martes, abril 17, 2012

LAS RAZONES DE KANT



Crítica de la razón pura constituye el texto fundamental de Inmanuel Kant, pues contiene las principales propuestas de su pensamiento filosófico. El objetivo de esta monumental obra consiste en examinar las posibilidades de la razón como fuente de conocimiento independiente de la experiencia. Debido a este énfasis, es que algunos autores de manuales filosóficos —entre ellos Johannes Hessen, autor de Teoría del conocimiento— ubican a Kant dentro del apriorismo, en lo referente a la discusión sobre el origen del conocimiento, y en el criticismo, respecto a la posibilidad del conocimiento.

El título de este libro bien podría ser parafraseado como «Examen de las facultades cognitivas de la razón» o «Análisis de los principios o fundamentos del conocimiento». Sin embargo, el título propuesto por Kant contiene implicancias que van más allá de los objetivos explicitados por el propio autor. No solo se trata de examinar las posibilidades de la razón como fuente de conocimiento independiente de la experiencia, sino también y paralelamente con lo anterior, de una justificación a favor de considerar a la Metafísica como una ciencia.

Para ello, Kant dialoga y discute con las posturas filosóficas precedentes, tanto racionalistas (Leibniz) como empiristas (Hume). Leibniz y Hume, pese a diferir en cuanto origen del conocimiento —el primero consideraba que la razón era la fuente primordial y el segundo, que lo era la experiencia— ambos coincidían en que existían juicios analíticos a priori, los cuales eran fundamento de las ciencias formales como la Matemática y la Lógica; y juicios sintéticos a posteriori, que, a su vez, servían como fundamento de las Ciencias Naturales.

No obstante, Kant procura un intento de mediación entre la dicotomía racionalista/empirista, ya que plantea la existencia de juicios sintéticos a posteriori. Esto tiene las siguientes implicancias. Por un lado, significa que Kant no desdeña la importancia de la experiencia como fuente de conocimiento, sino que concede esta facultad a la razón como a la experiencia, pero resaltando que «nuestro conocimiento comienza con la experiencia, pero no se origina todo en él». Es decir, la razón posee una mayor preeminencia sobre la experiencia en cuanto a la capacidad de generar conocimiento, a pesar que ninguna de las dos tiene la exclusividad de ser una fuente del mismo. Kant matiza ello afirmando que, si bien razón y experiencia son fuente de conocimiento, existe una razón pura que posee facultades para adquirirlo con total independencia de la experiencia. Aquí es donde entra a tallar la objeción de Kant a Hume, pues este último consideraba que todo conocimiento racional estaba impregnado al menos por una porción de conocimiento empírico. Aquel discrepa del filósofo inglés porque considera que existe una razón pura, no «contaminada» por la experiencia, que también aporta conocimientos. De acuerdo a lo anterior, Kant está en la posición de afirmar que la razón pura permite ampliar nuestros conocimientos con total prescindencia de la experiencia. Los juicios que demuestran que esto es posible son los juicios sintéticos a apriori.

Por otro lado, la existencia de juicios sintéticos a priori supone un giro en la concepción de lo que se entendía como ciencia en aquella época. Kant remeció los criterios que servían como fundamento para cada tipo de ciencia. Al respecto, Kant concluye que todas las ciencias (inclusive aquellas concebidas como factuales o naturales) se fundamentan en juicios sintéticos a priori: «los juicios sintéticos a priori son los fundamentos de toda ciencia teórica de la razón».

Antes de continuar, es precisar puntualizar algunas conclusiones. La razón no solo obtiene conocimiento de la experiencia, si no de otras fuentes también a priori de carácter puro. Kant ha destacado que el error de los empiristas radica en consideran a la experiencia como única fuente de conocimiento sin contemplar que la experiencia recurre a esquemas formales previos (a priori, puros), los cuales otorgan certeza de verdad a los juicios empíricos. De lo contrario, si la experiencia solo recurriera a fuentes a posteriori (no necesarias, ni universales, sino contingentes) ¿cómo podría obtener dicha certeza si todas las reglas por las cuales progresa fueran empíricas y contingentes? Dicho de otra forma, si reconocemos que los juicios a priori son universales y necesarios y los empíricos particulares y contingentes, entonces, si los segundos solo dependieran de otros conocimientos similares, sería imposible que tuvieran algún grado de validez, puesto que la certeza absoluta la poseen los juicios a priori por las características antes mencionadas.

Entonces, tenemos que el conocimiento se origina tanto en la razón (a priori) como en la experiencia (a posteriori), pero los principios fundamentales del conocimiento se originan en la razón; por ello, solo estos merecen ser llamados principios. La experiencia, aunque también es una fuente de conocimiento, posee menores alcances que la razón pura.

Otro de los objetivos de la Crítica fue reivindicar el valor científico de la
Metafísica. Kant considera que esta es la ciencia que le permitirá dilucidar el problema que se ha planteado: ¿Dónde se origina el conocimiento? Al tratarse de una disciplina que estudia la posibilidad, principios y alcances de todo conocimiento a priori, resulta obvia la elección de la misma para sus propósitos. La pregunta por los principios del Ser, la esencia de las cosas, la nada, Dios, la mente, etc. es campo de la filosofía. (A lo largo de la historia de la filosofía ha cambiado su definición, pero siempre la Metafísica estuvo vinculada tema del Ser y a la pregunta por las causas y fundamentos de la existencia). Kant elige la Metafísica porque su campo de estudio se ubica más allá de la experiencia, allá donde solo existen conceptos, ideas (lo abstracto) «objetos mucho más excelentes y sublimes en su intención última, que todo lo que el entendimiento puede aprender en el campo de los fenómenos».

Proponer a la Metafísica como una ciencia contiene dificultades de las que Kant era muy consciente. Sin embargo, justifica tal afirmación basándose en la inquietud natural de todo ser humano por querer saber más y ver acrecentados sus conocimientos. Por ello, en parte, su esfuerzo consiste en aportar ideas que justifiquen el carácter científico de la Metafísica mediante una sistematización que estaba en proceso.

La dificultad estaba en que tal paso intermedio podía requerir una digresión mucho mayor que distrajera la atención de su objetivo primordial: el examen de la razón pura y sus alcances. Por ello, es que plantea una ciencia particular dentro de la Metafísica a la que llama «Crítica de la razón pura», la cual si se encuentra en la capacidad de sistematizar sin tener que alejarse de su objetivo inicial. De esta manera, superaba la segunda dificultad que era la multiplicidad de objetos de estudio de la Metafísica y se concentraba en uno concreto, la razón pura.

La evidente confianza de Kant en las facultades de la razón —no en vano admite que existe una razón pura— nos lleva a plantear la siguiente cuestión: ¿es la razón infalible? Kant aceptaba la existencia de juicios universales, lo cuales utilizamos y validamos sin necesidad de verificarlos. Sobre ellos nos preguntamos de dónde vienen o cómo se originaron. Los indicios que Kant presenta como prueba para confiar en la razón son: 1) El tiempo de vigencia del juicio a priori. Desde la antigüedad, venimos apoyándonos en axiomas geométricos y principios matemáticos que mantienen su actualidad; 2) La validez universal del juicio a priori. Todos los seres humanos, a pesar de sus diferencias culturales, aceptan la validez de los juicios a priori; y 3) El grado de certeza. La posibilidad de emitir un juicio errado se compensa con la emitir un juicio acertado o aproximado que es posible corregir.

La mayor facultad que Kant reconoce en la razón pura es la generación ilimitada de conocimientos: «arrebatado por una prueba semejante del poder de la razón, el afán de acrecentar nuestro conocimiento no ve límites». Siguiendo a Kant para responder la pregunta planteada anteriormente, nos damos cuenta de que la razón no es infalible, lo cual estaba muy presente para este filósofo alemán. Por esta razón, es que exige estar alertas ante cualquier juicio de la razón o de la experiencia. No exime, Kant, a la razón pura de un examen riguroso (sino fijémonos en el título del libro): lo que nos libra de todo cuidado y de toda sospecha durante la construcción y nos promete una aparente solidez es lo siguiente: «analizar los conceptos que se tiene de los objetos». A esta actitud se le llama criticismo. El entusiasmo de Kant por las facultades de la razón pura se contrapesa con esta actitud, pues también advierte que el uso dogmático de la razón, sin crítica, conduce a afirmaciones sin fundamento o, en el peor de los casos, a un escepticismo paralizante y hipercuestionador.

La universalidad de la razón, según Kant, se fundamenta en la capacidad exclusivamente humana de poseer la facultad de emitir juicios. Considera que todos los seres humanos, con total prescidencia de lo cultural, poseen dicha facultad, lo cual permite que puedan llegar a acuerdos y superar sus diferencias, pues estas no tendrían necesariamente un arraigo en la experiencia, en la realidad material, sino que serían producto de elucubraciones mentales que es posible depurar y corregir hasta llegar a un juicio cuya universalidad supere toda contingencia particular. La relación entre lo universal y lo contingente está muy presente en la Crítica. El lenguaje al que Kant recurre para explicar la existencia de los juicios analíticos y sintéticos a priori como de los exclusivamente sintéticos a priori es el lenguaje formal de la Matemática y de la Lógica. No recurre al lenguaje cotidiano porque, dentro de la búsqueda de una esquematización de la razón pura, se ve obligado a eliminar todo vestigio de contingencia, lo cual está muy presente en el lenguaje cotidiano, ya que este se inscribe dentro de un contexto pleno de referencias que multiplican en sentido de los enunciados, a diferencia del lenguaje formal que posee un sentido definido y contextualizado. Entonces, vemos que el intento de Kant por superar la contingencia es paralelo a su deseo de buscar estructuras que organicen dicha contingencia.

El problema con la universalidad de la razón en Kant es que, si bien exige una crítica rigurosa incluso de los juicios racionales, soslaya el hecho que la experiencia personal, el contexto, el espacio y el tiempo son variables que influyen en la construcción de nuestros juicios. Esto nos conduce a la siguiente cuestión: ¿qué tan universal puede ser un juicio a priori no formalizado sino basado en el lenguaje natural? ¿Se puede ignorar que un individuo cuando emite un enunciado lo hace desde un lugar de enunciación rodeado de una variedad de factores que atraviesan sus afirmaciones? ¿Está en la posibilidad todo individuo de abstraer sus juicios de toda experiencia sensible y formalizarlo de manera que no haya en él ningún vestigio de contexto que amplifique su significado?

Sin embargo, Kant afirmó la universalidad de la razón en cuanto facultad o capacidad humana que nos dispone a la discusión para llegar a acuerdos, mas no como contenidos que debían ser universales. La cuestión de los contenidos del juicio exige que estos se sometan a un examen riguroso.

Kant le imprimió una vuelta de tuerca al giro epistemológico de su época, lo que significó un presagio de lo que sucedería a inicios y mediados del siglo XX con la incursión de la posmodernidad que cobró la factura de la soberbia positivista. En buena cuenta, Kant rebatió el paradigma epistemológico imperante al sostener que toda ciencia se fundamenta en esquemas racionales. La reacción contra esta perspectiva se dio en el siglo XIX con el auge del positivismo que encumbró a las ciencias en un lugar expectante y relegó las discusiones metafísicas a un segundo plano. Todo conocimiento que se preciara de ser científico debía tener un objeto de estudio sensible, material y recurrir al método experimental.

¿Por qué leer a Kant? los alcances de su pensamiento llegan a nuestros días a través del universalismo de la razón y de la posibilidad de una ética también universal. El valor de la universalidad de la razón kantiana está en la facultad humana para generar juicios, en su capacidad para desarrollarlos, mas no en los contenidos de tales juicios. Está claro que aquello que se universaliza es el contenido de la razón, sin embargo, ello debe ser producto de la crítica del contenido del juicio. Posiblemente, Kant entendía que esa facultad de poder auscultar la razón, es decir, el poder tomar distancia de la propia subjetividad, estaba a disposición de todo ser humano, lo que le otorga una cualidad universal a la razón en tanto facultad para llegar a acuerdos.

El problema del dogmatismo racionalista puede ser un asunto pendiente por resolver. Una interpretación fundamentalista de la Crítica podría justificar el hecho de que solo por su cualidad racional un juicio debe ser admitido. La dictadura de la razón es un riesgo que se corre cuando se deposita en ella una excesiva confianza en perjuicio de otras variables que intervienen cuando adquirimos conocimientos. El uso de la fuerza ha sido un medio por el cual se intentó difundir la Ilustración, las nuevas ideas, la democracia liberal, los derechos humanos, el capitalismo, etc. Quiero decir que la razón de la fuerza consistió en el recurso para consolidar las ideas que se tenían por válidas por encima de toda consideración moral. En este sentido, la racionalidad no se debería distanciar de la ética por más universalmente válidos e irrefutables que sean sus contenidos.

«La letra con sangre entra» o «Por la razón o por la fuerza» son expresiones que dan cuenta del fundamentalismo racionalista del cual Kant, posiblemente, hubiera tomado distancia.

miércoles, abril 11, 2012

FEMINISMOS LITERARIOS



Entre todas las teorías de la literatura y la cultura que pude revisar con cierto detenimiento, el feminismo no ocupó un lugar importante en mi formación. Siempre mantuve una actitud distante cuando no de subestimación hacia sus propuestas y más aún sobre sus seguidoras. Como movimiento de lucha para la liberación de la mujer, el feminismo me parecía más fructífero en lo político que en lo académico o artístico. Mi admiración por Simone de Beauvoir, Virginia Woolf, Clarice Lispector, Flora Tristán, Anne Sexton, entre otras, nada tenía que ver con el hecho que hayan sido «escritoras», sino por lo gratificante que significó para mí leerlas y experimentar el mismo placer que por mis «escritores» más apreciados. Ello me condujo a la convicción de que atribuir un género al lenguaje literario era un despropósito; que el talento del escritor merecía una apreciación muy por encima del sexo del autor, por lo cual crear un espacio dedicado a la crítica exclusiva de la literatura escrita por mujeres resultaba absurdo, pues daría lugar a una crítica sexista, precisamente en la orientación opuesta a la que se posicionaba el feminismo. Por ello observaba con mucho recelo al Círculo de Escritoras de Arequipa, cuyos recitales y encuentros —en complicidad con algunos profesores y compañeros— risueñamente los calificábamos como «Té de tías».

Recuerdo que en un encuentro de escritores realizado en Puno el 2003, durante la presentación de una antología de escritores arequipeños, el autor, un connotado profesor de la Escuela de Literatura de la Universidad de San Agustín, fue severamente interpelado por la presidenta del Círculo de Escritoras de Arequipa por no haber consignado en su libro la obra de varias escritoras de la agrupación que representaba quienes hacía mucho tiempo publicaban y organizaban encuentros de alcance internacional. En su opinión, la antología en cuestión ninguneaba el trabajo de las escritoras arequipeñas.

En otra ocasión, mi novia, que a la sazón estudiaba Literatura en San Agustín, a medida que iba adquiriendo notoriedad por sus escritos, recibió una invitación de la propia presidenta para formar parte del círculo de escritoras. No le tomó mucho tiempo rechazar la invitación. Estaba convencida de que integrarse a un grupo de escritores implicaba una autoexclusión que le hacía un flaco favor al reconocimiento literario de las mujeres escritoras, ya que aumentaría la distancia entre las escritoras y los lectores, confinándolas a espacios reducidos para mujeres mayores, lo que casi equivalía al anonimato. Por el contrario, afirmaba enérgicamente que era mejor crearse espacios autónomos y jugar con las mismas reglas que los demás escritores. Su última diatriba contra el feminismo fue a través de las redes sociales justo en el Día Internacional de la Mujer, por motivos similares, lo que le acarreó varios comentarios adversos, la mayoría, de mujeres.

Así como ella, mi mayor reparo ante el feminismo radical era la reproducción de las mismas estructuras de poder del machismo y el sexismo pero en otro sentido. Sin embargo, mi actitud frente al feminismo cambió al leer El género en disputa y Cuerpos que importan de Judith Butler. Me interesó la lectura subversiva que la teórica y crítica estadounidense aplicó al discurso machista sobre todo en el campo de la cultura y la política; y la maquinaria conceptual que ponía en funcionamiento para demoler los supuestos teóricos del pensamiento occidental acerca de la mujer, el cuerpo, el género y el sexo. Con un pie en el activismo y otro en la academia, Butler discute la presunción de que la oposición entre «género» (cultura) y «sexo» (naturaleza) sea estable; más bien sostiene que la categoría «sexo» está determinada culturalmente. Su militancia feminista no le impide reconocer los aportes de Lacan, Foucault, Freud o Lévi-Strauss, a diferencia de un sector de la crítica feminista que se resiste a incorporarlos en sus análisis por considerar que han hegemonizado una teoría machista del saber, pero también se permite problematizar sus ideas.

Pese a la gran influencia que ejerció en el seno de los llamados estudios de género, Butler no goza necesariamente del reconocimiento unánime de la comunidad feminista, posiblemente por su provocadora intervención en torno a la teoría queer que descentró mucho más la noción de género. Lo trans y lo queer no siempre fueron recibidos de buen grado dentro del feminismo, pues había autoras que los descalificaban por relativizar excesivamente la categoría de género. Efectivamente, la propuesta de Butler deconstruyó el binarismo esencialista masculino/femenino y sexo/género en los cuales se enfrascó buena parte de la teoría feminista angloamericana. La lógica aplicada por Butler es que el cuerpo es un texto, los cuerpos narran o dicho de otra manera, que es posible leer los cuerpos porque estos son una escritura. La determinación de la diferencia sexual exclusivamente en masculino/femenino se fundamentó en una rígida correspondencia entre lo biológico y lo cultural, dicho de otra manera, se leyó el cuerpo femenino de una manera distinta a como se leyó el cuerpo masculino y se buscaron justificaciones socioculturales acordes a la interpretación que se hizo de los cuerpos. En apariencia la determinación no obedecía a convenciones culturales sino a la estricta comprobación empírica de la naturaleza de los sexos. Aquí donde entra a tallar Butler, ya que a contracorriente del consenso, afirma que si partimos de que importa mucho como se leen los cuerpos, el sexo —lo supuestamente natural, biológico, empírico, corporal— deja de ser evidente por sí mismo porque se advierte que es una categoría cultural que sobredetermina una forma peculiar, jerarquizante y hegemónica de leer el cuerpo masculino o femenino.

Y aunque estas divergencias confirmen que el feminismo distaba mucho de ser un cuerpo unificado de pensamiento, también corrobora sus paradojas teóricas: el reemplazo de un esencialismo masculinista por otro feminista y la consecuente persistencia en una definición excluyente y reductiva de los géneros que los ubica en una estructura dual que identifica un cuerpo con un género y un sexo normativos. Por esta razón, es que a algunas feministas les cuesta aceptar lo trans y lo queer, ya que estas categorías son a su vez el «otro» del sujeto femenino, lo que las obliga a replantear su propia postura como otredad de un centro machista y reconocer que eventualmente podrían constituirse como un nuevo centro de poder. La crítica lesbiana, negra y poscolonial añadieron nuevas variantes a los estudios de género como la etnia y la clase social, estas últimas algo descuidadas al menos por la teoría feminista angloamericana.

La creencia de que el feminismo formaba un corpus teórico sin fisuras estaba muy lejos de la verdad. En Teoría literaria feminista (1995), Toril Moi presenta dos de las principales escuelas teóricas del feminismo contemporáneo: la angloamericana y la francesa. Aclara, además, que existen por lo menos tres feminismos: a) el igualitario-liberal, que aspira a la igualdad de derechos entre ambos sexos; b) el radical, que resalta la diferencia sexual a favor de la femineidad y abiertamente confrontacional frente al orden masculino; y c) el «deconstructivo», que niega la dicotomía esencialista masculino/femenino y propone una descentración de la noción de género y sexo.



Moi explica, comenta y discute los trabajos de las principales teóricas de ambas escuelas con suma agudeza. No oculta su mayor filiación a la escuela francesa y sus profundas discrepancias con la angloamericana a la cual reconoce logros políticos pero muy escaso aporte a la teoría literaria, ya que, a su modo de ver, terminó insertándose dentro del humanismo machista que se empeñaba combatir y por las reductivas interpretaciones de la literatura inglesa escrita por mujeres. Por ejemplo, detalla cómo la obra de Virginia Woolf fue erróneamente desestimada porque consideraban que la experimentación del lenguaje y la técnica narrativa impedían identificar una voz femenina que corresponda con la experiencia vital de la autora. Si bien esta aproximación al texto literario no fue extensiva a todas las críticas feministas angloamericanas, el biografismo era recurrente en los trabajos de las primeras teóricas del feminismo en los Estados Unidos, orientación contraria a «la muerte del autor» desarrollada Roland Barthes en Europa, quien reclamaba un retorno al análisis textual. De otra parte, la autora rescata de un sector del feminismo angloamericano la necesidad de estudiar por separado la literatura escrita por mujeres, debido a que existen innegables condicionamientos sociales, políticos, económicos, estéticos y sexuales sobre las escritoras, su obra y la recepción de las mismas, pero no porque en esencia sus textos sean distintos a los escritos por hombres.

En contraste a la resistencia de las feministas angloamericanas frente a la teoría y la crítica, las feministas francesas capitalizaron a su favor a Lacan, Derrida, Foucault, Barthes, Althusser, Freud, Marx y, por supuesto, Simone de Beauvoir. Los trabajos de Hélène Cixous, Luce Irigaray y Julia Kristeva realizan una travesía intelectual por la lingüística, el psicoanálisis, la antropología, la literatura, la filosofía y la historia. La excentricidad poética de los trabajos de Cixous, el emplazamiento de la lectura freudiana de la mujer (que le costó a Irigaray la expulsión de la Escuela Freudiana) y la desbordante erudición teórica de Kristeva, que combina lingüística, literatura, semiótica y psicoanálisis, le imprimen una gran dosis de glamour intelectual a la escuela francesa muy proclive a la recurrencia de su propia tradición filosófica. En comparación con la escuela angloamericana, acercarse a la obra de estas tres teóricas requiere de un examen previo de las principales cuestiones de la deconstrucción, psicoanálisis y el marxismo sin lo cual se dificulta la comprensión de sus propuestas.

A estas alturas sería necio desconocer que la teoría feminista ha sido una de las corrientes de pensamiento más transgresoras de la última mitad del siglo XX y que ha aportado nuevas categorías a la teoría crítica contemporánea. Es uno de los grandes discursos sobre la subjetividad que problematiza las definiciones esencialistas y normativas acerca del sujeto, la naturaleza, el cuerpo y la cultura. El mayor desafío que le aguarda al feminismo es consolidarse como una cosmovisión que trascienda el género para convertirse en una propuesta integral y permeable a la incorporación de conceptos y categorías sin detenerse en el sexo de quien los desarrolla. En tal sentido, Butler y Moi me parece que ofrecen una lección de coherencia y alerta intelectual ante la amenaza de reemplazar un poder por otro.

miércoles, abril 04, 2012

MALVINAS. BATALLAS POR LA MEMORIA



En poco más de una semana, en la Argentina se han conmemorado dos acontecimientos cuyo análisis revela las contradicciones a las que nos pueden conducir las batallas por la memoria. El 24 de marzo se recordó el 36° aniversario del golpe de Estado que puso en el poder a una de las dictaduras militares más brutales del cono sur latinoamericano por la violencia ejercida contra su propio pueblo. En las principales ciudades del país hubo manifestaciones de colectivos sociales que unánimemente repudiaron al gobierno militar, recordando a los muertos y desaparecidos por la represión. Bajo la consigna de «sin memoria no hay futuro», cientos de personas se volcaron a las plazas y calles exigiendo celeridad en los juicios contra los militares acusados por crímenes de lesa humanidad.

El 2 de abril, una semana después, se celebró el «Día del Veterano y de los Caídos en la Guerra de Malvinas» en la fecha que se cumplen 30 años de la invasión de las islas Malvinas operación ordenada por el gobierno de facto presidido por el general Leopoldo Galtieri con la finalidad de enfrentar el enorme descontento popular que hacía inminente la transición democrática. Luego de conocerse que las fuerzas armadas argentinas tomaron Puerto Stanley, al que renombraron como Puerto Argentino, Galtieri dirigió un mensaje a una enfervorizada multitud a la que arengó diciendo «Si quieren venir que vengan, les presentaremos batalla». De este modo, en medio de una atronadora ovación, la sociedad Argentina había olvidado a los desaparecidos, a la brutal represión causada por los militares y al desastre económico. Ese era el sentimiento Malvinas al 2 de abril de 1982.

Suplementos especiales, reportajes, debates, documentales, películas y libros sobre el tema Malvinas no faltan en la agenda de los medios por estos días en la Argentina. Lo que de primera mano me sorprende es cómo la opinión pública, la sociedad civil y el gobierno evalúan el rol de las fuerzas armadas durante la dictadura y en la guerra de las Malvinas. Hay quienes consideran esta guerra como una gesta nacional. Desde el nacionalismo más furibundo, emotivo y populista no se analiza con espíritu crítico lo que significó iniciar una guerra contra Gran Bretaña en un momento adverso para el gobierno de Margaret Thatcher, quien capitalizó mucho mejor el exabrupto del alcohólico general Galtieri y de la Junta Militar argentina. La Dama de Hierro requería tanto como el gobierno militar de un salvavidas político para afrontar el descontento social producto de la aplicación de las reformas económicas neoliberales. En este sentido, la guerra de Malvinas le cayó como anillo al dedo. En esta perspectiva se ubica un amplio sector de la opinión pública posiblemente no tan adverso a la Junta Militar y, obviamente, los altos mandos de aquella época, con el objetivo de limpiar sus culpas, y varias asociaciones de ex combatientes como un recurso para no caer en el olvido.



El problema con esta postura es que quienes la esgrimen tampoco se detienen en analizar su propia adhesión, invocación que es sumamente difícil de concretar pues implicaría que el grueso de la población que ovacionó a Galtieri recapacite en lo que significó a la postre pasar de la indignación contra la represión a la ovación desenfrenada. Antecedentes de esta conducta social bipolar se observaron en la población argentina no hacía mucho antes. En 1976 Videla y compañía dieron el golpe con la anuencia de amplios sectores de la población que vio en los militares un antídoto eficaz contra el terrorismo de Montoneros y el ERP. Dos años después, víctimas y verdugos se confundían en un abrazo fraterno gritando a rabiar el gol de Bertoni, tal vez con la misma intensidad con la cual la multitud aplaudía la arenga de Galtieri en Plaza de Mayo el 2 de abril de 1982.

Otros prefieren distinguir las tropelías de la dictadura militar y el drama de los combatientes que acudieron al llamado de sus superiores para luchar en una guerra que de antemano la tenían perdida. Desde esta perspectiva, lo que se conmemora es el valor de los combatientes y se los revalora como veteranos de guerra que no deben ser olvidados, pues el repudio a la Junta Militar no tendría que ser extensivo a quienes entregaron sus vidas defendiendo un ideal que sus superiores se encargaron de mancillar durante el tiempo que usurparon el poder. Aquí el trabajo de la memoria es más selectivo y alerta ante la posibilidad de meter en un mismo saco a los verdugos de la nación —expertos en violar mujeres prisioneras, torturar hombres encadenados, secuestrar y desaparecer a civiles, y apoderarse de sus hijos— y a los soldados y voluntarios que vieron en esta guerra una oportunidad para demostrar su amor a la patria. Así conmemorar el 2 de abril es todo lo contrario a una directa o indirecta aprobación de la manera como se condujo la Junta Militar antes, durante y después del conflicto. Diferentes asociaciones pro derechos humanos, colectivos de la sociedad civil y el actual gobierno de Cristina Fernández de Kirchner asumen esta postura. Lo criticable es que se siga usando para obtener réditos políticos.

La dificultad que supone esta aproximación es que sitúa a los veteranos de Malvinas en una posición pasiva e inmóvil: son sujetos de memoria a quienes se les recuerda periódicamente en tanto protagonistas de un acontecimiento, pero no se los inscribe dentro de otros espacios para que manifiesten su postura, por ejemplo, frente a los atropellos cometidos por la Junta Militar contra la población civil, los juicios contra los altos mandos militares o las demandas de las asociaciones de desaparecidos.

También hay los que proponen evaluar el tema Malvinas no como un asunto independiente de la dictadura militar sino como un acontecimiento que agrava aún más el lamentable balance que dejó el régimen del autodenominado Proceso de Reorganización Nacional. Vista así, la guerra de las Malvinas constituiría un episodio que demostró la incapacidad de la Junta Militar para dirigir el país, de acuerdo a lo señalado por el Informe Rattenbach, que acusa a los militares involucrados de incompetencia, negligencia, falta de profesionalismo, ignorancia de los reglamentos militares, falta de coordinación entre fuerzas a lo que se añade desde otras voces la posibilidad de considerar a una generación de jóvenes como víctimas, es decir, como otro capítulo más del genocidio de la dictadura. Pero lo que se debe perder de vista es que así como el golpe del 76 y el campeonato mundial de fútbol del 78, la guerra de las Malvinas fue un emprendimiento cívico-militar. En esas tres ocasiones, la Junta Militar contó con el aval de una abrumadora mayoría de la población.

¿Cómo hacer para tratar el tema Malvinas sin caer en una razonable diatriba contra la dictadura o cómo reconstruir la guerra sin repudiar las violaciones a los derechos humanos? ¿Constituyen un mismo tema o deben tratarse por separado? ¿Cuál sería la manera más idónea de conmemorar el 2 de abril? De ninguna manera podría ser la insensata decisión de un régimen que buscaba una fórmula para justificar su permanencia en el poder mediante una guerra, sino el recordatorio de lo que produjo una oscilante conducta política de la sociedad argentina en su conjunto y que nunca más, como titula el Informe Sábato debería volver a adoptar. Porque aquella reacción de la población argentina en el 76, 78 y 82 me parece tan condenable como los crímenes de la dictadura, sobre todo porque soliviantaron a los militares en su demencial empresa. Nunca más la democracia debería empeñarse en favor de un nacionalismo mesiánico.