domingo, enero 06, 2013

LA TRADICIÓN INVENTADA


Cuando Antonio Cornejo Polar asumió la dirección de la Casa de la Cultura de Arequipa, hacia mediados de los años sesenta, implementó una serie de cambios en la habitual agenda cultural de la Ciudad Blanca. Secundado por Raúl Bueno Chávez en la secretaría, logró llevar adelante las Jornadas Populares de Cultura que congregaron aquella tradición ignorada por los salones literarios y artísticos, la de la cultura popular, del yaraví, danzas folklóricas y música andina, siempre existente y, sin embargo, subestimada. La reacción de un sector de la población y de los medios cercanos a la Casa de la Cultura fue muy adversa. Consideraban que el nuevo director había ido demasiado lejos al dar cabida a estas manifestaciones en un espacio dedicado a las bellas artes, a las bellas letras, a la música culta, y que sería inevitable que la cultura, que siempre se vino apreciando de ese modo, se echara a perder al entrar en contacto con esas formas menores de arte. Finalmente, Antonio Cornejo Polar llevó a buen puerto su iniciativa, guiado posiblemente por el germen de lo que en los años venideros consolidaría como una de las categorías de análisis cultural más reveladoras de la teoría crítica latinoamericana: la heterogeneidad.

Hoy acontece una situación similar en Arequipa. A la distancia, leía con mucha curiosidad en las redes sociales los iracundos comentarios que circulaban contra el Palacio de Bellas Artes Mario Vargas Llosa. Para una gruesa mayoría de sus detractores, se trataba de una construcción estéticamente desagradable. Los más moderados argüían que ese edificio es inviable por una cuestión técnico-arquitectónica. Incluso el Instituto Nacional de Cultura manifestó su disconformidad con el proyecto lo mismo que otras instituciones vinculadas a la cultura y urbanismo. Pese a la andanada de críticas, el alcalde Alfredo Zegarra decidió culminar la construcción de ese recinto. 

Pero uno de los argumentos que ha cobrado más fuerza contra el polémico edificio —y que implica tanto las observaciones estéticas como técnicas— es el de la tradición. ¿Y qué es la tradición? El vocablo inglés «tradition» se origina en el término latino «tradere», que significa transmitir o dar algo a alguien para que lo guarde. Tradere se empleaba originalmente en el contexto del Derecho romano. La propiedad que pasaba de una generación a otra era administrada por el heredero, quien tenía obligación de protegerla y conservarla. Esta es el sentido más extendido de tradición. En su concepción más fundamentalista, se entiende como una autoridad estético-moral de carácter suprahistórico por la cual el presente es evaluado en términos de continuidad con una esencia ancestral que se busca proteger a toda costa a fin de mantenerla impoluta, inmaculada e inalterable. En consecuencia, quienes se sienten llamados a conservar la tradición actúan, usualmente, ejerciendo una defensa cerrada de algo que corre el riesgo de echarse a perder si entra en contacto con influencias que degeneren su esencia.

Este tipo de conservadurismo cultural ha interpretado la diferencia como desigualdad jerarquizando las relaciones interculturales en el ámbito de las lenguas, géneros, religión, ideología política o nacionalidad. Una identidad cultural excluyente echa raíces en una tradición esencialista, de modo que solo es posible definir el ser de una comunidad a través, por ejemplo, de la lengua o de la religión, con perjuicio absoluto del resto de expresiones que también conforman a esa comunidad. El riesgo es que ese saldo cultural carente de representación en la tradición es visto como una amenaza, si no logra ser asimilado o, en el peor de los casos, desaparecido. Amin Maalouf lo explica en Les identités meurtriéres (1998) [Identidades asesinas, 1998]; una denuncia apasionada de la locura que incita a los hombres a matarse entre sí en el nombre de una etnia, lengua o religión. La gran pregunta que se plantea Maalouf es por qué en la historia humana la afirmación de uno ha significado la negación del otro. 

En Identity and Violence: The Illusion of Destiny (2006) [Identidad y violencia: la ilusión del destino, 2007], Amartya Sen complementa lo anterior con su hipótesis de las identidades culturales múltiples. Sen sostiene que la identidad es diversidad, es decir, que lo que desde una tradición conservadora se asume como un núcleo duro, compacto y cerrado, en realidad, es resultado de una compleja red de relaciones que la atraviesan; que no es posible definir la identidad al margen de las diferencias y semejanzas con los otros que nos rodean; que la diferencia es una relación y no necesariamente una oposición irreductible; que, a fin de cuentas, la mirada del otro construye lo que yo soy, o acudiendo a metáfora lacaniana del estadio del espejo, «yo soy el otro». Precisamente, a los conservadores culturales, autoerigidos herederos y defensores de la tradición, les cuesta aceptar que la identidad sea heterogénea. Como se puede apreciar, del fundamentalismo hacia el fanatismo solo media un pequeño tramo.

Una vertiente más plural sobre la tradición rechaza una identidad excluyente reconociendo su composición diversa. No sitúa en el pasado el lugar de origen de su esencia invariable, por el contrario, admite que desde el presente se construyen sus fundamentos, que el contacto cultural es un espacio de conflicto, negociación y enriquecimiento, no de degeneración; y que la heterogeneidad fue conculcada por un ilusorio discurso homogenizador. En suma, que no existe una tradición completamente pura.

Muchas de las costumbres que consideramos tradicionales de una cultura son préstamos o adaptaciones de otras que la rodean. ¿Alguien en su sano juicio iniciaría una cruzada cultural contra la guitarra para extirparla del repertorio instrumental ayacuchano por su procedencia española? ¿O sería viable algo semejante respecto a los arabismos que abundan en la lengua de Cervantes? El kilt, la emblemática faldita escocesa a cuadros, es producto de la revolución industrial. Así lo explican Eric Hobsbawm y Terence Ranger en The Invention of Tradition (1983) [La invención de la tradición, 2002]. Al parecer fue inventado por un industrial inglés de Lancashire, Thomas Rawlinson, a inicios del siglo XVIII con el fin de adaptar la vestimenta de los habitantes de las Highlands (Tierras Altas) al trabajo en las factorías. El objetivo no fue conservar las costumbres, sino meter a los habitantes de las Highlands en la fábrica. Los pobladores de las Lowlands, que eran gran mayoría en Escocia, veían aquel traje como una vestimenta bárbara y con cierto desprecio. Muchas cosas que creemos tradicionales son realmente producto de la contemporaneidad. 

Anthony Giddens lo señala con precisión en Runaway World (1998) [Un mundo desbocado, 1998]. «El término tradición, como se usa hoy, es en realidad un producto de los últimos doscientos años en Europa […]. La idea de tradición, entonces, es en sí misma una creación de la modernidad». Siguiendo la línea de Hobsbawn y Ranger, afirma que en las tradiciones y costumbres son inventadas, artificiales, nada espontáneas, sino más bien, instaladas en un lugar privilegiado para ejercer el poder, y más contemporáneas que ancestrales. «Cualquier continuidad que impliquen con el pasado remoto es esencialmente falsa», anota Giddens. Hasta aquí no perdamos de vista que las tradiciones se inventaron desde el poder para legitimar el dominio. Por ello conviene ser muy cauteloso cuando se invoca la tradición para dirimir un debate sobre la cultura, ya que se podría avalar una interpretación fundamentalista de nuestra historia en vez de advertir que la historicidad evidencia los giros impredecibles que la cultura acometió sobre la tradición. 

El debate sobre el Palacio de Bellas Artes Mario Vargas Llosa —cuyo análisis nominal merecería otra intervención— debe alejarse de las objeciones estéticas y de las invocaciones a la tradición y enfocarse en el tema de la representación y en la idea de cultura, que es lo que verdaderamente está en juego. ¿Quiénes se sienten representados y quiénes excluidos? Un espacio cultural es un espacio de representación (eventualmente excluyente). El problema que observo es que se ha generalizado el impulso de la cultura como la profusión de actividades artísticas y como la construcción de establecimientos, o sea, cultura como sinónimo de arte y cemento, que en la práctica funcionan como reductos para la exclusión.

Si el discutido palacio congregara a los más distinguidos poetas, narradores, dramaturgos, músicos, pintores y artistas en general ¿continuarían las mismas críticas severas procedentes de quienes no se sienten representados; de los que asumen una representación que defiende el arte y la tradición locales afrentadas por el «Domo Verde»? Pienso que no, pienso que en tales circunstancias la polémica se trasladaría a un debate más feroz: la lucha por una idea hegemónica de cultura.

¿Qué requisitos deberán reunir los artistas que deseen acceder al nuevo palacio recuperado por los cruzados de la tradición y el buen gusto? Particularmente, no me incomoda que el palacio se destine a espectáculos musicales masivos (para salir de este impasse bastaría con rebautizar el lugar, pero el problema es mucho más complejo); me preocupa sobremanera que no sea un espacio plural de representación, que cultura se identifique exclusivamente con arte y cemento, y no como un modo de habitar el mundo. Lo más grave sería que ese recinto fuera capturado por quienes dicen representar una cultura de avanzada pero que en el fondo son conservadores culturales que esgrimen el buen gusto como argumento para denostar a quienes no comparten su refinamiento. Ya podemos imaginar quiénes sí estarán y quiénes, una vez más, no estarán allí.

La cultura no debe estar sujeta a tradición autoritaria alguna.

Publicado en Noticias, diario de Arequipa, lunes 21 de enero de 2013