las grandes editoriales transnacionales— o sea el evento cultural más esperado en estos últimos 4 años no llegó en el esplendor de las letras regionales, no en los 60s, 70s, u 80s, sino finalizando la primera década del 2000. La FIL nos demostró que cuando ya hubo dinero en los bolsillos fue momento de pensar en la “cultura”, pues cultura así es algo que solo se consume, no una vivencia. Y eso se refuerza cada vez que se invoca la cultura como una especie en extinción a la que hay que salvar porque ya nadie la aprecia.

Lo frívolo, más que desprecio, merece mucha atención. Porque en los actos cotidianos más banales, aparentemente intrascendentes está la marca de la dominación. (Foucault ya lo había advertido en Vigilar y castigar). En la cotidianeidad más elemental se observan los modos en que actúa, por ejemplo, la violencia racial, social, de género, lingüística, etc.; la que obliga a una comunidad a abandonar su territorio a favor de la explotación minera, la que los considera un obstáculo para el desarrollo, la que impide el libre acceso de un ciudadano a un establecimiento o una playa. En esas banalidades se manifiesta lo que para un “nosotros” es “extraño” porque proviene de “ellos”. Despreciar, subestimar o ignorar el poder modelador de la frivolidad implica el riesgo de que esa violencia continúe y se expandan. Por ello la abierta indignación contra la indiferencia de algunos medios locales que en el marco de la Feria Internacional del Libro ignoraron a algunos escritores homenajeados habría que trocarla por indignación frente a la violencia del elitismo cultural y la violencia de género que sustentan esas intervenciones mediáticas.

La frivolidad es el analgésico de la sociedad de consumo, lo que esta necesita para que la “intelligentsia” se dedique a cuestiones “más elevadas”, tanto que se aleja del día a día. Mantener a la crítica en la estratósfera ha sido uno de los mayores éxitos culturales del capitalismo tardío.

El capitalismo tuvo en la ciencia a su más eficaz colaborador. Ahora se ha sumado la cultura, como una eficiente plataforma de expansión del capitalismo en clave neoliberal, que lo presenta como una legítima forma de vida, elegible entre tantas otras, donde el consumo alienta la imagen de un individuo soberano, autónomo, individualista, antisolidario, libertario, apolítico y desideologizado. El mayor logro del capitalismo es que a través de la ciencia y la cultura disfrazó su carácter ideológico, lo que no pudo en política y economía, porque en estas últimas, no tenía reparos en exhibirse como discurso ideológico. Distinguidos intelectuales y artistas se empecinaron en alejar a la ciencia y la cultura de la ideología, convenciéndose de que ambas no eran espacio para la deliberación ideológica, anhelando convertirlas en zonas liberadas de ideología, insistiendo en el perfil no político del científico y del artista, creyendo que así ciencia y cultura estarían mejor resguardadas. El capitalismo de hoy ha escogido la cultura como plataforma de divulgación, ya no pasa por ideológico sino como un nuevo modo de vida. El capitalismo se ha blindado con la cultura.

Publicado en Noticias, 4 de noviembre de 2012