sábado, noviembre 03, 2012

CULTURA Y CAPITALISMO


En La communauté désoeuvrée (1983) Jean-Luc Nancy criticaba una cierta idea de comunidad que alienta la búsqueda retrospectiva de su identidad en un pasado perdido. Frases como “todo tiempo pasado fue mejor”, “la Lima que se fue” o “la Arequipa de antaño” resumen muy bien la nostalgia por la comunidad perdida. Y es que empeñar el presente de una comunidad a una búsqueda en el pasado supone que en algún momento de su historia se perdieron los fundamentos de su identidad y que, en consecuencia, algo se echó a perder. La célebre interrogante de Zavalita a poco de iniciar Conversación en La Catedral “¿En qué momento se había jodido el Perú?”, más que una pregunta es la constatación de un presente insatisfactorio, pues, en el ahora quien lo enuncie asume el esplendor de antaño como definitivamente perdido, mientras observa con desprecio el presente. La misma pregunta transita las reflexiones de Mario Vargas Llosa en La civilización del espectáculo: ¿en qué momento de jodió la cultura? ¿En qué momento se diluyeron los valores que fundamentaban el buen gusto? Mi respuesta es que no fue un momento, sino una suma de momentos donde cada uno amplificaba progresivamente el giro que al terminar provoca se perciba que hubo un cambio, y si seguimos las frases anteriores, ese cambio es evaluado negativamente desde el presente.

A Occidente lo ha guiado esta añoranza por la comunidad desaparecida, carencia que suplió asumiéndose como dilecta heredera de Grecia, Roma y las grandes civilizaciones de Oriente próximo. El peligro aquí, aunque Nancy no lo diga directamente, es pensar, primero, que es posible hallar ese fundamento indagando en el pasado; y, segundo, traerlo para fundamentar el presente y proyectarse al futuro. En realidad, lo que se hace en esa retrospectiva es ir creando una identidad, no descubriéndola, incluso, con elementos más contemporáneos que arcaicos. Por ello, los fundamentos de una identidad cultural basada en la retrospección histórica le deben más al discurso que desde el presente la anima que al supuesto hallazgo de una remota esencia en el pasado. Es lo que tiene de ficción, por ejemplo, el nacionalismo, el regionalismo u otras manifestaciones del espíritu gregario local, como la exaltación de la “patria chica”. Esta nostalgia por la identidad perdida de la comunidad motiva un serio emplazamiento contra el discurso predominante sobre la identidad arequipeña, cuyo puntal ha sido el racismo, como dispositivo de diferenciación entre el ser-arequipeño, el devenir-arequipeño y el no-ser arequipeño, articulado con la clase social, la honorabilidad del apellido o la autoridad que confiere el gusto por las bellas artes. 

El gesto de Juan Manuel Guillén en junio de 2002 —conceder simbólicamente ciudadanía arequipeña al gentío que colmó la Plaza de Armas cuando anunció que no se privatizarían Egasa ni Egesur— supone que antes de las protestas sociales había un “ellos” extraño y un “nosotros” familiar, o sea, dos comunidades en las que “ellos” aspiran a ser reconocidos como arequipeños y un “nosotros” que deniega o posterga tal aspiración hasta el momento que consideren que “ellos” hicieran algo que merezca concederles el ser-arequipeño. Por ello, la entusiasta interpretación de que la “gesta de junio” fue una manifestación de la arequipeñidad, el primer gran rugido del “León del Sur” en el siglo XXI, basada en la momentánea suspensión de las diferencias socioculturales, habría que matizarla enormemente. El discurso de Guillén revela la intensidad de ese discurso excluyente que sostiene la identidad cultural manifiesta en etiquetas como “Ciudad Blanca”, “Ciudad caudillo” o “León del Sur”, porque, desde esa mirada, si ya no fueron las élites ni las clases medias, o no sobre todo ellas, las protagonistas de aquellas protestas, sino fundamentalmente las poblaciones de habitan los conos de la ciudad, integradas por migrantes y descendientes de migrantes nacidos en Arequipa, se interpreta que estuvieron motivadas por una meta cultural aspiracional, ser reconocidos como arequipeños, reconocimiento que, simultáneamente, es señal de vigencia y crisis de la identidad arequipeña: de lo primero porque habría una arequipeñidad ahistórica, intemporal, reactualizándose periódicamente; de lo segundo porque tal reactualización fue ejecutada por sujetos tradicionalmente excluidos de la identidad 

Quienes se empeñen por encontrar el momento en que se estropeó la cultura no solamente están interesados por el espacio-tiempo en que ello sucedió, sino también por hallar a los responsables históricos de “semejante atentado” y por señalar a los que en el presente siguen jodiendo la cultura. El fundamentalista cultural no admite las elecciones de sus otros, las combate. Defiende esencias, inmanencias; celebra a los íconos de la tradición, pero no se permite enjuiciarlos. En buena cuenta, las airadas protestas contra la degradación de la cultura llevan consigo una profunda desazón porque cada vez resulta más complicado recurrir a la alta cultura para situarse como heredero de una tradición en crisis.

Urge descentrar la noción de cultura como creación artística, refinada o popular. Esa es la dicotomía que prevalece en la intervención de Mario Vargas Llosa sobre “cultura”. Cultura es una manera de habitar el mundo, y mucho, mucho después un objeto en peligro de extinción porque ya no se lo aprecia como antes. La gran amenaza no es tanto que el “buen gusto” esté en peligro, o que abunde la frivolidad, sino que el capitalismo neoliberal haya capturado la industria cultural y vaya modelando cada vez más exitosamente un modo de vida desintegrador, antisolidario y egoísta. Si se mantiene la idea de cultura igual creación artística alta/popular seguirá discutiéndose, por ejemplo, que el Palacio de las Bellas Artes es un fracaso porque no es “estético”, o lamentar que Vanessa de Oliveira tenga mayor cobertura que los escritores homenajeados en la Feria Internacional del Libro (FIL). Habría que preguntarnos en qué circunstancias en Arequipa aparece una feria del libro: precedida por la llegada de los mega centros comerciales, por varias convenciones mineras, la expansión del crédito de consumo y el boom gastronómico, secundada por la llegada de mayores inversiones, en momentos que se vienen afianzando editoriales alternativas —pero que reproducen a nivel micro la misma lógica y yo diría, más agresivamente, que las grandes editoriales transnacionales— o sea el evento cultural más esperado en estos últimos 4 años no llegó en el esplendor de las letras regionales, no en los 60s, 70s, u 80s, sino finalizando la primera década del 2000. La FIL nos demostró que cuando ya hubo dinero en los bolsillos fue momento de pensar en la “cultura”, pues cultura así es algo que solo se consume, no una vivencia. Y eso se refuerza cada vez que se invoca la cultura como una especie en extinción a la que hay que salvar porque ya nadie la aprecia.

Lo frívolo, más que desprecio, merece mucha atención. Porque en los actos cotidianos más banales, aparentemente intrascendentes está la marca de la dominación. (Foucault ya lo había advertido en Vigilar y castigar). En la cotidianeidad más elemental se observan los modos en que actúa, por ejemplo, la violencia racial, social, de género, lingüística, etc.; la que obliga a una comunidad a abandonar su territorio a favor de la explotación minera, la que los considera un obstáculo para el desarrollo, la que impide el libre acceso de un ciudadano a un establecimiento o una playa. En esas banalidades se manifiesta lo que para un “nosotros” es “extraño” porque proviene de “ellos”. Despreciar, subestimar o ignorar el poder modelador de la frivolidad implica el riesgo de que esa violencia continúe y se expandan. Por ello la abierta indignación contra la indiferencia de algunos medios locales que en el marco de la Feria Internacional del Libro ignoraron a algunos escritores homenajeados habría que trocarla por indignación frente a la violencia del elitismo cultural y la violencia de género que sustentan esas intervenciones mediáticas.

La frivolidad es el analgésico de la sociedad de consumo, lo que esta necesita para que la “intelligentsia” se dedique a cuestiones “más elevadas”, tanto que se aleja del día a día. Mantener a la crítica en la estratósfera ha sido uno de los mayores éxitos culturales del capitalismo tardío.

El capitalismo tuvo en la ciencia a su más eficaz colaborador. Ahora se ha sumado la cultura, como una eficiente plataforma de expansión del capitalismo en clave neoliberal, que lo presenta como una legítima forma de vida, elegible entre tantas otras, donde el consumo alienta la imagen de un individuo soberano, autónomo, individualista, antisolidario, libertario, apolítico y desideologizado. El mayor logro del capitalismo es que a través de la ciencia y la cultura disfrazó su carácter ideológico, lo que no pudo en política y economía, porque en estas últimas, no tenía reparos en exhibirse como discurso ideológico. Distinguidos intelectuales y artistas se empecinaron en alejar a la ciencia y la cultura de la ideología, convenciéndose de que ambas no eran espacio para la deliberación ideológica, anhelando convertirlas en zonas liberadas de ideología, insistiendo en el perfil no político del científico y del artista, creyendo que así ciencia y cultura estarían mejor resguardadas. El capitalismo de hoy ha escogido la cultura como plataforma de divulgación, ya no pasa por ideológico sino como un nuevo modo de vida. El capitalismo se ha blindado con la cultura.

Publicado en Noticias, 4 de noviembre de 2012

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