domingo, agosto 25, 2013

ANDINOS VS. CRIOLLOS: ¿UN CONFLICTO DE CLASES?


Publicado en Diario Noticias de Arequipa, lunes 26 de agosto de 2013

«¿Quién escribe y para quiénes escribimos?» Es la pregunta con la que recientemente Anouk Guiné inició sus cuestionamientos a la recordada polémica entre andinos y criollos, suscitada a partir de la ponencia del novelista Miguel Gutiérrez en el Primer Encuentro de Narradores Peruanos en Madrid el 2005, quien sostuvo existía una confrontación entre escritores del grupo que controla y se beneficia medios de comunicación y editoriales hegemónicas, y los escritores del mundo andino. Guiné considera que aquel debate, «más que un conflicto entre “criollos y andinos”, se trata fundamentalmente de un conflicto entre clases sociales». Y seguidamente añade que «la élite literaria (sea criolla, andina o afroperuana) no es definitivamente de raigambre popular o proletaria». Luego formula una serie de preguntas que apuntan a respuestas de inventario cerrado, que no abren nuevos frentes de discusión sino que esencializan, pero en otra dirección, la dicotomía andinos/criollos, y lo hace introduciendo las nociones de «clase» y «proletariado» a fin de confrontar los términos en disputa. En un contexto donde se pretende leer una polémica cuyo trasfondo fue la pugna por el estatuto hegemónico del escritor en el Perú —siendo que la condición de escritor es una de las batallas más intensas dentro del campo intelectual— el reduccionismo de la lucha de clases comporta varios reparos. 

Si una categoría de análisis no es contextualizada, se debilita su potencia crítica e incluso se da lugar a homogenizaciones y gruesas reducciones, que hacen tabula rasa de las particularidades de la situación donde se las intenta aplicar. Así sucede con las nociones de «clase» y «lucha de clases», las cuales en su matriz de origen europea no estuvieron racializadas, como sí ocurrió cuando se las introdujo en América Latina, donde clase, etnia, raza y género se superponen conflictivamente. Por ello, definir la (falsa) controversia andinos vs. criollos en términos de lucha de clases, como señaló Anouk Guiné, simplifica un panorama muy complejo de relaciones. Insistir en este tipo de lecturas descontextualizadas que fijan la clase como categoría central de las luchas políticas (o culturales) obvia que, por ejemplo, tales batallas emprendidas por movimientos indígenas en América Latina articulan cultura y política, o que la expresión de sus demandas culturales adquieren formas políticas, de tal modo que si fueran enunciadas exclusivamente en términos de clase, difícilmente podrían congregar la multiplicidad de demandas que los apremia. Tal insistencia es funcional a una mirada eurocéntrica, pues no repara en la especificidad del contexto peruano y latinoamericano.

La afirmación de Anouk Guiné inscribe una nueva dicotomía: el escritor proletario y la literatura proletaria frente a sus otros no-proletarios. Denominaciones esencialistas como «literatura proletaria» no tardan mucho en construir o hallar su par opuesto, al que necesitan para reafirmar su existencia e identidad. Repensar productivamente el debate andinos vs. criollos no significa radicalizar los pares en conflicto ni promover nuevas esencialidades, como sucede con la pregunta por la literatura proletaria, sino desmontar los fundamentos de esa confrontación como la apelación al conocimiento vivencial de la realidad sobre la que se escribe como garantía de calidad artística o la descalificación del adversario por su filiación ideológica. El nosotros/ellos es un buen indicador, entre otros, de las pugnas ideológicas por el poder.

Las preguntas de Guiné se sintetizan en la cuestión de identificar a un enunciatario «proletario» y a un destinatario igualmente «proletario», lo cual además de insertar una nueva dicotomía comporta una excesiva reducción que coloca la clase por encima de otra determinaciones. Las relaciones entre clase, raza, género y etnia dislocan el reduccionismo de una aproximación que se concentra exclusivamente en la «lucha de clases». Las mutuas determinaciones entre las identidades antes mencionadas ha sido uno de los problemas teóricos más complejos y difíciles de tratar, y con frecuencia ha sido resuelta de modo extremista: colocando a una de ellas como la primordial y perdiendo perspectivas de las interrelaciones existentes entre ellas. Se ha privilegiado la relación de clase enfatizando que todas las fuerzas laborales étnica, racialmente y genéricamente diferenciadas están sujetas a las mismas relaciones de explotación dentro del capital; o se enfatiza el carácter central de las divisiones étnicas, raciales y genéricas a costa de la estructura de clases. Pese a que lucen opuestos, en realidad, estos extremos son el reflejo invertido uno del otro, en el sentido en que ambos fijan un principio determinante único y exclusivo de articulación —clase, raza, etnia, género, etc. 

Este debate adquiere especial relevancia en América Latina, donde la categoría «lucha de clases» se posicionó como la noción dirimente, que terminó marginando las luchas de los pueblos indígenas y afrodescendientes. Es decir, al confinarlos a la condición de «campesinos» colocando así la clase por encima sobre cualquier otra determinación, la izquierda tradicional redujo la diferencia en una sola categoría homogeneizante. La intervención de Anouk Guiné se inscribe en esa línea de lecturas reduccionistas que obtura la heterogeneidad de los intereses y las identidades. 

Poner en relación la clase con otras identidades no implica en absoluto abandonar la crítica marxista de la historia y la sociedad, sino contextualizar la teoría marxista de acuerdo a la especificidad de la situación donde se pretende formular una lectura marxista. En este sentido, el análisis cultural no solo debe dar cuenta de los procesos constituyentes de la realidad histórica sino advertir las especificidades que lo diferencian de otros momentos y épocas históricas. Esta historicidad del análisis es un rasgo fundamental de lo que ha sido definido como «coyunturalismo».

Antonio Gramsci y José Carlos Mariátegui criticaron sostenidamente la asimilación descontextualizada del marxismo. El italiano practicó un marxismo abierto, que desarrolla muchas de las ideas de marxismo pero orientándola hacia nuevas cuestiones y circunstancias. Su trabajo pone en acción conceptos que el marxismo clásico no provee pero sin los cuales la teoría marxista no podría explicar adecuadamente los fenómenos sociales complejos del mundo contemporáneo. Gramsci nunca fue un marxista ortodoxo o religioso. Por el contrario, entendía que el esquema general de la teoría marxista no era un producto acabado y expedito para ser transplantado sin más a cualquier realidad, sino que debía ser desarrollado constantemente en términos teóricos, susceptible de ser enriquecido con los aportes de otras teorías sobre la economía, la cultura y la sociedad, a fin de compensar los desarrollos que, evidentemente, desde sus propios contextos, Marx y Engels no tuvieron la posibilidad de prever. Por esta razón, sus ideas más esclarecedoras son frecuentemente de corte coyuntural. Lo mismo es extensible al modo como Mariátegui entendió el marxismo. Las diversas reflexiones sobre economía, literatura, sociedad, educación, religión e historia dan cuenta de los alcances de una lectura marxista de la sociedad en constante diálogo con la heterogeneidad de sus componentes. Sin embargo, no se debe soslayar que invocar sin más a Mariátegui para analizar la coyuntura actual podría devenir gruesas simplificaciones y lamentables omisiones de lecturas críticas sobre su pensamiento, por ejemplo, en lo concerniente a la heterogeneidad cultural, respecto a la cual Mariátegui aún permanece anclado al paradigma indigenista, de talante reductivo y dicotómico.

Ni Gramsci ni Mariátegui tienen las respuestas para los problemas de hoy. Pero sí es posible pensar la actualidad en clave gramsciana o mariateguiana, que es diferente. No se trata de emplearlos abusivamente —como sucedió por tanto tiempo con Marx— como profetas que nos ofrecerán la cita apropiada en el momento preciso. Pensar al modo de Mariátegui es más productivo que invocarlo acríticamente para dirimir un asunto de actualidad.

Esa forma reductiva y binaria de abordar los procesos culturales le hace un magro favor a la potencia crítica del marxismo, cuya lectura descontextualizada sigue siendo un muerto que no terminamos de enterrar.

domingo, agosto 18, 2013

LOS FAST-THINKERS

Publicado en Diario Noticias de Arequipa, lunes 16 de agosto de 2013

Los fast-thinkers son aquellos intelectuales que con la misma avidez que adhieren a una teoría —a la cual no dedicaron el tiempo suficiente para evaluar sus resultados— se desprenden de ella. Son atentos consumidores de las teorías de moda, pero lo son del modo más inocuo: se sirven de ella para consolidar prestigio académico, asegurar espacios de poder en instituciones académicas e intervenir en los debates públicos a fin de ilustrar a su auditorio (hacen pedagogía en cuanta oportunidad se les presenta), si no es empleando la jerga académica de su preferencia, haciendo gala de un uso liviano de la teoría que profesan o acudiendo a la corrección política, pero en muy pocas ocasiones o ninguna esforzándose por la consecución de los logros teóricos en la vida de la gente común. En ellos se cumple la traición de la teoría, pues la potencia transformadora de la deconstrucción, los estudios culturales, la crítica poscolonial o el feminismo se convirtieron en el mejor de los casos en una maquinaria para producir textos académicos, participar en conversatorios de convocatoria cerrada o para darle mayor densidad a la hoja de vida. 

Con frecuencia, se presentan ante auditorios que difícilmente podrían interpelarlos; así, su modo de divulgación apela a un claro ejercicio de violencia epistémica. A lo sumo se exponen a los agravios que reciben a través de las redes sociales, pero mayormente reciben amables comentarios de sus pares. Son progresistas en artículos académicos, monografías y tesis, pero sostienen posturas reactivas y conservadoras en las redes sociales. 

También exhiben una gran habilidad para estar al día de la coyuntura política, cultural y mediática nacional, sin importar cuan lejos radiquen. Obvian matices, detalles, circunstancias y contrastes; radicalizan los debates hasta el grado en que el lector que los sigue no tiene más opción que estar con ellos o contra ellos, ya que la corrección política y la corrección cultural son el agua bendita que les permite distinguir entre el bien y el mal. Por ello, los fast-thinkers prefieren sentenciar antes que comprender. 

En ellos ha operado una gran transformación. Al inicio, la cautela y el prudente escepticismo, la agudeza del análisis ocupaba un lugar primordial. Luego, progresivamente, la arrogancia intelectual los condujo a una performance mediática donde es más importante ofrecer garantías, construir certezas y demoler las opiniones adversas. Por este motivo es que son muy selectivos para elegir a sus rivales de ocasión. Un enemigo rentable es una figura mediática cuya imagen moral ante la opinión pública sea tan repulsiva que fulminarlo durante un par de semanas con una andanada de posts genera una indubitable corriente de adhesión. Una respuesta furibunda, condescendiente o sencillamente, el silencio del adversario de ocasión son reacciones que a todas luces representan una victoria para los fast-thinkers.

El uso rudimentario que hacen de la teoría es tan grave que, aunque convencidos sobre un gran saber que los respalda, lo cierto es que la teoría los utiliza a ellos con mayor efectividad. Si teoría los debía incitar a reflexionar sobre el saber y el hacer, es decir, sobre el conocimiento adquirido y sobre su práctica, en el caso de los fast-thinkers ello poco o nada importa. La lógica del sentido común los saca de apuros, pero olvidan que la teoría, al menos la más reciente, es un enjuiciamiento de todo aquello que se ha pensado como normal, natural o tradicional, porque, en realidad, se trata de productos históricos y culturales. 

Desplegando uno de los movimientos más empobrecedores, los fast-thinkers sostienen una noción reductiva de la teoría y la crítica: emplean un texto literario para comprobar en él las premisas de la teoría, rinden pleitesía a sus pensadores fundamentales hasta que aparezca otro cuya cita textual o mención al paso los revista de mayor glamour, se han acercado a la opinión pública, por un lado, siendo funcionales a la agenda de los medios de comunicación, y por otro, abandonando a la ciudadanía ante las fuerzas coercitivas del libre mercado y la manipulación de los apetitos del consumidor. Su jerga preciosista oscurece los problemas que urge esclarecer, lo que favorece un academicismo venido a menos: el de las pugnas por una cátedra que, dependiendo del establecimiento académico, no se concursa, sino que se hereda, como ocurría antiguamente con el oficio notarial. Interrogan improductivamente los artefactos culturales deteniéndose en su grandeza artística o miseria pero no se interesan por la relación de ese objeto cultural con la vida de los individuos que lo consumen. Los fast-thinkers manifiestan expresamente su desprecio por la cultura de masas, la cual solo adquiere valor porque remite a otras expresiones «más valiosas». La desigualdad es constitutiva de estos puntos de vista sobre la cultura de masas. Por eso estos divulgadores de la corrección artística o estética la defienden a ultranza, pues sin ella les sería complicado legitimar su posición.

A pesar de su apariencia sólida y bien acabada, son abrumadoramente vulnerables ante las críticas adversas, las cuales confrontan con suma vehemencia con cuanto adjetivo se acomode a su pluma. De ningún modo podrían colocarse a la altura de los pensadores que invocan en sus textos o intervenciones mediáticas, aquellos que como Michel Foucault, Terry Eagleton y Edward Said desarrollaron ideas originales, las ampliaron, las criticaron y las aplicaron para combatir los poderes que condenaban a muchos a un sufrimiento que para cierto pensamiento determinista era natural. Una didáctica simplificación concluiría que los fast-thinkers gustan más del beso francés que de la filosofía francesa. Son el vívido ejemplo de que las humanidades no humanizan, como bien anota un sempiterno inconforme George Steiner.

Los fast-thinkers devenidos blog stars o celebridades virtuales se inclinan, en todo el sentido del término, ante el culto, la reverencia y el proselitismo teórico, pues esto más redituable que arriesgarse a no ser atendido por las masas virtuales hambrientas de espectáculo. La indignación vía redes sociales es el límite de sus posibilidades de disidencia.

domingo, agosto 11, 2013

CIENCIA POLÍTICA


Publicado en Diario Noticias de Arequipa, Perú, lunes 12 de agosto de 2013

¿Es posible mantener a la ciencia libre de condicionamientos ideológico-políticos? Es la pregunta que atraviesa el célebre ensayo «Teoría tradicional y teoría crítica» (1937) de Max Horkheimer. La distinción entre dos modos de entender y practicar la investigación científica está para Horkheimer en el grado de reconocimiento de la situación y compromiso contra el poder de parte del científico, es decir, que la asunción de una postura frente a las relaciones de sociales de poder y las determinaciones ideológicas que las constituyen establecen la frontera entre una idea de ciencia que se piensa autónoma y automotivada, y otra idea de ciencia que no soslaya los condicionamientos de la política o la economía sino que los denuncia y combate. Así la teoría tradicional es aquella que sirvió de soporte a una concepción de la actividad científica aislada de los asuntos sociales y por acción u omisión, cómplice de las tramas del poder. La teoría crítica comporta un giro hacia las relaciones entre ciencia, política, ideología, sociedad, economía, etc., es decir, evaluar el quehacer científico en su contexto y situación social adoptando una explícita postura contra el poder.

Horkheimer afirma que la esencia de la teoría es el cuestionamiento constante, por lo cual nada luce más antiteórico o no teórico que fijar dogmas y reproducir sus aplicaciones a fin de conservar el poder que reviste la administración de un saber teórico, manifestado en una clara demostración de violencia epistémica cuando los destinatarios no poseen la capacidad para interpelar lo que se les impone como verdad científica. En este sentido, matices más, matices menos, dependiendo del establecimiento académico, la crítica literaria se ha vuelto acrítica, pues la deificación de la teoría literaria viene produciendo su estancamiento toda vez que la recepción de la teoría no trasciende la mayoría de las veces su correcta divulgación y usufructo político-académico, por lo cual solo en escasas ocasiones, es discutida. Siendo la teoría una actividad primordial dentro del quehacer científico, lo señalado por Horkheimer se traduce en una reflexión acerca de su exterioridad (respecto a sus objetos de estudio) y su interioridad (sobre sus prácticas epistemológicas).

La actividad científica halla una justificación de subsistencia en el progreso tecnológico alentado por la sociedad burguesa, continua Horkheimer. La importancia adquirida por la ciencia en este contexto es indesligable de los avances logrados por la sociedad industrial. De este modo, se comprende por qué actualmente en un horizonte postindustrial las artes y las letras revisten cada vez menor importancia, ya que el espacio dedicado a su investigación o promoción es opacado por la atención que concitan la ciencia y la tecnología, dominada por una concepción tradicional de la teoría que también afecta a las ciencias sociales y las humanidades. Horkheimer agrega que la revolución tecnológica ofrece los hechos que merecen ser estudiados por la ciencia como evidencias en sí mismas, lo que condiciona las líneas de investigación científica. En otras palabras, el modo y los medios de producción capitalista determinan la elección de los objetos de estudio que deberán interesar a la ciencia.

La observaciones del sociólogo y filósofo de la Escuela de Frankfurt, discuten la idea de una ciencia autocontenida, autónoma en sus decisiones y animada exclusivamente por el desarrollo intelectual y revela que, en realidad, ha sido el capitalismo industrial el responsable de los avances científicos, toda vez que los estimuló y generó condiciones favorables para que los hombres de ciencia dispusieran sus esfuerzos a favor de la revolución tecnológica, que a su vez, ha sido funcional a los propósitos del capitalismo. 

Después de la economía y la política, el capitalismo tuvo en la ciencia a su más eficaz colaborador. En el presente se está sumando la cultura como una plataforma para la expansión del capitalismo en clave neoliberal, con el propósito de divulgar la idea de un neoliberalismo como legítima forma de vida, elegible entre tantas otras. Si el neoliberalismo logra incorporar la cultura a sus dominios, podrá más fácilmente convencer de que se trata de un modo legítimo de habitar el mundo y recurrir con éxito al argumento de la excepción cultural tan grata a los multiculturalistas. El mayor logro del capitalismo ha sido disfrazar su carácter ideológico a través de la ciencia y la cultura. Ambas facilitaron al capitalismo lo que la política y la economía no obtuvieron con éxito tan abrumador, entre otras razones, porque cuando el capitalismo acudió a la política y la economía no tuvo reparos para exhibirse como discurso ideológico en pugnas con otros contradiscursos. Medio siglo después de la Gran Depresión, el capitalismo corrigió su error. El empecinamiento de intelectuales y artistas en alejar la ciencia y la cultura de la ideología y la política, a manera de zonas liberadas, y la adopción de un perfil no político de la labor científica y artística también allanaron el camino para edulcorar los ropajes ideológicos del capitalismo. 

De acuerdo con Horkheimer, la agenda del capitalismo fue impuesta al trabajo científico. En consecuencia, la utilidad de saber no estuvo tanto en el análisis riguroso de un objeto de estudio como en el imperativo capitalista de escoger un objeto funcional a sus intereses. ¿A quién beneficia este saber? ¿A quién le es útil? ¿A quién perjudica? Si en algún momento los libros constituyeran una amenaza para el poder, tengamos por seguro que el escenario de Farenheit 451 se haría realidad, y surgirían teorías y categorías en los centros académicos más prestigiosos del mundo que demostrarían ampliamente la inconveniencia de leer. 

Horkheimer observa que la teoría tradicional se movilizó en consonancia con el expansionista del capitalismo más que por superar paradigmas de conocimiento, de modo que, las razones que han guiado el desarrollo científico habría que buscarlas fuera del ámbito de las investigaciones académicas: en las cumbres de mandatarios, foros mundiales y directorios de megacorporaciones, diría hoy Horkheimer, para quien las conquistas de la ciencia han sido en realidad las conquistas del capitalismo, es decir del poder hegemónico. Décadas después, el colectivo decolonial profundizaría la crítica de las relaciones entre el saber y el poder mediante el desarrollo de la colonialidad del poder para dar cuenta de la continuidad de propósitos entre colonialidad y modernidad. La expansión de una teoría hay que apreciarla como parte de un proyecto colonizador, como lo exponen Aníbal Quijano, Walter Mignolo, Santiago Castro-Gómez y el grupo decolonial, pero, además, siguiendo a Horkheimer, como una evidencia, otra más, de la complicidad del saber con el poder. 

La actividad científica es parte de la división del trabajo, anota Horkheimer. La ciencia posee una función definida en la producción de conocimiento útil a propósitos extracientíficos, independientes del compromiso individual de cada científico con su labor. La ciencia es un área especializada en la producción de saber, una tecnología moral, un área dentro de la industria cultural.

Los aportes de la teoría crítica formulados en el seno de la Escuela de Frankfurt adquieren notoria vigencia en un contexto actual tan adverso al pensamiento crítico, en especial en lo que concierne al debate sobre las prácticas epistemológicas, la contextualización de la teoría y la confrontación contra el poder. Como lo advirtiera Edward Said, la preocupación de los humanistas en la profesionalización y el cultivo de la erudición derivó en que las humanidades percibieran el entorno social como una molestia, descuidando que, a fin de cuentas, un saber es lo que hacen aquellos que lo practican, es decir, que las humanidades son lo que piensan y lo que hacen los humanistas, y lo que hicieron la mayoría de ellos en los instantes más dolorosos de la humanidad fue resguardarse en su erudición, pero no emplear un ápice de su saber para transformar la desigualdad. Said nos dice con claridad que los humanistas le dieron la espalda a la humanidad.

Horkheimer contrasta la teoría tradicional con la teoría crítica pero ahondando más en la caracterización de la primera, en las implicancias de la relación que mantuvo con el capitalismo industrial. «Teoría tradicional y teoría crítica» es un agudo balance que arroja como resultado la necesidad de cambiar el modo en que se ha pensado y ejercido la teoría tradicionalmente, para reemplazarla por una teoría crítica frente a las determinaciones impuestas desde el capitalismo.