sábado, diciembre 22, 2012

CRÍTICA DE LA RAZÓN MESTIZA



José de la Riva Agüero, Víctor Andrés Belaúnde, Raúl Porras Barnechea, Jorge Basadre, entre otros intelectuales peruanos, sostuvieron una postura adversa ante la denominada «Leyenda negra» española, la cual recobró notoriedad hacia las primeras décadas del siglo XX en América Latina, debido a la emergencia de un indigenismo antihispánico influido, a su vez, por el análisis marxista de la sociedad y la historia realizada por pensadores latinoamericanos luego de su travesía europea. El marxismo proporcionó a un sector de la intelectualidad poscolonial una explicación histórica, económica, política y social sobre la nueva condición de las nacientes repúblicas latinoamericanas, en la cual la lucha contra la colonia y el imperio sería reemplazada por la lucha contra una forma distinta de colonialidad: el capitalismo. Aunque homologar a la generación novecentista como hispanista simplificaría excesivamente los matices ideológicos de sus integrantes, lo cierto es que Riva Agüero consideró que el Perú debería conservar los lazos culturales que durante cuatro siglos mantuvo con la metrópoli española. Por otro lado, Manuel González Prada, José Carlos Mariátegui y Víctor Raúl Haya de la Torre enjuiciaron la prolongación de la dependencia colonial-imperial demandando que era el momento de emanciparnos política, económica y culturalmente. En «Identidad Cultural e Integración del Pueblo Peruano», Fernando Fuenzalida señaló que el discurso sobre la identidad nacional de la naciente república peruana estaba impregnado del sentimiento antihispano y anticatólico de las revoluciones anglosajona y francesa. En aquella época —y aun bien entrado el siglo XX— la utopía prehispánica y la «Leyenda negra» fueron los recursos más empleados por los nuevos ideólogos de la política, las artes y las letras.

Now. Historia, poder y resentimiento (2012) de Juan Carlos Valdivia Cano recopila un conjunto de ensayos la mayoría articulados en torno a la cuestión de la identidad y el mestizaje. En «Quinientos años de mestizaje» el autor propone desmitificar la Leyenda negra acerca de la conquista de América, a partir de una declaración de la historiadora María Rostworoski, quien manifestó que la historia de la conquista del Perú debería revisarse desde la perspectiva de las culturas andinas, y analizando el papel del padre Bartolomé De Las Casas en la consolidación del discurso que colocó a la empresa conquistadora como absolutamente nefasta.

Valdivia Cano considera que la opinión de Rostworoski refuerza un dualismo de opuestos inconciliables. En consecuencia, no habría fundamento para considerar la mirada andina en sí misma superior por contener la verdad histórica; por el contrario, como cualquier otro discurso, sería susceptible de reproducir una interpretación fundamentalista y con mucha más razón si se fija desde un lugar exclusivo para proyectarla.

El autor recusa las interpretaciones fatalistas y culturalmente excluyentes de la conquista, que arrojan un balance totalmente negativo y sin matices, acudiendo a la noción de mestizaje, de acuerdo a la cual una cultura es resultado de la fusión entre al menos otras dos. La síntesis del mestizaje deviene producto nuevo, distinto de sus fuentes, pero, a la vez, enraizado en ambas. El mestizaje hispano-indígena, según Juan Carlos Valdivia, evidencia el encuentro de dos culturas. Nuestro valor como cultura estaría en la fusión de ambas culturas, por lo cual negar alguna de ellas supondría negar nuestra identidad mestiza. Sin embargo, el mestizaje es un concepto problemático porque no discute las tensiones del encuentro cultural; más bien lo aborda como un proceso armónico y no conflictivo. La adhesión del autor a la noción de mestizaje lo aproxima a la representación del mundo andino, del incanato y los conquistadores en la poesía modernista de José Santos Chocano: la raza amerindia y la raza conquistadora proveyeron los insumos materiales y espirituales que dieron lugar a otra raza heredera de lo mejor de sus predecesoras. Y a Mario Vargas Llosa: el resentimiento acumulado históricamente por quienes se consideran descendientes de la tradición indígena explicaría la Leyenda negra, actitud que sirve para eludir nuestra responsabilidad actual.

La promesa de descentrar dicotomías cuyos términos se presentan inevitablemente como antagónicos cautiva al principio, pero Valdivia Cano no logra cuajar esta pretensión, ya que solo el segundo término del par hispano/indígena es enjuiciado y no ambos, es decir, no desestabiliza la contradicción, el paradigma matriz que origina las coordenadas que rigen el modo cómo se interpreta unilateralmente la conquista de América y sus secuelas en la etapa poscolonial donde actualmente nos situamos.

La declaración de Rostworoski, releer la conquista en clave andina, habría que analizarla en todos sus matices. ¿Es posible este análisis hoy desde un locus andino, etnoculturalmente homogéneo, diferenciado y no atravesado por la cultura hegemónica? La cuestión aquí es como se define lo andino: ¿unidad homogénea o comunidad diversa? Valdivia Cano asume de hecho que Rostworoski propone una lectura etnocultural andina desde una perspectiva supuestamente purista, lo cual, por supuesto, es inviable, pero no repara en la posibilidad que la conocida historiadora haya planteado la necesidad de una lectura poscolonial, aunque no enunciada así, de la conquista. En este sentido, la declaración de Rostworoski adquiere otra dimensión: subvertir la lectura hegemónica desde un lugar poscolonial atendiendo a la voz de los sujetos subalternos y, en principio, reconociendo la subalternidad epistemológica prevaleciente en el discurso historiográfico, lo cual no implica desconocer nuestra heterogeneidad cultural, pero sí admitir que los mecanismos de la colonialidad continúan operando bajo otras modalidades, y que una de ellas se manifiesta mediante el discurso científico; por consiguiente, el primer paso para desmontar una «leyenda» es trazar su genealogía, puesto que así observaremos su procedencia y procedimientos.

La estructuración de este ensayo dificulta el desarrollo de sus argumentos. La fragmentación en varias unidades, muy breves algunas, dispersa innecesariamente sus ideas lo cual no fortalece su postura, sino que motiva digresiones que desenfocan la argumentación, pues abundan en situaciones anecdóticas. Algunas secciones de este ensayo están desarticuladas del resto, a las cuales puede unir un tema bastante general, pero no apoyan directamente la postura del autor. A esto se agrega su estilo de escritura. La ironía y la adjetivación pueden ser estrategias retóricas muy útiles, pero si no van acompañadas de definiciones, explicaciones, descripciones o ejemplos, la elocuencia del estilo termina capturando la atención más que la consistencia de las ideas.

Argumentativamente, el primer y el segundo ensayo no despliegan un contenido sólido. En «Garcilaso: historia de una aventura», el autor apela más a la personalidad de los individuos a quienes recurre como autoridad para validar sus argumentos que a las ideas que exponen sus discursos; recurre a situaciones anecdóticas, más que al análisis de procesos históricos. Algunos autores en quienes se apoya no representan realmente una autoridad competente en la materia en discusión, como son Mario Vargas Llosa, Jorge Luis Borges u Octavio Paz, si se trata de profundizar en temas donde la opinión de un narrador o poeta, aunque seductora, se mantiene en el lugar común. Este tipo de apelación podría lucir muy persuasiva si solo nos detenemos en la figura de quien es citado; no obstante, si vamos más allá y evaluamos cuan pertinente ha sido acudir a ellos, el efecto de persuasión se diluye. Replicar la Leyenda negra resaltando el espíritu aventurero, el arrojo y la valentía de los conquistadores es como sugerir la lectura de una novela debido a las virtudes personales de su autor. Este ensayo reitera los lugares comunes consolidados por la historia oficial: Garcilaso, el primer mestizo, ergo, el primer peruano. Son expresiones alegóricas que expresan la inquietud de los historiadores por fijar referentes simbólicos. Tal como lo hizo Mariátegui con Melgar: el primer momento peruano en la literatura.

Su análisis es poco riguroso cuando aborda un periodo histórico tan relevante como la conquista de América sin mencionar a los protagonistas ideológicos de la Leyenda negra: el español Julián Juderías, autor de un libro titulado también La Leyenda Negra (1914); o el argentino Rómulo D. Carbia, autor de Historia de la Leyenda Negra hispano-americana (1943) por citar a los más visibles. Valdivia Cano replica la Leyenda negra afirmando que no todo fue violación, sugiriendo que los matrimonios de los conquistadores más célebres con mujeres de la nobleza incaica tuvieron un happy end. Asimismo, acude a los Comentarios reales de donde extrae las impresiones del Inca Garcilaso acerca de los conquistadores a quienes considera valientes y nobles. Se necesita más que las buenas impresiones del Inca Garcilaso para desbaratar la Leyenda negra.

En «Mariátegui: ética y mestizaje», Valdivia Cano ensaya una lectura del Amauta fin de hallar nuevas razones que fortalezcan su hipótesis sobre el mestizaje y la refutación de la Leyenda negra: «Negar un elemento constitutivo de la propia identidad (o el hispánico), por identificación excluyente con el otro (el andino), o con la imagen que se tiene de él (el pobre, el dominado, el desvalido […]) es una actitud resentida y por eso nefasta para la salud individual y colectiva» (p.95), señala el autor en un apartado de este ensayo.

Aquí se ha asimilado «andino» con «indígena», categorías que se superponen imperfectamente, por lo cual, si se emplean indistintamente, generan confusiones. Lo andino es una construcción discursiva mucho más reciente que lo indígena. Aquella fue concebida a partir de la referencia a una vasta región geográfica atravesada por los andes, situación que en teoría le imprimiría una cierta homogeneidad a las culturas que habitaron esa zona. Lo andino sería entonces, la traducción cultural de una referencia geográfica, una abstracción que explicaría la cosmovisión del hombre andino trascendiendo las fronteras políticas de los Estados.. En cambio, indígena alude a la procedencia originaria de los pueblos respecto al territorio que ocupan, es decir, lo autóctono. El universo amazónico, por ejemplo, no forma parte de los estudios andinos, pero sí está vinculado al discurso indígena, en tanto pueblos originarios.

Precisemos que la dicotomía mariateguiana no es hispano/andino sino hispano/indígena. Que Mariátegui reconociera la trascendencia del pensamiento occidental en su propia formación y el potencial transformador del marxismo en América Latina no debe conducirnos a afirmar que él perdiera de vista la desigualdad entre lo quechua y lo español lo hispano y lo indígena o incluso entre indígena e indigenista. En «El proceso de la literatura», si bien admite que la impronta colonial es innegable, también establece una periodización literaria —colonial, cosmopolita y nacional— a fin de explicar que el colonialismo supérstite en la literatura republicana merece ser no solo reconocido sino, además, enjuiciado desde una perspectiva consciente de su dependencia histórica frente a la metrópoli española, aspecto que no es advertido por Juan Carlos Valdivia Cano, pues invoca parcialmente a Mariátegui, es decir, solo lo concerniente al reconocimiento del componente hispano-occidental de la identidad mestiza, mas no la actitud subversiva frente al colonialismo supérstite.

Aparentemente, la negación excluyente de lo hispánico o de lo indígena nos conduciría a un fundamentalismo cultural ingrato frente a sus ancestros. Esta negación es discutible para Valdivia Cano cuando la plantean los sujetos subalternos y no cuando procede del discurso hegemónico; en otras palabras, el discurso hispánico-occidental reclama al discurso indígena el reconocimiento de su herencia como parte de la identidad mestiza que ambos integran, pero no repara en que ese reclamo es en realidad un mandato, pues la relación jerárquica entre lo hispano y lo indígena no da espacio para otra modalidad intercultural. La ficción del mestizaje radica en la disolución armónica del conflicto cultural, cuando en verdad, la estructura del mestizaje sigue siendo desigual, asimilacionista, jerárquica y orientada unilateralmente por la cultura hegemónica.

¿Acaso la Leyenda negra no es susceptible de interpretarse como una proyección de lo que España asume como la mirada del subalterno resentido o como un discurso deliberadamente sostenido por otras potencias coloniales? ¿Esa leyenda proviene exclusivamente del resentimiento de los «humillados y ofendidos» o ha sido también alimentada por la fantasía del discurso hegemónico en un intento fallido por situarse en el lugar del otro, en un deseo de interpretar o experimentar, al menos a nivel discursivo, el impacto de su propio poder? Estos cuestionamientos no son advertidos, pues la idea de mestizaje bloquea el esfuerzo de enjuiciar ambos términos del paradigma hispano/indígena, o sea, dificulta el desmontaje total de la controversia, porque parte del supuesto del encuentro simétrico, de la fusión armónica, y no del encuentro conflictivo.

«Basadre: la historia y la ética», presenta una semblanza de Jorge Basadre combinada con impresiones personales sobre la historia y, de manera similar al anterior ensayo, acude al historiador en busca de razones para sustentar su desacuerdo con la negación de la hispanidad, ya que nuestra condición mestiza sería evidencia para lo contrario. Valdivia Cano anota que «Lo que hay que negar-superar es, sin embargo, la pre modernidad, no la hispanidad o la occidentalidad que son irremediables asuntos de hecho». La capacidad de agencia de los sujetos subalternos en circunstancias de dominación fue interpretada de manera pesimista por los críticos de Gayatri Spivak luego que publicara «¿Can the Subaltern Speak?», cuando en realidad, ella llamó la atención sobre lo que el intelectual debería hacer si es que, efectivamente, la autonomía del sujeto subalterno no es plena. La afirmación del autor de Now refuerza una concepción que ha sido bastante trajinada dentro de las ciencias sociales, los estudios culturales y la crítica poscolonial: que entre colonialidad y modernidad existen más continuidades que rupturas, que la modernidad fue un fenómeno global en el cual fue fundamental el descubrimiento de América, en otras palabras, que sin este acontecimiento, no es posible comprender la modernidad, y que uno de los modos de dominación más vigente y activo es el discurso científico. De modo que América Latina no puede ser pre moderna, pues ella es parte constitutiva de la modernidad.

La desmitificación de la Leyenda negra y la recusación de una interpretación de la conquista supuestamente más veraz por ser andina despiertan muchas expectativas, pero la noción de mestizaje empleada por Juan Carlos Valdivia obstaculiza su planteamiento. El libro muestra un desarrollo muy superficial del tema que congrega los ensayos. Este es un género flexible en comparación con el artículo científico; sin embargo, exige abordar una polémica con un conocimiento amplio de las posturas involucradas. La arbitrariedad del género ensayístico no es licencia para especular y abandonar el análisis o, el estado de la cuestión del tema a debatir. Valdivia Cano reduce la resistencia cultural a resentimiento, simplifica enormemente lo que significó el indigenismo en el Perú, pues no advierte los matices intermedios entre lo hispano y lo indígena, lo heterogéneo, lo diverso que trasciende esa contradicción.  

Publicado en el diario Noticias de Arequipa, 24 de diciembre de 2012

sábado, noviembre 10, 2012

LA ARROGANCIA DE LA CRÍTICA


En «El compromiso con la teoría», Homi K. Bhabha se preguntaba si toda polémica debía ser necesariamente polarizada y si el único camino que nos queda para superar ese dualismo es adherirnos a una de la ideas en conflicto o inventar una contrarrepuesta radical? Barthes coincidiría con el teórico indio de los estudios poscoloniales en que toda dicotomía es, en realidad, una ficción sostenida desde ambos extremos, y que el desafío pasa por desmontar sus fundamentos.

Lo neutro es una categoría de análisis textual desarrollada por el semiólogo francés Roland Barthes a lo largo de cursos y seminarios impartidos en el Collège de France entre 1977 y 1978. Lo neutro consiste en deconstruir una oposición binaria, que Barthes denomina «paradigma», cuyos términos en conflicto son los que producen sentido: «Defino lo Neutro como aquello que desbarata el paradigma […]. ¿Qué es el paradigma? Es la oposición de dos términos virtuales de los cuales actualizo uno al hablar, para producir sentido», ya que «el paradigma es el motor del sentido; allí donde hay sentido hay paradigma, y allí donde hay paradigma (oposición) hay sentido». Al no optar por uno u otro término, lo neutro desmonta el binarismo del paradigma, pues «elegir uno y rechazar otro es siempre sacrificar algo al sentido, producir sentido […]». Siguiendo la propuesta de Barthes, lo neutro esquiva, suspende, desbarata la controversia, es decir, el conflicto propio de todo paradigma oposicional manifestado en cualquier tipo de discurso.

Barthes procura no ofrecer una definición programática de lo neutro, más bien describe sus rasgos y figuras, y en general, cómo opera, ya que es consciente de que toda tentativa de fijar un sentido de lo neutro terminaría por convertirlo en un paradigma, por lo cual lo somete a «un estado de variación continua» en lugar de fijar un sentido final. En síntesis, acota que lo neutro consiste en «desbaratar el paradigma», un acto de «rechazo a dogmatizar». La misma forma en que expone los alcances de lo neutro es un ejercicio de evasión, suspensión o huida de una definición tradicional. Lo que en realidad muestra es una genealogía del concepto al estilo foucaultiano. La aproximación etimológica a esta categoría le permite ir desechando los sentidos que no le son útiles para finalmente quedarse con los que ilustran su aplicación.

Reemplaza conceptos por metáforas, porque el concepto, afirma, es arrogante, reduce la diversidad, generaliza, fija sentidos. En cambio, la metáfora diversifica los sentidos. Lo neutro es más metáfora que concepto. La forma en que Barthes lo expone es elusivo de una definición, ya que recurre a figuras, metáforas y fragmentos para explicarlo.

Lo neutro no equivale a neutralidad ni indiferencia, nos dice Barthes. En cambio, podríamos afirmar que se trata de neutralizar o inmovilizar la maquinaria textual de sentidos que es el paradigma. De este modo, evita la consolidación de un sentido en perjuicio del otro. Lo neutro suspende la arrogancia de la certeza: «Neutro es desapego del sentido: todo “plan” (división temática) sobre lo neutro equivaldría a oponer lo Neutro y la arrogancia, es decir, a reconstituir un paradigma que lo Neutro quiere precisamente desbaratar: lo Neutro se convertiría discursivamente en término de una antítesis: al ser expuesto, consolidaría el sentido que quería disolver».

Lo neutro suspende la arrogancia de la certeza. Barthes reúne bajo el nombre de arrogancia «todos los gestos (de habla) que constituyen discursos de intimidación, sujeción, dominación, aserción, soberbia: que se ubican bajo la autoridad, la garantía de una verdad dogmática, o de una demanda que no piensa, no concibe el deseo del otro». La arrogancia ignora el deseo del otro imponiéndole un dogma sin posibilidad de rechazo. Nos dice el célebre semiólogo francés que la arrogancia se reconoce en las obligaciones positivas: mandatos, demandas. El fanatismo es un buen ejemplo de la arrogancia en la cultura: pensar obsesivamente en corregir el equívoco del otro «por su propio bien», ignorando el disenso. Trasladando esta figura al ámbito de la crítica cabe preguntarnos ¿Es arrogante la crítica literaria? ¿Cuándo lo es? Siguiendo lo expuesto por Barthes, sería cuando la crítica afianza alguno de los sentidos generados por el paradigma, fortalecido por su estatuto de institución política.

También puntualiza que la manera como se sustenta la validez de una postura es arrogante cuando se basa en el deseo de convencer. Así, más que ser válida por lo que ofrece, la contundencia de la evidencia suele depender de la arremetida de quien la enuncia. Certezas absolutas, convicciones férreas, ausencia de matices, unidad forzada, espíritu de cuerpo, integrismo, intolerancia… son indicios de arrogancia.

Lo neutro fue una de las últimas elaboraciones teóricas de Roland Barthes, en la cual se sintetizan todas sus preocupaciones sobre el lenguaje, la escritura, el discurso, la ciencia, la literatura, la semiología y el poder. Hay un notable énfasis en problematizar la cientificidad de la semiología, la noción tradicional de método. Hace extensiva su aplicación a cualquier dominio del lenguaje: «todo discurso […] que se relacione con el conflicto, o con su cesasión, su esquive, su suspensión». No aspira a convertirse en un método a la manera de una disciplina; es un no-método, ya que no sigue un procedimiento para obtener un resultado conocido a priori, sino que se abre a la aventura del descubrimiento durante la travesía de su aplicación. La idea tradicional de método es reemplazada por la idea del «fragmento», y lo hace convencido de que el método es un discurso del poder vinculado a una disciplina como saber-poder. Aquí es donde Barthes se rebela contra al culto al resultado característico del método científico. Su método, nos dice, es excéntrico. Incluso afirma que la genealogía de lo neutro está caracterizada por la pérdida de rigor metodológico, la errancia y la no exhaustividad. Es decir, la aplicación de lo neutro contempla variaciones constantes en el camino.

Barthes mantiene un diálogo constante con la filosofía Zen y el Tao, mediante los cuales ejemplifica los alcances de su propuesta, extrayendo fragmentos de textos, evocando citas o anécdotas que tienen por función reemplazar la definición de lo neutro y de sus figuras. Precisamente, la idea de arrogancia la extrae del Zen, cuyo efecto en su concepción de la semiología es la precaución frente a las jerarquías, los dogmatismos y la fijación de sentidos. Lo neutro barthesiano trasciende las dicotomías, huye de la oposición binaria. Retiro que no debe interpretarse como indiferencia, temor, simple negación o evasión de una cuestión crítica, sino como estrategia para pensar la controversia de manera distinta. Lo que se evade o suspende son las coordenadas de la lógica oposicional que polariza la controversia. Se huye de las premisas del paradigma, pero no se evade la gravedad de sus implicancias y mucho menos se las ignora. Se evaden sus dictámenes, sus sentidos para enfrentarlos desde un lugar y de una manera diferente.

Otra influencia del Zen es la fuerte dosis de escepticismo frente al pensamiento oposicional. No se trata de un escepticismo paralizante que renuncia al saber, sino que paraliza o suspende el mandato de asumir las premisas de tal o cual paradigma, lo cual implica un compromiso ético de responsabilidad, una manera de superar la indecidibilidad de las controversias, que exige del crítico una profunda consciencia de su libertad para disentir. En palabras de Michel Foucault, diríamos que es una forma de desobediencia, de disenso, de rechazo a vivir conforme a los requerimientos del poder: «Ningún Neutro es posible en el campo del poder».

La escritura de Barthes es representativa de sus planteamientos metodológicos: fragmentación, digresión, excursión. Lo neutro es un ataque directo contra el dogmatismo, un planteamiento que convendría aplicar a la pedagogía actual que aclara un saber a niveles rudimentarios no para criticarlo sino para fijarlo más fácilmente. El problema es que el «habitus» pedagógico neoliberal ha ganado mucho espacio y gran cantidad de adeptos entre profesores de colegio y universidad. El caso peruano me parece de los más graves en América Latina.

Relevar los discursos arrogantes, es en suma, el propósito que Barthes deparó para lo Neutro.

Publicado en el diario Noticias de Arequipa, 11 de noviembre de 2012

sábado, noviembre 03, 2012

CULTURA Y CAPITALISMO


En La communauté désoeuvrée (1983) Jean-Luc Nancy criticaba una cierta idea de comunidad que alienta la búsqueda retrospectiva de su identidad en un pasado perdido. Frases como “todo tiempo pasado fue mejor”, “la Lima que se fue” o “la Arequipa de antaño” resumen muy bien la nostalgia por la comunidad perdida. Y es que empeñar el presente de una comunidad a una búsqueda en el pasado supone que en algún momento de su historia se perdieron los fundamentos de su identidad y que, en consecuencia, algo se echó a perder. La célebre interrogante de Zavalita a poco de iniciar Conversación en La Catedral “¿En qué momento se había jodido el Perú?”, más que una pregunta es la constatación de un presente insatisfactorio, pues, en el ahora quien lo enuncie asume el esplendor de antaño como definitivamente perdido, mientras observa con desprecio el presente. La misma pregunta transita las reflexiones de Mario Vargas Llosa en La civilización del espectáculo: ¿en qué momento de jodió la cultura? ¿En qué momento se diluyeron los valores que fundamentaban el buen gusto? Mi respuesta es que no fue un momento, sino una suma de momentos donde cada uno amplificaba progresivamente el giro que al terminar provoca se perciba que hubo un cambio, y si seguimos las frases anteriores, ese cambio es evaluado negativamente desde el presente.

A Occidente lo ha guiado esta añoranza por la comunidad desaparecida, carencia que suplió asumiéndose como dilecta heredera de Grecia, Roma y las grandes civilizaciones de Oriente próximo. El peligro aquí, aunque Nancy no lo diga directamente, es pensar, primero, que es posible hallar ese fundamento indagando en el pasado; y, segundo, traerlo para fundamentar el presente y proyectarse al futuro. En realidad, lo que se hace en esa retrospectiva es ir creando una identidad, no descubriéndola, incluso, con elementos más contemporáneos que arcaicos. Por ello, los fundamentos de una identidad cultural basada en la retrospección histórica le deben más al discurso que desde el presente la anima que al supuesto hallazgo de una remota esencia en el pasado. Es lo que tiene de ficción, por ejemplo, el nacionalismo, el regionalismo u otras manifestaciones del espíritu gregario local, como la exaltación de la “patria chica”. Esta nostalgia por la identidad perdida de la comunidad motiva un serio emplazamiento contra el discurso predominante sobre la identidad arequipeña, cuyo puntal ha sido el racismo, como dispositivo de diferenciación entre el ser-arequipeño, el devenir-arequipeño y el no-ser arequipeño, articulado con la clase social, la honorabilidad del apellido o la autoridad que confiere el gusto por las bellas artes. 

El gesto de Juan Manuel Guillén en junio de 2002 —conceder simbólicamente ciudadanía arequipeña al gentío que colmó la Plaza de Armas cuando anunció que no se privatizarían Egasa ni Egesur— supone que antes de las protestas sociales había un “ellos” extraño y un “nosotros” familiar, o sea, dos comunidades en las que “ellos” aspiran a ser reconocidos como arequipeños y un “nosotros” que deniega o posterga tal aspiración hasta el momento que consideren que “ellos” hicieran algo que merezca concederles el ser-arequipeño. Por ello, la entusiasta interpretación de que la “gesta de junio” fue una manifestación de la arequipeñidad, el primer gran rugido del “León del Sur” en el siglo XXI, basada en la momentánea suspensión de las diferencias socioculturales, habría que matizarla enormemente. El discurso de Guillén revela la intensidad de ese discurso excluyente que sostiene la identidad cultural manifiesta en etiquetas como “Ciudad Blanca”, “Ciudad caudillo” o “León del Sur”, porque, desde esa mirada, si ya no fueron las élites ni las clases medias, o no sobre todo ellas, las protagonistas de aquellas protestas, sino fundamentalmente las poblaciones de habitan los conos de la ciudad, integradas por migrantes y descendientes de migrantes nacidos en Arequipa, se interpreta que estuvieron motivadas por una meta cultural aspiracional, ser reconocidos como arequipeños, reconocimiento que, simultáneamente, es señal de vigencia y crisis de la identidad arequipeña: de lo primero porque habría una arequipeñidad ahistórica, intemporal, reactualizándose periódicamente; de lo segundo porque tal reactualización fue ejecutada por sujetos tradicionalmente excluidos de la identidad 

Quienes se empeñen por encontrar el momento en que se estropeó la cultura no solamente están interesados por el espacio-tiempo en que ello sucedió, sino también por hallar a los responsables históricos de “semejante atentado” y por señalar a los que en el presente siguen jodiendo la cultura. El fundamentalista cultural no admite las elecciones de sus otros, las combate. Defiende esencias, inmanencias; celebra a los íconos de la tradición, pero no se permite enjuiciarlos. En buena cuenta, las airadas protestas contra la degradación de la cultura llevan consigo una profunda desazón porque cada vez resulta más complicado recurrir a la alta cultura para situarse como heredero de una tradición en crisis.

Urge descentrar la noción de cultura como creación artística, refinada o popular. Esa es la dicotomía que prevalece en la intervención de Mario Vargas Llosa sobre “cultura”. Cultura es una manera de habitar el mundo, y mucho, mucho después un objeto en peligro de extinción porque ya no se lo aprecia como antes. La gran amenaza no es tanto que el “buen gusto” esté en peligro, o que abunde la frivolidad, sino que el capitalismo neoliberal haya capturado la industria cultural y vaya modelando cada vez más exitosamente un modo de vida desintegrador, antisolidario y egoísta. Si se mantiene la idea de cultura igual creación artística alta/popular seguirá discutiéndose, por ejemplo, que el Palacio de las Bellas Artes es un fracaso porque no es “estético”, o lamentar que Vanessa de Oliveira tenga mayor cobertura que los escritores homenajeados en la Feria Internacional del Libro (FIL). Habría que preguntarnos en qué circunstancias en Arequipa aparece una feria del libro: precedida por la llegada de los mega centros comerciales, por varias convenciones mineras, la expansión del crédito de consumo y el boom gastronómico, secundada por la llegada de mayores inversiones, en momentos que se vienen afianzando editoriales alternativas —pero que reproducen a nivel micro la misma lógica y yo diría, más agresivamente, que las grandes editoriales transnacionales— o sea el evento cultural más esperado en estos últimos 4 años no llegó en el esplendor de las letras regionales, no en los 60s, 70s, u 80s, sino finalizando la primera década del 2000. La FIL nos demostró que cuando ya hubo dinero en los bolsillos fue momento de pensar en la “cultura”, pues cultura así es algo que solo se consume, no una vivencia. Y eso se refuerza cada vez que se invoca la cultura como una especie en extinción a la que hay que salvar porque ya nadie la aprecia.

Lo frívolo, más que desprecio, merece mucha atención. Porque en los actos cotidianos más banales, aparentemente intrascendentes está la marca de la dominación. (Foucault ya lo había advertido en Vigilar y castigar). En la cotidianeidad más elemental se observan los modos en que actúa, por ejemplo, la violencia racial, social, de género, lingüística, etc.; la que obliga a una comunidad a abandonar su territorio a favor de la explotación minera, la que los considera un obstáculo para el desarrollo, la que impide el libre acceso de un ciudadano a un establecimiento o una playa. En esas banalidades se manifiesta lo que para un “nosotros” es “extraño” porque proviene de “ellos”. Despreciar, subestimar o ignorar el poder modelador de la frivolidad implica el riesgo de que esa violencia continúe y se expandan. Por ello la abierta indignación contra la indiferencia de algunos medios locales que en el marco de la Feria Internacional del Libro ignoraron a algunos escritores homenajeados habría que trocarla por indignación frente a la violencia del elitismo cultural y la violencia de género que sustentan esas intervenciones mediáticas.

La frivolidad es el analgésico de la sociedad de consumo, lo que esta necesita para que la “intelligentsia” se dedique a cuestiones “más elevadas”, tanto que se aleja del día a día. Mantener a la crítica en la estratósfera ha sido uno de los mayores éxitos culturales del capitalismo tardío.

El capitalismo tuvo en la ciencia a su más eficaz colaborador. Ahora se ha sumado la cultura, como una eficiente plataforma de expansión del capitalismo en clave neoliberal, que lo presenta como una legítima forma de vida, elegible entre tantas otras, donde el consumo alienta la imagen de un individuo soberano, autónomo, individualista, antisolidario, libertario, apolítico y desideologizado. El mayor logro del capitalismo es que a través de la ciencia y la cultura disfrazó su carácter ideológico, lo que no pudo en política y economía, porque en estas últimas, no tenía reparos en exhibirse como discurso ideológico. Distinguidos intelectuales y artistas se empecinaron en alejar a la ciencia y la cultura de la ideología, convenciéndose de que ambas no eran espacio para la deliberación ideológica, anhelando convertirlas en zonas liberadas de ideología, insistiendo en el perfil no político del científico y del artista, creyendo que así ciencia y cultura estarían mejor resguardadas. El capitalismo de hoy ha escogido la cultura como plataforma de divulgación, ya no pasa por ideológico sino como un nuevo modo de vida. El capitalismo se ha blindado con la cultura.

Publicado en Noticias, 4 de noviembre de 2012

sábado, octubre 27, 2012

COMUNIDADES FRACASADAS

El comunismo «es el horizonte insuperable de nuestro tiempo», declaró Jean-Paul Sartre, entusiasmado ante lo que para la intelectualidad francesa, luego de Mayo del 68, significaba la inminente debacle del capitalismo. Cuatro décadas después, Jean-Luc Nancy invierte la sentencia sartreana: «Todo parece mostrar, más bien, […] que la desaparición, la imposibilidad o la condena del comunismo son los que forman el nuevo horizonte insuperable». A decir de Nancy, el comunismo fracasó porque se construyó sobre una cierta idea de comunidad que lo condenaba a su desaparición.

La tesis de Nancy en La communauté désoeuvrée (1983) [La comunidad inoperante, 2000] es que la idea de comunidad no es operante o viable, porque la tradición europea la concibió como realización absoluta de individuos absolutos. En tal sentido, la comunidad inoperante es la que se constituye a partir de la fusión de individuos en un ser comunitario, puesto que la amalgama de individuos absolutos, inmanentes, no da como resultado una comunidad absoluta Precisamente, una concepción esencialista del individuo y de la comunidad, y la convicción de que la comunidad es el destino de la humanidad, ha dificultado, según Nancy, la realización de la comunidad. De tal manera, la comunidad es un proyecto inacabado, inoperante por definición, en el sentido prevaleciente con el que fue ideada: como fusión de individuos dentro de un colectivo a fin de constituir un ser comunitario igualmente absoluto. Para Nancy, esa operación, obra o proyecto no es viable, pues estuvo desde sus fundamentos destinado al fracaso. Sus propias contradicciones la condujeron allí.

La explicación de la inoperancia de la comunidad la hallamos en el culto humanista al individuo. Europa construyó una identidad filosófica sobre la base del individuo. Este es uno de los grandes mitos de la modernidad: autonomía, unicidad, racionalidad y progreso son algunas de las cualidades que hicieron del individuo el sujeto absoluto de la modernidad. Desde Occidente, se difundió la idea que el individuo sería fundamental para la liberarse de las tiranías, y una vez logrado ello, para defender los derechos individuales conquistados en beneficio de la comunidad. En consecuencia, este culto humanista al individuo se instaló como referente para posteriores experiencias colectivas, cuyo efecto sería emular a Europa a fin de asegurar el bienestar individual.

Según Nancy, no hay una individualidad absoluta (una inmanencia absoluta, una esencia) ni una totalidad absoluta, es decir no hay una individualidad como «estar-separado» ni una totalidad que disuelva a individuo porque su puesta en relación es previa a la formación de una comunidad. El ser mismo es una relación, no una esencia. Este es para Nancy, si tuviera que ser definido, el fundamento de la comunidad. De otra forma, pensar el ser como un absoluto hace inoperable una comunidad. Nancy enfatiza que la idea de una inmanencia absoluta del ser termina contradiciéndose, pues, pese a que contempla un absoluto separado de todo, «lo pone en relación» consigo mismo, como no absolutez. La realización colectiva como ser absoluto, sobre la base de la conjunción de absolutos individuales, fue una aspiración de la modernidad. Nancy observa que el error allí está en que no es posible sumar individuos, pues si se los pone en relación en comunidad pierden esa absolutez. La ilusión de la comunidad, entonces, ha sido pensarse como una suma de individualidades, ignorando que el individuo «es el origen y la certeza sólo de su propia muerte». El sujeto absoluto no puede serlo porque de serlo asemejaría a Dios en la cobertura de la totalidad, un saber total que integra todas las particularidades. La definición del ser mismo como una relación y no como inmanencia absoluta, como esencia, es la condición de posibilidad de la comunidad. «[...] la imposibilidad de la absolutez del absoluto, o a la imposibilidad “absoluta” de la inmanencia acabada». Así, Nancy pone en crisis la definición esencialista (inmanentista) de individuo y comunidad.

La muerte es indisociable de la comunidad, porque la esta se revela a través de la muerte y viceversa. Tal como ha sido pensaba la comunidad, nos dice Nancy, esta suprime la inmanencia de los individuos al pretender subsumirla en una inmanencia mayor, la del ser de la comunidad. Por ello es que la comunidad no puede ser obrada, operada o realizada como meta final del hombre. La existencia de la comunidad supone necesariamente la suspensión de la autoconciencia de sí mismo.

La distinción que establece entre singularidad e individualidad aporta otra explicación sobre los límites de la comunidad. Lo que se llama individualidad es propiamente singularidad, nos dice Nancy. La singularidad se ubica en la relación entre los elementos de un colectivo, en el «clinamen» (declinación del individuo en la comunidad); en cambio, lo individual alude al sujeto sin relación posible. La comunidad posible es la que congrega a seres singulares, ya que la singularidad no tiene sujeto, es inidentificable como cosa absoluta individual porque está en relación. La idea del individuo y comunidad han estado impregnadas de esencialismo. Han ignorado el éxtasis: que la comunidad no está integrada (no puede estarlo a riesgo de fracasar) por individuos sino por seres singulares. Ese esencialismo es el que el comunismo mantuvo en cuanto a su idea de comunidad: individuos que se disuelven en la totalidad, posibilidad que Nancy rechaza categóricamente.

A diferencia de la individualidad, la singularidad se halla no es el aislamiento sino en el contacto entre seres singulares. El individuo absoluto es infinito. El ser singular es finito. La comunidad reúne seres finitos, o sea no individualidades sino singularidades. La comunidad no es un nivel superior de realización del individuo producto de la acumulación de individualidades. No es que la suma de individualidades arroje un producto mayor al resultado o que la comunidad sea mayor a las suma de las partes (individualidades).

Esta idea de comunidad discutida por Nancy —la de una inmanencia individual y comunitaria absolutas— está definida por la muerte, en el sentido que los miembros se disuelven, desaparecen en la fusión comulgante, dejan de ser. También se incluye la inmolación colectiva en nombre de la comunidad y el exterminio de los miembros no comunitarios. Lograr la realización de la comunidad mediante la muerte. El suicidio, la inmolación ejecutados por la comunidad tiene el sentido de fundir la individualidad, de sumergirla en la totalidad. La muerte es el horizonte comunitario por excelencia. La muerte nos introduce en una comunidad de la inmanencia humana.

Nancy, dice que el sacrificio en y por la comunidad se hace en la confianza de una comunidad futura. De inmediato agrega que la conciencia de la comunidad perdida y comunidad por-venir son superficiales. No hay un por-venir para la comunidad, el futuro es siempre la muerte singular. Así la inmolación en nombre de la comunidad que vendrá tiene como única verdad la muerte singular de quienes se inmolan. El sacrificio de la muerte no deviene comunión. Esa obstinación por la inmanencia de la comunidad a través de la muerte, buscar la comunión en la muerte ha sido el signo de la edad moderna.

En La comunidad inoperante, Jean-Luc Nancy nos invita a entender la comunidad no como congregación de individuos sino de singularidades, pues no hay un ser singular que no mantenga contacto con otro. En contraste con el individuo, lo singular sí está puesto en relación por lo cual sí puede dar lugar a una comunidad, mientras que la fusión de individuos, solo podría originar una comunidad de seres-para-la-muerte. Vista así, la comunidad estuvo condenada desde su concepción al fracaso, debido al culto humanista del individuo, que devino esencia de la comunidad, hasta conducirla a una sola posibilidad de trascendencia: la de una comunidad de seres-para-la-muerte.

sábado, octubre 13, 2012

ROSTROS E IMÁGENES DE LA CULTURA



Los otros rostros del mundo (2012) es, en mi opinión, la mejor publicación en el área de ciencias sociales en Arequipa, y probablemente en el Perú, en lo que va de este año. La variada composición de los colaboradores —estudiantes de pregrado, posgrado y especialistas en antropología visual y documental etnográfico— combina reflexiones panorámicas, aplicadas, hermenéuticas y metodológicas de investigadores en formación y otros de reconocida trayectoria, tanto peruanos como extranjeros. Esta diversidad, que en nada afecta la profundidad analítica de los artículos compilados, demuestra el enorme esfuerzo de los editores por lograr una publicación con calidad de contenidos y abierta a diferentes perspectivas disciplinarias, en un contexto local en el que escasea la crítica y la investigación académica.

El libro contiene cuatro secciones. En la primera se plantean cuestiones teóricas y metodológicas. El artículo de Jay Ruby revisa y comenta las principales orientaciones dentro de la antropología visual en los últimos 20 años, mediante un sucinto estado crítico de la cuestión, situándose en los Estados Unidos y el Reino Unido. El creciente interés de las ciencias sociales y de la cinematografía por la antropología visual, su especialización académica, y el comentario de los principales trabajos de investigadores y cineastas son algunos de los aspectos abordados por Ruby. En su opinión, la naturaleza del cine etnográfico no está determinada por una necesaria formación antropológica del realizador. Más bien enfatiza la escasa discusión teórica sobre lo que el cine puede aportar a la antropología muy aparte de ser un recurso audiovisual para la enseñanza, aplicación con la cual no deberían conformarse los antropólogos interesados en el cine etnográfico. Y contra la extendida idea de que el cine etnográfico podría atenuar el rechazo hacia gente desconocida a través de la exposición de sus rasgos positivos, algunos estudios sugieren que los espectadores suelen reforzar sus prejuicios. También, anota que una noción demasiado amplia de «cine etnográfico» deriva en que varios filmes, donde se presentan imágenes exóticas de otro, sean apreciados por un supuesto valor antropológico.

La segunda parte abre las lecturas antropológicas a enfoques sociológicos, fílmicos y culturales. Pablo Passols explora los vínculos entre cine y ciudad. Partiendo de la premisa que un filme puede ser leído como un texto, en tanto posee una red de signos organizada, es decir, una unidad de discurso, y que las ciudades también poseen diversos textos que la circundan, plantea la lectura del cine como el mapeo de los discursos que recorren la ciudad y no como una representación que construye una imagen integral de la misma. Los mapas no son menos ficcionales que una película, pues la relación entre la cartografía y el territorio representado es análoga a la que existe entre el filme y la realidad. Passols concluye que el espectador asume un rol protagónico en la interpretación de la textualidad fílmica, que frecuentemente sobrepasa lo que inicialmente proponían sus realizadores, o sea que contrariamente a la idea que lo ideológico condiciona indefectiblemente modos de pensar en el espectador, habría un amplio margen de negociación donde el espectador reelabora el sentido preestablecido.

Silvana Flores analiza la relación entre cine y memorias populares en Latinoamérica durante los años sesentas. Destaca el uso ideológico del cine como instrumento para la reivindicación de las memorias populares. A los cineastas latinoamericanos que realizaban su trabajo en abierta confrontación con la censura impuesta por las dictaduras en sus países les interesó más, anota la autora, utilizar el cine para narrar historias y transmitirlas a un colectivo a fin de ser utilizadas como elemento político de transmisión de identidades y no tanto la innovación técnica o un despliegue estético vanguardista. Este cine propuso una alternativa de resistencia frente a Hollywood, que difundía una visión colonizadora eurocentrista a través de la industria cinematográfica. La consagración individual del cineasta pasó a un segundo plano. Los directores latinoamericanos comprometidos políticamente con la emancipación de sus comunidades estuvieron marcados por la experiencia del exilio, la cual les significó una circunstancia favorable para la recepción de sus trabajos fuera de sus países de origen. En buena cuenta, se trató de un cine donde la militancia política de los realizadores establecía los objetivos para los que se concebía un filme: orientar a las masas acerca de su condición subalterna y convocarlas a luchar contra dicha situación.

El libro cierra con el análisis e interpretación de películas desde enfoques transdisciplinarios. A diferencia de los anteriores, los artículos de este apartado aterrizan la teoría aplicándola a un filme en particular. Aleixandre Duche sugiere una lectura psicoanalítica que deconstruye el sentido de los poemas de Ramón Sampedro en el marco de la película Mar adentro, de Alejandro Amenábar, según la cual aquellos versos revelan más su inconformidad con no haber muerto en el instante del accidente en el mar, que produjo su tetraplejia, que simplemente ya no vivir más, sentido que es el más extendido en quienes lo rodean: «La fantasía de su muerte como realización de recobrar la vida negada». En consecuencia, hay algo inacabado en la vida de Sampedro que él desea poner fin quitándose la vida, pero que no se agota en ese deseo personal, porque, en realidad, se trataría de liberar a quienes lo rodean de la pesada carga que significa su padecimiento, pues, de algún modo, mientras la muerte no complete lo que por fatalidad no ocurrió como consecuencia del accidente, le estará quitando un poco de vida a sus seres queridos. Esta aproximación a los versos que cierran la película le sirve para analizar la muerte como ritual dentro de una cultura.

Seguidamente, los artículos de David Blaz, José Salinas y Rogelio Scott analizan la violencia política, las formas resolutivas que adopta la memoria frente a la violencia y el totalitarismo nazi, respectivamente, a través de filmes como Vidas paralelas (Blaz), La teta asustada (Salinas) y La Ola (Scott). Blaz pone en evidencia el discurso esencialista de la cinta, que sitúa a las fuerzas armadas en un espacio no ideológico y de contacto directo con la realidad, que no admite problema alguno en la autocomprensión de la violencia, pues atribuye el mal absoluto a su otro senderista. Un acertado análisis de la fuerza performativa del cine y de cómo el arte en cualquiera de sus manifestación no está exento de entramar una visión del mundo interesada e incitadora a ciertas acciones. Salinas observa en el canto de Fausta una estrategia para la resolución del conflicto por la memoria y la reconciliación, recurriendo a la impronta arguediana sobre el haraui. Y le otorga al canto la función de vehicular la memoria, proponer la reconciliación y de ritual de duelo. De la relación entre la pianista y Fausta en torno al canto es posible inferir la limitada interpretación del modo en que opera la reconciliación en La teta asustada: solo acogiendo y comprendiendo el dolor de las víctimas, pero manteniéndose distante de su proceso de duelo, y por el contrario, aprovechándolo para recuperar un protagonismo perdido. Scott opta por un análisis del texto fílmico, en clave psicológica y psicoanalítica, por el cual advierte que el tránsito de un colectivo hacia el totalitarismo podría prescindir de actos de violencia manifiesta, ya que la filiación al fascismo, por lo que exhibe La Ola, va precedida de una estética compartida que diferencia al grupo que la adopta de los que lo circundan. Concluye, a contrapelo de la crítica general, que «más que tratar sobre el posible retorno del totalitarismo nazi en pleno siglo XXI nos da una alegoría de la consolidación del imaginario democrático-liberal luego de la caída del muro de Berlín, del fin de la historia y de la muerte de las ideologías».

He pasado revista solo a algunos de los trabajos que integran Los otros rostros del mundo; no obstante, el resto contiene importantes reflexiones sobre el cine documental, el análisis del discurso fílmico y las representaciones socioculturales de las minorías étnicas a través del cine. Esta publicación demuestra que en Arequipa es posible llevar a cabo un trabajo que combine investigaciones rigurosas, transdisciplinarias y de interés para la comunidad académica, a pesar de las dificultades que significa editar en el medio un libro de este tipo. El registro utilizado por los articulistas es divulgatorio que no abusa de la recurrencia a categorías teóricas que oscurecerían la comprensión del lector común y corriente, lo cual le aporta un valor que  a veces es difícil hallar en quienes nos dedicamos a la investigación académica. Un trabajo que, por todo lo anterior, pone una valla muy alta en el medio y que confío, estimule iniciativas semejantes.

viernes, octubre 05, 2012

MIEDO A LA TEORÍA



Uno de los mayores desafíos que tuve como estudiante de pregrado fue la lectura de los seminarios de Jacques Lacan. A trancas y barrancas, mis compañeros y yo fuimos asimilando, no sin innumerables dudas, algunas de sus complejas categorías psicoanalíticas. La amena lectura de Freud de pronto cedió paso a un lenguaje hermético y oscuro, pleno de metáforas teóricas y giros del lenguaje que la traducción no lograba capturar. En varias ocasiones nos preguntábamos ¿y dónde está la literatura? ¿Por qué debíamos padecer tanto tiempo leyendo textos de filosofía, psicoanálisis, historia, sociología, antropología y no a los clásicos de la literatura o la crítica literaria en sentido estricto?

En algún instante de aquellos años, las placenteras lecturas de novela y poesía fueron reemplazadas por durísimas y extensas lecturas de teoría literaria. El lugar que Vargas Llosa, García Márquez, Carpentier, Fuentes, Borges, etc., ocupaban en mi lista de escritores más frecuentados fue tomado por asalto por Lacan, Derrida, Freud, Foucault, Barthes, Ricoeur, Eagleton, Althusser, entre otros. Al parecer, la teoría había llegado para quedarse; sin embargo, la resistencia contra ella era proporcional a la dificultad que significaba comprenderla. Ese miedo a la teoría subsiste fuera y dentro de las aulas.

Los ataques más frecuentes contra la teoría provienen de escritores. Muchos de ellos, algunos con formación en escuelas de literatura, consideran que la teoría es un devaneo intelectual que aleja a los estudiantes de la literatura y que complica innecesariamente la interpretación textual cuando en realidad, las cosas serían más claras de lo que parecen. No faltan tampoco aquellos que consideran la teoría como un medio para justificar la actividad académico-profesional, sin el cual no podrían dedicarse a nada más. Otros opinan que en nuestro medio no existe propiamente teoría sino críticos repetidores de ideas, divulgadores carentes de originalidad que han logrado visibilidad a costa de manejar un complejo aparato teórico que los autoriza. A esta lista agregaría a quienes como Mario Vargas Llosa creen que el lenguaje de la teoría oscurece la comprensión del texto literario, lo que terminaría por ahuyentar al lector interesado en la crítica en lugar de aclararle el panorama. De allí que la crítica impresionista y condescendiente de José Miguel Oviedo, la chismografía literaria de J.J. Armas Marcelo le agraden más que, a su modo de ver, la «soporífera crítica» de Antonio Cornejo Polar. En Desafíos a la libertad y más notoriamente en La civilización del espectáculo arremete contra el estructuralismo, postestructuralismo, postmodernismo, la semiótica; Derrida, Foucault, Barthes y las universidades estadounidenses que acogieron estas corrientes.

Por otro lado, la crítica —o mejor dicho, los críticos— tampoco se han esforzado mucho en contrarrestar la imagen que proyectan. Y no solo en el Perú. Ya desde los años ochenta la teoría y la crítica acusan un desgaste que les está pasando factura en un marco nada propicio para el desarrollo de las humanidades. En After Theory (Después de la teoría, 2005), Terry Eagleton sostiene que las generaciones de pensadores posteriores a Lacan, Derrida, Kristeva, Foucault, Williams, Hall, Cixous, etc. no se encuentran a la altura de sus predecesores, pues no produjeron un cuerpo de ideas original e impactante como lo fueron en su momento el estructuralismo, postestructuralismo, existencialismo, psicoanálisis, semiótica o la primera escuela de los estudios culturales de Birmingham, por mencionar algunos ejemplos. Un síntoma de ese profundo desgaste de la teoría sería su academización y progresiva despolitización, acompañada en los casos más exitosos de financiamiento continuo destinado a la investigación, publicación y divulgación de sus filiaciones teóricas.

En el Perú, después de la colonialidad del poder, de Aníbal Quijano, y la heterogeneidad, de Antonio Cornejo Polar, la reflexión teórico crítica se ha desplazado a la formación teórico-crítica de saberes que revisten de autoridad a quien los administra con arreglo al lugar desde donde los enuncia. En otras palabras, en vez de insistir en reformular la epistemología de los estudios literarios se ha optado por capturar un nicho dentro de la teoría y desde allí constituirse como voz autorizada en la localidad en lo que concierne a Lacan, Foucault, Derrida, Spivak, etc. En consecuencia, sí existen razones para dudar hoy sobre la función de la teoría y de la crítica, pero atendiendo a esa forma particular en la que teoría y crítica han devenido hoy luego de una etapa de esplendor. Lo cual no implica descartarlas, ni distanciarse de ellas, sino más que nunca, tenerlas presente para devolverles su aliento contrahegemónico.

Porque lo que define la teoría es cómo impacta más allá de su ámbito original. Si aceptamos que la teoría actualmente experimenta una declinación en perjuicio de su constante interpelación del poder, en cierto sentido, la teoría se ha convertido en una actividad muy predecible: un material, un capital intelectual al servicio de modos de producción culturales que ha domesticado el ímpetu contestatario de sus creadores. Sin embargo, la teoría ofrece mucho más que un marco teórico para aplicar al análisis e interpretación de un texto literario. Este uso instrumental desvirtúa la potencia crítica que sus autores le impregnaron. Que la teoría hoy por hoy, sirva de insumo para que la industria académica produzca ingentes cantidades de textos aplicados es síntoma para mí de una aguda crisis en la comprensión de lo que representa la teoría en relación con los problemas que aquejan al ser humano.

La teoría reúne un cúmulo de saberes interdisciplinarios e indisciplinados. Se sabe capaz de inmiscuirse en cualquier ámbito del quehacer humano. La obviedad y el sentido común le son írritos, pues la teoría nos incita a pensar de nuevo todo aquello que creíamos natural: lo «natural» es una construcción cultural e histórica sujeta a periódicas rupturas de paradigmas. Significa una manera de colocar en entredicho las verdades que algunas ciencias han defendido como fundamentos sobre la base de una epistemología positivista donde la evidencia empírica bastaba para acreditar una verdad. Cuando en realidad el lenguaje intermedia nuestra relación con el mundo, si es que no lo crea como tal. Así, la teoría literaria no es un conjunto de métodos para el estudio literario, sino un cuerpo inarticulado y diverso de conocimientos procedentes de la filosofía, psicoanálisis, sociología, teoría política, antropología, historia, etc. Por ello resulta paradójico que muchos aspirantes a dominar la teoría se esfuercen por darle un orden metodológico en sus trabajos a un cuerpo de saberes nada orgánico sino totalmente desarticulado. La indisciplina de la teoría también motiva que desde un sector de las ciencias sociales y más aún desde las ciencias políticas se tome a la teoría literaria como una actividad académica llena de glamour, poco rigurosa y altamente especulativa.

En un primer momento, creí que los estudios de literatura me formarían para ejercer la docencia superior y, paralelamente, desempeñarme como crítico literario en alguna revista, diario o institución académica. Si bien no es del todo errado creerlo, ambos son los fines más prácticos que ofrecen los estudios literarios y, a la vez, en el contexto actual, los que menos resistencia ofrecen contra el poder. En un segundo momento, consideré la investigación académica como una forma más elevada de emplear la teoría. Una maestría y un doctorado en curso son los resabios de ese «noble» propósito. Pero ¿cuántos egresados de las cinco escuelas de literatura que hay en el Perú pueden vivir decorosamente dedicándose solo a la vida académica? Es decir, dictando no más de 8 horas semanales en facultad o posgrado (no 40 en tres o cuatro universidades, no en estudios generales enseñando cursos nivelatorios o introductorios) y completando el resto de su carga horaria con investigaciones pactadas en un tiempo establecido y seguras de publicarse (no con trabajo administrativo ni reuniones de coordinación). Estoy más que seguro que en el Perú son muy pocos —y por ello muy conocidos en el medio académico— quienes pueden asumir una vida académica plena.

El contacto con la teoría cambió mi modo de ver la literatura, la cultura y la relación entre las ciencias sociales, las humanidades y las ciencias «duras». La literatura, digo mejor, los estudios literarios, dejaron de ser una estrategia de interpretación de textos para abocarse al estudio de la cultura y de los discursos en general. Lo «literario» dejó de ser un asunto literario y más bien la cultura se convirtió en un asunto de sumo interés para la literatura. A quienes están a punto de egresar, preocupados por el marco teórico, las categorías y la hipótesis de sus tesis les aconsejaría que la primera pregunta que se formulen no sea qué puede hacer la teoría por ustedes sino qué pueden decir ustedes a través de la teoría. Dos formas recurrentes y erradas de sumergirse en la teoría son la erudición especializada del que ve el cementerio desde un nicho y la panorámica del que sabe de todo un poco. No hay que sumergirse, diría más bien, hay que empaparse, pero manteniendo la cabeza a flote.

Los desafíos de la teoría aquí y ahora son, primero, recuperar su actitud contrahegemónica, y, segundo, pensar en las acciones que ella puede incitar en la vida pública. Si quienes estamos involucrados en los estudios literarios logramos que las conquistas de la teoría en el espacio académico se obtuviesen de igual modo en la vida cotidiana —donde históricamente permanecen ausentes— el saber y el hacer teórico cobrarían mayor sentido y utilidad que todos los volúmenes de tesis de grado o posgrado donde la teoría solo ocupa el lugar de un marco decorativo y funcional a propósitos laborales: obtener un grado académico y por consiguiente un mayor salario. (¿Acaso no es esta la primera motivación para estudiar un posgrado en el Perú?).

Estudiar Literatura no nos convertirá en novelistas, poetas o dramaturgos. En el mejor de los casos, quien elija Literatura con el firme propósito de llegar a ser escritor obtendrá conocimientos sobre la historiografía literaria nacional, latinoamericana, o europea, o se autoformará, lo cual es mucho más gratificante, estimulado por aquellos amigos que a uno lo motivan a estar al día, porque no soportamos un minuto más no haber leído a tal o cual autor que ellos sí. Pero esto último no requiere en absoluto estudiar Literatura en la universidad. Caí en la cuenta que estudiar Literatura representaba más una elección peculiar y extravagante que la oportunidad de adquirir conocimientos sobre ciertas disciplinas. Una elección animada por un espíritu de cambio y de duda constante que en otras profesiones no es tan fácil encontrar.

jueves, junio 14, 2012

«AMÉRICA LATINA ES LA CRÍTICA COMO SABOTAJE»




Entrevista a Manuel Asensi

Por Arturo Caballero
Especial para Noticias desde Córdoba, Argentina

AC: En un contexto en que las humanidades se repliegan a favor de la ciencia y tecnología, y de un extendido escepticismo posmoderno que evade la adopción de posturas, los métodos y la elaboración de «grandes relatos», ¿es la crítica como sabotaje un emplazamiento político a un amplio sector de la crítica literaria que se ha vuelto acrítica, despolitizada y exclusivamente academicista, y por ende, cómplice del poder?

MA: La crítica literaria, tal y como se ha desarrollado a lo largo del siglo XX, esconde un arma política feroz, debido a su capacidad de analizar el modo en que están construidos los discursos. El problema es que la crítica literaria ha cometido dos “errores”. El primero, concebir, en general, la “literatura” como un discurso inocuo, más allá del bien y del mal, más allá de lo verdadero y lo falso, cuyo único fin es producir efectos de placer (un pseudo-placer, podríamos decir). El segundo: ocuparse únicamente de los llamados textos “literarios”. Ni el marxismo ni el psicoanálisis incurrieron en estos errores (cometieron otros), pero ya sabe usted que ni uno ni otro son propiamente “críticas literarias”. La crítica como sabotaje comienza a partir de la premisa según la que la “literatura” posee, como el resto de los discursos, un poder performativo real que consiste en ser capaz de modificar la subjetividad de sus lectores y lectoras. Esta consideración nos lleva a sostener la tesis de que el repliegue de las humanidades al que usted se refiere surge del miedo de la ciencia y de la técnica a su poder subversivo y saboteador. La crítica como sabotaje trata de que las humanidades tomen conciencia de ese poder y se lancen al espacio social del que nunca tendrían que haber salido.

AC: ¿No teme que el énfasis en lo metodológico termine instrumentalizando la crítica como sabotaje y, en consecuencia, diluyendo su potencial subversivo?

MA: No es cierto que la crítica como sabotaje haga un énfasis especial en la cuestión de la metodología. De hecho, trata de superar el callejón sin salida entre una deconstrución que no se quiere método y toda la tradición de la ciencia moderna, incluidas disciplinas como la lingüística, que hacen recaer toda su condición de posibilidad en el método. Más allá de la crítica gadameriana del método, la crítica como sabotaje trata de mantenerse equidistante en relación a esos dos extremos. Se plantea como un método medio que produce hipótesis y leyes intermedias, por decirlo en términos científicos. Ahora bien, dado su carácter auto-reflexivo no puede limitarse a ser un método, las técnicas del sabotaje hay que inventarlas a cada paso y hay que innovarlas. Piense, además, que dado su valor crítico de desobediencia, su papel es siempre el de seguir en el camino de la negatividad, y por ello cualquier instrumentalización de esta modalidad debería quedar inmediatamente puesto en entredicho. De todos modos, el peligro de que un sabotaje vaya en dirección contraria es manifiesto, del mismo modo que ocurría con la deconstrucción. Piense que utilizar un teléfono móvil para hacer explotar unas bombas en un acto terrorista es una práctica deconstructiva basada en la descontextualización, pero se trata de una deconstrucción dañina para la libertad de la gente y sus vidas. Es esa la razón de la exigencia tanto de una auto-reflexividad constante como de un trabajo colectivo.

AC: ¿Le interesa sobremanera que quienes se aproximen a su propuesta tengan bien clara la diferencia entre deconstrucción y sabotaje?

MA: En el libro se analizan claramente las diferencias entre la deconstrucción y el sabotaje, al tiempo que se reconoce las deudas con los pensamientos derridianos y demanianos. No obstante, no es algo que me interese en primer lugar, les toca a los otros pensadores y pensadoras darse cuenta de las diferencias. Lo que le preocupa a la crítica como sabotaje es su función emancipadora en relación a las subalternas y subalternos, sean estos gente que pase hambre, o sufran violencia por causa de su raza, de su género o por su posición geopolítica. Claro que ese objetivo hace que esté convencida de que hay algo equivocado en la deconstrucción, especialmente cuando se aplica en dichos contextos, por ejemplo América Latina.

AC: En la superación de la indecibilidad del discurso, en el arrogarse el crítico la autonomía para decidir o en el contemplar sin ambages el hallazgo de una verdad, si bien en la voz subalterna, ¿no hay acaso un retorno semejante al sujeto unitario de la modernidad?

MA: En relación a la dimensión de la indecidibilidad, concepto complejo donde los haya, la crítica como sabotaje adopta una posición hegeliana, la supera y, a la vez, la conserva. No prescinde de ella, sino que la reubica en el lugar donde alcanza una mayor efectividad. Es decir, la sitúa del lado de aquellos textos que, como diría Paul de Man, denuncian la confusión entre la realidad semiótica y la realidad fenoménica. Este es un hecho clave dado que la crítica como sabotaje plantea que toda acción saboteadora comienza por subrayar el carácter entimemático de los discursos hegemónicos. Ello no supone volver al sujeto unitario de la modernidad, ya que todo sujeto sutura una posición en relación a los actos que lleva a cabo, y ello no depende de ninguna clase de conciencia de sí o de alguna intencionalidad pena. Al argumentar que esta modalidad crítica que defiendo quiere decir la verdad trato de provocar un debate en el seno de las disciplinas en relación a ese problema tan complejo. La posición relativista en torno a la verdad, tan vieja como el pensamiento, y por ello perteceniente a la tradición metafísica, puede llegar a inhabilitar las acciones de desobediencia, y ello me parece peligroso. Por otra parte, piense que la crítica como sabotaje entiende la verdad del lado del efecto performativo, y como algo relacional que surge en el contraste entre diferentes discursos. Sin querer descartarla completamente, diría que no se trata de la verdad en tanto adecuación de la proposición a la cosa.

AC: Si contemplamos la posibilidad de que hay subalternidades más postergadas que otras y que cada una posee legítimas aspiraciones reivindicativas, ¿tomar partido por alguna no implicaría el riesgo de empoderar un discurso opresor en cierto sentido respecto a otras subalternidades?

MA: Lo contrario también es cierto: ¿no empoderar un discurso no supone dejar en el ostracismo a aquellos subalternos y subalternas que apenas pueden vivir? Es necesario tomar partido, aun cuando el riesgo de reconstruir un discurso opresor sea una realidad. Sin embargo, lo que me parece importante es que la crítica como sabotaje nunca podrá estar del lado de los discursos opresores, salvo que resulte pervertida en alguno de sus puntos. Me parece lamentable la simple negativa a la representación del subalterno o subalterna, por lo que ello tiene de destinar un grupo humano a una falta de visibilidad y legitimidad.

AC: ¿Cómo tomar distancia, desde la adopción de punto de vista subalterno, frente al paternalismo o el asistencialismo que suele restarle capacidad de agencia?

MA: Adoptar el punto de vista del subalterno no quiere decir ser paternalista o asistencialista en primer lugar, sino provocar efectos performativos en la dirección contraria a los poderes, adopten la forma que adopten o vengan de donde vengan. Si ello se logra, no importa ser paternalista o maternalista en determinados contextos, siempre y cuando ello no suponga permanecer en una posición con el fin de tomar algunas ventajas. Siempre me he preguntado cómo es posible que ciertos políticos institucionales no sean capaces de entender que invertir en la ayuda a los demás repercute en beneficio propio y los demás. La actuación de esos tiburones especuladores que se enriquecen en las crisis me recuerda esas películas en las que los malos dejan que el mundo de pudra y ellos viven en alguna clase de fortaleza. La crítica como sabotaje trata de localizar las posibles fuentes de ese “esto no anda bien” que todo ciudadano o ciudadana tiene en su mente.

AC: En la línea de los subalterno. ¿Los discursos subalternos no son susceptibles de contener silogismos entimemáticos? Los candidatos políticos denominados outsiders son subalternos, por ejemplo, frente a los partidos tradicionales, pero vemos que una vez instalados en el poder trastocan las expectativas depositadas en ellos¿Cómo proceder frente a esa subalternidad (u otras semejantes) para, nuevamente, no facilitar el empoderamiento de un posible discurso opresor, toda vez que el sabotaje toma partido por el sujeto subalterno?

MA: Ya he dicho anteriormente que resulta ética y responsable correr el riesgo de ese empoderamiento de los outsiders con efectos hegemónicos. Lo contrario es una actitud parecida a quien no quiere tener relaciones amorosas por miedo a fracasar. Hay que lanzarse a la oscuridad del porvenir imprevisible, no del futuro previsible (por decirlo en términos derridianos). Si llegado el momento, como tantas veces se ha repetido a lo largo de la historia, la posición subalterna se molariza en el discurso hegemónico, entonces la labor de la crítica como sabotaje será la de estar con los ánimos calientes en su contra. La crítica como sabotaje dice ¡tengamos energía!

AC: Durante el desarrollo de los fundamentos de la crítica como sabotaje, el diálogo con Derrida, Foucault, Althusser, Spivak, Van Dijk, entre otros, es explícito, así como también los reparos que Ud. mantiene con ellos. Sin embargo, no se observa lo mismo frente a la teoría crítica latinoamericana ciudad letrada (Ángel Rama), transculturación (Fernando Ortiz y Ángel Rama), hibridismo (Néstor García Canclini), heterogeneidad (Antonio Cornejo Polar), entre-lugar (Silviano Santiago), colonialidad del poder (Aníbal Quijano), por mencionar algunos. En tanto la comunidad académica latinoamericana viene siendo receptora de su propuesta ¿lo anterior le suscita algún comentario?

MA: Mi dialogo con Derrida, Foucault y los nombres que usted menciona en el primer lugar se explica en parte por mi propia formación y en parte porque veo en ellos armas indispensables para la lucha ideológica. Sin embargo, le diré que en un texto que escribí al calor del sabotaje sobre José María Arguedas, el diálogo con la teoría crítica latinoamericana, especialmente con Ángel Rama, Fernando Ortiz y Cornejo Polar, quedó iniciada. A ello se suma el hecho de que cuando hice la traducción y edición crítica del texto de Spivak, “Can the Subalern speak?”, la discusión con el grupo de estudios subalternos latinoamericamo quedó plasmada en el prólogo que antecedía a ese texto de Spivak. Piense, por otra parte, en la discusión con Walter Mignolo que hay al final del capítulo sobre los fundamentos de una crítica como sabotaje. Precisamente esa discusión subrayaba que la diferencia entre crítica poscolonial y descolonial me parece poco clara y problemática, hay demasiados puntos de contacto entre esos dos supuestos grupos.

AC: Roberto Fernández Retamar advirtió el peligro de la utilización de categorías provenientes de otros ámbitos al campo de los estudios culturales y literarios. Antonio Cornejo Polar hizo lo propio respecto «al mareante embrujo de las metáforas que, a modo de categorías descriptivas, intentan dar cuenta de nuestra cultura y literatura». Si estamos de acuerdo en que los discursos surgen en contextos o condiciones particulares de enunciación, por qué para la crítica como sabotaje resulta «falaz establecer un determinismo en la relación entre lugar de enunciación y enunciación misma»? ¿en qué sentido «el análisis del lugar del lugar de enunciación resulta también fundamental» para la crítica como sabotaje?

MA: Comparto totalmente la advertencia de Fernández Retamar, y si usted lee mi sabotaje de Jacques Rancière entenderá la razón de nuestra coincidencia. Ahora bien, una actitud crítica de desobediencia necesita poner en claro que una valoración del lugar de enunciación a expensas de quienes lo producen desde las geografías hegemónicas, se transforma fácilmente en un esencialismo muy problemático. Lo importante de un discurso no es donde ha sido producido o enunciado, sino los efectos performativos que provoca en los contextos en donde opera. Por otra parte, se olvida que muchos de esos discusos fuertes (el adjetivo es de Mignolo) circulan a través de editoriales hegemónicas norteamericanas. También se olvida, que la diferencia entre un pensamiento débil antihegemónico y uno fuerte reproduce esquemas falocéntricos (débil/fuerte) e ignora que en los contextos europeos o norteamericanos no hay tampoco un sujeto unitario responsable de sus discursos. El análisis del lugar de enunciación es fundamental para una crítica como sabotaje por cuanto se pregunta siempre por la responsabilidad. A fin de cuentas, eliminar el sujeto supone quedarse sin el destinatario a quien pedir explicaciones ideológicas.

AC: ¿Cuál es su balance de la recepción de la crítica como sabotaje en América Latina? ¿Tiene planeado nuevos desarrollos?

MA: No resulta nada exagerado decir que por el momento América Latina es la crítica como sabotaje. Tras su presentación en México, Perú y Argentina, la recepción ha sido extraordinaria y en todos estos países donde hemos estado mi equipo (Beatriz Ferrús y Mauricio Zabalgoitia) y yo, la acogida ha sido excelente y las discusiones muy encendidas. Ya he dicho en varios lugares que la crítica como sabotaje adquiere su pleno poder cuando se ejerce de forma colectiva, no tanto en un nivel individual, y por eso estamos intentando crear una red de trabajo en estos países y en otros que próximamente visitaremos. A finales de año sale un número monográfico de la revista Anthropos. Huellas del Conocimiento (segunda etapa) sobre la crítica como sabotaje, y es remarcable el hecho de que en él participan conjuntamente personas de todos esos países. A la vez hemos pedido un proyecto de investigación al Ministerio de política científica de España para tomar como objeto de estudio la cuestión de la representación del subalterno en América Latina. Lo concedan o no (siempre puede haber enemigos en las comisiones), será el objeto de nuestro análisis desde la crítica como sabotaje. Tenemos planeado, además, visitar otros países latinoamericanos como Chile, Ecuador y Brasil.

miércoles, junio 13, 2012

EL PERÚ NO NECESITA DE FÚTBOL



Recuerdo que en la secundaria, el hermano Gabriel se encargaba de reclutar a los alumnos que integrarían la banda de música. Durante las primeras semanas, visitaba las aulas del primer y segundo grado de secundaria y luego de preguntarnos quienes queríamos entrar a la banda, de inmediato nos evaluaba en el solfeo. Las ganas eran grandes, pero no siempre acompañaba el talento, por lo cual algunos no muy afinados se quedaban al margen o se consolaban con la banda de guerra (tambores, tarolas) o la escolta. Y aunque tuve la suerte de integrar la banda de música del Colegio La Salle, me quedé con la desazón de no haber podido dominar el saxo barítono. Veinticinco años después, el colegio ya no cuenta con banda de música, pues hace algunos años atrás se deshizo de ella. La razón de fuerza, me dijeron, fue lo costoso de la renovación de los instrumentos, muchos de los cuales habían pasado por varias generaciones de estudiantes, y otra que cada vez había menos interés en los alumnos.

En cierta ocasión, en una breve charla con Daniel Salas, discutíamos acerca de la importancia de las tesis de licenciatura. Para Daniel, esa tesis no tenía razón de ser porque se convertía más en una traba para ejercer la profesión que en una acreditación real de conocimiento, ya que no se le puede exigir a un egresado del pregrado un trabajo de investigación sólido habida cuenta de lo precaria que es la formación de investigadores en las universidades públicas. En su opinión, era preferible eliminar la tesis de licenciatura, como se hizo con el bachillerato, y convertirla en un trámite administrativo como lo es aquel. De este modo, si el egresado se sintiera atraído por la investigación, aguardaría un trabajo más sólido para la maestría o el doctorado, espacios según Daniel, más idóneos para elaborar una buena tesis.

De otro lado, recuerdo un programa de Andrés Oppenheimer al cual convocó a humanistas y técnicos para debatir sobre el retraso tecnológico en América Latina. En todo momento, situó el debate en una falsa contradicción: que la sobreabundancia de letrados y humanistas en nuestro continental es la razón por la que la ciencia y la tecnología están atrasadas, por lo cual habría que revertir esa polaridad.

Contrariamente a lo que se piensa, no todos los argentinos viven por y para el fútbol (conozco a muchos que detestan a Maradona y que no siguen a su selección sino recién en las instancias finales y a otros tantos que sienten vergüenza ajena por la celebridad en que se ha convertido el Tano Pasman, el enfebrecido hincha de River Plate que sufrió el descenso de su equipo a la B de una manera insólita). En cuanto a deportes, Argentina no ha obtenido exclusivamente logros futbolísticos. La selección de básquet fue campeona olímpica en Atenas 2004 venciendo nada menos que a EEUU en semifinales y a Italia en la final. Los Pumas, el equipo argentino de rugby, no ha campeonado en certámenes de gran envergadura (lo mejor ha sido el 3° en el mundial de 2007). El rugby en Argentina es amateur, no profesional como en Inglaterra, Sudáfrica, Francia o Nueva Zelanda, lo que significa que muchos de los jugadores que no tienen la suerte de alternar en un equipo profesional de Europa u Oceanía, deban dedicarse a otras actividades para suplir la falta de presupuesto, situación que ha cambiado desde que la empresa privada junto con el Estado los apoyan, pese a que no tienen grandes lauros que exhibir como sus pares anglosajones. La Leonas, nombre con el que se conoce al equipo argentino de hockey sobre césped, tienen un palmarés más notable: siete medallas en la Copa Mundial de Hockey sobre Césped (dos de oro), tres medallas olímpicas, nueve medallas del Trofeo de Campeones (cinco de oro), y siete medallas en los Juegos Panamericanos (seis de oro y una de plata). Ambos deportes no son de lejos nada comparables en audiencia con el fútbol en Argentina, pero ni los modestos resultados ni la escasa acogida de estos deportes (hoy en franco crecimiento) podría esgrimirse como razón para decidir quitarles presupuesto para favorecer, por ejemplo, el teatro o el cine.

En Argentina, la pasión por el fútbol transita en paralelo con el cultivo de las artes y las letras. El cine argentino tiene una reputación merecidamente ganada a nivel mundial. Recuerdo la gran expectativa que levantó la nominación de La teta asustada a la mejor película extranjera, galardón otorgado a El secreto de sus ojos, de Juan José Campanella. El bien ganado prestigio del cine argentino en América Latina y Europa a merced de producciones como Kamchatka, Iluminados por el fuego, Carancho, Nueve reinas, Viudas, El hombre de al lado, entre tantas otras, no se explica por la reducción de presupuesto a deportes que no brindan satisfacciones o lo que es lo mismo, que no cosechan triunfos. Lo mismo es extensivo a las letras. La Feria Internacional del Libro de Buenos Aires figura entre las más importantes del mundo. A nadie en su sano juicio se le ocurriría disminuir el presupuesto del hockey o el rugby para endosarlo a la feria del libro o para refaccionar el Gran Rex.

Nelson Mandela recibió enormes presiones para desmantelar a los Springboks, el equipo sudafricano de rubgy, cuyos colores representaban la oficialización del racismo en el deporte. Ni los deficientes resultados en campeonatos internacionales apenas asumida la presidencia ni las enardecidas pero muy comprensibles demandas de la comunidad negra y de su entorno de asesores determinaron la desaparición de los Springboks. En un país donde la población negra prefería el fútbol, vitoreaba al rival y esperaba con ansias la aplicación del «ojo por ojo», Mandela no solo no cedió sino que personalmente pidió al capitán del equipo de rugby François Piernaar ganar el campeonato mundial que tendría como sede a Sudáfrica, lo cual lograron en el último minuto frente a los favoritos All Blacks de Nueva Zelanda, victoria que a la postre alivió las tensiones evitando una inminente guerra civil. ¿Qué hubiera sucedido si el mandatario sudafricano actuaba de acuerdo a la lógica del resultado? Definitivamente, nada de lo que John Carlin testimonia en El factor humano: sellar la paz y cambiar el curso de la Historia.

Y es que la razón por la que la cultura en el Perú no está en la agenda de la mayoría de los ciudadanos no debemos buscarla en la desproporción existente entre el financiamiento que recibe el fútbol y otros deportes o entre aquel y el teatro, el cine, la ópera, etc., sino en los protagonistas del problema que se intenta resolver, los cuales no se hallan precisamente en el Estadio Nacional ni en la Videna.

Las implicancias de lo dicho por Marco Zunino son muy graves por lo pragmatista y simplificadora de su propuesta (tan persuasiva y efectista en momentos de desencanto por la selección) y porque, aunque no lo sostuvo, muchos de quienes apoyan su declaración plantean la discusión del apoyo a un deporte (y por qué no extrapolarlo a la cultura, digo) en términos de mayoría/minoría: o sea condicionamos el financiamiento económico a un deporte en función de los triunfos que este deporte obtiene y de la aceptación o rechazo público. Interesante. Entonces de lo que dice Zunino y quienes lo apoyan se sigue que si la selección nos diera triunfos y alegrías estaría justificado el enorme presupuesto que actualmente recibe, que se corresponde con el desnivel de financiamiento a otros deportes (?), así, el asunto de fondo permanece igual: que otros deportes sigan postergados porque no dan triunfos, ni alegrías, ni placer, ni satisfacción. Esta lógica resultadista nos diría también que si la gente no fuera al teatro (en provincias por ejemplo no es como Lima), que si las facultades de humanidades disminuyen su población o que como en muchas ciudades de interior no hay demanda por el cine, entonces que Abancay, Cuzco, Moquegua y Puno por poner algunos ejemplos permanezcan sin cine y teatro, o que se cierren las carreras de humanidades porque no son útiles. El trasfondo de ese razonamiento (no hay buenos resultados, no dan satisfacciones sino desencanto, ergo, adiós financiamiento) es del más rabioso pragmatismo oferta-demanda, cuya gravedad la apreciamos mejor cuando la trasladamos a las actividades de nuestro interés, las que nos dan placer. Pero ¡no, esas son intocables, pues! Ya que es más sencillo aprobar el desfinanciamiento de una actividad (o su eventual reducción cuando no desaparición) que nos desinteresa y decepciona, y promover otras más gratificantes. Quienes de entrada secundan la lógica pragmática de Zunino están muy cerca del ex ministro de Defensa, Ántero Flórez-Araoz cuando declaró que el Perú no necesita museos, pues urgen más clínicas y escuelas.

Lo otro es que detrás de la opinión de Zunino se desliza la seductora idea de que la cultura en nuestro país carece de apoyo porque el fútbol recibe mayor financiamiento (o peor que castigando al fútbol por los malos resultados llegó el momento para incrementar el presupuesto en cultura). Flaco favor el que le hace Zunino a las expectativas de quienes mucho antes de que la selección acumulara fracasos exigen que el Estado les preste mayor atención. Entonces, esperemos a ver qué otra actividad no es tan útil para pensar a cual revitalizamos, o sea, Zunino propone actuar reactivamente, por condicionamiento a las deficiencias de una actividad para potenciar otra, y no a partir de un análisis de las políticas culturales en el Perú. De acuerdo a lo declarado por Zunino “ya basta de fútbol, no vamos a campeonar”, la viabilidad de un deporte está supeditada al triunfo. Bien espartana su declaración. Vencer o ¿desaparecer? Entre esto y la competitividad empresarial que percibe toda confrontación como una lucha de supervivencia entre fuertes y débiles no hay mucha diferencia solo que Zunino, y quienes eventualmente lo apoyan, invierten el razonamiento, pero no así la gravedad de sus alcances: debilitemos al más «fuerte», fortalezcamos al más «débil», pues el origen de nuestras carencias están en los privilegios de aquellos. Visto así los «débiles» no son absoluto para nada responsables de su situación, pues esos están en otro lugar (en el desmedido financiamento al fútbol en el cual “no vamos a campeonar”) los culpables de que, por ejemplo, los teatros no cuenten con infraestructura adecuada. En suma, Zunino no ve en los propios actores de la cultura siquiera una cuota de responsabilidad en lo que a muchos nos incomoda: la desatención a espectáculos culturales.

En vez de disolver la banda de música, los hermanos del colegio La Salle habrían hecho mejor en reacondicionarla o crear nuevos canales de expresión artística acordes a los intereses de los alumnos, cuyos cambios son producto de la sensibilidad de una época. Pero de ninguna forma deshacerse de la banda. En cuanto a la postura de Daniel Salas, considero que la solución no está en eliminar la tesis de licenciatura, sino en elevar la exigencia durante el pregrado. Muchas tesis de licenciatura, al menos de las que conozco en el área de letras y humanidades, son superiores y más ambiciosas que otras de posgrado. La solución tampoco está en reducir la cantidad de páginas para que todos puedan saltar la valla como sucede con las tesis de grado en Humanidades de la PUCP en un afán por reducir la cantidad de egresados que no se gradúan. No es que el atraso técnico-científico se explique por la abundancia de abogados, sociólogos, antropólogos o humanistas. Aquí la clave tampoco es cerrar las facultades de ciencias sociales o humanidades y en su lugar abrir más de ingenierías. Ni aun en el fútbol por alinear a tres delanteros se es más ofensivo. Del mismo modo, los padecimientos de quienes promueven la cultura en el Perú no se solucionarán extirpando los recursos del fútbol. Si queremos que la selección nos depare triunfos y alegrías, la respuesta no está en desintegrarla, sino preguntémonos por qué Paolo Guerrero no da una jugada por perdida y por qué uno solo hace la diferencia. No solo nos molesta perder sino la manera como perdemos.

viernes, junio 01, 2012

SABOTAJE. UN ARMA POLÍTICA




Manuel Asensi está en la Argentina invitado por la Universidad de Buenos Aires y la Universidad Nacional de Córdoba a presentar su noción de crítica como sabotaje. En la semana que termina, un nutrido grupo de estudiantes de diversos posgrados en letras, ciencias humanas y ciencias políticas participamos del curso dictado por Asensi en el Centro de Estudios Avanzados de la Universidad Nacional de Córdoba. Luego de la última sesión, tuvo lugar la presentación de su libro Crítica y sabotaje (2011), en el que desarrolla ampliamente sus planteamientos acerca de la crítica literaria, la lectura, la ideología, lo subalterno y principalmente la categoría de sabotaje.

Asensi (Valencia, 1960) es catedrático de Teoría de la literatura y de Literatura Comparada en la Universidad de Valencia y profesor visitantes en diferentes universidades europeas y americanas. Ha publicado Literatura y filosofía (1996), Historia de la teoría de la literatura (2003), Los años salvajes de la teoría: Ph. Sollers, Tel Quel y el surgimiento del postestructuralismo francés (2007). También elaboró la traducción y la edición crítica del ensayo de Gayatri Spivak, ¿Pueden hablar los subalternos? (2009).

Un primer contacto con la idea de sabotaje nos remite de inmediato a la deconstrucción de Jacques Derrida, lo cual no es gratuito, pues Asensi fue su alumno y además se ha dedicado en profundidad al estudio del pensamiento derrideano como a la aplicación de la deconstrucción para el análisis de diversos discursos. Esta filiación es manifiesta al momento en que el sabotaje se propone como un acercamiento que desmonta una estructura discursiva y luego la vuelve a reestructurar. El potencial subversivo que posee el sabotaje le viene precisamente de la deconstrucción. Pero, contrariamente a lo que manifestaba Derrida, Asensi enfatiza que el sabotaje sí es una teoría y un método. Otra diferencia es la reconstrucción del contexto en que circula el discurso dado. Derrida consideraba que un contexto nunca se puede recuperar y que por ello había que practicar la descontextualización. Pero Asensi propone un enfoque historicista para reconstruir un polisistema determinado (una matriz compleja de discursos cruzados), es decir, el contexto en el cual se producía y circulaba tal o cual discurso hegemónico. Definitivamente, la reproducción fiel no es posible, pero lo que sí es viable es la recomposición de un aspecto de ese polisistema que sea de interés analizar. De otro lado, la confianza en decir la "verdad" sobre el discurso es otra diferencia con la deconstrucción. La crítica como sabotaje quiere decir la verdad, entendida no como la correspondencia entre proposición y realidad, sino como indicio fiable de una situación producto de una mirada sufriente, subalterna. En otras palabras, la verdad se debe indagar en los silencios y omisiones confinadas al olvido por lo hegemónico; para ello es indispensable adoptar el punto de vista del sujeto subalterno, su mirada sufriente.

Por este motivo, el sabotaje exige al crítico una fuerte cuota de intervención política, demanda que se halla en la metáfora que encierra la palabra «sabotaje». Dentro de la teoría ha sido muy frecuente el uso de metáforas para representar categorías analíticas (rizoma, entre-lugar, mirada oblicua, ecualización, hibridismo, etc.). Asensi declara que el sabotaje es una metáfora y no lo es. Lo es en el sentido de que establece una analogía entre el texto o el discurso como una máquina a la cual el crítico debe sabotear (inhabilitar, desmontar, dañar) luego de tener bien en claro el contexto en el que opera dicha maquinaria discursiva y si se trata de un discurso hegemónico o no, pues, de lo contrario, habría que tomar partido por la subalternidad, no sabotearla sino potenciar el sabotaje que promueve lo subalterno. Y no lo es en el sentido de que el sabotaje se concibe no solo como una categoría analítica de discursos cuyo destino sea un trabajo académico, sino que demanda una acción política por parte del crítico que trascienda lo académico y se instale en lo público.

Lo anterior nos conduce a los diálogos que el sabotaje mantiene con otras teorías. Al análisis crítico del discurso (ACD), en la orientación de Teun Van Dijk, lo une precisamente el gesto político del crítico a favor de lo subalterno —y no solo la contemplación o descripción de las jerarquías o de las estructuras discursivas— la visibilización de los discursos hegemónicos, el análisis ideológico del discurso y la relevancia del contexto en la significación de los discursos. Asensi le concede una gran atención a la ideología entendida como un sistema de creencias que ofrece una visión coherente del mundo y que representativa de un grupo social, y también a poder performativo de la ideología y de todo discurso en general. De Foucault le viene al sabotaje el interés por el orden del discurso, pues en aquella conferencia inaugural, el autor de Las palabras y las cosas expuso una metodología de análisis que consistía en no perder de vista la posición que ocupa un discurso en un determinado contexto; también la genealogía del discurso en cuestión, que implica una abundante documentación en especial del material invisible, silenciado o no oficial; y por supuesto, la idea de poder. Lo mismo que Terry Eagleton en The Subject of Literature, Asensi considera que la literatura es una de las tecnologías morales más influyente en la modelización de subjetividades. La hegemonía de los discursos ideológicos, la maquinaria que los produce y las subjetividades modelizadas tienen una gran deuda con la teoría posmarxista de Louis Althusser y sus Aparatos ideológicos de Estado. De otro sector de la crítica marxista y los Cultural Studies, las referencias Raymond Williams y Stuart Hall orientan al sabotaje a indagar en los mecanismos que relegan lo contrahegemónico y la cultura popular.

No obstante, si hay una noción muy presente, esa es la subalternidad. Asensi realizó seguimiento de este concepto en los trabajos de Gayatri Spivak, desde la publicación de Can the Subaltern Speak? y las sucesivas versiones de este ensayo, así como de los debates suscitados por la idea del sujeto subalterno sostenida por Spivak. No acogió la propuesta de Spivak en su totalidad, sino que la saboteó, como también lo hizo con las posteriores interpelaciones a la subalternidad. Para Asensi la condición subalterna no es una esencia ni una función, sino una relación que deviene esencia, lo que significa que el subalterno se define como la posibilidad de una movilidad permanente entre lo hegemónico y lo marginal que se construye a partir de la relación entre los dos extremos y no unilateralmente por el propio sujeto subalterno. En este punto, la teoría poscolonial ocupa un lugar importante en la crítica como sabotaje.

La metodología propuesta por el sabotaje consiste en reconstruir el contexto del discurso, preguntarnos por la posición del discurso dentro de un polisistema, dilucidar si se trata de un discurso hegemónico o si de lo contrario es reactivo contra él. Si fuera el primer caso, es una responsabilidad del crítico inhabilitar la maquinaria discursiva; en el segundo, el crítico debe proseguir el sabotaje del discurso subalterno. En este instante es primordial el análisis del silogismo implicado en el discurso, o sea, la razón del discurso.

Ese silogismo sostiene un razonamiento que favorece una oposición engañosa, pero que luce muy estructurado y más aun, natural, de sentido común: técnicos/políticos; criollos/andinos; civilización/barbarie; alta cultura/cultura popular, cosmopolita/provinciano, etc. El discurso sostenido por el silogismo así no solo comunica o informa, sino que performa, invita a la acción. Allí, el crítico debe desmontar el silogismo entimemático, agredirlo, o no hacerlo si es que ya es saboteador. De este modo, la lectura es un acto de guerra, no solo una actividad placentera, porque es mucho lo que el lector se juega en la lectura. Ante un discurso hegemónico, el crítico saboteador debe impedir que aquel funcione. Visto de ese modo, el sabotaje es una crítica política, porque inhabilita sistemas represivos mediante el boicot de los silogismos que lo apuntalan.

El sabotaje supone una poética relacional, una superación del inmanentismo, de los análisis estructurales, formales, textuales, por ejemplo, desde una perspectiva retórica, estilística o lingüística, porque ello no nos revela cuál es la ubicación del discurso dentro del polisistema. Para este fin, es necesario reconstruir el contexto del discurso o analizarlo en el nuevo polisistema en el que está funcionando, ya que la transversalidad histórica explica como un texto funciona en distintos contextos. Esta labor se obtiene a través de un minucioso y paciente trabajo de archivo, una genealogía.

Sin embargo, ¿el sujeto subalterno no es susceptible de sostener silogismos entimemáticos, engañosos? ¿Qué hacer allí? ¿El énfasis en lo metodológico no lo conducirá a una instrumentalización que banalice su potencial subversivo? ¿En la confianza de que el crítico pueda decir la verdad de un discurso hegemónico y en su capacidad para modificar las jerarquías no hay acaso un retorno a la autonomía del sujeto moderno? Asensi responde que en un contexto de repliegue de las humanidades y de avanzada técnico-científica promovida por el neoliberalismo, aquellos son riesgos que se deben asumir. La inmovilidad ya no puede ser un lugar seguro para la crítica.

En suma, la crítica como sabotaje es un emplazamiento político a la crítica literaria como institución, que exige del crítico la asunción de una postura frente a los discursos hegemónicos, o sea, demanda de él una intervención a favor de los que su voz ha sido silenciada.