sábado, octubre 27, 2012

COMUNIDADES FRACASADAS

El comunismo «es el horizonte insuperable de nuestro tiempo», declaró Jean-Paul Sartre, entusiasmado ante lo que para la intelectualidad francesa, luego de Mayo del 68, significaba la inminente debacle del capitalismo. Cuatro décadas después, Jean-Luc Nancy invierte la sentencia sartreana: «Todo parece mostrar, más bien, […] que la desaparición, la imposibilidad o la condena del comunismo son los que forman el nuevo horizonte insuperable». A decir de Nancy, el comunismo fracasó porque se construyó sobre una cierta idea de comunidad que lo condenaba a su desaparición.

La tesis de Nancy en La communauté désoeuvrée (1983) [La comunidad inoperante, 2000] es que la idea de comunidad no es operante o viable, porque la tradición europea la concibió como realización absoluta de individuos absolutos. En tal sentido, la comunidad inoperante es la que se constituye a partir de la fusión de individuos en un ser comunitario, puesto que la amalgama de individuos absolutos, inmanentes, no da como resultado una comunidad absoluta Precisamente, una concepción esencialista del individuo y de la comunidad, y la convicción de que la comunidad es el destino de la humanidad, ha dificultado, según Nancy, la realización de la comunidad. De tal manera, la comunidad es un proyecto inacabado, inoperante por definición, en el sentido prevaleciente con el que fue ideada: como fusión de individuos dentro de un colectivo a fin de constituir un ser comunitario igualmente absoluto. Para Nancy, esa operación, obra o proyecto no es viable, pues estuvo desde sus fundamentos destinado al fracaso. Sus propias contradicciones la condujeron allí.

La explicación de la inoperancia de la comunidad la hallamos en el culto humanista al individuo. Europa construyó una identidad filosófica sobre la base del individuo. Este es uno de los grandes mitos de la modernidad: autonomía, unicidad, racionalidad y progreso son algunas de las cualidades que hicieron del individuo el sujeto absoluto de la modernidad. Desde Occidente, se difundió la idea que el individuo sería fundamental para la liberarse de las tiranías, y una vez logrado ello, para defender los derechos individuales conquistados en beneficio de la comunidad. En consecuencia, este culto humanista al individuo se instaló como referente para posteriores experiencias colectivas, cuyo efecto sería emular a Europa a fin de asegurar el bienestar individual.

Según Nancy, no hay una individualidad absoluta (una inmanencia absoluta, una esencia) ni una totalidad absoluta, es decir no hay una individualidad como «estar-separado» ni una totalidad que disuelva a individuo porque su puesta en relación es previa a la formación de una comunidad. El ser mismo es una relación, no una esencia. Este es para Nancy, si tuviera que ser definido, el fundamento de la comunidad. De otra forma, pensar el ser como un absoluto hace inoperable una comunidad. Nancy enfatiza que la idea de una inmanencia absoluta del ser termina contradiciéndose, pues, pese a que contempla un absoluto separado de todo, «lo pone en relación» consigo mismo, como no absolutez. La realización colectiva como ser absoluto, sobre la base de la conjunción de absolutos individuales, fue una aspiración de la modernidad. Nancy observa que el error allí está en que no es posible sumar individuos, pues si se los pone en relación en comunidad pierden esa absolutez. La ilusión de la comunidad, entonces, ha sido pensarse como una suma de individualidades, ignorando que el individuo «es el origen y la certeza sólo de su propia muerte». El sujeto absoluto no puede serlo porque de serlo asemejaría a Dios en la cobertura de la totalidad, un saber total que integra todas las particularidades. La definición del ser mismo como una relación y no como inmanencia absoluta, como esencia, es la condición de posibilidad de la comunidad. «[...] la imposibilidad de la absolutez del absoluto, o a la imposibilidad “absoluta” de la inmanencia acabada». Así, Nancy pone en crisis la definición esencialista (inmanentista) de individuo y comunidad.

La muerte es indisociable de la comunidad, porque la esta se revela a través de la muerte y viceversa. Tal como ha sido pensaba la comunidad, nos dice Nancy, esta suprime la inmanencia de los individuos al pretender subsumirla en una inmanencia mayor, la del ser de la comunidad. Por ello es que la comunidad no puede ser obrada, operada o realizada como meta final del hombre. La existencia de la comunidad supone necesariamente la suspensión de la autoconciencia de sí mismo.

La distinción que establece entre singularidad e individualidad aporta otra explicación sobre los límites de la comunidad. Lo que se llama individualidad es propiamente singularidad, nos dice Nancy. La singularidad se ubica en la relación entre los elementos de un colectivo, en el «clinamen» (declinación del individuo en la comunidad); en cambio, lo individual alude al sujeto sin relación posible. La comunidad posible es la que congrega a seres singulares, ya que la singularidad no tiene sujeto, es inidentificable como cosa absoluta individual porque está en relación. La idea del individuo y comunidad han estado impregnadas de esencialismo. Han ignorado el éxtasis: que la comunidad no está integrada (no puede estarlo a riesgo de fracasar) por individuos sino por seres singulares. Ese esencialismo es el que el comunismo mantuvo en cuanto a su idea de comunidad: individuos que se disuelven en la totalidad, posibilidad que Nancy rechaza categóricamente.

A diferencia de la individualidad, la singularidad se halla no es el aislamiento sino en el contacto entre seres singulares. El individuo absoluto es infinito. El ser singular es finito. La comunidad reúne seres finitos, o sea no individualidades sino singularidades. La comunidad no es un nivel superior de realización del individuo producto de la acumulación de individualidades. No es que la suma de individualidades arroje un producto mayor al resultado o que la comunidad sea mayor a las suma de las partes (individualidades).

Esta idea de comunidad discutida por Nancy —la de una inmanencia individual y comunitaria absolutas— está definida por la muerte, en el sentido que los miembros se disuelven, desaparecen en la fusión comulgante, dejan de ser. También se incluye la inmolación colectiva en nombre de la comunidad y el exterminio de los miembros no comunitarios. Lograr la realización de la comunidad mediante la muerte. El suicidio, la inmolación ejecutados por la comunidad tiene el sentido de fundir la individualidad, de sumergirla en la totalidad. La muerte es el horizonte comunitario por excelencia. La muerte nos introduce en una comunidad de la inmanencia humana.

Nancy, dice que el sacrificio en y por la comunidad se hace en la confianza de una comunidad futura. De inmediato agrega que la conciencia de la comunidad perdida y comunidad por-venir son superficiales. No hay un por-venir para la comunidad, el futuro es siempre la muerte singular. Así la inmolación en nombre de la comunidad que vendrá tiene como única verdad la muerte singular de quienes se inmolan. El sacrificio de la muerte no deviene comunión. Esa obstinación por la inmanencia de la comunidad a través de la muerte, buscar la comunión en la muerte ha sido el signo de la edad moderna.

En La comunidad inoperante, Jean-Luc Nancy nos invita a entender la comunidad no como congregación de individuos sino de singularidades, pues no hay un ser singular que no mantenga contacto con otro. En contraste con el individuo, lo singular sí está puesto en relación por lo cual sí puede dar lugar a una comunidad, mientras que la fusión de individuos, solo podría originar una comunidad de seres-para-la-muerte. Vista así, la comunidad estuvo condenada desde su concepción al fracaso, debido al culto humanista del individuo, que devino esencia de la comunidad, hasta conducirla a una sola posibilidad de trascendencia: la de una comunidad de seres-para-la-muerte.

sábado, octubre 13, 2012

ROSTROS E IMÁGENES DE LA CULTURA



Los otros rostros del mundo (2012) es, en mi opinión, la mejor publicación en el área de ciencias sociales en Arequipa, y probablemente en el Perú, en lo que va de este año. La variada composición de los colaboradores —estudiantes de pregrado, posgrado y especialistas en antropología visual y documental etnográfico— combina reflexiones panorámicas, aplicadas, hermenéuticas y metodológicas de investigadores en formación y otros de reconocida trayectoria, tanto peruanos como extranjeros. Esta diversidad, que en nada afecta la profundidad analítica de los artículos compilados, demuestra el enorme esfuerzo de los editores por lograr una publicación con calidad de contenidos y abierta a diferentes perspectivas disciplinarias, en un contexto local en el que escasea la crítica y la investigación académica.

El libro contiene cuatro secciones. En la primera se plantean cuestiones teóricas y metodológicas. El artículo de Jay Ruby revisa y comenta las principales orientaciones dentro de la antropología visual en los últimos 20 años, mediante un sucinto estado crítico de la cuestión, situándose en los Estados Unidos y el Reino Unido. El creciente interés de las ciencias sociales y de la cinematografía por la antropología visual, su especialización académica, y el comentario de los principales trabajos de investigadores y cineastas son algunos de los aspectos abordados por Ruby. En su opinión, la naturaleza del cine etnográfico no está determinada por una necesaria formación antropológica del realizador. Más bien enfatiza la escasa discusión teórica sobre lo que el cine puede aportar a la antropología muy aparte de ser un recurso audiovisual para la enseñanza, aplicación con la cual no deberían conformarse los antropólogos interesados en el cine etnográfico. Y contra la extendida idea de que el cine etnográfico podría atenuar el rechazo hacia gente desconocida a través de la exposición de sus rasgos positivos, algunos estudios sugieren que los espectadores suelen reforzar sus prejuicios. También, anota que una noción demasiado amplia de «cine etnográfico» deriva en que varios filmes, donde se presentan imágenes exóticas de otro, sean apreciados por un supuesto valor antropológico.

La segunda parte abre las lecturas antropológicas a enfoques sociológicos, fílmicos y culturales. Pablo Passols explora los vínculos entre cine y ciudad. Partiendo de la premisa que un filme puede ser leído como un texto, en tanto posee una red de signos organizada, es decir, una unidad de discurso, y que las ciudades también poseen diversos textos que la circundan, plantea la lectura del cine como el mapeo de los discursos que recorren la ciudad y no como una representación que construye una imagen integral de la misma. Los mapas no son menos ficcionales que una película, pues la relación entre la cartografía y el territorio representado es análoga a la que existe entre el filme y la realidad. Passols concluye que el espectador asume un rol protagónico en la interpretación de la textualidad fílmica, que frecuentemente sobrepasa lo que inicialmente proponían sus realizadores, o sea que contrariamente a la idea que lo ideológico condiciona indefectiblemente modos de pensar en el espectador, habría un amplio margen de negociación donde el espectador reelabora el sentido preestablecido.

Silvana Flores analiza la relación entre cine y memorias populares en Latinoamérica durante los años sesentas. Destaca el uso ideológico del cine como instrumento para la reivindicación de las memorias populares. A los cineastas latinoamericanos que realizaban su trabajo en abierta confrontación con la censura impuesta por las dictaduras en sus países les interesó más, anota la autora, utilizar el cine para narrar historias y transmitirlas a un colectivo a fin de ser utilizadas como elemento político de transmisión de identidades y no tanto la innovación técnica o un despliegue estético vanguardista. Este cine propuso una alternativa de resistencia frente a Hollywood, que difundía una visión colonizadora eurocentrista a través de la industria cinematográfica. La consagración individual del cineasta pasó a un segundo plano. Los directores latinoamericanos comprometidos políticamente con la emancipación de sus comunidades estuvieron marcados por la experiencia del exilio, la cual les significó una circunstancia favorable para la recepción de sus trabajos fuera de sus países de origen. En buena cuenta, se trató de un cine donde la militancia política de los realizadores establecía los objetivos para los que se concebía un filme: orientar a las masas acerca de su condición subalterna y convocarlas a luchar contra dicha situación.

El libro cierra con el análisis e interpretación de películas desde enfoques transdisciplinarios. A diferencia de los anteriores, los artículos de este apartado aterrizan la teoría aplicándola a un filme en particular. Aleixandre Duche sugiere una lectura psicoanalítica que deconstruye el sentido de los poemas de Ramón Sampedro en el marco de la película Mar adentro, de Alejandro Amenábar, según la cual aquellos versos revelan más su inconformidad con no haber muerto en el instante del accidente en el mar, que produjo su tetraplejia, que simplemente ya no vivir más, sentido que es el más extendido en quienes lo rodean: «La fantasía de su muerte como realización de recobrar la vida negada». En consecuencia, hay algo inacabado en la vida de Sampedro que él desea poner fin quitándose la vida, pero que no se agota en ese deseo personal, porque, en realidad, se trataría de liberar a quienes lo rodean de la pesada carga que significa su padecimiento, pues, de algún modo, mientras la muerte no complete lo que por fatalidad no ocurrió como consecuencia del accidente, le estará quitando un poco de vida a sus seres queridos. Esta aproximación a los versos que cierran la película le sirve para analizar la muerte como ritual dentro de una cultura.

Seguidamente, los artículos de David Blaz, José Salinas y Rogelio Scott analizan la violencia política, las formas resolutivas que adopta la memoria frente a la violencia y el totalitarismo nazi, respectivamente, a través de filmes como Vidas paralelas (Blaz), La teta asustada (Salinas) y La Ola (Scott). Blaz pone en evidencia el discurso esencialista de la cinta, que sitúa a las fuerzas armadas en un espacio no ideológico y de contacto directo con la realidad, que no admite problema alguno en la autocomprensión de la violencia, pues atribuye el mal absoluto a su otro senderista. Un acertado análisis de la fuerza performativa del cine y de cómo el arte en cualquiera de sus manifestación no está exento de entramar una visión del mundo interesada e incitadora a ciertas acciones. Salinas observa en el canto de Fausta una estrategia para la resolución del conflicto por la memoria y la reconciliación, recurriendo a la impronta arguediana sobre el haraui. Y le otorga al canto la función de vehicular la memoria, proponer la reconciliación y de ritual de duelo. De la relación entre la pianista y Fausta en torno al canto es posible inferir la limitada interpretación del modo en que opera la reconciliación en La teta asustada: solo acogiendo y comprendiendo el dolor de las víctimas, pero manteniéndose distante de su proceso de duelo, y por el contrario, aprovechándolo para recuperar un protagonismo perdido. Scott opta por un análisis del texto fílmico, en clave psicológica y psicoanalítica, por el cual advierte que el tránsito de un colectivo hacia el totalitarismo podría prescindir de actos de violencia manifiesta, ya que la filiación al fascismo, por lo que exhibe La Ola, va precedida de una estética compartida que diferencia al grupo que la adopta de los que lo circundan. Concluye, a contrapelo de la crítica general, que «más que tratar sobre el posible retorno del totalitarismo nazi en pleno siglo XXI nos da una alegoría de la consolidación del imaginario democrático-liberal luego de la caída del muro de Berlín, del fin de la historia y de la muerte de las ideologías».

He pasado revista solo a algunos de los trabajos que integran Los otros rostros del mundo; no obstante, el resto contiene importantes reflexiones sobre el cine documental, el análisis del discurso fílmico y las representaciones socioculturales de las minorías étnicas a través del cine. Esta publicación demuestra que en Arequipa es posible llevar a cabo un trabajo que combine investigaciones rigurosas, transdisciplinarias y de interés para la comunidad académica, a pesar de las dificultades que significa editar en el medio un libro de este tipo. El registro utilizado por los articulistas es divulgatorio que no abusa de la recurrencia a categorías teóricas que oscurecerían la comprensión del lector común y corriente, lo cual le aporta un valor que  a veces es difícil hallar en quienes nos dedicamos a la investigación académica. Un trabajo que, por todo lo anterior, pone una valla muy alta en el medio y que confío, estimule iniciativas semejantes.

viernes, octubre 05, 2012

MIEDO A LA TEORÍA



Uno de los mayores desafíos que tuve como estudiante de pregrado fue la lectura de los seminarios de Jacques Lacan. A trancas y barrancas, mis compañeros y yo fuimos asimilando, no sin innumerables dudas, algunas de sus complejas categorías psicoanalíticas. La amena lectura de Freud de pronto cedió paso a un lenguaje hermético y oscuro, pleno de metáforas teóricas y giros del lenguaje que la traducción no lograba capturar. En varias ocasiones nos preguntábamos ¿y dónde está la literatura? ¿Por qué debíamos padecer tanto tiempo leyendo textos de filosofía, psicoanálisis, historia, sociología, antropología y no a los clásicos de la literatura o la crítica literaria en sentido estricto?

En algún instante de aquellos años, las placenteras lecturas de novela y poesía fueron reemplazadas por durísimas y extensas lecturas de teoría literaria. El lugar que Vargas Llosa, García Márquez, Carpentier, Fuentes, Borges, etc., ocupaban en mi lista de escritores más frecuentados fue tomado por asalto por Lacan, Derrida, Freud, Foucault, Barthes, Ricoeur, Eagleton, Althusser, entre otros. Al parecer, la teoría había llegado para quedarse; sin embargo, la resistencia contra ella era proporcional a la dificultad que significaba comprenderla. Ese miedo a la teoría subsiste fuera y dentro de las aulas.

Los ataques más frecuentes contra la teoría provienen de escritores. Muchos de ellos, algunos con formación en escuelas de literatura, consideran que la teoría es un devaneo intelectual que aleja a los estudiantes de la literatura y que complica innecesariamente la interpretación textual cuando en realidad, las cosas serían más claras de lo que parecen. No faltan tampoco aquellos que consideran la teoría como un medio para justificar la actividad académico-profesional, sin el cual no podrían dedicarse a nada más. Otros opinan que en nuestro medio no existe propiamente teoría sino críticos repetidores de ideas, divulgadores carentes de originalidad que han logrado visibilidad a costa de manejar un complejo aparato teórico que los autoriza. A esta lista agregaría a quienes como Mario Vargas Llosa creen que el lenguaje de la teoría oscurece la comprensión del texto literario, lo que terminaría por ahuyentar al lector interesado en la crítica en lugar de aclararle el panorama. De allí que la crítica impresionista y condescendiente de José Miguel Oviedo, la chismografía literaria de J.J. Armas Marcelo le agraden más que, a su modo de ver, la «soporífera crítica» de Antonio Cornejo Polar. En Desafíos a la libertad y más notoriamente en La civilización del espectáculo arremete contra el estructuralismo, postestructuralismo, postmodernismo, la semiótica; Derrida, Foucault, Barthes y las universidades estadounidenses que acogieron estas corrientes.

Por otro lado, la crítica —o mejor dicho, los críticos— tampoco se han esforzado mucho en contrarrestar la imagen que proyectan. Y no solo en el Perú. Ya desde los años ochenta la teoría y la crítica acusan un desgaste que les está pasando factura en un marco nada propicio para el desarrollo de las humanidades. En After Theory (Después de la teoría, 2005), Terry Eagleton sostiene que las generaciones de pensadores posteriores a Lacan, Derrida, Kristeva, Foucault, Williams, Hall, Cixous, etc. no se encuentran a la altura de sus predecesores, pues no produjeron un cuerpo de ideas original e impactante como lo fueron en su momento el estructuralismo, postestructuralismo, existencialismo, psicoanálisis, semiótica o la primera escuela de los estudios culturales de Birmingham, por mencionar algunos ejemplos. Un síntoma de ese profundo desgaste de la teoría sería su academización y progresiva despolitización, acompañada en los casos más exitosos de financiamiento continuo destinado a la investigación, publicación y divulgación de sus filiaciones teóricas.

En el Perú, después de la colonialidad del poder, de Aníbal Quijano, y la heterogeneidad, de Antonio Cornejo Polar, la reflexión teórico crítica se ha desplazado a la formación teórico-crítica de saberes que revisten de autoridad a quien los administra con arreglo al lugar desde donde los enuncia. En otras palabras, en vez de insistir en reformular la epistemología de los estudios literarios se ha optado por capturar un nicho dentro de la teoría y desde allí constituirse como voz autorizada en la localidad en lo que concierne a Lacan, Foucault, Derrida, Spivak, etc. En consecuencia, sí existen razones para dudar hoy sobre la función de la teoría y de la crítica, pero atendiendo a esa forma particular en la que teoría y crítica han devenido hoy luego de una etapa de esplendor. Lo cual no implica descartarlas, ni distanciarse de ellas, sino más que nunca, tenerlas presente para devolverles su aliento contrahegemónico.

Porque lo que define la teoría es cómo impacta más allá de su ámbito original. Si aceptamos que la teoría actualmente experimenta una declinación en perjuicio de su constante interpelación del poder, en cierto sentido, la teoría se ha convertido en una actividad muy predecible: un material, un capital intelectual al servicio de modos de producción culturales que ha domesticado el ímpetu contestatario de sus creadores. Sin embargo, la teoría ofrece mucho más que un marco teórico para aplicar al análisis e interpretación de un texto literario. Este uso instrumental desvirtúa la potencia crítica que sus autores le impregnaron. Que la teoría hoy por hoy, sirva de insumo para que la industria académica produzca ingentes cantidades de textos aplicados es síntoma para mí de una aguda crisis en la comprensión de lo que representa la teoría en relación con los problemas que aquejan al ser humano.

La teoría reúne un cúmulo de saberes interdisciplinarios e indisciplinados. Se sabe capaz de inmiscuirse en cualquier ámbito del quehacer humano. La obviedad y el sentido común le son írritos, pues la teoría nos incita a pensar de nuevo todo aquello que creíamos natural: lo «natural» es una construcción cultural e histórica sujeta a periódicas rupturas de paradigmas. Significa una manera de colocar en entredicho las verdades que algunas ciencias han defendido como fundamentos sobre la base de una epistemología positivista donde la evidencia empírica bastaba para acreditar una verdad. Cuando en realidad el lenguaje intermedia nuestra relación con el mundo, si es que no lo crea como tal. Así, la teoría literaria no es un conjunto de métodos para el estudio literario, sino un cuerpo inarticulado y diverso de conocimientos procedentes de la filosofía, psicoanálisis, sociología, teoría política, antropología, historia, etc. Por ello resulta paradójico que muchos aspirantes a dominar la teoría se esfuercen por darle un orden metodológico en sus trabajos a un cuerpo de saberes nada orgánico sino totalmente desarticulado. La indisciplina de la teoría también motiva que desde un sector de las ciencias sociales y más aún desde las ciencias políticas se tome a la teoría literaria como una actividad académica llena de glamour, poco rigurosa y altamente especulativa.

En un primer momento, creí que los estudios de literatura me formarían para ejercer la docencia superior y, paralelamente, desempeñarme como crítico literario en alguna revista, diario o institución académica. Si bien no es del todo errado creerlo, ambos son los fines más prácticos que ofrecen los estudios literarios y, a la vez, en el contexto actual, los que menos resistencia ofrecen contra el poder. En un segundo momento, consideré la investigación académica como una forma más elevada de emplear la teoría. Una maestría y un doctorado en curso son los resabios de ese «noble» propósito. Pero ¿cuántos egresados de las cinco escuelas de literatura que hay en el Perú pueden vivir decorosamente dedicándose solo a la vida académica? Es decir, dictando no más de 8 horas semanales en facultad o posgrado (no 40 en tres o cuatro universidades, no en estudios generales enseñando cursos nivelatorios o introductorios) y completando el resto de su carga horaria con investigaciones pactadas en un tiempo establecido y seguras de publicarse (no con trabajo administrativo ni reuniones de coordinación). Estoy más que seguro que en el Perú son muy pocos —y por ello muy conocidos en el medio académico— quienes pueden asumir una vida académica plena.

El contacto con la teoría cambió mi modo de ver la literatura, la cultura y la relación entre las ciencias sociales, las humanidades y las ciencias «duras». La literatura, digo mejor, los estudios literarios, dejaron de ser una estrategia de interpretación de textos para abocarse al estudio de la cultura y de los discursos en general. Lo «literario» dejó de ser un asunto literario y más bien la cultura se convirtió en un asunto de sumo interés para la literatura. A quienes están a punto de egresar, preocupados por el marco teórico, las categorías y la hipótesis de sus tesis les aconsejaría que la primera pregunta que se formulen no sea qué puede hacer la teoría por ustedes sino qué pueden decir ustedes a través de la teoría. Dos formas recurrentes y erradas de sumergirse en la teoría son la erudición especializada del que ve el cementerio desde un nicho y la panorámica del que sabe de todo un poco. No hay que sumergirse, diría más bien, hay que empaparse, pero manteniendo la cabeza a flote.

Los desafíos de la teoría aquí y ahora son, primero, recuperar su actitud contrahegemónica, y, segundo, pensar en las acciones que ella puede incitar en la vida pública. Si quienes estamos involucrados en los estudios literarios logramos que las conquistas de la teoría en el espacio académico se obtuviesen de igual modo en la vida cotidiana —donde históricamente permanecen ausentes— el saber y el hacer teórico cobrarían mayor sentido y utilidad que todos los volúmenes de tesis de grado o posgrado donde la teoría solo ocupa el lugar de un marco decorativo y funcional a propósitos laborales: obtener un grado académico y por consiguiente un mayor salario. (¿Acaso no es esta la primera motivación para estudiar un posgrado en el Perú?).

Estudiar Literatura no nos convertirá en novelistas, poetas o dramaturgos. En el mejor de los casos, quien elija Literatura con el firme propósito de llegar a ser escritor obtendrá conocimientos sobre la historiografía literaria nacional, latinoamericana, o europea, o se autoformará, lo cual es mucho más gratificante, estimulado por aquellos amigos que a uno lo motivan a estar al día, porque no soportamos un minuto más no haber leído a tal o cual autor que ellos sí. Pero esto último no requiere en absoluto estudiar Literatura en la universidad. Caí en la cuenta que estudiar Literatura representaba más una elección peculiar y extravagante que la oportunidad de adquirir conocimientos sobre ciertas disciplinas. Una elección animada por un espíritu de cambio y de duda constante que en otras profesiones no es tan fácil encontrar.