miércoles, julio 30, 2008

EL VINO Y AREQUIPA: Siglos XIX



SIGLO XIX

La llegada del siglo XIX no detuvo a la ascendente industria regional, contrariamente, en las primeras dos décadas previas a la independencia, esta alcanzó superar todos los registros anteriores. En 1810, la producción total en los tres valles llegó a las 600,000 botijas y en 1816, el mayor volumen en toda la historia regional, 643,715 botijas de vino. Este record se obtuvo de manera simultánea en los tres valles (Vítor 120,000; Majes 184,00 y Moquegua 340,000 botijas) y estuvo relacionado directamente con la reapertura de los mercados sur peruanos, luego de la violenta rebelión cuzqueña de 1814-1815.

a. La guerra de Independencia y el inicio de una nueva crisis

El inicio de la guerra de Independencia, significó también el comienzo de una crisis irreversible en la pujante economía vinatera regional. La ocupación de haciendas, el saqueo de propiedades, la confiscación de mulas, vinos y aguardientes y el reclutamiento forzoso de trabajadores, se hicieron más frecuentes a partir de 1821, coincidiendo con el inicio de las incursiones militares del general patriota Guillermo Miller; las mismas que concluyeron con la ocupación de la ciudad de Arequipa por las fuerzas colombianas del general Antonio José de Sucre entre agosto y octubre de 1823.

Tan lamentables acontecimientos provocaron una brusca caída en la producción, la misma que pasó de 420,000 botijas en 1820 a solo 296,000 en 1821. Aunque hubo una breve recuperación durante los años de guerra (316,00 botijas en 1824), las cifras no volverían a ser las mismas. Siendo los valles más comprometidos Majes y Moquegua. El primero de ellos registraba en 1820 unas 120,000 botijas, cayendo a la mitad (61,000) en 1822. Muy por debajo de Vítor, que en 1825 tenía 73,000.

b. La república y el fin de la industria vinatera

Los primeros años republicanos no significaron ninguna recuperación importante, contrariamente, seguirá acentuándose la crisis vinatera hasta su colapso total. Como por efecto de la gravedad, la principal víctima será el mayor valle de la región, Moquegua. Dicho valle en 1820 alcanzó 219,000 botijas; en 1823 tenía 194,000; en 1825 menos de 175,000; en 1828 solo 161,000 y para 1829, las insignificantes 124,000 botijas de vino. Muchas fueron las razones para este lamentable desenlace:

- La destrucción ocasionada por las guerras de la independencia en los principales centros mineros del sur del Perú y Bolivia, en vista que ellos constituían los principales mercados de los vinos y aguardientes arequipeños.

- La escasez crónica de trabajadores, motivada por las continuas guerras civiles de principios de la era republicana. La agricultura arequipeña dependía de trabajadores asalariados, los mismos que frecuentemente eran víctimas de los reclutamientos militares a fin de engrosar los diversos bandos caudillistas. En consecuencia, ante una escasez de fuerza de trabajo, se elevó enormemente el nivel de los salarios, contribuyendo al aumento del costo de los vinos y aguardientes.

- La falta de mulas y el alto costo del transporte. Las requisas constantes de mulas desde la independencia y que se agravó durante la república, provocaron una disminución dramática en este vital medio de transporte. A fines del periodo colonial se estimó unas 8,000 mulas en Tacna y Moquegua y 6,000 en Condesuyos; sin embargo, para mediados del siglo XIX, estas se habían reducido a un tercio del total. Y al igual que la mano de obra, la escasez de mulas elevó considerablemente el costo del transporte, en consecuencia, los precios también se elevaron, aunque disminuyó la ganancia de los vinateros y por ende las ventas en el mercado.

- La creación de Bolivia. El Alto Perú constituyó durante siglos el mayor mercado para Arequipa; con la creación del estado boliviano en 1825, los productores arequipeños pasaron a depender de un estado foráneo y autónomo. Este nuevo gobierno, a fin de proteger su propia industria de licores y aumentar sus magros ingresos, creó elevados impuestos para toda bebida extranjera. Al respecto, un hacendado moqueguano, afirmaba desencantado en 1835: “la estúpida y mal considerada creación del Alto Perú en una república independiente ha sido la ruina de la agricultura moqueguana”.

- La competencia de nuevos licores. Después de la independencia los aguardientes arequipeños tuvieron que hacer frente a una doble competencia, derivada de licores finos provenientes de Europa y los de menor calidad, aguardientes de caña, producidos en Bolivia y Perú. Otro conocedor de la economía y sociedad arequipeña de estos años, John F.Wibel, señala que la competencia del alcohol de caña, producido masivamente en los valles de la costa peruana central y norte, fueron la principal causa en el siglo XIX del declive y posterior destrucción de la viticultura arequipeña, “los licores de caña de azúcar fueron más baratos que aquellos de uvas, por que la caña de azúcar no requería de la constante atención demandada por los vinateros”.

- El conservadurismo de los vinateros locales. Debido a que durante más de un siglo los productores locales se habían acostumbrado a destilar aguardientes y transportarlos al altiplano, tuvieron muy poca inclinación a cambiar de cultivos o a mejorar la misma producción y hacerla más competitiva. Pese a las magníficas condiciones climáticas y edafológicas de la región, que permitían la producción de hasta 18 variedades de uva.

Finalmente, mientras los viñedos del sur desaparecían gradualmente después de la independencia, en algunos valles que no habían destacado por sus viñas como Tambo y Camaná, empezaron a experimentar con el cultivo del arroz y especialmente de algodón. Mientras la economía regional, impulsada por los comerciantes extranjeros, se reorientaba en dirección a las necesidades del nuevo orden económico mundial: las lanas.

Referencias Bibliográficas

BARRIGA, Víctor M. Los Terremotos en Arequipa, 1582-1868. Arequipa 1951.
BROWN, Kendall W. Bourbons and Brandy. Imperial Reform in Eighteenth-Century Arequipa.
University of New Mexico 1986.
BULLER, Carlos E. El surgimiento de una élite comercial importadora en Arequipa durante el
tardío siglo XVIII. Lima: PUCP 1988.
CONDORI, Víctor “Efectos económicos de la independencia en Arequipa: 1820-1824”. (s/f)
DAVIES, Keith A. Landowners in Colonial Peru. University of Texas 1984.
The Rural Domain of the City of Arequipa, 1540-1665. University of Connecticut 1974.
HUERTAS, Lorenzo “Historia de la producción de vinos y piscos en el Perú”. Revista Universum Nº 19. Talca 2004.
WIBEL, John F. The Evolution of a Regional Community within Spanish Empire and Peruvian Nation: Arequipa 1780-1845. Stanford University 1975.

EL VINO Y AREQUIPA: Siglos XVII-XVIII




SIGLO XVII

Víctor Condori
Historiador

Como no hay mal que dure cien años, en las primeras décadas del siglo XVII se percibirá una recuperación progresiva de la industria regional; lo que demostraría que los terremotos y desastres no tuvieron un efecto de larga duración en la economía arequipeña. En este sentido, entre los años 1626-1631, el valle de Vítor alcanzó una producción de 80,000 botijas, y si a ello le sumamos las cosechas de Siguas y del lejano valle de Moquegua, estas llegaron a sobrepasar nuevamente las 200,000 botijas anuales.

No obstante tan alentadoras cifras y la cada vez mayor importancia del valle de Moquegua, dos serán las principales dificultades con las que tendrán que convivir los vinateros locales durante todo el siglo XVII: la escasez de mano de obra y el descenso en los precios.

a. La escasez de mano de obra

En un principio, para el laboreo en las haciendas de viña básicamente se aprovechó la fuerza de trabajo indígena proveniente de las comunidades y encomiendas de la región. Lamentablemente, en poco tiempo las enfermedades traídas por los españoles (viruela y el sarampión), así como las frecuentes fugas masivas relacionadas a los continuos terremotos, provocaron una brusca caída demográfica dentro de la región; la misma que descendió de 201,830 en la década de 1550 a solo 35,500 indígenas en 1620. Todo ello obligó a los propietarios de viñedos a depender cada vez más de los costosos esclavos africanos.

Contrariamente a lo que podría pensarse, no se trató de un simple cambio de fuerza laboral, debido a que, al utilizar trabajadores esclavos los vinateros debieron de invertir un mayor capital para la compra y manutención de los mismos. En relación a la compra, a lo largo del siglo XVII los precios de los esclavos de 18 a 30 años se movieron entre los 500 y 600 pesos y se elevaban aún más en caso de poseer este una profesión u oficio. Como sucedió en abril de 1604, cuando en la ciudad de Arequipa se vendió un esclavo “Oficial de botijero” en la astronómica suma de 1,500 pesos “de a ocho”. En definitiva, con tamaños desembolsos, quedaba muy poco para invertir en modernos sistemas de riego o para realizar “otras medidas de capital”.

b. El descenso de los precios

El descenso en los precios estuvo directamente relacionado a la pérdida de los mercados de Lima y el norte, así como al aumento progresivo en el volumen de producción después de los terremotos de 1600 y 1604. Dicho incremento productivo determinó que la oferta sobrepasara largamente a la demanda y como consecuencia directa, en un mercado más restringido, los precios tendieron a bajar. Antes de los citados terremotos, se pagaba cuatro pesos por botija de vino, pero a mediados del siglo, este había disminuido tanto, que esa misma botija se vendía en tan solo un peso.

En resumidas cuentas, durante el siglo XVII, con un vino que valía solo una cuarta parte de su valor, con una escasez crónica de costosa mano de obra y demasiado vino para su mercado, los viñedos arequipeños “entraron en una amplia depresión”, señala un conocedor de la economía regional como Kendall W. Brown.

SIGLO XVIII

Este nuevo siglo será el de mayor importancia para la industria vinatera en particular y la economía arequipeña en general, gracias al crecimiento extraordinario en su producción, convirtiendo en tan solo un mal recuerdo, la crisis vivida en el siglo anterior. Siendo tres los factores que influyeron en este extraordinario auge: la revitalización del centro minero de Potosí, la aparición del aguardiente arequipeño y el abandono de la costosa fuerza de trabajo esclava.

a. La revitalización de Potosí

A principios de 1700, la producción de plata en Potosí, el principal mercado de los vinos arequipeños, apenas alcanzaba el millón de pesos anuales frente a los seis millones de principios del siglo XVII. A fin de remediar esta lamentable crisis, en 1736 la corona española disminuyó el principal impuesto minero (Quinto Real) de 20% a solo la décima parte de lo producido (10%). Esto provocó un incremento notable en la producción argentífera, alcanzando los dos millones de pesos en 1750; 2.5 millones en 1770 y 3.5 millones entre los años 1780-1800. En términos comerciales ello significaba que, al aumentar la productividad los centros mineros contaron con más dinero para adquirir los vinos y aguardientes arequipeños.

b. El aguardiente arequipeño

Aunque el aguardiente de uva ya se producía en los valles de Ica desde finales del siglo XVI y se embarcaba para su comercialización por el puerto de Pisco, hasta 1698 los vinateros arequipeños solo exportaban vino a sus mercados altoperuanos. Sin embargo, a principios del siglo XVIII se inicia el proceso de destilación del vino para convertirlo en aguardiente, en todos los valles de la región. Llegando en pocas décadas a destilarse casi el 90% de los vinos arequipeños.

Este proceso químico comprometía una gran pérdida de volumen, en un promedio de uno a seis y a menudo tanto como de uno a nueve; es decir, para elaborar una botija de aguardiente se empleaban entre seis a nueve botijas de vino. Pese a ello, el inferior costo del transporte y el superior precio de los aguardientes, compensaban en gran medida la pérdida de volumen en su fabricación. Con respecto al precio, a finales del siglo XVIII los vinos se vendían de tres a cuatro pesos la botija, mientras los aguardientes costaban 10 pesos en la ciudad, 15 pesos en Lima y 19 a 22 pesos en el Alto Perú.

Cabría mencionar que, en tanto el vino fue preferido entre los grupos de españoles y mestizos, los aguardientes fueron consumidos por la numerosa población indígena y esclava; y precisamente, durante este siglo se evidenció un importante crecimiento demográfico en dicha población, frente al colapso de los siglos anteriores.

c. El abandono de la fuerza de trabajo esclava

Durante el siglo anterior los propietarios de haciendas arequipeñas, por fuerza o necesidad, se habían visto obligados a recurrir a la costosa mano de obra esclava. Pero, en el presente siglo, el incremento en las poblaciones indígena y de castas, hizo más atractiva la contratación de estos trabajadores en reemplazo de los caros y problemáticos esclavos. Y si a ello le sumamos que el trabajo en los viñedos no era estable, pues habían prolongados periodos de inactividad, con el trabajo pagado solo se invertía en los peones cuando estos trabajaban.

En la segunda mitad del siglo XVIII, un peón que no era indígena ganaba cuatro reales al día por una jornada de trabajo, mientras los indígenas ganaban solo dos. La inclinación por esta última es comprensible, siendo por lo demás bastante asequible. Gracias al tributo y los repartos del corregidor, la necesidad de dinero para pagar deudas e impuestos aumentó, permitiendo que la oferta de mano de obra indígena se mantuviera siempre en aumento.

d. Un nuevo crecimiento en la producción

A fines del siglo XVIII, la producción en los tres valles más importantes de la región sobrepasó las 500,000 botijas de vino anuales. Siendo Moquegua la de mayor productividad, alcanzando entre 250,000 a 300,000 botijas. En este valle, el 90% de los vinos se destilaban en aguardiente y eran llevados en recuas de mulas hacia los mercados de La Paz, Oruro, La Plata y especialmente Potosí, donde se vendían vinos y aguardientes moqueguanos por cerca de 262,900 pesos en 1791.

El transporte se realizaba principalmente en mulas, provenientes del norte argentino (Córdoba y Tucumán) y conducidas por experimentados arrieros, quienes usaban odres de piel de cabra por ser más adecuadas para el lomo de las mulas que los antiguos cántaros de cerámica. Dicho transporte tenía un elevado costo, pues por carga se cobraba desde Arequipa a Lima 16 pesos, al Cuzco 12 pesos, a Oruro 16 pesos y a Potosí 20 pesos.

Después de Moquegua, los más importantes viñedos de la región estuvieron localizados en el valle de Majes. Estas tierras producían un promedio anual de 100,000 a 140,000 botijas. La mayor parte de este vino era reducido a aguardiente y vendido en las provincias de la sierra como Lampa, Azángaro y Cuzco. Este último mercado, hacía 1787 recibió 86,416 pesos en mercancías de los cuales 61,873 fueron vinos y aguardientes.

El valle de Vítor, cercano a la ciudad de Arequipa fue la tercera área más importante de toda la Intendencia. Su producción de vinos oscilaba entre los 80,000 y 100,000 botijas, de las cuales ¾ partes se reducían en aguardiente y eran enviados a la ciudad de Arequipa, para posteriormente ser reexportados a la sierra, especialmente a Puno y la Paz. El mercado paceño compraba en 1791 cerca de 275,000 pesos en vinos y aguardientes arequipeños de los cuales 60,000 provenían del valle de Vítor.



Tan antiguo valle, pese a ser el más pequeño y tener el menor número de haciendas de viña (107, frente a las 480 de Majes y 240 de Moquegua) fue el más prolífico de los tres. La mitad de sus heredades producían entre 1,000 y 5,000 botijas de vino y una tercera parte, de 500 a 1,000. Asimismo, por su cercanía a la Ciudad Blanca, en él se hallaban las propiedades de las familias más importantes de la región: Goyeneche, Cossío, Gamio, de la Fuente, Masías, Bustamante, Barreda, Benavides, entre otras; y que por tradición dominaban la política de la ciudad. En 1773, todos los regidores del cabildo de Arequipa poseían viñedos en el valle de Vítor.

e. Las reformas borbónicas y la rebelión de 1780

Tal prosperidad económica permitió a las familias más importantes de la región invertir sus enormes ganancias en el comercio y la minería, logrando de este modo dinamizar la economía regional a partir de la segunda mitad de este siglo.

Lamentablemente, dicha prosperidad llamó la atención de las autoridades peninsulares, y en 1777 se creó un impuesto de 12.5 % sobre la producción de aguardiente, al año siguiente se elevó el impuesto a la compra y venta de mercancías (alcabala) de 4 a 6%. En 1779 se ordenó una nueva medición de las haciendas en la región, ante la sospecha de que muchos propietarios venían declarando menos de lo que poseían y como colofón, a principios de 1780 se estableció una aduana en la ciudad, a fin de hacer cumplir rigurosamente todas estas innovaciones fiscales.

Para desgracia de los arequipeños, tales medidas coincidieron con un breve periodo de crisis en la agricultura regional, a partir de 1775. Según Kendall Brown “hacia 1775 la agricultura arequipeña finalizó un ciclo de expansión. Particularmente la vitalidad de los mercados del aguardiente empezaron a declinar. Los precios de mercado cayeron y la producción de vinos se estancó”.

No obstante lo breve de la crisis agrícola, la concomitancia con las reformas fiscales introducidas por la corona española, provocaron un general rechazo de la población. Tal oposición se expresó inicialmente en numerosos pasquines amenazantes colocados en diferentes edificios de la ciudad y concluyó, en los violentos disturbios los días 13,14, 15 y 16 de enero de 1780. Tales sucesos, conocidos como la “Rebelión de los Pasquines”, fueron los primeros en el virreinato peruano contra la introducción de las reformas borbónicas fiscales en el siglo XVIII, y precedieron en diez meses al mayor levantamiento indígena de la colonia: la rebelión de Túpac Amaru.

Al finalizar el siglo, la producción vinatera regional recuperó nuevamente su vitalidad; el valle de Vítor pasó de las 67,000 botijas en 1784 a las 110,000 en 1796. El valor de la agricultura de Arequipa fue estimada por la Guía de Forasteros de 1796 en casi dos millones de pesos.

martes, julio 22, 2008

EL VINO Y AREQUIPA: Siglos XVI


Víctor Condori
Historiador

El vino es tan abundante que después de dar copiosísimo abasto a todo el Obispado (de Arequipa) provee con abundancia al Arzobispado de la Plata, al Obispado del Cuzco, al de la Paz, algunas provincias de Huamanga y han llevado a Lima embarcaciones de este género.

Ventura Travada y Córdova. El suelo de Arequipa convertido en cielo (1752).



La importancia económica de la ciudad y región se iniciaron con la fundación española de la “muy noble y muy leal” ciudad de Arequipa, ocurrida un 15 de agosto, día de la Asunción de la virgen María, de 1540. A partir de ese momento, la futura Ciudad Blanca, comenzó a existir para la historia del Perú.

En los primeros años posteriores a su fundación, la ciudad de Arequipa tuvo una existencia marginal como muchas otras ciudades, frente a los principales centros urbanos: Lima, sede del gobierno virreinal y Cuzco, la antigua capital del Imperio de los Incas. Así, ante la ausencia de grandes minas, abundantes tesoros y numerosas poblaciones indígenas que repartir y aprovechar, la principal fuente de riqueza radicó en la tierra y en los beneficios que de ella se podían extraer.

La explotación del suelo no fue una tarea difícil, pese a la aparente aridez de la región. Con algo de riego y un poco de paciencia los cultivos habrían de surgir prodigiosamente para proporcionar al labriego el producto de su esfuerzo.

Como era de esperarse, la nueva población española de gustos mediterráneos, prescindió de los cultivos autóctonos, es decir el maíz y la papa, a fin de favorecer a aquellos provenientes de la península como el trigo y la vid. De igual modo sucedió con la chicha, ancestral bebida americana, quedando limitada a los sectores indígenas y populares, mientras el vino se hacía imprescindible en las mesas de los vecinos y familias principales de la ciudad.

SIGLO XVI

a. Los inicios de la viticultura

En los primeros años de la ciudad, el abastecimiento de tan apreciado néctar se realizaba desde la península, importándose de la región española de Andalucía. Sin embargo, la irregularidad de los envíos y el alto costo de los mismos, impulsó a ciertos vecinos a experimentar con algunas parras en sus tierras solariegas y así, producir vino de manera domestica que, aunque en pequeñas cantidades, les permitió compensar su frecuente escasez en el mercado local.

Por los años de 1550, ya se podían hallar algunos viñedos plantados en los valles de Socabaya y Tiabaya, cuya producción progresivamente fue desplazando al irregular y costoso vino andaluz. No obstante ello, la producción vinatera debió haber sido todavía muy modesta, no solo por el carácter de su producción, sino, por lo reducido del mercado arequipeño. Así se infiere también de la crónica del observador y prolijo Pedro Cieza de León (1553), quien al referirse a Arequipa no hace ninguna mención al cultivo de la vid, sino más bien al trigo de quien dice “Dase en ella muy excellente trigo, del cual hacen pan bueno y sabroso”.

El descubrimiento del rico yacimiento de Potosí, en 1545 y la consecuente formación de un vasto circuito comercial en torno a este centro minero ubicado en el corazón de la actual Bolivia, generó grandes posibilidades de negocios para los encomenderos y vecinos arequipeños, sobre todo en la exportación de vinos. En este sentido, hacía 1557 el cabildo de Arequipa comisionó a Hernando Álvarez Carmona para investigar la Factibilidad de otorgar tierras en el cercano valle de Vítor, ubicado a un centenar de kilómetros de la ciudad; y en julio de ese año, se midieron numerosos terrenos los mismos que fueron rápidamente repartidos entre los principales vecinos de la ciudad. Aunque se trató de pequeñas propiedades, la tierra era muy buena y el clima, mejor.

A mediados de 1570, una gran parte de los terrenos en el valle de Vítor se hallaban sembrados con viñas y en creciente producción. Muy a pesar de los Edictos Reales que intentaban prohibir la fabricación de vinos en las colonias, para de este modo proteger a los vinateros peninsulares. Pero, como los comerciantes españoles nunca pudieron satisfacer completamente la demanda colonial, ni en cantidad ni en precio, la industria vinatera local siguió creciendo hasta convertirse en la base de la economía regional.

Para el año de 1580, el cultivo de la vid y por ende la elaboración de vinos se habían rápidamente extendido desde Vítor hacia los vecinos valles de Siguas, Majes y Tambo. Consecuentemente, la producción regional que hasta esos años no había pasado de unas cuantas botijas de vino al año, se elevó considerablemente hasta alcanzar las 100,000 botijas. Tan enormes volúmenes se obtuvieron muy a pesar del terremoto del 22 de enero de 1582 (X grados de intensidad), el primero en la historia de la ciudad y que según el padre Víctor M. Barriga “todos los vinos de los valles se perdieron con las vasijas y bodegas”.



Un verdadero boom de la economía regional se experimentó en la última década del siglo XVI, cuando la producción vinatera largamente sobrepasó las 200,000 botijas, alcanzando un valor aproximado de un millón y medio de pesos corrientes por año. Asimismo, las valiosas exportaciones arequipeñas no solo tuvieron como destino los conocidos mercados serranos de Cuzco y Potosí, sino también, estas incursionaron en los mercados de Lima y aún a mayor distancia como los de Trujillo. A decir de un gran conocedor de la economía arequipeña colonial, Keith A. Davies, “a finales del siglo XVI, los arequipeños disfrutaron de uno de sus más prósperos periodos”.

b. La primera crisis

Sin embargo, como tantas otras veces en la historia del Perú, tal prosperidad también fue falaz y solo duró algunos años. La naturaleza sísmica y volcánica de la región se encargaría de frenar tan notable crecimiento. El 19 de febrero del año 1600, una gran catástrofe asoló la región. Se trató de un nuevo terremoto, cuya intensidad alcanzó el grado IX y fue originado por la violenta erupción del volcán Huaynaputina o Quinistaquillas, ubicado a unos 80 kilómetros al este de la ciudad de Arequipa. Tremendo cataclismo no solo destruyó los edificios más importantes de la ciudad, sino también, paralizó la pujante economía local. Cosechas enteras se perdieron, desde frutas y olivos hasta los apreciados viñedos Vítor Siguas y Majes estuvieron entre los valles más afectados. Una densa nube de ceniza volcánica cubrió durante algunos meses el “eterno cielo azul” arequipeño; y una verdadera lluvia de arena y ceniza continuó cayendo por más de año y medio. Consecuentemente, la destacada producción de vinos, que en años anteriores había sobrepasado las 200,000 botijas, dramáticamente se contrajo hasta alcanzar las insignificantes 10,000 botijas, siendo la mayoría de ellas “de pobre calidad”.

Sobre cuernos, palos. Cuando la maltratada economía local intentaba renacer como un ave fénix de las cenizas del Huaynaputina, un nuevo terremoto, aún más violento que el anterior, volvió a castigar la región y a sus afligidos habitantes. Ocurrió el 24 de noviembre de 1604 y fue de grado XI. Como era de esperarse, dejó otra vez en escombros a la ya castigada Ciudad Blanca; asimismo, causó severos daños en los viñedos de los principales valles, aunque en menor proporción que cuatro años antes, por la evidente ausencia de ceniza y arena volcánica.

Observados desde el punto de vista comercial, tamaños desastres de la naturaleza fueron doblemente perjudiciales, por que a raíz de la depresión productiva y la interrupción del abastecimiento de vinos en los mercados de Lima y Trujillo, tales mercados comenzaron a ser progresivamente proveídos con vinos y aguardientes procedentes de los valles de Ica y Pisco, mucho más cercanos a la capital. De este modo, al cabo de unos pocos años, mientras la viticultura local se intentaba recuperar, Ica y Pisco terminaron por desplazar la competencia arequipeña del norte y centro del Perú. (I Parte)

martes, julio 15, 2008

Europa y la amenaza de las minorías culturales





Una recusación a La sociedad multiétnica de Giovanni Sartori


Arturo Caballero

La fragmentación de los estados-nación

Cuando Hernán Fuentes declaró, sin ningún empacho, que la región Puno debía constituirse en una nación independiente, Santa Cruz y otros departamentos del oriente boliviano decretaron unilateralmente su autonomía frente al centralismo paceño, hecho que reforzó la postura separatista del referido presidente regional. Amparado en la existencia de una nación aymara —discurso apoyado por el partido nacionalista de Ollanta Humala y seguramente, con fines más estratégicos que ideológicos, por el bolivarianismo chavista—, además de la postergación histórica en la que el Estado ha mantenido a las zonas altoandinas y en los recursos logísticos que le permiten su calidad de presidente regional, Fuentes pretendió sacar provecho de la crisis boliviana.

Lo primero sobre lo que debemos reflexionar es el matiz ideológico detrás del discurso separatista; segundo, lo referente a los límites del pluralismo y la tolerancia; y en tercer lugar, la interpretación de los medios. Toda reivindicación por la identidad lleva implícita una lucha por el equilibrio del poder, es decir, busca contrarrestar a la hegemonía que la oprime. El problema surge cuando en aras del pluralismo y la tolerancia se distorsiona el sentido de la convivencia multicultural, lo cual da pie a que las minorías recurran a la intolerancia y a la negación del pluralismo para aquellos que no comparten sus valores culturales. Visto así, un proyecto confrontacional de las minorías es tan perjudicial como la aplastante hegemonía cultural que las sojuzga, pues solo traslada el conflicto hacia el otro lado, si es que no lo multiplica en todas direcciones: la aspiración de reconocimiento, el pluralismo y la tolerancia no deben entrar en conflicto con el respeto mutuo que cada cultura requiere para que la convivencia intercultural no derive en enfrentamiento multicultural. En otras palabras, nadie desea una balcanización de los andes.

Para ciertos periodistas políticos, si la desintegración del estado-nación está teñida de un tinte neoliberal, como efectivamente ocurre en Santa Cruz, es positiva; pero si aquella posee un tufillo "izquierdista" —al menos en apariencia porque la izquierda está en otro lado menos donde debe estar—, debe combatírsele sin cuartel. La efervescencia mediática y el beneplácito con que fue recibida la noticia del referéndum por las autonomías en Bolivia en determinados sectores del periodismo político ultraneoliberal y, por otro lado, la andanada de críticas a la propuesta de Fuentes, merecen un análisis detenido para otro momento, ya que tal optimismo y censura, respectivamente, no son casuales ni espontáneos; obedecen a un reflejo sintomático de los medios de comunicación que cierran filas en defensa de la ideología dominante: medir el progreso de una nación por el grado de apertura económica de sus mercados, la inversión privada y la cantidad, mas no calidad, de trabajo. Por supuesto, ningún analista político quiere que el presidente lo llame "perro del hortelano".

Lo acontecido en Bolivia y las alucinadas pretensiones de Hernán Fuentes podrían ser el preámbulo de un proceso de desintegración de los estados-nación latinoamericanos. En Europa, dicho proceso se ha ido acentuando progresivamente en los últimos 20 años; luego de la caída del muro de Berlín y del colapso de las repúblicas socialistas de Europa Oriental, el mapa del viejo continente ha cambiado mucho: nuevas repúblicas se erigen allí donde antes existía una confederación o una nación aparentemente integrada. La naciente república de Kosovo, escenario de una cruenta guerra de carácter étnico-religioso, ha tenido que enfrentar el rechazo de cierto sector de la población serbia que no admite su soberanía.

¿Cuándo el multiculturalismo alienta la desintegración?

En este sentido, cabe preguntarnos ¿Cuándo el multiculturalismo alienta la desintegración? Giovanni Sartori elabora una respuesta en La sociedad multiétnica (2001). Sartori es reconocido internacionalmente como un experto en los problemas de la democracia occidental. Entre sus trabajos más importantes se encuentran Ingeniería constitucional comparada (1994), ¿Qué es la democracia? (1997), Homo videns: La sociedad teledirigida (1998) y Política: lógica y método en las ciencias sociales (2007).

De otra parte, alterna la investigación política con la docencia universitaria. Actualmente, es profesor emérito de la Columbia University de Nueva York, donde ha enseñado durante los últimos veinte años.

En La sociedad multiétnica, Sartori aborda el tema del pluralismo y el multiculturalismo, partiendo de que la comprensión de ambos términos está sumergida en un profundo malentendido cuyo desenlace deriva en la acentuación de los conflictos culturales. El objetivo del ensayo consiste en definir y a la vez, diferenciar ambos conceptos para que quede claro el riesgo que implica, en primer lugar, confundirlos, y en segundo lugar, exaltar el multiculturalismo. La primera parte, "Pluralismo y sociedad libre" trata sobre los límites que debe establecer una sociedad abierta para no verse socavada a sí misma por las excesivas concesiones otorgadas a las minorías en favor de un pluralismo ilimitado. La segunda parte, "Multiculturalismo y sociedad desmembrada" desarrolla el concepto de multiculturalidad en directa oposición al de pluralismo con el objeto de diferenciarlos para luego destacar los peligros que entraña una sociedad multicultural: su desintegración.

Si bien la noción de pluralismo es difícil de precisar, ya que, a través del tiempo ha adquirido diversos significados, ello no debe ser pretexto para evadir su explicación. Es por ello, que Sartori pretende reconstruir el justo valor de este concepto. Considera que el pluralismo no es simplemente la existencia de variedad o diversidad, sino, además, de reconocimiento de los derechos propios como extensivos a los otros. También implica interacción entre los elementos diversos mediante la discrepancia. En relación con esto último, destaca que la democracia liberal se ha construido sobre la base del reconocimiento de la diversidad, en la cual se practica el disenso en oposición a las ideologías del pensamiento único.



A través del rastreo histórico que hace del término pluralismo, el autor resalta que este concepto perdió su sentido original cuando se lo redujo a una teoría de la sociedad multigrupo y a una teoría política de los grupos de interés. En ambos casos, subsiste la idea de que la sola existencia de la variedad asegura el pluralismo, lo cual es errado porque pluralismo no es sinónimo de plural. Sartori entiende el pluralismo como una cualidad de las sociedades en las que la diversidad de sus miembros no es obstáculo para la interrelación, el consenso ni las concesiones recíprocas. Lo plural (pluralidad) enfatiza la multiplicidad de lo diverso, mas no la interrelación de los elementos constituyentes de la diversidad.

Tal precisión es requisito para explicar el multiculturalismo, debido a que este, según Sartori, distorsiona el recto sentido del pluralismo al convertirlo en pluralidad. Y es que el multiculturalismo equivale a una fragmentación en cadena en la que cada grupo enarbola la bandera de su propia identidad confrontándola con las que la rodean. Al inicio de la segunda parte, aclara que pluralismo y multiculturalismo no son en sí mismas nociones opuestas. Si el multiculturalismo se entendiera como multiplicidad de culturas, no representa problema alguno para una sociedad pluralista; pero si se considera como un valor prioritario surge el problema, ya que entran en pugna pluralismo y multiculturalismo cuando se fuerza lo multicultural allí donde una sociedad es heterogénea.

La diferencia radica en la espontaneidad presente en aquel y ausente en este. El pluralismo no se siente obligado a diversificar la pluralidad si esta no es espontánea y si es que no se desenvuelve mediante asociaciones voluntarias. El primer problema con el multiculturalismo, en la acepción de Sartori, es que divide a una sociedad más allá de los límites razonables (tolerancia y reciprocidad) porque cada grupo buscaría afianzarse al margen de los otros, sin establecer vínculos solidarios con los demás. Según Sartori, esta autoreivindicación tiene su origen en el marxismo (que reemplazó la lucha de clases por la lucha cultural), en Foucault (las redes de poder a nivel de microgrupos) y en los estudios culturales (hegemonía, dominación, subalternidad). Estas tres tendencias son los pilares del multiculturalismo estadounidense de sesgo antipluralista. El segundo problema para el autor es que la noción de multiculturalismo lleva una carga ideológica, algo así como el caballito de batalla de las minorías raciales, sexuales, religiosas, etc., y aquí es donde surgen mis discrepancias con las ideas de Sartori. ¿Acaso no es inevitable que todo discurso esté impregnado de ideología? ¿Es por ello descalificable todo proyecto reivindicatorio por la identidad? En lo que Sartori no indaga es que las identidades, contrariamente a lo que piensa, no son esencias fijas, sino relaciones que se definen mutuamente mediante entramados de poder. Es el otro quien afianza la identidad del sujeto, debido a que lo individual no puede existir sin lo colectivo. Cada identidad particular adquiere sentido dentro de un sistema de diferencias. Se es peruano en tanto existen diferencias respecto a los mexicanos, ecuatorianos, chilenos y demás. Sin la presencia del otro, es decir, sin un elemento diferenciador, es inviable definir la identidad.

Por ello, la aspiración al reconocimiento, si bien como lo explica Sartori puede derivar en la confrontación multicultural, debe canalizarse por otros medios, pero, de ninguna manera, debe renunciar a su realización. Es necesaria porque el solo hecho de buscar ser reconocido significa que la relación identidad/diferencia no está funcionando en la medida que alguno de los componentes ignora al otro y lo anula. Siempre existirán diferencias culturales, sin embargo, la distancia entre la convivencia armónica y la confrontación cultural pasa por comprender que mi identidad existe a la vez que reconozco y respeto la diferencia. Las consecuencias de negar estas condiciones las podemos apreciar en África, en los Balcanes y cada vez más notoriamente en Latinoamérica.

De otra parte, Sartori sostiene que el reconocimiento no debe entenderse como respeto por igual a todas las culturas y es en este punto que critica a Charles Taylor."Atribuir a todas las culturas ‘igual valor’ equivale a adoptar un relativismo absoluto que destruye la noción misma de valor" (79-80). También lo critica en lo referente a la noción de reconocimiento. Sartori está convencido de que la falta de reconocimiento o el desconocimiento hacia las identidades culturales minoritarias no genera daño ni puede ser una forma de opresión. Es decir, a su entender, la indiferencia del Estado y de cierto sector de la población peruana hacia las víctimas del conflicto armado interno en el Perú no sería un factor determinante para comprender por qué durante veinte años dimos la espalda a nuestros connacionales y permitimos que se vulneren los derechos humanos de los más desprotegidos. Por otro lado, afirma que no todas las culturas merecen el mismo respeto porque si partimos de la premisa de que toda civilización atraviesa periodos de decadencia, es lícito afirmar que en algún momento existirán culturas superiores a otras, por lo tanto, no podrían ser valoradas ni respetadas por igual. Sartori apoya estas ideas mediante la distinción que Michael Walzer hace entre un liberalismo neutral ante la diversidad cultural y un liberalismo comprometido con los derechos particulares de todas las culturas. La segunda versión de liberalismo es deleznable para él porque favorece a ciertos grupos que antes no recibieron un trato preferencial.

Para demostrar los efectos devastadores de esta última versión de liberalismo, elabora una distinción entre trato preferencial (affirmative action) y política de reconocimiento. El trato preferencial brinda igualdad de oportunidades a través de la eliminación de las diferencias y su objetivo es obtener un ciudadano indiferenciado, o sea, asegurar un mejor trato para los desiguales con el fin de que no se le diferencie del resto que antes le llevaban cierta ventaja. En cambio, la política de reconocimiento considera que las diferencias no se deben eliminar, sino resaltar y valorar. El objeto es lograr un ciudadano diferenciado y un Estado sensible a las diferencias, es decir, que no solo asegure preferencias para nivelar a los desiguales con los demás, sino que facilite mayores ventajas por encima de los demás. En ambos casos se discrimina, sin embargo, en el trato preferencial, se discrimina para borrar las discriminaciones, mientras en la política de reconocimiento se discrimina para diferenciar/acentuar diferencias. Sartori evalúa que las consecuencias de ambas políticas son graves, ya que los discriminados reclamarán por las ventajas concedidas a los otros o que los favorecidos exijan más privilegios en perjuicio de los no favorecidos. Por lo tanto, la identidad atacada se resiente y reafirma su identidad. La responsabilidad de esto la atribuye a los multiculturalistas porque fomentan las diferencias culturales allí donde no había conflicto, lo cual, si bien es cierto, no es exclusividad de ellos, sino, también, de los nacionalistas y de buena parte de ciertos liberales recalcitrantes partidarios de un liberalismo avasallador más que integrador.

Otro defecto que Sartori halla en el multiculturalismo, y que se desprende de lo anterior, es que distorsiona la noción de ciudadanía al negar los tres principios básicos del constitucionalismo liberal. Los multiculturalistas no respetan la neutralidad de la ley, ya que exigen la protección del Estado para determinados grupos minoritarios. Esto, a su modo de ver, atenta contra la noción de igualdad ante la ley que deben tener los ciudadanos, debido a que se crean privilegios para unos en perjuicio de otros. Añade que tanto el trato preferencial como la política de reconocimiento provocan esta distorsión. Sin embargo, admite que solo se puede establecer un trato desigual dentro de ciertos límite, pero no explica exactamente en qué circunstancias podría ocurrir esto.

Asimismo, el autor plantea la siguiente cuestión: ¿si todos somos diferentes por qué la diferencia se torna un problema? Concluye que algunas diferencias adquieren mayor importancia que otras y ello, a su vez, ocurre porque ciertos grupos reclaman por sus derechos de identidad hasta lograr que su reconocimiento se imponga. Sartori considera que ciertas diferencias no fueron siempre importantes, sino que adquieren relevancia en ciertas circunstancias, reforzada por cuestiones ideológicas. "Estas consideraciones nos hacen redescubrir la ya conocida verdad de que las diferencias son opiniones que están en nuestra mente, y que de vez en cuando se perciben como ‘diferencias importantes’ porque así se nos dice y nos lo meten en la cabeza" (87). En su perspectiva, el trasfondo ideológico del multiculturalismo radica en que convence a los miembros de un grupo de que sus diferencias con los otros son más reales que virtuales, cuando, según el autor, es todo lo contrario.

¿Con ello Sartori pretende desbaratar la legitimidad de los movimientos por el reconocimiento de las minorías? Sí, ya que afirma que la lucha por el reconocimiento es producto de una elaboración mental, ideológica y, por consiguiente, que no tiene vínculo con la realidad, o al menos no un correlato que la justifique. O sea, lo que nos quiere decir es algo así como que la lucha de los mártires de Chicago por la jornada laboral de las ocho horas (reclamo de un sector social) era más ideológica, o solo ideológica, que real: la denuncia de una situación injusta de explotación laboral. Sartori, a mi modo de ver, falla al entender las reivindicaciones de la identidad solo como productos ideológicos porque a nadie en sus cabales se le ocurriría afirmar que alrededor de las luchas por los derechos civiles de la población negra en Sudáfrica no existía un contexto real de opresión y que tan solo reclamaban por combatir o defender una ideología segregacionista o de reconocimiento respectivamente.

Migrantes, extraños y desintegrados

Pero el punto más cuestionable de la tesis de Sartori tiene que ver con los inmigrantes a los que califica como "extraños": "El inmigrante es, pues, distinto respecto a los distintos de casa, a los distintos a los que estamos acostumbrados, porque es un extraño distinto (…) En resumen, que el inmigrado posee (…) un plus de diversidad, un extra o un exceso de alteridad" (107). De entrada, sitúa a los inmigrantes en una posición de amenaza potencial per se contra la sociedad que los acoge. Tal extrañeza la atribuye a determinadas diferencias radicales (religión y etnia) respecto a otras superables (lengua y costumbres). Entonces, habría algunos más y otros menos distintos. Curiosa distinción la de Sartori: "una política de inmigración (…) que no sabe o que no quiere distinguir entre las distintas extrañezas es una política equivocada destinada al fracaso". Pero ¿acaso no existe extrañeza entre europeos y, sin ir muy lejos, al interior de sus naciones? El ex candidato a la presidencia en Francia, Jean Marie Le Pen, manifestó no sentirse representado por su selección de fútbol en alusión a la cantidad de jugadores de raza negra. Antes del partido por la final de la Eurocopa 2008, catalanes y vascos hinchaban por el equipo rival de España. Los migrantes de Europa Oriental son un poco más reconocidos que los africanos, árabes o latinoamericanos, pero solo un poco porque también representan una buena parte de la mano de obra barata que realiza los trabajos que la mayoría de europeos occidentales no quiere realizar. Antes del milagro económico español, era común el adagio "África comienza al otro lado de los Pirineos", lo cual evidencia que la aceptación de que España y Portugal son tan europeas como el resto de naciones es reciente.

Cuando evalúa las causas de la migración europea hacia América, las justifica en tanto Europa exportaba migrantes hacia tierras despobladas y acogedoras en momentos que la explosión demográfica generaba una gran crisis. A ello cabría agregar las oleadas de refugiados por las guerras mundiales y la persecución a los judíos. Pero al analizar la migración hacia Europa concluye que las causas principales radican en la riqueza de las naciones europeas —es decir, los migrantes del Tercer Mundo llegan a Europa "como moscas a la miel" seducidos por la bonanza económica— y por la desidia de los europeos ante trabajos de menor jerarquía, los cuales son asumidos en gran parte por los migrantes. De esto se desprende que los europeos llegaron a un continente americano pobre, pero abundante en oportunidades, mientras que los migrantes actuales llegan a un continente rico pero escaso de oportunidades. Lo que olvida mencionar es el estado de devastación en que las antiguas potencias dejaron a sus colonias. Salvo las naciones integrantes de la Commonwealth, después de obtener la independencia, las naciones descolonizadas se debatieron en luchas intestinas por el poder entre caudillos que eran alentados según los intereses de la antigua metrópoli colonialista. Tampoco dice que las empresas transnacionales instaladas en los países subdesarrollados difícilmente aseguran el bienestar económico de la población local. (Las empresas europeas que extraen pescado del lago Victoria en África centroriental proveen ingentes cantidades de este alimento a los mercados europeos; sin embargo, el panorama alrededor de ellas es desolador: miseria, hambre y explotación). Ni de los regímenes totalitarios apoyados por gobiernos que perpetúan su influencia mediante el dictador de turno.

Dentro de este panorama nada auspicioso, es lógico que la migración no solo sea una vía para lograr una calidad de vida mejor, sino, sobre todo, una lucha por la supervivencia; en este caso, el término "migración" es un eufemismo de "huida" o "salvación". En resumidas cuentas, tanto los europeos como los africanos y latinoamericanos migraron porque en sus tierras de origen no existían posibilidades de desarrollo: muy aparte de que el lugar de destino fuera próspero o miserable, la invasión del paraíso ajeno resultaba mejor que la conservación del infierno propio.

Respecto a la cesión de ciudadanía a los inmigrantes, opina que no garantiza en absoluto su integración a la sociedad que los acoge. Y en vista que los conflictos culturales tienden a agravarse en Europa debido a que los inmigrantes insisten en conservar sus costumbres, muchas de las cuales entran en conflicto con la sociedad occidental, propone que se restrinja la ciudadanía europea a los inmigrantes a condición de que se integren. Aunque no lo dice abiertamente, de este planteamiento se deduce que la integración de los inmigrantes pasa por renunciar a manifestaciones culturales consideradas conflictivas: "… el hecho es que la integración se produce sólo a condición de que los que se integran la acepten y la consideren deseable. Si no, no. La verdad banal es, entonces, que la integración se produce entre integrables y, por consiguiente, que la ciudadanía concedida a inmigrantes inintegrables no lleva a integración sino a desintegración" (114). El temor de Sartori es que los inmigrantes se conviertan en ciudadanos diferenciados debido a que no se sienten obligados a integrarse pese a que fueron beneficiados por la ciudadanía. Cita como ejemplo a los latinos que prefieren votar por sus similares durante las elecciones e interpreta esto como una señal de resistencia a la integración, en contraste a los italianos que "se integraron a la perfección" (115).

A continuación, mis observaciones. En primer lugar, define la integrabilidad según el grado de retribución del inmigrado para con la sociedad que le otorga ciudadanía; de ello se implica que esta es para Sartori una especie de bendición para el inmigrante o letra en blanco mediante la cual empeña su identidad a cambio de determinadas ventajas administrativas, civiles, políticas pero no culturales. Con ello, contradice su argumentación a favor de los derechos del ciudadano frente a la sujeción de los súbditos y los privilegios de las élites. Tal como lo expone en sus ejemplos, la ciudadanía no aparece como un derecho consustancial al ser humano, sino como un favor que determinados estados-nación otorgan a los migrantes, a los "extraños" para que sean menos raros a los ojos de los locales. Los migrantes deberían entonces sentirse agradecidos y no pecar de ingratos, puesto que adquirieron el privilegio de "ser europeos". El error en su razonamiento es que, paradójicamente, convierte a la ciudadanía en un privilegio que los europeos otorgan a los migrantes, deslegitimando su propia argumentación de la ciudadanía como derecho.

Sin embargo, en segundo lugar, lo más grave es que siendo un intelectual de la izquierda liberal no contemple en absoluto la noción de ciudadanía universal, un proyecto que la izquierda democrática contemporánea no debe soslayar y que, de hecho, diversos académicos, intelectuales y activistas sociales están esforzándose por consolidar para sacar del marasmo a aquella izquierda anquilosada en el nacionalismo confrontacional, en la teoría cultural o en las excesivas concesiones a la globalización de tinte neoliberal.

En tercer lugar, los ejemplos que utiliza para fustigar la resistencia a la integración son bastante cuestionables. Si bien la adquisición de la ciudadanía no garantiza la integración del migrante, tampoco garantiza su reconocimiento de parte de la sociedad muy aparte de formalidades administrativas como poseer una cédula de identidad o un pasaporte. ¿Acaso la libre asociación por afinidades espontáneas no es un postulado del liberalismo político? A gran parte de los inmigrantes latinos, africanos o árabes no les queda otra opción que asociarse entre sus similares al interior de una sociedad que los discrimina con o sin ciudadanía y frente a un gobierno como el actual en los Estados Unidos que pretende solucionar la inmigración ilegal con un muro de contención. El error consecuente de la apreciación que expone sobre los latinos es la generalización con la que los trata, es decir, como un bloque que rechaza la integración a la sociedad norteamericana y no como la estrategia de un sector de los inmigrantes que no ha obtenido la ciudadanía cultural a pesar que sus documentos digan que es estadounidense o ciudadano comunitario. Por otro lado, Sartori pierde de vista la responsabilidad de las erradas políticas gubernamentales para enfrentar el problema migratorio. El gobierno de los Estados Unidos bajo la administración Bush ha promovido la paranoia entre los ciudadanos por el tema de la seguridad nacional después del 11 de septiembre, a tal punto que los extranjeros más "extraños" por la raza, lengua, costumbres y religión son considerados una potencial amenaza. Esta situación diluye la dicotomía entre extrañezas superables y radicales expuestas por el autor: al final el extraño será siempre una amenaza si se lo aprecia con los ojos de quien ve a un alien. ¿Cómo espera entonces Sartori que reaccione un latinoamericano si en Estados Unidos o en Europa lo tratan como ciudadano de segunda clase?

El cuarto error, en relación con lo anterior, es que el connotado politólogo italiano confunde ciudadanía con nacionalidad. Por ello, no me extrañaría que los parlamentarios europeos hayan leído a Sartori antes de aprobar la criminalización de la inmigración, ya que plantear que Europa cierre la inmigración y exija a los inmigrantes que se integren sí o sí —sin tomar en cuenta los obstáculos existentes desde la sociedad occidental que se ve a sí misma como el único centro— es una medida tan arbitraria como la resolución del parlamento europeo. Esta propuesta que salvaguarda los intereses europeos sí es realmente arbitraria porque exige como condición para otorgar ciudadanía la renuncia a la identidad cultural propia sí esta es conflictiva (¿podemos meter en un mismo saco el velo islámico y la muerte por apedreamiento a las adúlteras?). Lo otorgado en el análisis de Sartori no es la ciudadanía, sino la nacionalidad, es decir, la documentación necesaria que sustenta la pertenencia a determinado estado-nación con los consecuentes deberes y derechos contemplados para tales ciudadanos. En cambio, la ciudadanía es una categoría mucho más amplia que la nacionalidad, sobre todo en un contexto de globalización como el actual en el que los estados-nación se encuentran en crisis y las fronteras económicas y culturales se derrumban. Tal amplitud provee al ser humano de una ciudadanía global cuyos antecedentes más importantes son la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano en 1789 en el marco de la Revolución Francesa y la Declaración universal de los derechos humanos aprobada por las Naciones Unidas en 1948. Por lo tanto, la ciudadanía no se puede otorgar como quien emite un pasaporte porque ya es un derecho humano universal. No obstante, sorprende que un liberal de izquierda como dice ser Sartori desconozca que la universalidad de los derechos humanos fue una reivindicación liberal.

Si su análisis sobre el problema migratorio en Europa era en mucho censurable, su explicación sobre las causales del racismo se llevan el premio mayor. Luego de concluir que de la ciudadanía no se deriva la integración, afirma que si se concede el derecho de voto a los más extraños "este servirá, con toda probabilidad, para hacerles intocables en las aceras, para imponer sus fiestas religiosas (el viernes) e, incluso (son problemas en ebullición en Francia), el chador a las mujeres, la poligamia y la ablación del clítoris" (118). Sartori teme que los inmigrantes islámicos adquieran las libertades políticas y civiles que les permitan amurallarse contra cualquier acción en contra de sus costumbres a pesar de que estas sean conflictivas para los europeos. Tiene la certeza de que los problemas sociales generados por los inmigrantes vienen de los ilegales y de los legalmente instalados, pero no dice un ápice sobre los skin heads neonazis y los partidos de ultraderecha que alientan una confrontación directa contra los inmigrantes. ¿Acaso los cientos de casos de ataques contra inmigrantes fueron precedidos por la pregunta acerca de la situación legal de la víctima? Los racistas y xenófobos no distinguen documentos, sino colores de piel y afinidades culturales (lengua, religión, costumbres, etc.) Gozar de la ciudadanía francesa o comunitaria no le garantiza inmunidad a un africano, latinoamericano o árabe contra agresiones vedadas o directas. De esta manera, pierde de vista la agresión proveniente desde los sectores más radicales de la sociedad europea, pero a la vez, resalta solo los perjuicios —justificados muchos de ellos— generados por los inmigrantes ilegales, lo cual es muestra de un pensamiento jerárquico imperante que se autoconsidera central sin contemplar la posibilidad de que en otros contextos es periférico.

De las afirmaciones de Sartori, se infiere que las causas del racismo ¡la tienen las víctimas! porque habrían excedido los límites cuantitativos requeridos para una convivencia armónica.

"Una población foránea del 10 por ciento resulta una cantidad que se puede acoger; del 20 por ciento, probablemente no; y si fuera del 30 por ciento es casi seguro que habría una fuerte resistencia frente a ella. ¿Resistirla sería "racismo"? Admitido (pero no concedido) que lo sea, pero entonces la culpa de este racismo es del que lo ha creado" (121).

Y más adelante agrega: "el verdadero racismo es el de quien provoca el racismo" (122).
Nuevamente, Sartori deja algunos vacíos sin explicar. ¿Qué se entiende por resistencia? ¿Cómo resistir? ¿Contra quién? Indignarse por la delincuencia generada por los inmigrantes ilegales y por lo tanto resistirse a su permanencia no es el mismo tipo de resistencia que oponen ciertas discotecas limeñas para evitar el ingreso de algunas personas o la de aquel desadaptado que golpeó a patadas a una inmigrante ecuatoriana en el metro de Madrid o la de pandillas de skin heads contra estudiantes turcos en Alemania. Existen, pues resistencias y resistencias. Y aunque expresa que se refiere a la inmigración ilegal, su argumentación falla en el sentido de que en la práctica —como lo señalé líneas arriba— los discriminadores actúan sin tomar en cuenta la documentación del migrante. El rechazo hacia la delincuencia sectorizada en los inmigrantes ilegales tiene como agravante el que sean "extraños" racial o culturalmente. Lo que Sartori no analiza es que el desprecio racial o cultural hacia los inmigrantes legales se extiende en España, Francia, Alemania y Rusia. Entonces, siguiendo su razonamiento ¿Estos inmigrantes formales también tienen la culpa del racismo?

El resto es silencio…

A lo largo de todo el ensayo, no hay alusión alguna la interculturalidad como posible vía de solución a los conflictos derivados del multiculturalismo. Sartori entiende la integración como absorción y abandono, mas no como mutuo enriquecimiento entre las partes antagónicas. El autor de La sociedad multiétnica se encuentra en las antípodas del multiculturalismo, pero sus planteamientos no resuelven el problema, ya que sataniza a todas las reivindicaciones culturales por igual y agrupa a todos los inmigrantes en una misma categoría: los "extraños".

Cuando el Parlamento Europeo (y Sartori) acepten que la ciudadanía no es (o no debería ser) un privilegio otorgado mediante un pasaporte, sino un derecho humano global, cambiará su perspectiva respecto a los "extraños" que llegan al Viejo Mundo. La libre circulación no debe restringirse solo al comercio de productos, sino, también, a los seres humanos, por supuesto, respetando las normas internacionales vigentes. En este punto, Evo Morales estuvo muy acertado al declarar, en la reciente cumbre ALC-UE, que la prioridad era discutir el libre tránsito de seres humanos por el mundo antes que la premura por firmar tratados de libre comercio. Y el tiempo le dio la razón: Europa propinó un cachetazo a Latinoamérica al criminalizar la inmigración ilegal con la "directiva de retorno", es decir, convertir una infracción administrativa en un delito penal.

Finalmente, con este ensayo, Sartori nos deja un análisis bien sustentado de los perjuicios del multiculturalismo fragmentario, pero muchas ideas sueltas y cuestionables en torno a la inmigración y el racismo. Por mi parte, encuentro mayores respuestas a estas interrogantes en los planteamientos de la ética intercultural, la cual puede servir de mucho al liberalismo para establecer nexos con aquellas culturas que poseen una visión distinta de la libertad y del progreso, pero sin verse a sí mismo como la ideología del saber superior y reconociendo que cada cultura tiene el derecho de construir su propio liberalismo.

viernes, julio 11, 2008

Ser gay o lesbiana no tiene nada de malo



Iván Bruno Bartolo

Ha transcurrido mucho tiempo desde que la gente pensaba que los homosexuales eran una minoría insignificante en el mundo, pero en el tiempo en que vivimos es una realidad que se ve en todos lados. No hay una cifra exacta que nos indique a cuánto asciende la población homosexual en nuestro país; sin embargo, lo cuerto que existen y exstirán pese a quien le pese.

Hace poco se realizí el corso gay en Lima, donde se apreció a todo tipo de personas, no solo gays, sino también, heterosexuales que apoyaron espontáneamente esta marcha.

Era la tarde del 28 de junio del 2008, con plumas, lentejuelas y mucha música se celebraba el "Día del orgullo gay", con símbolos, banderolas en mano que enarbolaban los colores propios del arcoris y carteles que decían "somos iguales a todos", "viva el mundo homosexual", "no a la discriminación".

Los símbolos utilizados por el movimiento homosexual son diversos, pero el más popular es el de la bandera que se aprecia en el corso cuyos colores poseen un significado individual: el rojo representa la vida; el anaranjado, la salud; el amarillo, el sol; el verde la naturaleza; el azul, el arte; el lila, el espíritu; el rosado, la sexualidad y el índigo para la armonía.

Durante este desfile no solo se podía observar estos emblemas, sino también a personas disfrazadas, en su mayoría travestis, que, colocándose peluca multicolores, con extremo maquillaje en sus rostros, cejas postizas y lentes de contacto, formaban parte del show que nos ofrecía la marcha.

No todos eran gays en la marcha, también estaba presente un gran grupo de lesbianas, las que me acompañaron durante el recorrido. Debora, de 22 años, una joven estudiante de la Universidad de Lima con la que pude hablar, me contó que en otras oportunidades había asistido a esta clase de eventos. Ella siente que la sociedad limeña los discrimina mucho, le han arrojado cosas por andar con su enamorada de la mano, no depende del lugar, esto puede ocurrir en el más "ficho" de Lima como en el más marginal. La reacción de los homofóbicos es impredecible.

Según la psicóloga Ana María Castañeda, muchos homofóbicos han sufrido abuso sexual en la infancia o intento de abuso y por ello, una forma de descargar su resentimiento es maltratando al homosexual. Otra razón es por una cuestión de rechazo al padre o a la madre dependiendo de cuál sea el conflicto. Este rechazo suele ocurrir por el autoritarismo del padre, lo cual genera violencia y a la vez resistencia contra todo lo establecido o contra aquello que represente la autoridad.

Sin embargo, el homosexual ¿nace o se hace? Esta es una pregunta típica que se suele hacer y las respuestas son variadas, pero Ana María Castañeda comenta que hay dos posturas fundamentalmente: una es la biológica que consiste en determinadas alteraciones hormonales en el feto durante la gestación las cuales presdisponerían al sujeto hacia una orientación sexual distinta al sexo biológico. De otra parte se encuentra el factor cultural, donde es la soceidad misma y las vivencias las que influyen en la adopción de determinada orientación sexual.

Rodrigo de 18 años también era parte de la marcha. Él siente la discriminación de la sociedad limeña, comenta que espera que algún día Lima y varios países de Latinoamérica cambien su manera de pensar respecto a los homosexuales y que la opinión pública adquiera una mentalidad más abierta para que ellos puedan sentirse como personas normales.

Todos los seres humanos vamos en búsqueda de la felicidad, y por ser "diferentes" esa búsqueda no quiere decir que sea incorrecta, la iglesia no aprueba este tipo de relaciones tampoco algunos estados. El haber conocido a Rodrigo y Debora me lleva a pensar que el ser homosexual no equivale a ser "raro", físicamente son jóvenes como cualquier otro y solo tienen una opción distinta al común denominador de la población. Sin embargo, la decisión está en todos nosotros, la eliminación del rechazo es urgente, nuestros propios familiares y amigos más cercanos pueden serlo. Por ello, debemos tomar conciencia de nuestros actos.

martes, julio 08, 2008

El Ejecutivo al borde de un ataque de nervios

Arturo Caballero

El paro nacional convocado para el 9 de julio viene generando en el oficialismo una paranoia no antes vista. Que Antero Florez-Aráoz sea ministro de Defensa y que Alva Castro continúe en Interior pese a su ineptitud solo nos confirma que el APRA del siglo XXI no solo ha cambiado sus paradigmas económicos sino también los políticos y sociales. Durante las movilizaciones contra el gobierno de Toledo por el Arequipazo del 2002, Alan García fustigó duramente al gobierno por la represión policial en el sur, además de conminar al gobierno a formar una comisión multipartidaria para negociar con los frentes regionales, en vez una comisión de alto nivel conformada por ministros de Estado. Tampoco debemos olvidar que en La Casa del Pueblo, se brindó posada a los manifestantes de la CGTP entre ellos a Mario Huamán. García y Del Castillo, frecuentaban las manifestaciones abrazados con el SUTEP y CGTP.

La psicosis del oficialismo alcanza cada día niveles insólitos. ¿Es que acaso temen un desborde popular como el "Moqueguazo"? Esta paranoia gubernamental no tiene fundamento: si bien existe una gran inconformidad en el interior del país, bloquear todos los accesos a Lima en las actuales circunstancias es poco probable debido a que, por un lado, los transportistas no acatarán el paro. Esto causará un gran impacto mediático, puesto que la población en su conjunto, y los trabajadores en general, acudirán a trabajar con cierta normalidad. Esta movilización ni remotamente se asemejará a la Marcha de los Cuatro Suyos. Ni en los peores momentos de la dictadura fujimorista de movilizó a las FFAA.

Lo que creo es que los sucesos de Moquegua han dejado una herida psicológica muy fuerte en el Ejecutivo y tal parece que no quieren exponerse a una nueva humillación: una cosa en Moquegua y otra muy diferente sería en los contornos de Lima. De todos modos, convocar a las Fuerzas Armadas aunque fuera para resguardar las instalaciones públicas, puede interpretarse, como bien apunta Jose Alejandro Godoy, como una señal indirecta de la incapacidad del ministro del Interior para controlar el orden. Si Alva Castro no se da por aludido debe tener la espalda mojada: todo le resbala.

Los discursos en juego están claros: el gobierno insistirá en exhibir el crecimiento económico y en descalificar a los sindicatos. Por su parte, estos continuarán por el peor camino alimentando lo que justamente desea el gobierno: tener la excusa necesaria para justificar acciones represivas.
Pronostico un paro deslucido, sin embargo, si las FFAA intervienen en la represión ello podría encender la chispa que precisamente el gobierno quiere apagar. García debería recordar lo de Ecuador y Bolivia hace algunos años. No vaya a terminar como Sánchez de Lozada, Lucio Gutiérrez o Fernando de La Rúa.

Ley, desacato y reforma:


Las dimensiones políticas de la desobediencia civil
[fragmento]

Por Alessandro Caviglia Marconi
ascaviglia@yahoo.com




1.- El concepto de desobediencia civil.

El término “desobediencia civil” es usado comúnmente para referir indiscriminadamente un conjunto de fenómenos políticos y jurídicos de naturaleza sumamente diversa. Ese uso común es problemático porque incurre en una serie de malentendidos que traen consigo confusiones que es necesario despejar. En determinados casos, algunos poderes de Estado –especialmente judiciales- de diferentes países han interpretado ciertos actos como casos de desobediencia civil y los han procesado de un modo erróneo lo cual ha derivado en planteamientos políticos confusos y peligrosos. Es por ello necesario proceder al esclarecimiento del término. Dicha dilucidación no puede proceder –como muchos abogados y juristas creen- contraponiendo casos y tratando de extraer los conceptos pertinentes a partir de estos. Ese procedimiento no permite extraer los principios adecuadamente. La manera de hacerlo es realizando una reflexión crítico-filosófica que permita pulir los conceptos pertinentes de manera racional.

A fin de realizar esta aclaración en torno al concepto de “desobediencia civil”, exploraremos una serie de fenómenos con los que ha sido confundido para, inmediatamente después, presentar un cierta determinación del mismo.

1.1.- La sedición

Por desobediencia civil no debe entenderse toda forma de desacato a la ley. Una forma de desacato que es necesario distinguir de la desobediencia civil la constituye la sedición contra el gobierno o contra el Estado. Es posible encontrar en el pensamiento político de Thomas Hobbes algunos elementos para la elaboración de una teoría de la sedición, claro está, de manera matizada y diluida hasta el punto que parece no haber un derecho a la sedición propiamente dicha. Dichos elementos germinales se encuentran en el texto del Leviatán, donde se dice:

La obligación de los súbditos con respecto al soberano se comprende que no ha de durar ni más ni menos que lo que dure el poder mediante el cual tiene capacidad para protegerlos. En efecto, el derecho que los hombres tienen, por naturaleza, a protegerse a sí mismos, cuando ninguno puede protegerlos, no puede ser renunciado por ningún pacto[2]

Queda claro en este pasaje cómo la obligación política y jurídica de los ciudadanos al estado soberano tiene sus límites en la capacidad que éste tenga para garantizarles protección. Sin embargo, fuera de ese caso específico, en la teoría política y jurídica hobbesiana se puede observar resistencia a otorgar a los ciudadanos el derecho a la sedición[3].

A diferencia de Hobbes, John Locke nos va a ofrecer una resuelta teoría respecto de la legitimidad de sedición. En el segundo tratado sobre el gobierno civil, plantea la posibilidad del desacato a las leyes del Estado cuando estas representan la tiranización sobre la ciudadanía. Locke lo expresa en los siguiente términos:

La tiranía es un poder que viola lo que es de derecho; y un poder así nadie puede tenerlo legalmente. Y consiste en hacer uso del poder que se tiene, mas no para el bien de quienes están bajo ese poder, sino para propia ventaja de quien lo ostenta.

Y continúa afirmando:

Así ocurre cuando el que le gobierna, por mucho derecho que tenga al cargo, no se guía por la ley, sino por su voluntad propia; y sus mandatos y acciones no están dirigidos a la conservación de la propiedad de su pueblo, sino a satisfacer su propia ambición, venganza, avaricia o alguna otra pasión irregular.[4]

En la concepción de Locke encontramos que, frente a las pretensiones tiranizantes por parte de quien detenta el poder político, los ciudadanos cuentan con el derecho de resistir, puesto que semejante actitud despoja de legitimidad a las autoridades. Así Locke señala que:

Cualquiera que, en una posición de autoridad, exceda el poder que le ha dado la ley y usa esa fuerza que tiene bajo su mando para imponer sobre los súbditos cosas que la ley no permite cesa en ese momento de ser un magistrado, y, al estar actuando sin autoridad, puede hacérsele frente igual que a cualquier hombre que por la fuerza invade los derechos de otro... [Así,] quien tiene autoridad para apoderarse en la calle de mi persona puede ser resistido, igual que se resiste a un ladrón, si pretende entrar en mi casa para efectuar el arresto a domicilio; y podré yo resistirle, aunque él traiga una orden de detención que le autoriza legalmente a arrestarme fuera de mi casa[5].

En estos pasajes de Locke, no se expresa abiertamente la posibilidad de la sedición tanto como la posibilidad de ofrecer resistencia a una autoridad que actúa tiránicamente, invadiendo esferas que le están vedadas por la naturaleza de su cargo. Sin embargo, es posible encontrar aquí indicios claros de una teoría de la sedición.

Ciertamente, en otros autores clásicos y modernos podríamos encontrar algunos gérmenes o esbozos de un teoría de la sedición[6], pero basta con estas piezas famosas de la literatura filosófica para caracterizarla y poder distinguir, en contraposición, algunos rasgos de la desobediencia civil. En el caso de la sedición, puesto que la justificación del Estado es a) evitar la muerte violenta de los individuos, b) garantizar la paz en la sociedad y c) resguardar los derechos legítimos de las personas -en caso de que éste no cumpla con tales exigencias, va perdiendo paulatinamente legitimidad- ciertamente, la falta frente a cada una de estas exigencias no acarrea las mismas consecuencias políticas. La falta contra b) puede no tener las mismas consecuencias políticas como la falta contra a) o c), dependiendo del grado de intensidad del conflicto que el Estado no esté en condiciones de evitar, controlar o contener. En este sentido, la guerra civil en la que el Estado parece ser inexistente pone en entredicho su legitimidad política. Por otra parte, el hecho que el Estado no esté en condiciones de resguardar los derechos de los ciudadanos pone en entredicho su legitimidad dependiendo si los derechos vulnerados son fundamentales o si es el mismo Estado el que vulnera tales derechos. Pero en caso en el que la pérdida de apoyo político de los ciudadanos al Estado resulta inevitable y plenamente justificado ocurre cuando el Estado atenta contra la vida de las personas.

En todos los casos en que los ciudadanos tienen justificaciones suficientes para retirar al gobierno o al Estado el apoyo político necesario, les sería permitido remover el gobierno y cambiar, parcial o totalmente, de sistema político por medio de acciones violentas. Pero, aunque se trata de acciones llevadas a cabo por principios políticos fundamentales, es decir, morales, (la supervivencias de las personas y el resguardo de sus derechos fundamentales) no se trata de casos de desobediencia civil. Aquí las acciones llevadas a cabo son de carácter violento, en cambio en el caso de la desobediencia civil no es permisible el uso de la violencia. En la sedición o insurrección moralmente motivada y justificada, los subversivos consideran que el Estado ha perdido plenamente el derecho a su apoyo político, de modo que si la insurrección fracasa los implicados en ésta no se someten por sí mismos a la justicia de aquel Estado que consideran ilegitimo, sino que se les obliga a ello por medio de la fuerza pública que el Estado controla. La desobediencia civil, en cambio, supone que los ciudadanos que desacatan la ley por una cuestión de conciencia están dispuestos a cumplir con las penas que el Estado tiene previstas para ellos.
[...]

1.3.- El derecho de insurgencia[10].

Una figura política que hemos de analizar antes de abordar la desobediencia civil es el derecho de insurgencia. El derecho de insurgencia consiste en el derecho que tiene la ciudadanía para derribar el gobierno vigente porque el actuar de éste no se ajusta a lo que la ley, expresada en la constitución, le exige. Aquí se opera una distinción que se presupone en todo Estado Democrático de Derecho, pero que se hace explícito aquí. Se trata de la distinción entre gobierno y Estado. El gobierno es quien detenta el poder y ocupa el poder ejecutivo, mientras que el Estado es el sistema de leyes y derechos encabezado por la Constitución. En un gobierno democrático el gobierno está obligado a regir sus acciones políticas conforme a la Constitución. De no ser ese el caso, los ciudadanos cuentan con el derecho de insurrección, por medio del cual pueden derribar el gobierno vigente para hacer prevalecer la Constitución.
El derecho a la insurrección se distingue de la sedición en que quienes lo ejercen mantienen su fidelidad a la ley y a la Constitución, mientras que el sedicioso manifiesta abiertamente su intención de subvertir no sólo el gobierno, sino también la Constitución, puesto que no la reconoce como justa. La insurrección es, pues, una acción política que se realiza en defensa de la Constitución.

1.4.-La desobediencia civil.

La objeción de conciencia que en Sócrates hemos encontrado supone que el objetor tiene motivos morales que pueden tener validez pública y, sin embargo, la ley no se deja de cumplir; en cambio en el caso del sentido más extendido de la objeción de conciencia el sujeto en cuestión presenta motivos privados (religiosos o vinculados a una visión global de la vida), mas no morales – es decir, no de justicia-, además de incurrir en una violación de las normas establecidas. La desobediencia civil se diferencia de ambos tipos de objeción en que supone una trasgresión de la ley vigente, tienen como objeto conseguir la derogación de la misma ley (u otra ley[11]) y está dispuesto a asumir las consecuencias legales que sus actos implican.



[...]

1.4.2.- Desobediencia civil en sentido estricto.

La perspectiva estricta de Rawls muestra su superioridad respecto de la versión lata ya que permite precisar de mejor modo los conceptos. En su Teoría de la justicia y en el conjunto de trabajos titulado Justicia como equidad Rawls se dedica a la desobediencia civil de manera sistemática, con el fin de ofrecernos una teoría consistente. Sus esfuerzos tienen éxito porque sus conceptos se encuentran acrisolados filosóficamente.
Rawls precisa el concepto de desobediencia civil, recurriendo a la definición otorgada por Bedau[15]. De esta manera señala en su Teoría de la Justicia que la desobediencia civil consiste en:

Un acto público, no violento, consciente y político, contrario a la ley, cometido habitualmente con el propósito de ocasionar un cambio en la ley o en los programas de gobierno[16].

Rawls restringe la teoría sobre la desobediencia civil a las sociedades democráticas que contienen un sistema democrático constitucional. Aquí es necesario percibir cómo en estos sistemas jurídicos y políticos de plena legitimidad se pueden legislar leyes ilegítimas. Además se necesita precisar qué tipos de acciones son legítimas dentro del proceso mismo de la desobediencia.

Las democracias constitucionales basan su legitimidad en principios públicos de igualdad, imparcialidad y cooperación social entre ciudadanos libres e iguales, principios amparados en la constitución de democrática propia del Estado de Derecho. Estos principios de justicia modelan la producción de las leyes conforme a procedimientos establecidos y legitimados por descansar en las intuiciones de justicia en una sociedad democrático-liberal. Al interior de los mismos procedimientos de producción de normas jurídicas los pesos relativos de las mayorías y las minorías en el poder legislativo van modelando las leyes que se establecen y que resultan legítimas por el mismo procedimiento que les ha dado origen. En ese ínterin, sin embargo, es posible que las leyes jurídicas que se produzcan no respondan a las exigencias que brotan de los principios constitucionales. Dicha distancia es debida al peso que la mayoría parlamentaria ha tenido durante el proceso, de modo que las leyes, en vez de representar la igualdad jurídica de los ciudadanos, la imparcialidad de la ley y la cooperación social entre ciudadanos considerados libres e iguales, terminan arrinconando los derechos y las libertades de una minoría social.
La desobediencia civil se inscribe en este contexto. Las personas y los grupos que realizan actos de desobediencia civil perciben la distancia que existe entre los principios constitucionales y las leyes legisladas, y en señal de protesta deciden violar ciertas leyes promulgadas. Puesto que dicha distancia puede ser reconocida públicamente por los ciudadanos cuando reflexionan suficientemente, el o los disidentes se encuentran en condiciones de ofrecer argumentaciones y justificaciones al resto de sus conciudadanos. Así, los actos de desobediencia no se fundamentan en consideraciones privadas, como cuestiones religiosas, partisanas o de intereses privados. Las razones que se esgrimen son políticas, es decir, son pertinentes para la discusión pública. Los actos y las argumentaciones que esgrime el o los desobedientes civilmente son políticas o públicas en tres sentidos. 1) Se encuentran como reclamaciones de parte de la minoría ante la mayoría política; 2) las motivaciones de las acciones y el carácter de los argumentos son públicos, es decir, tienen como contenido cuestiones de interés público y afectan las estructura básica de la sociedad. Finalmente, 3) estos actos y argumentaciones son públicas no sólo por su contenido sino por la forma en que son expresados y discutidos: los actos en cuestión no son realizados a espaldas de la esfera pública, no se trata de actos secretos y en la oscuridad, sino que son realizados a la vista de todos los ciudadanos. Los argumentos que respaldan tales actos son esgrimidos en la esfera pública y son puestos a consideración del resto de la ciudadanía.

Es necesario señalar que los actos y argumentos en la desobediencia civil son políticos pero tienen una motivación moral. Surgen desde la conciencia de individuos movidos por intuiciones de moralidad política que se encuentran en el sentido de justicia política presente en todo ciudadano razonable. Sin embargo no basta con la publicidad de los actos y las argumentaciones, sino que es necesario que los disidentes hayan intentado disuadir a la mayoría respecto a lo injusto de las leyes en cuestión. Ello supone que la injusticia producto de la ley se ha venido manteniendo en el tiempo y que los disidentes han llevado a cabo acciones dentro de los causes legales regulares con el fin de invocar el sentido de justicia de la mayoría. Además las leyes en cuestión han de significar violaciones sustanciales y claras de derechos y libertades fundamentales y a la igualdad de oportunidades consagrados en los principios de la justicia, al tiempo que es necesario restringir la desobediencia civil a casos en los que los disidentes están dispuestos a afirmar que cualquier otro ciudadano podría reaccionar de manera similar si la situación es similar.

Otra característica de la desobediencia civil entendida en sentido estricto es que las motivaciones que los disidentes tienen no se basen en el interés de parte[17], que los actos en cuestión no sean violentos y que quienes los realizan se encuentren dispuestos a someterse a las penas que acarrea la violación de las leyes positivas. Los desobedientes civilmente pueden transgredir las leyes pero en ningún caso vulnerar los derechos de los demás ciudadanos. Sus actos deben ser pacíficos y no pueden producir daños a otros. Por otro lado, ellos no pueden eludir las consecuencias legales de sus actos. Pero como dichos actos tienen como objeto señalar la ilegitimidad, desde el punto de vista de la moralidad política, de ciertas leyes, éstos tienen como objetivo llamar a reflexión a la mayoría parlamentaria a fin de que se corrijan dichas leyes. En el caso que la mayoría desoiga tales llamados la desobediencia puede reiterarse o puede pasarse a figuras violentas de resistencia a las leyes injustas. Esto último ya abandona el campo de la desobediencia civil.

La desobediencia civil tomada en su sentido estricto supone el compromiso del disidente con la constitución y los principios de justicia que la inspiran. Es por ello que sus actos se distinguen radicalmente del militante sedicioso. Las acciones del disidente son no violentas y muestran un desacuerdo moral sincero ante la ley, sinceridad que se expresa a través de la aceptación de las consecuencias legales de sus actos[18]. El militante sedicioso, por su parte, no se encuentra comprometido ni con la constitución ni con los principios de justicia presentes en ella; él, más bien, actúa con el propósito de subvertir la concepción de la justicia imperante, motivado por una concepción de lo justo distinta. Por ello entiende que el uso de la fuerza es legítimo y no se encuentra dispuesto a acatar, de buen grado, las consecuencias legales de sus actos, puesto que considera que las penas no tienen una base de justicia adecuada.

Entendida en un sentido estricto, la desobediencia civil se acerca a dos figuras constitucionales propias del Estado democrático de derecho: el control difuso de la constitución y el control concentrado (o abstracto) de la misma. Si en el caso de la desobediencia civil son los ciudadanos quienes señalan que una norma específica no es consistente con los principios democrático-liberales, en los caso del control difuso y concentrado de la constitución sucede también una demanda respecto de una norma vigente. Para el caso del control difuso, el que demanda la norma no es un ciudadano cualquiera, sino un juez, quien –en vista de la distancia que ésta guarda con los principios democráticos- decide declarar su inaplicabilidad para un caso concreto. De esta manera, hace valer los derechos fundamentales frente a cualquier otra norma dada por la posición éstos tienen en la constitución. La norma en cuestión no resulta derogada, sino simplemente se declara su inaplicabilidad al caso en cuestión. En el caso del control concentrado o abstracto de la constitución ya no se trata de un juez sino del tribunal constitucional, quien deroga la norma en cuestión[19].

[...]

lunes, julio 07, 2008

REPENSANDO LA REBELIÓN DE LOS PASQUINES


Víctor Condori
Licenciado en Historia



Durante el lejano periodo colonial, Arequipa la Ciudad Blanca, supo cosechar orgullosa títulos y reconocimientos reales muy importantes; fue la “Muy noble y muy leal” y también la “Fidelísima”. Sin embargo, al llegar los nuevos tiempos republicanos sufrió una transformación, casi una mutación, cambiando los escudos y blasones por las armas y revoluciones. Arequipa se convirtió en una ciudad rebelde, en el “León del sur”, la “ciudad caudillo”, en la ciudad “más representativa de la República”, como la llamó el maestro Jorge Basadre.

El objetivo del presente ensayo es revisar, a través de diferentes estudios, los factores que llevaron a una ciudad colonial con fama de “fidelista” a levantarse contra un conjunto de reformas introducidas por la corona española a fines del siglo XVIII y a su vez, repensar sobre la imagen tradicional que se tiene de esta revuelta urbana, vista tan solo como el rechazo de una élite egoísta, encubierta por una plebe manipulada y ajena a cualquier tipo de interés. Cuestionando, finalmente, el carácter prerrevolucionario y precursor de la misma.

AREQUIPA REVOLUCIONARIA

Son todavía legendarias las revoluciones arequipeñas, pese al silencio oficial , y aunque la mayor parte de estas tuvieron como escenario el periodo republicano, la primera de ellas, la que inició esta saga, se produjo en las postrimerías del periodo colonial, diez meses antes del mayor levantamiento indígena del siglo XVIII: la rebelión de Túpac Amaru.

Sucedió en enero de 1780, en ella participaron todos los sectores de la sociedad arequipeña y fue denominada por el desaparecido historiador Guillermo Galdos Rodríguez como “La Rebelión de los Pasquines”, pues se llama pasquines a los escritos anónimos que se colocan en lugares públicos y que contienen expresiones satíricas o de amenaza contra el gobierno o autoridades locales. Precisamente, fue de este modo como se inició la citada rebelión, cuando en la madrugada del sábado 1º de enero de 1780, apareció un pasquín pegado en la puerta de la iglesia catedral, que decía:

“Quito y Cochabamba se alzó
y Arequipa ¿porqué no?
la necesidad nos obliga
a quitarle al aduanero la vida
y a cuantos le den abrigo
¡Cuidado!

ANTECEDENTES DE LA REBELION

a. Las Reformas Borbónicas

A principios del siglo XVIII, ascendió al trono español una nueva dinastía o casa real: los Borbones. Junto con ellos, se introdujo en las colonias americanas un conjunto de cambios y transformaciones en todos los órdenes, que alteraron irreversiblemente la vida de una gran parte de sus habitantes. A tales innovaciones se les conoce con el nombre de Reformas Borbónicas.

En términos generales, dichas reformas buscaban modernizar el imperio español, colocarlo al mismo nivel que otras potencias europeas como Inglaterra o Francia y al mismo tiempo, hacer de Hispanoamérica una región económicamente mucho más productiva y eficiente. Particularmente, las reformas representaron un proyecto integral , pues además de la administración y economía, abarcaron aspectos tan vitales como la educación y la cultura, la higiene y la salud, la ciencia y la tecnología, los espacios públicos y la diversión, el ejército y las milicias, etc. Toda una transformación del mundo colonial americano. Sin embargo para ser llevados a cabo en su totalidad, el gobierno borbónico debía de contar con recursos económicos suficientes. Con este fin dio enorme impulso a un conjunto de medidas económicas, que posibilitasen obtener mayores ingresos y de ese modo hacer posible tales reformas.

No obstante, la mayor parte de las innovaciones borbónicas fueron introducidas de manera progresiva y con cierto respaldo de los colonos americanos, el aumento en los impuestos junto con un control más riguroso de la recaudación generaría no solo el rechazo de la población sino también, una oleada de protestas y motines urbanos en distintos puntos de América del Sur; como en Quito en 1765 y Cochabamba en 1777, y así ocurriría también en Arequipa, en enero de 1780.

b. Las Reformas Económicas en Arequipa

Las reformas fiscales borbónicas se intensificaron en las colonias americanas durante el reinado de Carlos III (1759-1788); quien determinado a ponerlas en práctica, envió al virreinato peruano en 1777 a José Antonio de Areche, con el cargo de Visitador General. Dentro de las principales medidas a implementarse estuvieron:

- El aumento del impuesto del Alcabala de 4 a 6%.
- La aplicación del nuevo impuesto de 12.5% sobre la producción de aguardiente.
- El restablecimiento del Quinto Real (20%) sobre la producción, acuñación y trabajo de los metales preciosos, y
- Una nueva reclasificación de los tributarios y su inclusión dentro de este grupo a indios forasteros, mestizos y castas.

Aunque necesarias para la corona, todas estas disposiciones habrían de comprometer sensiblemente los intereses de los diversos sectores socioeconómicos de la ciudad y sus alrededores:

El Alcabala, siendo un impuesto a la comercialización de mercancías afectaba no solo a los comerciantes locales, sino también, a los pequeños agricultores (chacareros), quienes regularmente conducían sus productos para la venta en los mercados de la ciudad. Junto con ellos, también lo sufriría el público en general, al tener que comprar dichos productos a precios más elevados.

El Nuevo Impuesto sobre el aguardiente , perjudicaba directamente a los productores y comerciantes de la región; lo cual era decir bastante, debido a que la producción de vinos y aguardientes constituía la base de la economía colonial arequipeña, además de ser la principal fuente de riqueza de las principales familias locales como los Goyeneche, Bustamante, Barreda, Gamio, Rivero, La Fuente, Bustamante, Moscoso, Tristán, Benavides, Berenguel, etc. Asimismo, dentro de la ciudad el aguardiente tuvo gran demanda en las tabernas, tiendas y chicherías. Estas últimas, consideradas por los arequipeños de la época como locales tan públicos como una plaza y precisamente a ellas concurrían desde funcionarios reales hasta humildes artesanos.

El reestablecimiento del Quinto Real , atentaba grandemente contra los intereses de mineros, comerciantes de plata y oro, al gremio de plateros de la ciudad e incluso al mismísimo clero. Esta última institución compraba objetos de oro y plata para la ornamentación y embellecimiento de sus numerosas iglesias y capillas. Asimismo, aunque poco conocido, pero no por ello menos importante fue el caso de las familias medianamente acomodadas, para quienes tales objetos metálicos representaban una forma de salvaguardar sus exiguos patrimonios, en una época sin bancos, mutuales o cajas de ahorro.

Una nueva reclasificación de tributarios, amenazaba con incluir dentro de esta “abyecta” condición a los indios forasteros y particularmente a mestizos, que representaban cerca del 20% de la población urbana de Arequipa (censo de 1796). Los mestizos eran hombres libres y tradicionalmente estuvieron exentos de toda contribución; ser incluidos para el pago de este impuesto significaría un descenso en su condición social, al mismo nivel de los indios. En este sentido, existía un temor oculto en muchos reconocidos vecinos de la ciudad, registrados frecuentemente como “españoles”, no obstante ser en realidad mestizos o como decían algunas autoridades de la época “tenían dicha marca”.

Si la introducción de las Reformas Fiscales Borbónicas amenazaba la estabilidad del conjunto de sectores socio-económicos de la ciudad. Desde los grandes hacendados y comerciantes, hasta los taberneros, panaderos, chacareros, plateros y población en general; entonces, todos “tenían algo que perder” con su introducción y sobradas razones para oponerse a ellas.

c. El establecimiento de la Aduana

A fin de realizar un cobro más estricto de los nuevos impuestos y tener un mayor control de las actividades económicas de la región, el Visitador General José Antonio de Areche anunció a su llegada, la creación de una aduana para Arequipa; la misma que debía empezar a funcionar a principios de 1780.

Una aduana era esencial para el éxito económico de la política fiscal en el Sur Andino y en Arequipa particularmente. Debido a que, desde el establecimiento del comercio libre (1778), la Ciudad Blanca recibía un mayor volumen de mercancías importadas y no solo desde la capital del virreinato como era lo habitual, sino de Buenos Aires e incluso, directamente de Europa. En razón de ello, con una aduana en la ciudad la corona ya no tendría que depender de funcionarios reales afincados en la capital del virreinato, para la recolección de impuestos sobre las mercancías importadas.

A fines de 1779, Areche nombró a Juan Bautista Pando, como administrador de la Real Aduana que se establecería en Arequipa y a Pedro de la Torre, como oficial mayor. Ambos eran limeños y sus respectivos nombramientos obedecían a la necesidad que tenía la corona de garantizar que los nuevos funcionarios no hayan tenido oportunidad de arraigarse en la región y consecuentemente, no se hubiesen creado compromisos y vínculos con la población local, que a la larga comprometerían su imparcialidad, sobre todo en el momento de aplicar las nuevas demandas económicas.
Lamentablemente para los arequipeños, la elección no pudo haber sido menos acertada. Ambos funcionarios, muy al margen de sus cualidades profesionales, carecían de la prudencia y la sensibilidad necesaria para percibir los cambios profundos que se generarían con la introducción de la aduana; y en una ciudad ya conmocionada por la aplicación de las nuevas medidas, la arrogancia y severidad de tales funcionarios produjo tantas “chispas” que una explosión social se hizo inevitable.

Antes de su ingreso a la ciudad, ya habían despertado los temores y rumores de toda la población local. En diciembre de 1779, apenas llegados a Camaná, hicieron un empadronamiento minucioso de los terrenos de cultivo e impusieron alcabalas hasta “a los alfalfares sembrados en las viñas y huertas”. Repitiendo igual comportamiento en los valles de Majes, Siguas y Vitor. Ya en la ciudad, algunos testigos informaron que Pando había públicamente presumido que en el primer año de su administración él aumentaría los ingresos reales de 80,000 a 150,000 pesos; y en el cercado valle de Tiabaya, había vuelto a alardear que dejaría a sus vecinos “en ropas interiores”.
No obstante los rumores y temores que se percibían en los diferentes ambientes de la localidad, la Real Aduana abrió sus puertas en Arequipa el 3 de enero de 1780; siendo recibido como era de esperarse, por una avalancha de pasquines de todos los tintes y matices, como los siguientes:

Aduaneros tenemos
con nuevas pensiones
que los sufran aquellos
que no tienen calzones


Quintos, repartos y aduanas
solo queremos quitar
más las reales alcabalas
no repugnamos pagar

A pesar de la amenaza implícita de estos escritos que diariamente aparecían en diversos sectores de la ciudad, los funcionarios aduaneros, ciegos y sordos, se conducían de manera tan abusiva y prepotente, que terminaron por confirmar los hasta entonces exagerados temores de la población arequipeña:
-Obligaban que todas las mercancías traídas a la ciudad, sean previamente depositadas en la aduana para su registro; no permitiendo que sus dueños puedan retirarlas sin el pago inmediato del impuesto del alcabala, pese a que la legislación colonial otorgaba el plazo de un año para cancelarlas. Generando de este modo, protestas tanto de ricos como de pobres por igual, debido a que los alimentos se echaban a perder por los días retenidos y consecuentemente, se tornaban inservibles para su venta.
-Cobraban alcabalas incluso a los productos traídos por los indios, como chalonas, chuño, quesos, manteca, bayetas de la tierra y otras especies; estando dichos productos exonerados del pago de todo impuesto.
-Negaban a los indios el ingreso de alimentos y bienes hacia la ciudad en domingos y días de fiesta, cuando la aduana se hallaba cerrada y los funcionarios no se encontraban disponibles para inspeccionar las mercancías y recolectar los respectivos impuestos. No importándoles en absoluto, que los indios dependieran de los días de fiesta para conseguir la mayor parte de sus exiguos ingresos.
- Como si todo aquello no fuese suficiente, Pando obligaba a los habitantes de la ciudad rendirle especial deferencia, como un genuino representante del rey. En este sentido, hasta los ciudadanos más importantes debían quitarse sus sombreros en su presencia y no podían ocupar los asientos de ningún local, hasta que él no diese permiso. Tamaña arrogancia ofendía sensiblemente al patriciado local, tradicionalmente orgullosos de su abolengo, quienes al parecer no estaban demasiados dispuestos a aceptar tales engreimientos.

A pesar que los más pesimistas temores de la población sobre los nuevos impuestos, se vieron dolorosamente confirmados con el establecimiento de la real Aduana, la gota que derramó el vaso o como se diría entonces “el puño de trigo que derribó al burro” fueron las actitudes desmedidas, arrogantes y caprichosas de los funcionarios aduaneros. Por que ellas no solo amenazaban las actividades de hacendados, comerciantes y campesinos, sino también, el normal abastecimiento de alimentos dentro de la ciudad.

NUEVAS LUCES SOBRE EL MOVIMIENTO

Además del comprensible rechazo a las innovaciones económicas, como también a las actitudes imprudentes y desatinadas de los funcionarios aduaneros, la población arequipeña tuvo otras razones, aunque menos evidentes, para oponerse a las reformas fiscales borbónicas. La principal de ellas, fue el temor al descubrimiento y por ende eliminación, de todo un antiquísimo sistema de corrupción institucionalizado y muy extendido en la región, desde hacía muchas décadas, sino siglos.

a. La Corrupción

La corrupción en el Perú, es un fenómeno tan antiguo como la presencia hispana en los Andes y se hallaba presente en esta época, a lo largo y ancho del territorio virreinal. Arequipa no podía ser la excepción, pues ella comprometía a los diversos sectores socio-económicos de la ciudad, desde los grandes hacendados hasta los más humildes campesinos indígenas e incluso, a las mismísimas autoridades locales, como el corregidor. Así lo señala un gran conocedor de la realidad arequipeña de esta época, como John Wibel, para quien:

“A pesar del resentimiento criollo hacia los funcionarios y comerciantes
peninsulares, ambos grupos fueron concientes de las ventajas de unir fuerzas para culpar de los disturbios a Pando. Lo más importante, fue
que ellos entendieron la necesidad de la unidad para impedir la exposición de la característica corrupción oficial del círculo inmediato
del corregidor o la típica evasión de impuestos de las élites terratenientes
y mercantiles de la región. Un agresivo reformador como Pando amenazaba las actividades ilegales de muchos arequipeños, activó además la oposición encubierta que fue considerada vital...”

Precisamente, el establecimiento de una Real Aduana y el nombramiento de inflexibles funcionarios foráneos, puso en grave peligro tales mecanismos de evasión. Sin embargo, para la corona ello representaba una corrección en la forma como tradicionalmente se venía llevando la recaudación de impuestos, desde que ahora, ella podría ejercer un control más estricto en el ingreso y salida de mercancías de la ciudad.

b. Las Haciendas Arequipeñas

Scarlett O’Phelan afirma que, Arequipa fue una provincia que estuvo en la “mira de visitadores y agrimensores reales”. La razón, esta región fue el principal centro de producción y comercialización de vinos y aguardientes en todo el Sur Andino.

“Además sus haciendas en los valles de Camaná y Vitor eran numerosas y algunas de gran extensión, lo que ameritaba registrarlas rigurosamente.”

Al parecer, las autoridades descubrieron que en esta región se presentaban frecuentes irregularidades en los “catastros de tierras”, a causa de la extendida costumbre de declarar una menor cantidad de tierras de las que poseían o en el peor de los casos, no existir equidad “entre lo que pagaban y lo que producían”.
Ello explicaría, por que los funcionarios de aduanas apenas llegados a Camaná en diciembre de 1779, hicieron un empadronamiento minucioso de los terrenos agrícolas , tomando incluso declaraciones juradas a sus dueños; y por otra, la alarma de la colectividad arequipeña, al enterarse que dichas mediciones se realizarían también en los valles de Majes, Siguas y Vitor.

c. La Aduana y la Alcabala

Fue moneda corriente en esta época, que muchos hacendados de la región acostumbraran enviar una gran parte de sus productos a los mercados de la ciudad de Arequipa, por medio de indios cargueros, a sabiendas que ellos estaban exonerados legalmente del pago de impuestos. Siguiendo este mismo ejemplo, dicha exoneración había llevado a algunos campesinos indígenas, a orientar astutamente su producción agrícola hacia el cultivo de productos relevados del pago del alcabala, como maíz, coca, ají, papa, granos, etc.

Precisamente sobre el impuesto del alcabala, este empezó a ser cobrado en su nuevo monto de 6% desde fines de 1778 y los encargados de su recolección fueron los tradicionales oficiales reales de hacienda. Desafortunadamente para los intereses reales, tales cobros se habían venido efectuando con retrazo, esporádicamente y con mucha displicencia. Las autoridades reformistas intuían que, con el establecimiento de una aduana se corregirían todas estas amañadas costumbres. Razón por la cual, al iniciar sus actividades, los funcionarios aduaneros obligaron a todos los comerciantes, grandes y pequeños, a depositar previamente sus mercancías a fin de ser minuciosamente registradas en libros especiales y exigieron el pago de la alcabala en todos los bienes que ingresaban a la ciudad, hasta en los productos considerados como regalo o aquellos de origen indígena.

d. La extensión del Tributo

Si el nuevo monto del alcabala comprometía los intereses de hacendados, comerciantes y campesinos; la extensión de la responsabilidad del tributo amenazó con descender de categoría a mestizos, cholos, zambos y forasteros. Pudiendo en el peor de los casos, afirma Cahill, llegar a alcanzar dentro del patriciado urbano y rural, a algunos cuyos miembros más notorios “carecían de limpieza de sangre”. Pues según este mismo autor:

“Los plebeyos de la ciudad y el campo e incluso muchos mestizos, fueron considerados patricios porque su situación económica ellos habían elevado.”

Sarah Chambers sugiere que, si la ampliación del tributo causó tanta alarma en la Ciudad Blanca fue porque muchos “españoles” no estaban muy seguros de su condición y al parecer, el administrador Pando estuvo muy conciente de ello, al afirmar que la mayor parte de la plebe no solo era mestiza sino que “muchos vecinos notables de Arequipa también tenían mancha”.

Al extender el tributo a mestizos y otras castas, las autoridades borbónicas buscaron no solo incrementar los ingresos, sino también, perseguir a muchos indígenas que habían evadido sus obligaciones fiscales adoptando la condición de mestizos o forasteros. Sin embargo y aunque sin proponérselo, pusieron en riesgo la situación social de muchos mestizos arequipeños, quienes durante el siglo XVIII habían accedido a la categoría de “españoles”.

e. El Corregidor y los Repartos

Como ya señalamos anteriormente, la corrupción fue un elemento muy vital y extendido en el periodo colonial. Alcanzando a funcionarios de todo nivel y dentro de ellos, a las autoridades locales como fue el caso del corregidor de Arequipa Baltasar de Sematnat.

Durante las investigaciones llevadas a cabo con posterioridad a los disturbios, algunos testigos informaron que en una ocasión “un pasquín no publicado cayó desde el bolsillo del corregidor de la ciudad”. ¿Se trataba solo de una declaración mal intencionada, proferida por algún enemigo personal? ¿Tendría el corregidor razones para buscar la clausura de la aduana y la salida de las autoridades aduaneras?
Antes de responder a estas interrogantes tendríamos que recordar algunos hechos importantes. El principal de ellos estuvo relacionado con los públicos abusos que como máxima autoridad local cometía Sematnat, a través del infame sistema de Repartimientos, a los indios y mestizos pobres de la provincia. Según algunos testimonios, en menos de dos años como corregidor “tenía hechos tres repartimientos e iba hacer otro para el mes de agosto”. En cada uno de ellos comercializó entre 900 y 1000 mulas, las mismas que le costaban 13 pesos la unidad y las vendía en 32 pesos, obteniendo una ganancia neta de 19 pesos por cada animal.
No obstante que los repartos habían sido legalizados en 1751 a raíz de las reformas fiscales, el visitador Areche había ordenado que antes de llevar las mercancías hacia sus provincias:
“Los corregidores debían obtener licencia de aduana y que, donde fuese posible, se establecieran receptarían locales para inspeccionar estas licencias.”

La introducción de nuevas medidas significaron un freno a las hasta ahora ubérrimas y abusivas actividades comerciales del corregidor y de sus numerosos abastecedores. Entonces se comprende la oposición que podría tener Sematnat al funcionamiento de la aduana y su posible participación en la publicación de algunos pasquines contra dicha institución. Todas estas especulaciones podrían ser confirmadas por el comportamiento del corregidor durante el desarrollo de los disturbios. Así, fue el corregidor quien luego del saqueo del día 14 de enero a la aduana, con gran celeridad y sin consultar a las autoridades limeñas, no solo abolió las innovaciones fiscales, sino que además, clausuró la aduana; y días después “invitó” a los funcionarios a abandonar definitivamente la ciudad.

LOS SUCESOS DEL 13-16 DE ENERO

Los primeros pasquines aparecieron el 1º de enero de 1780, y en los días posteriores se fueron incrementando en número y agresividad; comprometiendo ya no solo a funcionarios de aduana, sino a alas autoridades locales como el corregidor Baltasar de Sematnat e incluso, al mismísimo monarca español; como se lee a continuación:

SEMATNAT

Vuestra cabeza guardad Hasta cuando ciudadanos
y también tus compañeros, de Arequipa habéis de ser
los señores aduaneros el blanco de tantos pechos
que sin tener caridad que os imponen por el rey?
han venido a esta ciudad
de lejanas tierras extrañas Que el rey de Inglaterra
a sacarnos las entrañas es amante de sus vasallos
sin moverlos a piedad al contrario el de España
a todos vernos clamar. hablo del señor don Carlos.

En previsión de los disturbios que se veían venir, el 11 de enero el corregidor de la ciudad, solicitó al administrador Pando suspender momentáneamente los nuevos impuestos. Pero este, secamente rechazó la clamorosa solicitud de la autoridad. La suerte estaba echada.
A las 10 de la noche del día 13 de enero, una gran muchedumbre calculada en 500 personas, se congregó frente al edificio de la Aduana con el objetivo de amedrentar a los funcionarios de la misma. Lanzaron piedras y barro contra sus puertas, y después de gritarles “ladrones públicos” y “enemigos de la humanidad”, se retiraron en buen orden.

Temeroso por lo sucedido, al amanecer del día 14, el corregidor convocó a una junta de notables a fin de analizar la situación. Posteriormente, se envío una delegación de vecinos ante el administrador de la aduana, para solicitarle nuevamente el levantamiento de todas las innovaciones fiscales. Lamentablemente, Pando no solo se mantuvo inconmovible, sino que aquella misma tarde se supo que continuaba cobrando los impuestos “aún con más temeridad”. Como podría imaginarse, esa noche la aduana fue saqueada por una multitud estimada en 600 individuos, la mayoría a caballo y todos en tan buen orden, que evidenciaban una “cabeza que los gobernaba”. Mientras Pando y sus empleados huían desesperados por las casas vecinas, los manifestantes quemaban los libros de registro y saqueaban la caja fuerte, llevándose cerca de 2,500 pesos. Curiosamente, las mercancías depositadas por los hacendados y comerciantes para el pago del alcabala, no fueron tocadas. Antes de la una de la madrugada, todos se habían retirado en silencio y nuevamente buen orden.
En la mañana del 15 de enero, el corregidor Sematnat apresuradamente publicó varios decretos de emergencia, suspendiendo todos los nuevos impuestos, clausurando temporalmente la aduana y ofreciendo inmediatamente un perdón general a todos aquellos quienes habían participado en el saqueo de la víspera. Seguidamente, permitió a los hacendados y comerciantes locales retirar sus mercancías del depósito de la aduana “sin compensar el pago de impuestos”.

Sin embargo, si las autoridades creyeron que con estos decretos la calma finalmente retornaría a la convulsionada ciudad, se equivocaron. Esa misma noche, una turba más numerosa que las anteriores, compuesta de hombres y mujeres con solo algunos jinetes, se dirigió a la casa del corregidor Sematnat. Luego de ingresar violentamente en ella, la saquearon con tanta fogosidad “que no dejaron un clavo en la pared”. Después de incendiarla, se encaminaron a la tienda del comerciante catalán José Campderros; una vez dentro, se llevaron todas las mercancías “hasta dejarla en andamios”. No contentos con todo ello, los revoltosos marcharon sobre la cárcel pública de la ciudad, donde luego de destrozar sus puertas, liberaron a todos los presos. Cerca de las cuatro de la madrugada, los manifestantes ya no tuvieron tiempo de dirigirse a las cajas reales de la ciudad, donde se hallaban depositados cerca de 200,000 pesos. Entonces, para llevar a cabo dicho robo y también para saquear las viviendas de otros vecinos españoles de la ciudad, donde se decía existía “considerable caudal”; decidieron volver a reunirse esa misma noche.
¿Qué había sucedido? ¿Cómo había degenerado esta inicial protesta antifiscal en una especie de “lucha de clases”? Al parecer, los sucesos de los días 13 y 14 habían sido alentados por los propios hacendados y comerciantes de la ciudad; contando con el interesado apoyo de criollos y mestizos principalmente. Sin embargo, en los disturbios del día 15, la mayoría de los manifestantes estuvieron constituidos por pobres de la ciudad e indígenas de los poblados aledaños, especialmente de la pampa de Miraflores. Dichos grupos, llámese marginales, al parecer quisieron también sacarle provecho al ambiente de protestas y reivindicaciones que se había configurado en la ciudad. Mientras que para los hacendados y comerciantes estas protestas significaban la eliminación de los nuevos impuestos y la salida de los funcionarios de aduana; para los pobres fue una forma de conseguir botín, mientras que para los indios, de protestar y acabar con los odiados repartos del corregidor. Por ello, no sorprende que los objetivos de las protestas del día 15, hayan sido en primer lugar, la casa del corregidor y luego, la del comerciante español Campderros, de quien se rumoreaba era el proveedor de los artículos para el reparto.
Sean estas las razones u otras desconocidas, lo cierto fue que la ciudad se hallaba ante la amenaza de un inminente saqueo esa mismas noche, por hordas conformadas por indígenas y pobres de los alrededores. El corregidor Sematnat, sobreponiéndose a su miedo inicial, decidió convocar dentro de la ciudad a todas las compañías de milicias de la provincia (caballería e infantería) y organizar la defensa. Dichas compañías estaban integradas por peninsulares, criollos y mestizos, al mando de los oficiales Mateo Cossío, Raymundo O’Phelan y Pedro Ignacio Aranibar.
La temida invasión se inició cerca de las 10 de la noche del 16 de enero; aunque el ataque principal vino desde la pampa de Miraflores, en realidad se trataba de una masa desordenada de aproximadamente 800 indios, armados de palos, piedras y las tradicionales hondas. La lucha fue ardua, duró varias horas y no obstante el arrojo demostrado, los corajudos invasores fueron finalmente derrotados y expulsados de la ciudad, por las más disciplinadas y mejor armadas milicias locales.

Al día siguiente, dos compañías de caballería y una de infantería, invadieron la pampa de Miraflores. Luego de registrar, saquear y quemar todas las chozas y “rancherías” pertenecientes a los indios, retornaron con muchos prisioneros. Esa tarde en la ciudad, fueron exhibidos los cuerpos de cinco invasores, muertos en la refriega de la noche anterior.

Finalmente y para “escarmiento” de todos los revoltosos y saqueadores, el día 18 de enero, seis reos (5 indios y 1 mestizo) fueron condenados sumariamente por su participación en los disturbios y ahorcados en la plaza de armas de la ciudad.

DESPUES DE LOS DISTURBIOS

Aunque los disturbios finalizaron con la ejecución de los seis individuos, los misteriosos pasquines continuaron apareciendo ocasionalmente durante algunos meses. Mientras tanto el virrey del Perú, Manuel Guirior, informado de los acontecimientos de Arequipa por medio de ciertas cartas alarmantes enviadas por el corregidor Sematnat, decidió enviar una fuerza de 100 soldados, a fin de controlar la situación.
No obstante la oposición de los arequipeños manifestada en nuevos pasquines, las tropas reales finalmente ingresaron a esta ciudad el 8 de abril , cuatro meses después del comienzo de las hostilidades. El 13 de junio, el comandante de esta tropa, Antonio Gonzáles, fue nombrado Juez Pesquisador a fin de realizar las investigaciones sobre el “origen, causas y autores del tumulto” acaecido en la ciudad. Misteriosamente, dichas investigaciones fueron suspendidas en agosto de ese año.

El 6 de noviembre de 1780, el nuevo virrey del Perú Agustín de Jáuregui, nombró a Ambrosio Zerdán y Pontero como Juez Pesquisador para reiniciar las investigaciones. Sin embargo, un mes después de su llegada, estas fueron definitivamente suspendidas por haberse iniciado en el sur del Perú una masiva rebelión indígena, encabezada por el cacique de Tinta José Gabriel Condorcanqui Noguera, Túpac Amaru II.

CONSIDERACIONES FINALES

Erróneamente se ha querido ver en estos eventos un intento para liberar Arequipa del gobierno español y como un movimiento precursor de la rebelión de Túpac Amaru (Galdos 1967). Nada más lejos de la realidad.

La llamada “Rebelión de los Pasquines” fue un motín urbano, una protesta anticolonial, un conflicto entre “los tradicionales intereses socio-económicos y aquellos patrocinados por las reformas borbónicas” (Brown. 1985); donde hubieron pocas luces de “una búsqueda por una alternativa política para el estado colonial” (Cahill. 1990).
El principal objetivo de las protestas, fue oponerse a la introducción de reformas fiscales, y dado que ellas amenazaban a un vasto sector de la población local, en diferente nivel y magnitud, fue posible una momentánea alianza a fin de hacer frente a este “enemigo común”. Pero como sucede en toda rebelión multiclasista, los intereses de un grupo al no ser los mismos, se irán diferenciando a lo largo del movimiento y terminarán en franca oposición; desviándose de este modo los objetivos iniciales de dicha revuelta.

Los sucesos de Arequipa entonces, deben también ser entendidos como un enfrentamiento entre los intentos de la corona española por suprimir la corrupción y evasión fiscal, y el esfuerzo de sus habitantes por oponerse a ellos.
Con respecto a la rebelión de Túpac Amaru, en diciembre de 1780, el cacique de Tinta envió una carta dirigida a los ciudadanos de Arequipa, con el objetivo de ganar su apoyo, proponiendo clausurar la aduana y todas las “innovaciones de la visita de Areche”; pero los arequipeños no solo ignoraron este pedido, sino que, se alistaron para combatirlo, recaudando cuantiosos donativos y organizando una poderosa fuerza militar.

Entre 1780 y 1782, numerosas unidades de milicias arequipeñas fueron enviadas a luchar en toda la sierra sur; y una de las hazañas más importantes de esta fuerza, fue haber conseguido el levantamiento del “cerco indígena de la Paz” en 1782. Curiosamente, muchos vecinos que habían participado en los disturbios de enero de 1780, aprovecharon de esta confusa situación para demostrar sus “sinceros sentimientos realistas”, entregando generosos donativos, que ayudaron a la derrota definitiva de los rebeldes cusqueños.* Y como si nada hubiese sucedido anteriormente, solicitaron los respectivos reconocimientos reales por aquellos triunfos.

Todos estos esfuerzos se vieron coronados el 5 de diciembre de 1805, cuando el rey Carlos IV, concedió a la “muy noble y muy leal” ciudad de Arequipa, el título de “Fidelísima” en virtud a sus grandes servicios cuando:

“En la rebelión de José Condorcanqui, alias Túpac Amaru, hizo frente a esta y sus aliados con una columna de tropa que levantó a su costa; coadyudó a destruir el asedio que tenía puesto a la ciudad de la Paz, prender al rebelde y asegurar la tranquilidad de aquellas provincias, mereciendo por ello que comúnmente se (le) llamase restauradora del Collao.” (Barriga. 1940).


* Wibel afirma que durante la rebelión de Túpac Amaru renació el entusiasmo de la región por la causa imperial, la misma que estuvo simbolizada en la figura de Domingo Benavides, conocido agitador de los disturbios de enero de 1780, quien como muchos otros vecinos ofreció una donación de 1,000 pesos a la corona. Asimismo unos 4,000 arequipeños lucharon contra Tupac Amaru y muchas figuras conocidas se distinguieron durante estas campañas, incluyendo los oficiales de milicias y comerciantes peninsulares Mateo Cossío, Pablo España y Francisco Martínez. (1975. 50)