viernes, diciembre 05, 2008

El goce del consumo ¿o el consumo del goce?



A Giuliano Terrones, por la charla y las ideas


Hace un año, la preocupación económica mundial giraba en torno al incremento del precio del petróleo, los alimentos y a la caída progresiva del dólar y del precio de los metales en el mercado internacional. A nivel nacional, a principios de este año recién se sintieron los efectos de estas alzas y bajas. En consecuencia, los estimados mensuales y anuales para la inflación y el crecimiento económico tuvieron que ser reajustados.

A unas cuantas semanas de terminar el 2008, el panorama mundial ha cambiado notablemente: George W. Bush no será más presidente de los EEUU y Barack Obama intentará lavarle el rostro a su país para devolverle no solo la estabilidad económica, sino también, la estatura moral tan venida a menos a nivel internacional durante la última gestión republicana; el barril de petróleo está a casi la mitad de su precio hace un año; el dólar se ha fortalecido en nuestro país; y algunos alimentos, como el trigo y el maíz, ya comenzaron la tendencia a la baja.

Desde que estalló la crisis financiera en los EEUU, diversos analistas han explicado este problema sobre todo, como era de esperarse, desde la economía. En este sentido, los enfoques políticos y sociales han complementando, en un grado menor, estas afirmaciones. Sin embargo, las interpretaciones culturales —me refiero a aquellas que tienen que ver con las ciencias humanas— han preferido, al parecer, observar de soslayo la crisis económica que, definitivamente, dejó de ser estadounidense en la medida que ya alcanzó dimensiones planetarias. Estos apuntes que ofrezco a continuación, tienen por objetivo proponer una interpretación psicoanalítica de la actual crisis económica en los Estados Unidos y, en consecuencia, del capitalismo tardío. Sin mayor pretensión de totalidad, estos apuntes aspiran a iniciar un diálogo con y desde aquella comunidad académica humanística que hasta ahora, a mi parecer al menos en nuestro país, se ha mantenido en un lugar expectante, mas no deliberante, en lo que respecta a la interpretación de la actual crisis económica mundial.

Una primera explicación, desde la perspectiva psicoanalítica, la encuentro en la utopía capitalista del american way of life. Dicha utopía sostiene la fantasía de que el éxito es posible de alcanzar por cualquier individuo. Es decir que, sin importar la posición social u otro tipo de determinismo, todos podemos aspirar dentro del capitalismo a realizar nuestros deseos. Esto, cierto en apariencia, entraña algunas dificultades para su verdadera realización porque el capitalismo no está diseñado para que todos los individuos alcancen el éxito, dicho de otra manera, para que materialicen sus deseos. La desigualdad y la diferencia son connaturales al capitalismo y, de por sí, no son necesariamente negativas o indeseables, sino que constituyen hechos innegables que, en determinadas circunstancias, podrían adquirir un matiz perjudicial. No obstante, si bien las diferencias son cuestiones de hecho, las desigualdades son producto del otorgamiento o la negación de derechos a ciertos individuos, o sea que se trata de una situación que no depende de un determinismo natural, sino de una acción deliberada por parte de quienes ejercen el poder. Entonces, ¿por qué no todos podemos ser Jefferson Farfán, Dina Páucar o Juan Diego Flórez? No porque se trate de una empresa imposible, sino porque el capitalismo permite que las diferencias —que son naturales y de hecho— se conviertan en desigualdades, es decir situaciones intencionalmente provocadas (sugiero leer El discurso de la igualdad de Ángel Puyol para ampliar este punto). Si el capitalismo contemplara la posibilidad de que todos los individuos pudieran realizar sus deseos, ello implicaría desaparecer todas las desigualdades de carácter artificial para que cada uno tome el control y ejercite directamente su voluntad. Sucedería algo similar a la escena de la cinta Todopoderoso, en la cual Jim Carrey interpreta a un relator de noticias a quien Dios en persona le concede todo su poder durante unos días. Este personaje atiende las súplicas y peticiones de todos los seres humanos quienes claman por su realización. En un momento de desesperación y para deshacerse de la molestia de oír a todo el mundo, decide complacer los deseos en su totalidad: el resultado fue el contrario al esperado, ya que todos los ciudadanos que compraron un boleto de lotería ganaron por igual, lo cual generó violencia, vandalismo y reclamos airados de todos los ganadores; en conclusión, el sistema colapsó porque todas las demandas fueron satisfechas por igual. Situación análoga ocurrió con los créditos inmobiliarios ofrecidos por los bancos y financieras en los Estados Unidos: tal como lo dijo un funcionario ante una comisión del Senado estadounidense, la intención que los guio fue cumplir el sueño americano de la casa propia a la mayor parte de ciudadanos. El resultado lo estamos apreciando: no es posible satisfacer a todos por igual, pero cuando se trata de compensar las pérdidas, nada más “democrático” que el capitalismo que nos demuestra que la satisfacción es elitista, mientras que la insatisfacción es generalizada.



Una segunda explicación, como consecuencia de la anterior, tiene que ver con el consumismo. La fase superior del capitalismo, avanzado o tardío como lo llaman Fredric Jameson y Slavoj Zizek, se caracteriza, entre otros aspectos, por lo efímero de los productos de consumo que forman parte de la cultura de masas. La característica más apreciable de un producto ya no es su durabilidad, sino la posibilidad de un constante reemplazo. Zygmunt Bauman, en Vida de consumo, afirma algo semejante: “el consumo es una condición permanente e inamovible de la vida y un aspecto inalienable de ésta, y no está atado ni a la época ni a la historia” (2007: 43). Agrega que “el consumismo es un atributo de la sociedad. Para que una sociedad sea merecedora de ese tributo, la capacidad esencialmente individual de querer, desear y anhelar debe ser separada (“alienada”) de los individuos (…) y debe ser reciclada/deificada como fuerza externa capaz de poner en movimiento a la ‘sociedad de consumidores’ y mantener su rumbo en tanto forma específica de la comunidad humana” (47). De lo expuesto hasta aquí, concluimos que el consumismo es lo efímero. El goce del consumo es una de las demandas, sino la más importante, que el capitalismo exige del individuo. A diferencia de la ética moderna de la cultura de masas de fines del XIX hasta mediados del siglo XX que alentaba el ahorro (“ahorro es progreso”) y valoraba los productos según su durabilidad, la ética posmoderna capitalista “libera” el deseo del sujeto (que paradójica esta palabra: es un término que señala la idea de sujeción) mediante el imperativo del goce, como diría Slavoj Zizek, “goza tu síntoma”; consume y paga después, este mes no pagues, atrévete a cambiar, lo quiero todo, tres por el precio de dos, no te conformes… Todas estas sentencias tienen en común que demandan al individuo a consumir y si no puede, el sistema le otorga una tarjetita de plástico que le asegura el ingreso al paraíso del consumo.
Aquí resultan también útiles las apreciaciones de Gilles Lipovestky. En La era del vacío, menciona que uno de los resortes que activa el consumismo en la posmodernidad es el hedonismo, ya que una de las demandas más extendidas en la cultura de masas actual es el culto al cuerpo, a la belleza física. La cultura spa, el marketing testimonial y en vivo tipo “llame ahora y obtenga un descuento”, son subproductos de cierta cultura de masas que apuntalan a la industria de la belleza corporal.

En consecuencia, lo que viene sucediendo en los EEUU y en todo mundo es que el capitalismo tardío, es decir, la fase superior del capitalismo globalizado y neoliberal, se está consumiendo a sí mismo como un agujero negro en expansión. La metáfora de un agujero negro es muy ilustrativa para este caso, ya que estos cuerpos estelares no son visibles directamente, sino a través de lo que sucede a alrededor, es decir, se le conoce por sus resultados, pero no sabemos desde dónde actúa. El actual capitalismo transnacional no es ubicuo, sino omnipresente: está en todos lados y en ninguno a la vez. Es como un agujero negro que consume todo cuanto está a su alrededor y, cuando ya se agotaron todas las fuentes, no le queda más que autofagocitarse, mecanismo similar al de los organismos vivientes que entran en una fase de descompensación: obtienen recursos de su propio cuerpo.

La crisis económica mundial nos está demostrando que “los ricos también lloran” y que ellos son tanto o más vulnerables que aquellos que no tienen nada que perder porque ya lo perdieron todo, debido a lo cual estos tienen más posibilidades de acomodarse a las restricciones, puesto que les son más familiares. ¿Es este el inicio del fin del capitalismo? ¿Se trata de una situación parecida a la caída del Muro de Berlín y al derrumbe del socialismo? De ninguna manera. Los paradigmas políticos, sociales, económicos y culturales no desaparecen, sino que se reciclan, se amoldan, se transforman o se acoplan a otros, pero, en todo caso, subsisten de manera distinta. El capitalismo, así como el socialismo, no han muerto; se trata de un punto de inflexión previo a un ajuste que no sabemos si terminó o si durará más tiempo. Tal vez, se avecina el momento en que estos dos grandes paradigmas tengan que llegar a una síntesis armónica. De lo contrario, ¿qué haremos cuando no haya más que consumir? porque el deseo, como lo explicó Lacan, es un imperativo inaplazable que nunca encuentra satisfacción.

El paso del goce del consumo hacia el consumo del goce acaba de comenzar.

lunes, diciembre 01, 2008

Los intelectuales y el compromiso social




En la cinta Sartre: años de pasión, se narra parte de la vida de Jean Paul Sartre y de Simone de Beauvoir, precisamente, sus años intelectualmente más fecundos. Una de las escenas más entrañables fue cuando Sartre y Beauvoir visitan Cuba y el propio Fidel Castro funge de guía en la isla. Cuando de pronto de topan con un ama de casa quien airadamente reclama al comandante por la refrigeradora malograda que hace semana nadie repara, el mismo Fidel en persona decide solucionar el problema ante la mirada escéptica de Simone de Beauvoir y el éxtasis revolucionario de Sartre. Luego de infructuosos intentos, el comandante indicó a la señora que ordenaría a uno de sus ministros para que en persona resuelva el desperfecto de su refrigeradora. Sartre no cabía en sí mismo de la emoción por el accionar del comandante Castro a quién le preguntó “¿y cómo le llama ud. a esto?”, a lo que Castro respondió “se trata de la democracia directa, todo lo que nos piden, se los damos”. Simone de Beauvoir preguntó de inmediato, “pero dígame comandante, ¿y si le piden la luna?”. Castro se detuvo, dio una intensa pitada a su habano y contestó muy orondo, “bueno, si me piden la luna es porque la necesitan”. Ni hablar, ¡al diablo el existencialismo!

Ahora bien, ¿qué hacer cuando la sociedad les pide la luna a los intelectuales? Creo tener algunas certezas al respecto, más concretamente, en lo que la sociedad debiera esperar de sus intelectuales. Si bien no estamos viviendo la euforia de mayo del 68 ni las marchas en protesta contra la guerra de Vietnam y tampoco disponemos de referentes en la cultura de masas como los íconos musicales que se reunieron en las colinas de Woodstock, existe una variedad de acontecimientos que merecen la atención de los intelectuales, aquella especie aparentemente en extinción a partir de 1980 —hecho coincidente con la consolidación del neoliberalismo a lo Reagan y Thatcher, como política económica en el Primer Mundo— . Dejaré pendiente la pregunta inicial para dar paso a otra no menos importante: ¿Qué debemos esperar de un intelectual en una era post muro de Berlín, post Torres Gemelas y, en general, post ideológica?

Si bien los pronunciamientos de un intelectual, o sus ideas, pueden generar acciones concretas, sus intervenciones poseen un carácter eminentemente simbólico (simbólico aquí no significa inocuo, sino referencial, es decir un conjunto de ideas-modelo a seguir). Es por ello que el resultado del accionar intelectual no debe ser evaluado necesariamente en términos prácticos, como el sastre que mide la talla de una prenda o como el despensero que despacha un kilo de arroz, sino mediante la actitud que el pensador asume, la cual puede oscilar entre la acción directa o la manifestación simbólica de sus ideas. Recordemos a Sartre y a Marlon Brando. Muchos de los más notables intelectuales franceses y europeos criticaron denodadamente a Sartre cuando este rechazó el Premio Nobel de Literatura. Estemos o no de acuerdo con esa decisión, lo cierto es que el autor de La náusea actuó por convicción y en estricta correspondencia y, en primer lugar, con sus ideas entre las que destacaba el compromiso del escritor con su sociedad. El caso de Brando fue similar: a pesar del reconocimiento de la crítica especializada, durante un buen tiempo se convirtió en un paria, ya que ninguna productora de Hollywood quería contar con sus servicios debido a sus actitudes díscolas e impredecibles. Rechazó el Oscar en protesta por el acoso que el gobierno norteamericano aplicaba contra los indígenas en sus propias reservas. Brando desafío las barreras que restringían el protagonismo de un actor más allá del estudio de grabación y decidió hacer manifiesta su protesta. En ambos casos, la frontera entre la manifestación simbólica y la acción concreta de un intelectual o de cualquier figura pública puede parecer difusa, ya que, siempre que estos actúen por convicción, el resultado será el mismo: mostrar y demostrar que el cambio comienza con las ideas.

No obstante, el intelectual, el artista, el académico, el político, el comunicador, el ciudadano común, entre otros, poseen distintas formas de manifestar su disconformidad con lo establecido. Un intelectual, a diferencia de un académico, tiene un compromiso moral con su sociedad y con su época, el cual va más allá de los límites de su especialidad profesional. Sin embargo, no se le puede exigir a un intelectual que resuelva todos los problemas sociales al estilo de la democracia directa de Fidel Castro. Para ello existen instancias competentes, las cuales no deberían evadir su responsabilidad en el cambio social: el Estado y las instituciones sociales, aquellas que nacen de iniciativas privadas como las ONG’s, asociaciones civiles sin fines de lucro, partidos políticos, medios de comunicación, frentes regionales, etc. ejercen todos juntos una influencia determinante en la vida nacional. Entonces, ¿el intelectual debe convertirse en un mero espectador de la miseria humana y contemplarla desde su torre de cristal? No. Lo que sucede es que su participación en dicho cambio tiene varias aristas, las cuales no se reducen exclusivamente a la acción o a la militancia partidaria. Gandhi, la madre Teresa de Calcuta, Martin Luther King y muchos otros sin ser intelectuales o ideólogos en estricto sentido contribuyeron al cambio social desde el lugar donde mejor lo hacían. ¿Deberíamos recriminarles por no haber formulado un cuerpo sólido de ideas? Análogamente, ¿Sería sensato fustigar a Mariátegui como un intelectual incompleto porque no pasó a la acción? ¿Restaremos valor a las ideas de González Prada porque se refugió en su hogar durante la ocupación chilena? A propósito, es pertinente releer “El intelectual y el obrero”, texto en el cual el autor de Horas de Lucha no encuentra conflicto entre la labor de ambos, sino que las entiende como complementarias: cada uno desde su lugar puede aportar al cambio social.

En este sentido, la exigencia de la acción directa a un intelectual o a un artista, a manera de un imperativo impostergable, podría desnaturalizar sus roles y, lo que es peor, quitarles independencia política e ideológica. En todo caso, se trata de una decisión individual, en la que las convicciones personales deben encontrarse por encima de cualquier coacción social, ideológica o política. De ninguna manera estaré de acuerdo con que la agenda individual de un intelectual esté conducida por otra motivación que no sea el convencimiento interior de creer en lo que piensa para luego hacer lo que piensa por una sencilla razón: no creo en los intelectuales ni en los revolucionarios que actúan por reflejo. La solución de los problemas sociales demanda la movilización de una logística que muchas veces excede las facultades de cualquier iniciativa individual por muy bienintencionada o altruista que esta sea. Siempre que un intelectual, un ideólogo o un revolucionario pretendieron llevar a la acción sus ideas, tuvieron que ampararse en el espíritu corporativo de alguna organización lideraba por ellos o que los apoyara.

Entonces ¿qué debemos exigirle a un intelectual? 1) que sea consecuente con sus ideas, es decir que predique con el ejemplo, 2) tomar postura y pronunciarse frente a hechos concretos, 3) colocar la ética por encima de la ideología y de la política (lo cual sea, tal vez, la demanda más difícil de cumplir: no separar la política de la moral). 4) Proponer iniciativas de cambio y convertirse en un formador de opinión, en un referente para su sociedad y su época. Todo ello, a mi modo de ver, es lo que deberíamos esperar de un intelectual. Pero exigirle la solución de la triste realidad de los más necesitados es un propósito que, como indiqué antes, puede exceder sus facultades, aunque indirectamente contribuya con aquello. En consecuencia, no les pidamos la luna, exijámosles, más bien, que tengan bien puestos los pies en la tierra.