
Carlos Arturo Caballero
A la distancia, percibo un desánimo cada vez más difícil de disimular en quienes apoyamos la elección de Ollanta Humala. Es una desazón que lucha contra una esperanza que se niega, por momentos, a aceptar las señales de la política real y práctica. La advierto en las redes sociales, en los políticos, intelectuales, periodistas y en los pocos medios que confiaron en que el Partido Nacionalista ejecutaría las reformas prometidas durante la campaña electoral. Paralelamente, en los sectores antes hostiles a Ollanta Humala, observo que sus adustos y rabiosos rostros postflash de la segunda vuelta se van transformando en semblantes de aprobación y elogio refrendados por prepotentes exigencias para restablecer el orden y el principio de autoridad muy al estilo de esa derecha que acudía a tocar la puerta de los cuarteles cuando sobrevenía el desborde popular. A estas alturas, resulta vano analizar por qué Humala ganó la elección, pues, si bien los favoritos de la derecha empresarial, conservadora y confesional —PPK, Keiko o Castañeda— perdieron, las señales que va emitiendo el actual gobierno sugieren un mayor aggiornamento, un veloz y oportunista cambio de hábito acorde a los intereses de los perdedores. Todo indica que estos ya no tendrán que rumiar más su derrota.
El mayor obstáculo para la ejecución de las reformas prometidas por el nacionalismo no fueron, finalmente, los empresarios de la CONFIEP o el SNI ni los medios de comunicación y periodistas que se sumaron a la vergonzosa campaña de demolición contra Humala, sino ese 48.5% del electorado que no desea una gran transformación, es decir, que grosso modo considera que la situación debe mantenerse igual, salvo las demandas generales por mayor trabajo, incremento de salarios y reducción de la pobreza. Ollanta Humala ganó las elecciones por un margen muy ajustado, gracias a una amplia base de electores que pesó en las urnas, pero cuya lealtad política depende de la pronta satisfacción de sus demandas algunas viables, otras, descabelladas, lo cual nos coloca ante un panorama social muy agitado. Aquella mayoría en las urnas no se está traduciendo en una mayoría políticamente leal y por ello determinante para que el gobierno ejecute el mínimo de reformas a las que se comprometió durante la campaña electoral con la seguridad que le brindaría un incondicional apoyo popular. A esto agréguese la precaria representatividad política de un amplio sector de la población, excluido, utilizado e ignorado, y que posee suficientes razones y evidencias para desconfiar del Estado y más aún cuando observa que su voto ha sido defraudado. En suma, ninguna gran transformación es viable sin el apoyo de la población, lo digo con triste realismo.
Los movimientos políticos que carecen de organización partidaria son proclives a adoptar programas previos que hayan dado resultado y hacerles muy leves enmiendas. Es como ir a comprar a lo seguro una marca conocida. Terminan cediendo el poder a los tecnócratas que ofrecen sus buenos oficios al gobierno de turno para garantizarle un tránsito indoloro. Se trata de una burocracia estatal eficiente y bien entrenada que no es nueva en estas tareas sino que viene operando desde 1990 cuando Fujimori los convocó para ejecutar lo que Efraín González de Olarte llamó «neoliberalismo a la peruana». Por ello todo intento de reformar el Estado y el modelo económico fracasará si es que la agrupación política que gobierna no está organizada como un partido, lo que implica 1) una línea de pensamiento definida, 2) un equipo técnico de alto nivel comprometido con dicha línea de pensamiento, 3) «cuadros» y operadores políticos visibles y mediáticos, 4) activa militancia partidaria a nivel de bases y con buenas relaciones con los movimientos regionales. Sin estas condiciones, no existe capacidad de disuasión frente a los poderes fácticos, y si esto no es posible no queda más que negociar en desventaja, ya que quienes gobiernen no tendrán otra opción que reconvocar a los que ya conocen la maquinaria, la mayoría de veces, funcionarios de perfil muy bajo, nada mediáticos, pero que finalmente son «la mano que mece la cuna», los que «inspiran confianza a los mercados».
¡Qué equivocados estábamos los que vimos en su triunfo la recomposición de la izquierda democrática!, que honestamente alentaron Nicolás Lynch, Sinesio López, Alberto Adrianzén, Félix Jiménez y Carlos Tapia a través de «Ciudadanos por el Cambio». De haberse mantenido su participación, se hubiera compensado la carencia de organización partidaria y cohesión ideológica de Gana Perú, facilitado que los intelectuales deliberen con la ciudadanía para aportar tanto reflexiones como soluciones programáticas, y sobre todo, brindado recursos para confrontar y disuadir a los poderes fácticos adversos a las reformas. No obstante, la izquierda intelectual próxima a Humala no contó con que las circunstancias cambiarían drásticamente entre la primera y segunda vuelta, esta y la toma de mando, y entre el 28 de julio y la declaratoria de Estado de Emergencia en Cajamarca.
El aggiornamento del discurso nacionalista se puede rastrear a través de los siguientes instantes. Nótese que este proceso se intensificó conforme se acercaban la elección decisiva, la toma de mando y las primeras crisis de gobierno. 1) La andanada de críticas contra el plan de gobierno nacionalista, diseñado por un equipo técnico en su mayoría propuesto por el colectivo «Ciudadanos por el Cambio», provocó su inmediata reestructuración. Esta fue la primera gran concesión práctica a sus adversarios. 2) La inserción de un equipo técnico para la segunda vuelta (Kurt Burneo, Óscar Dancourt, Alfonso Velásquez, Daniel Schydlowski) con miras a reestructurar el plan y levantar la imagen de Humala relegó a los intelectuales de «Ciudadanos por el Cambio», lo cual se agravó con la creciente influencia del asesor Luis Favre. 3) La exigencia de los partidos perdedores, medios adversos, CONFIEP y SNI para designar al ministro de Economía y ratificar a Julio Velarde como presidente del BCR. 4) El pánico financiero producido por la caída de bolsa y la amenaza del retiro masivo de inversiones fueron una advertencia a Humala del poder de los mercados. El continuo acoso a los funcionarios del gobierno, como Omar Chehade, Aída García Naranjo y Ricardo Soberón con la finalidad de remover a los personajes más írritos para la derecha liberal-conservadora-autoritaria-resentida por la pérdida de las elecciones. 5) La renuncia de Carlos Tapia como asesor de la Presidencia del Consejo de Ministros y del primer ministro Salomón Lerner Ghitis, ambos muy cercanos colaboradores de Humala hacía años atrás.
Algún día los científicos sociales explicarán por qué en el Perú, a diferencia de Ecuador, Bolivia, Uruguay y Argentina, el neoliberalismo no nos vacunó contra la indiferencia y el egoísmo, cómo y en qué momento diluyó la solidaridad y nos volvió indolentes. Será porque hechas las sumas y restas este perverso modelo generó la emergencia de una nueva clase media desinteresada por el bienestar del otro y totalmente desideologizada y apolítica, y que sobre la base de su bienestar generaliza que no hay motivo para cambiar la fórmula que les ha permitido mejorar su situación durante la última década. Será porque la riqueza se ha concentrado en las principales ciudades del país atrayendo millonarias inversiones que generan trabajo, no hay duda, pero qué calidad de trabajo. Sin embargo, a una parte de la población este detalle no le interesa, y se puede entender de cierta manera: algo es siempre mejor que nada.
Si la calidad de nuestras demandas continúa guiándose por esta lógica pragmática, ninguna gran transformación será posible.
A la distancia, percibo un desánimo cada vez más difícil de disimular en quienes apoyamos la elección de Ollanta Humala. Es una desazón que lucha contra una esperanza que se niega, por momentos, a aceptar las señales de la política real y práctica. La advierto en las redes sociales, en los políticos, intelectuales, periodistas y en los pocos medios que confiaron en que el Partido Nacionalista ejecutaría las reformas prometidas durante la campaña electoral. Paralelamente, en los sectores antes hostiles a Ollanta Humala, observo que sus adustos y rabiosos rostros postflash de la segunda vuelta se van transformando en semblantes de aprobación y elogio refrendados por prepotentes exigencias para restablecer el orden y el principio de autoridad muy al estilo de esa derecha que acudía a tocar la puerta de los cuarteles cuando sobrevenía el desborde popular. A estas alturas, resulta vano analizar por qué Humala ganó la elección, pues, si bien los favoritos de la derecha empresarial, conservadora y confesional —PPK, Keiko o Castañeda— perdieron, las señales que va emitiendo el actual gobierno sugieren un mayor aggiornamento, un veloz y oportunista cambio de hábito acorde a los intereses de los perdedores. Todo indica que estos ya no tendrán que rumiar más su derrota.
El mayor obstáculo para la ejecución de las reformas prometidas por el nacionalismo no fueron, finalmente, los empresarios de la CONFIEP o el SNI ni los medios de comunicación y periodistas que se sumaron a la vergonzosa campaña de demolición contra Humala, sino ese 48.5% del electorado que no desea una gran transformación, es decir, que grosso modo considera que la situación debe mantenerse igual, salvo las demandas generales por mayor trabajo, incremento de salarios y reducción de la pobreza. Ollanta Humala ganó las elecciones por un margen muy ajustado, gracias a una amplia base de electores que pesó en las urnas, pero cuya lealtad política depende de la pronta satisfacción de sus demandas algunas viables, otras, descabelladas, lo cual nos coloca ante un panorama social muy agitado. Aquella mayoría en las urnas no se está traduciendo en una mayoría políticamente leal y por ello determinante para que el gobierno ejecute el mínimo de reformas a las que se comprometió durante la campaña electoral con la seguridad que le brindaría un incondicional apoyo popular. A esto agréguese la precaria representatividad política de un amplio sector de la población, excluido, utilizado e ignorado, y que posee suficientes razones y evidencias para desconfiar del Estado y más aún cuando observa que su voto ha sido defraudado. En suma, ninguna gran transformación es viable sin el apoyo de la población, lo digo con triste realismo.
Los movimientos políticos que carecen de organización partidaria son proclives a adoptar programas previos que hayan dado resultado y hacerles muy leves enmiendas. Es como ir a comprar a lo seguro una marca conocida. Terminan cediendo el poder a los tecnócratas que ofrecen sus buenos oficios al gobierno de turno para garantizarle un tránsito indoloro. Se trata de una burocracia estatal eficiente y bien entrenada que no es nueva en estas tareas sino que viene operando desde 1990 cuando Fujimori los convocó para ejecutar lo que Efraín González de Olarte llamó «neoliberalismo a la peruana». Por ello todo intento de reformar el Estado y el modelo económico fracasará si es que la agrupación política que gobierna no está organizada como un partido, lo que implica 1) una línea de pensamiento definida, 2) un equipo técnico de alto nivel comprometido con dicha línea de pensamiento, 3) «cuadros» y operadores políticos visibles y mediáticos, 4) activa militancia partidaria a nivel de bases y con buenas relaciones con los movimientos regionales. Sin estas condiciones, no existe capacidad de disuasión frente a los poderes fácticos, y si esto no es posible no queda más que negociar en desventaja, ya que quienes gobiernen no tendrán otra opción que reconvocar a los que ya conocen la maquinaria, la mayoría de veces, funcionarios de perfil muy bajo, nada mediáticos, pero que finalmente son «la mano que mece la cuna», los que «inspiran confianza a los mercados».
¡Qué equivocados estábamos los que vimos en su triunfo la recomposición de la izquierda democrática!, que honestamente alentaron Nicolás Lynch, Sinesio López, Alberto Adrianzén, Félix Jiménez y Carlos Tapia a través de «Ciudadanos por el Cambio». De haberse mantenido su participación, se hubiera compensado la carencia de organización partidaria y cohesión ideológica de Gana Perú, facilitado que los intelectuales deliberen con la ciudadanía para aportar tanto reflexiones como soluciones programáticas, y sobre todo, brindado recursos para confrontar y disuadir a los poderes fácticos adversos a las reformas. No obstante, la izquierda intelectual próxima a Humala no contó con que las circunstancias cambiarían drásticamente entre la primera y segunda vuelta, esta y la toma de mando, y entre el 28 de julio y la declaratoria de Estado de Emergencia en Cajamarca.
El aggiornamento del discurso nacionalista se puede rastrear a través de los siguientes instantes. Nótese que este proceso se intensificó conforme se acercaban la elección decisiva, la toma de mando y las primeras crisis de gobierno. 1) La andanada de críticas contra el plan de gobierno nacionalista, diseñado por un equipo técnico en su mayoría propuesto por el colectivo «Ciudadanos por el Cambio», provocó su inmediata reestructuración. Esta fue la primera gran concesión práctica a sus adversarios. 2) La inserción de un equipo técnico para la segunda vuelta (Kurt Burneo, Óscar Dancourt, Alfonso Velásquez, Daniel Schydlowski) con miras a reestructurar el plan y levantar la imagen de Humala relegó a los intelectuales de «Ciudadanos por el Cambio», lo cual se agravó con la creciente influencia del asesor Luis Favre. 3) La exigencia de los partidos perdedores, medios adversos, CONFIEP y SNI para designar al ministro de Economía y ratificar a Julio Velarde como presidente del BCR. 4) El pánico financiero producido por la caída de bolsa y la amenaza del retiro masivo de inversiones fueron una advertencia a Humala del poder de los mercados. El continuo acoso a los funcionarios del gobierno, como Omar Chehade, Aída García Naranjo y Ricardo Soberón con la finalidad de remover a los personajes más írritos para la derecha liberal-conservadora-autoritaria-resentida por la pérdida de las elecciones. 5) La renuncia de Carlos Tapia como asesor de la Presidencia del Consejo de Ministros y del primer ministro Salomón Lerner Ghitis, ambos muy cercanos colaboradores de Humala hacía años atrás.
Algún día los científicos sociales explicarán por qué en el Perú, a diferencia de Ecuador, Bolivia, Uruguay y Argentina, el neoliberalismo no nos vacunó contra la indiferencia y el egoísmo, cómo y en qué momento diluyó la solidaridad y nos volvió indolentes. Será porque hechas las sumas y restas este perverso modelo generó la emergencia de una nueva clase media desinteresada por el bienestar del otro y totalmente desideologizada y apolítica, y que sobre la base de su bienestar generaliza que no hay motivo para cambiar la fórmula que les ha permitido mejorar su situación durante la última década. Será porque la riqueza se ha concentrado en las principales ciudades del país atrayendo millonarias inversiones que generan trabajo, no hay duda, pero qué calidad de trabajo. Sin embargo, a una parte de la población este detalle no le interesa, y se puede entender de cierta manera: algo es siempre mejor que nada.
Si la calidad de nuestras demandas continúa guiándose por esta lógica pragmática, ninguna gran transformación será posible.
ENLACES DE INTERÉS
La derrota de la inteligencia - César Hildebrandt
Cambio en el gabinete - José A. Godoy
Los cuadros del presidente - La República