viernes, octubre 05, 2012

MIEDO A LA TEORÍA



Uno de los mayores desafíos que tuve como estudiante de pregrado fue la lectura de los seminarios de Jacques Lacan. A trancas y barrancas, mis compañeros y yo fuimos asimilando, no sin innumerables dudas, algunas de sus complejas categorías psicoanalíticas. La amena lectura de Freud de pronto cedió paso a un lenguaje hermético y oscuro, pleno de metáforas teóricas y giros del lenguaje que la traducción no lograba capturar. En varias ocasiones nos preguntábamos ¿y dónde está la literatura? ¿Por qué debíamos padecer tanto tiempo leyendo textos de filosofía, psicoanálisis, historia, sociología, antropología y no a los clásicos de la literatura o la crítica literaria en sentido estricto?

En algún instante de aquellos años, las placenteras lecturas de novela y poesía fueron reemplazadas por durísimas y extensas lecturas de teoría literaria. El lugar que Vargas Llosa, García Márquez, Carpentier, Fuentes, Borges, etc., ocupaban en mi lista de escritores más frecuentados fue tomado por asalto por Lacan, Derrida, Freud, Foucault, Barthes, Ricoeur, Eagleton, Althusser, entre otros. Al parecer, la teoría había llegado para quedarse; sin embargo, la resistencia contra ella era proporcional a la dificultad que significaba comprenderla. Ese miedo a la teoría subsiste fuera y dentro de las aulas.

Los ataques más frecuentes contra la teoría provienen de escritores. Muchos de ellos, algunos con formación en escuelas de literatura, consideran que la teoría es un devaneo intelectual que aleja a los estudiantes de la literatura y que complica innecesariamente la interpretación textual cuando en realidad, las cosas serían más claras de lo que parecen. No faltan tampoco aquellos que consideran la teoría como un medio para justificar la actividad académico-profesional, sin el cual no podrían dedicarse a nada más. Otros opinan que en nuestro medio no existe propiamente teoría sino críticos repetidores de ideas, divulgadores carentes de originalidad que han logrado visibilidad a costa de manejar un complejo aparato teórico que los autoriza. A esta lista agregaría a quienes como Mario Vargas Llosa creen que el lenguaje de la teoría oscurece la comprensión del texto literario, lo que terminaría por ahuyentar al lector interesado en la crítica en lugar de aclararle el panorama. De allí que la crítica impresionista y condescendiente de José Miguel Oviedo, la chismografía literaria de J.J. Armas Marcelo le agraden más que, a su modo de ver, la «soporífera crítica» de Antonio Cornejo Polar. En Desafíos a la libertad y más notoriamente en La civilización del espectáculo arremete contra el estructuralismo, postestructuralismo, postmodernismo, la semiótica; Derrida, Foucault, Barthes y las universidades estadounidenses que acogieron estas corrientes.

Por otro lado, la crítica —o mejor dicho, los críticos— tampoco se han esforzado mucho en contrarrestar la imagen que proyectan. Y no solo en el Perú. Ya desde los años ochenta la teoría y la crítica acusan un desgaste que les está pasando factura en un marco nada propicio para el desarrollo de las humanidades. En After Theory (Después de la teoría, 2005), Terry Eagleton sostiene que las generaciones de pensadores posteriores a Lacan, Derrida, Kristeva, Foucault, Williams, Hall, Cixous, etc. no se encuentran a la altura de sus predecesores, pues no produjeron un cuerpo de ideas original e impactante como lo fueron en su momento el estructuralismo, postestructuralismo, existencialismo, psicoanálisis, semiótica o la primera escuela de los estudios culturales de Birmingham, por mencionar algunos ejemplos. Un síntoma de ese profundo desgaste de la teoría sería su academización y progresiva despolitización, acompañada en los casos más exitosos de financiamiento continuo destinado a la investigación, publicación y divulgación de sus filiaciones teóricas.

En el Perú, después de la colonialidad del poder, de Aníbal Quijano, y la heterogeneidad, de Antonio Cornejo Polar, la reflexión teórico crítica se ha desplazado a la formación teórico-crítica de saberes que revisten de autoridad a quien los administra con arreglo al lugar desde donde los enuncia. En otras palabras, en vez de insistir en reformular la epistemología de los estudios literarios se ha optado por capturar un nicho dentro de la teoría y desde allí constituirse como voz autorizada en la localidad en lo que concierne a Lacan, Foucault, Derrida, Spivak, etc. En consecuencia, sí existen razones para dudar hoy sobre la función de la teoría y de la crítica, pero atendiendo a esa forma particular en la que teoría y crítica han devenido hoy luego de una etapa de esplendor. Lo cual no implica descartarlas, ni distanciarse de ellas, sino más que nunca, tenerlas presente para devolverles su aliento contrahegemónico.

Porque lo que define la teoría es cómo impacta más allá de su ámbito original. Si aceptamos que la teoría actualmente experimenta una declinación en perjuicio de su constante interpelación del poder, en cierto sentido, la teoría se ha convertido en una actividad muy predecible: un material, un capital intelectual al servicio de modos de producción culturales que ha domesticado el ímpetu contestatario de sus creadores. Sin embargo, la teoría ofrece mucho más que un marco teórico para aplicar al análisis e interpretación de un texto literario. Este uso instrumental desvirtúa la potencia crítica que sus autores le impregnaron. Que la teoría hoy por hoy, sirva de insumo para que la industria académica produzca ingentes cantidades de textos aplicados es síntoma para mí de una aguda crisis en la comprensión de lo que representa la teoría en relación con los problemas que aquejan al ser humano.

La teoría reúne un cúmulo de saberes interdisciplinarios e indisciplinados. Se sabe capaz de inmiscuirse en cualquier ámbito del quehacer humano. La obviedad y el sentido común le son írritos, pues la teoría nos incita a pensar de nuevo todo aquello que creíamos natural: lo «natural» es una construcción cultural e histórica sujeta a periódicas rupturas de paradigmas. Significa una manera de colocar en entredicho las verdades que algunas ciencias han defendido como fundamentos sobre la base de una epistemología positivista donde la evidencia empírica bastaba para acreditar una verdad. Cuando en realidad el lenguaje intermedia nuestra relación con el mundo, si es que no lo crea como tal. Así, la teoría literaria no es un conjunto de métodos para el estudio literario, sino un cuerpo inarticulado y diverso de conocimientos procedentes de la filosofía, psicoanálisis, sociología, teoría política, antropología, historia, etc. Por ello resulta paradójico que muchos aspirantes a dominar la teoría se esfuercen por darle un orden metodológico en sus trabajos a un cuerpo de saberes nada orgánico sino totalmente desarticulado. La indisciplina de la teoría también motiva que desde un sector de las ciencias sociales y más aún desde las ciencias políticas se tome a la teoría literaria como una actividad académica llena de glamour, poco rigurosa y altamente especulativa.

En un primer momento, creí que los estudios de literatura me formarían para ejercer la docencia superior y, paralelamente, desempeñarme como crítico literario en alguna revista, diario o institución académica. Si bien no es del todo errado creerlo, ambos son los fines más prácticos que ofrecen los estudios literarios y, a la vez, en el contexto actual, los que menos resistencia ofrecen contra el poder. En un segundo momento, consideré la investigación académica como una forma más elevada de emplear la teoría. Una maestría y un doctorado en curso son los resabios de ese «noble» propósito. Pero ¿cuántos egresados de las cinco escuelas de literatura que hay en el Perú pueden vivir decorosamente dedicándose solo a la vida académica? Es decir, dictando no más de 8 horas semanales en facultad o posgrado (no 40 en tres o cuatro universidades, no en estudios generales enseñando cursos nivelatorios o introductorios) y completando el resto de su carga horaria con investigaciones pactadas en un tiempo establecido y seguras de publicarse (no con trabajo administrativo ni reuniones de coordinación). Estoy más que seguro que en el Perú son muy pocos —y por ello muy conocidos en el medio académico— quienes pueden asumir una vida académica plena.

El contacto con la teoría cambió mi modo de ver la literatura, la cultura y la relación entre las ciencias sociales, las humanidades y las ciencias «duras». La literatura, digo mejor, los estudios literarios, dejaron de ser una estrategia de interpretación de textos para abocarse al estudio de la cultura y de los discursos en general. Lo «literario» dejó de ser un asunto literario y más bien la cultura se convirtió en un asunto de sumo interés para la literatura. A quienes están a punto de egresar, preocupados por el marco teórico, las categorías y la hipótesis de sus tesis les aconsejaría que la primera pregunta que se formulen no sea qué puede hacer la teoría por ustedes sino qué pueden decir ustedes a través de la teoría. Dos formas recurrentes y erradas de sumergirse en la teoría son la erudición especializada del que ve el cementerio desde un nicho y la panorámica del que sabe de todo un poco. No hay que sumergirse, diría más bien, hay que empaparse, pero manteniendo la cabeza a flote.

Los desafíos de la teoría aquí y ahora son, primero, recuperar su actitud contrahegemónica, y, segundo, pensar en las acciones que ella puede incitar en la vida pública. Si quienes estamos involucrados en los estudios literarios logramos que las conquistas de la teoría en el espacio académico se obtuviesen de igual modo en la vida cotidiana —donde históricamente permanecen ausentes— el saber y el hacer teórico cobrarían mayor sentido y utilidad que todos los volúmenes de tesis de grado o posgrado donde la teoría solo ocupa el lugar de un marco decorativo y funcional a propósitos laborales: obtener un grado académico y por consiguiente un mayor salario. (¿Acaso no es esta la primera motivación para estudiar un posgrado en el Perú?).

Estudiar Literatura no nos convertirá en novelistas, poetas o dramaturgos. En el mejor de los casos, quien elija Literatura con el firme propósito de llegar a ser escritor obtendrá conocimientos sobre la historiografía literaria nacional, latinoamericana, o europea, o se autoformará, lo cual es mucho más gratificante, estimulado por aquellos amigos que a uno lo motivan a estar al día, porque no soportamos un minuto más no haber leído a tal o cual autor que ellos sí. Pero esto último no requiere en absoluto estudiar Literatura en la universidad. Caí en la cuenta que estudiar Literatura representaba más una elección peculiar y extravagante que la oportunidad de adquirir conocimientos sobre ciertas disciplinas. Una elección animada por un espíritu de cambio y de duda constante que en otras profesiones no es tan fácil encontrar.

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