domingo, marzo 31, 2013

MEMORIAS EN CONFLICTO


El pasado 24 de marzo se cumplieron 37 años del golpe militar en la Argentina. Desde hace once años ha sido declarado Día Nacional de la Memoria por la Verdad y la Justicia, una ocasión para condenar masivamente el terrorismo de Estado responsable de miles de muertes y desapariciones producidas durante el gobierno de la Junta Militar (1976-1983). Sin embargo, otra de las consignas más aclamadas fue condenar la persecución política y las desapariciones en democracia. Y es que el núcleo fuerte del discurso por la memoria en la Argentina gira en torno a los sucesos ocurridos durante la dictadura militar, la cual merece una condena sin ambages, pero el kirchnerismo no es igualmente explícito para reprobar la violencia perpetrada por la Triple A de López Rega —gestada durante el segundo mandato de Juan Domingo Perón— Montoneros, ERP o el genocidio indígena de fines del siglo XIX e inicios del XX conducida por el Estado argentino, conocido como la «Campaña del Desierto». 

Las multitudinarias marchas a lo largo del país en un día como este dan la impresión de una opinión pública que cierra filas contra el autoritarismo. No obstante, observar a cientos de manifestantes, la gran mayoría jóvenes universitarios, marchando por las calles de la ciudad lanzando cánticos y enarbolando banderas representativas de sus agrupaciones no tiene correspondencia con que en Córdoba, por ejemplo, la provincia esté gobernada sucesivamente por el peronismo conservador que hace un años aprobó el polémico código de faltas, cuyos acápites se parecen mucho a las leyes vigentes en el estado de Arizona en lo que concierne a detención arbitraria sobre la base de la simple sospecha. 

Las diversas organizaciones que marcharon en Córdoba agregaron a la marcha un reclamo por los derechos de las minorías étnicas y sexuales, y contra el código de faltas aprobado por el gobierno provincial exigiendo la derogación de la norma que ordena el cierre de prostíbulos, pues la Provincia los considera causa fundamental de la trata de mujeres. De este modo, año a año el Día de la Memoria va incorporando nuevas demandas de acuerdo al contexto inmediato, lo cual la convierte progresivamente en una plataforma para lanzar reivindicaciones que trascienden el recuerdo del dolor remoto añadiendo una mirada alerta ante nuevas formas de represión aún activas en democracia. Sin embargo, muchas de estas organizaciones y partidos no participan en otras manifestaciones que tienen que ver también con la memoria, en otro sentido más amplio, como las luchas docentes, los derechos de mujeres o grupos heterodisidentes, comunidades indígenas, áreas y barrios afectados por los cultivos de soya y el crecimiento inmobiliario. Sería un equívoco interpretar que el sentir de esta manifestación en Córdoba se extiende por igual en todo el país.

Esto cambia la idea tradicional que existe acerca de la memoria, ya que permite su actualización constante. Evita que esta conmemoración se reduzca a una pasiva evocación dolorosa o a la agenda interna de un gobierno que, si bien posee una política de Estado sobre derechos humanos y memoria, se concentra sobre todo en los crímenes de lesa humanidad perpetrados por las fuerzas del Estado durante la dictadura militar, lo cual ha sido aprovechado eficazmente por la gestión K. Exigir derechos para las trabajadoras sexuales, derechos reproductivos para las mujeres, condenar el genocidio cometido por el Estado argentino contra la población indígena y la desaparición en democracia amplía el marco del discurso sobre derechos humanos y memoria que actualmente sostiene el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner. Lo reacomoda para que tome en cuenta la violencia de ayer y de hoy. 

Organizaciones indígenas reclaman porque los espacios de memoria incluyan el genocidio indígena y lo reconozcan como el primer antecedente de terrorismo de Estado. El Espacio Memoria y Derechos Humanos (ex ESMA) fue creado como homenaje a las víctimas de los crímenes de lesa humanidad cometidos durante la dictadura militar en un momento en altamente sensible para la población que padeció la violencia, pero no se percibe la intención de extender el horizonte de la memoria al sufrimiento de las comunidades indígenas. Luego de que el gobierno de Néstor Kirchner anulara las leyes de Obediencia Debida y Punto Final, que amnistiaban a los militares involucrados en violación de derechos humanos para posteriormente llevarlos a juicio, no hubo intención política de hacer algo similar hacia los crímenes de lesa humanidad cometidos contra los pueblos indígenas. Según el historiador Walter Delrío, autor de Memorias de expropiación, sometimiento e incorporación indígena en la Patagonia (1872-1943), subsiste una continuidad en las políticas de Estado que sostuvieron el genocidio indígena y las que actualmente lo ignoran. 

La Ley 24.411, aprobada en 1994, obliga al Estado a indemnizar a los familiares de los asesinados y desaparecidos a causa del terrorismo de Estado. Ninguna reparación económica se debatió jamás a nivel del gobierno para las víctimas del genocidio indígena. Tampoco se cuenta con cifras oficiales sobre los asesinados y desaparecidos durante la Campaña del Desierto, pero algunas investigaciones como la de Diana Lenton —doctora en antropología y especialista en temas de política indígena— señala que en 1883, 20.000 prisioneros fueron trasladados a Buenos Aires y después, asesinados, desaparecidos o esclavizados. 

El antropólogo Marcelino Fontán afirma que la desaparición ideológica de Manuel Belgrano y Bernardo Monteagudo, revolucionarios de 1810 quienes promovieron la igualdad entre indígenas y criollos, facilitó la negación del exterminio indígena concebido y ejecutado por la generación del ochenta, conformada por gobernantes, intelectuales, científicos y escritores seguidores del ideal positivista de «orden y progreso» y conductores ideológicos del liberalismo conservador. Fontán sostiene que la generación del ochenta hizo posible que el grueso de la sociedad argentina asimilara, sin cuestionamientos, el exterminio físico y cultural de los habitantes ancestrales de estas tierras. Coincide con Delrío en que se mantiene un programa político y económico bajo nuevas formas de avance sobre territorios indígenas. 

¿El conflicto entre la memoria sobre la dictadura militar y la memoria sobre el genocidio indígena tiene un trasfondo étnico? Es un hecho que las víctimas del genocidio indígenas no fueron sectores urbanos, ni clase media como lo fue el grueso de las víctimas de la dictadura. Desde esta postura, la negación o reconocimiento de una memoria tendría raíces étnicas y de clase social. Otra lectura diría que la asociación entre memoria y violencia política es casi reciente, desatada a partir del Holocausto y generalmente vinculada a procesos de justicia transicional. Sin embargo, ello no debería ser dificultad para repensar el nexo entre memoria, historia y violencia. En todo caso, el debate debe situarse primero en qué tan amplia o restringida será la noción de memoria o violencia política empleada para evaluar los sucesos en cuestión. 

¿Cuánto tiempo tendrá que pasar para que en el Perú se instaure una fecha similar? Mucho tiempo, pues mientras en la Argentina la percepción de la opinión pública es casi unánime respecto a lo execrable del terrorismo de Estado, en el Perú la percepción mayoritaria es que las Fuerzas Armadas tuvieron que emplear necesariamente la violencia sobre un sector de la población civil, especialmente en los andes, para combatir a Sendero Luminoso y al MRTA. En Argentina, grosso modo, la clase media fue la directamente afectada por el terrorismo de Estado, en el Perú, como señala la Comisión de la Verdad (CVR) lo fue el sector más vulnerable de la nación: quechuahablante, campesino, analfabeto, andino, y dentro de ellos una gran parte, mujeres. Si gran parte de la opinión pública en el país justifica que las Fuerzas Armadas recurrieran al terror durante el conflicto armado interno en cumplimiento de un deber, tal vez sea porque sienten que ese conflicto surgió muy lejos de su realidad, que fue ocasionado por sujetos ajenos a su estilo de vida, que si los perjudicó bien merecido tendrían un escarmiento. En suma, mientras en la Argentina la memoria se organiza en torno a la experiencia de un vasto sector de la clase media, en el Perú la memoria de la violencia política está fragmentada entre una representación de la clase media, media alta y alta pro Fujimori y un resto muy diverso. Difícilmente en el Perú podría organizarse la memoria en función de un discurso que condene tanto la violencia de SL, MRTA y de las Fuerzas Armadas. 

En Argentina y Perú urge descentralizar y abrir el discurso oficial sobre la memoria de la violencia política. Más que un relato integral se requiere de un relato plural, de modo que la tensión entre versiones diferentes siga multiplicando los discursos sobre la memoria.

martes, marzo 26, 2013

ANTROPOLOGÍA DE LA VIOLENCIA POLÍTICA



Carlos Iván Degregori (1945-2011) dedicó gran parte de sus investigaciones al estudio del conflicto armado interno. Antropólogo de profesión, estudió en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y en la Universidad Nacional San Cristóbal de Huamanga. Fue miembros de la Comisión la Verdad y Reconciliación dirigida por Salomón Lerner. Fue editor de No hay país más diverso. Compendio de Antropología peruana (2000), Jamás tan cerca arremetió lo lejos. Memoria y violencia política (2003). Entre sus principales libros destacan El surgimiento de Sendero Luminoso. Ayacucho 1969-1979 (1990), La década de la antipolítica, auge y huida de Alberto Fujimori y Vladimiro Montesinos (2000) y Qué difícil es ser Dios. El Partido Comunista el Perú – Sendero Luminoso y el conflicto armado interno en el Perú: 1980-1999 (2011), que reúne los resultados de su tesis doctoral y de diversos artículos publicados anteriormente. Se trata de su trabajo más ambicioso, extenso y completo acerca de Sendero Luminoso, su génesis, impacto y decadencia en las comunidades altoandinas donde tuvo una presencia gravitante. 

La primera parte sintetiza el contexto histórico-social del conflicto armado interno (1980-1999) desde la primera acción senderista el 17 de mayo de 1980 en el poblado ayacuchano de Chuschi, la víspera de las elecciones generales, hasta la asunción de Alberto Ramírez Durand, « Feliciano», quien asumiera parte del liderazgo sobre los remanentes de Sendero Luminoso luego de la captura de Abimael Guzmán en setiembre de 1992. Degregori señala que el culto a la personalidad alimentado por Guzmán fue a la postre una de las causas de la debacle de Sendero Luminoso. Tan grande fue la devoción hacia su figura que a los militantes senderistas les fue muy difícil asimilar la capitulación de su líder y su conminación al término de la lucha armada y a la suscripción de un acuerdo de paz. Luego contextualiza a Sendero Luminoso en el panorama de los movimientos armados latinoamericanos. La particularidad de Sendero fue que privilegió lo ideológico antes que lo militar. Ello se observa en el afán intelectualista de Guzmán y en la formación de los principales cuadros integrantes del Comité Central, la mayoría abogados y maestros, y en la condición burocrática de su organización. Por esta razón, Degregori considera que Sendero Luminoso representa una ruptura ante los movimiento armados en América Latina como el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN), el M19, el Ejército de Liberación Nacional (ELN), los distintos MIR, a los que podríamos agregar Montoneros y Tupamaros. En consecuencia, el mayor capital de Sendero Luminoso fue el discurso ideológico, un discurso que asumió sobre todo el maoísmo, a diferencia del resto de movimientos revolucionarios de izquierda en América Latina, y que marcó profundas distancias con la Revolución Cubana y la guerrilla del Che Guevara. 

La segunda parte describe el contexto nacional, regional, institucional y político. A nivel nacional, la penetración del capitalismo profundizó las desigualdades socioeconómicas en las provincias del interior, sobre todo andinas, impidiendo la expansión de reformas democráticas reales. Esto aunando a la ausencia de una alternativa política que recogiera las expectativas de los movimientos sociales que se organizaron desde los sesenta, setenta y ochenta fue aprovechado por Sendero Luminoso. En la región ayacuchana, la violencia estructural producto de la pobreza y el atraso generó estancamiento económico, fragmentación social y dependencia económica de Ayacucho, ubicada históricamente como la región más empobrecida del país. Institucionalmente, la Universidad Nacional San Cristóbal de Huamanga (UNSCH) fue el dinamizador económico, social e ideológico de la ciudad de Ayacucho, que al final, convirtió esa ventaja en una poderosa fuerza política. Esta universidad se constituyó en el foco de discusión de ideas progresistas que concitó la atención de la juventud del campo y la ciudad. Ello brindó a Sendero Luminoso la plataforma ideológica idónea para afianzar su proyecto. Primero, tomó el control de los centros federados y luego de la universidad, circunstancia que aprovechó para formar grupos de estudios que adoctrinaban a los estudiantes, en particular, a los que provenían de familias campesinas. 

Seguidamente, explica las acciones armadas de Sendero Luminoso entre 1980 y 1984. El desgaste de las Fuerzas Armadas ante la ciudadanía, luego de doce años de dictadura militar, fue una de las razones por las que el presidente Belaúnde, depuesto por un golpe militar en 1968, fue muy reticente en convocarlos para combatir la subversión. El temor de Belaúnde era que los militares intentaran retomar el poder luego si derrotaban a los subversivos tal como ocurrió cuando combatieron al MIR en los sesenta. En contraste con la pobreza en la región, la población campesina defendió ardorosamente la educación pública. Había muchas escuelas rurales olvidadas por el Estado, muchas de ellas solventadas por las comunidades, donde Sendero aplicó exitosamente su estrategia de adoctrinamiento. Se trataba de comunidades muy cerradas sobre sí mismas, antiestatales con una larga tradición autoritaria. Degregori sitúa la caída de Sendero, el inicio de su fin, cuando reemplazó la organización comunal por estructuras partidarias urbanas, como la imposición de cuadros partidarios sobre las autoridades comunales; el aislamiento económico exigido por Sendero que agravó más pobreza de las comunidades; la suspensión de celebraciones tradicionales; y el ingreso de las Fuerzas Armadas que replegó a los senderistas de varias comunidades donde mantuvieron el control y la inicial adhesión de la población campesina, lo cual fue interpretado como una señal de debilidad, un abandono, y la llegada de un nuevo señor más poderoso. Los conflictos inter e intracomunales también aportaron su cuota de violencia. Fueron aprovechados por Sendero y las Fuerzas Armadas, de modo que algunas comunidades prestaron su apoyo a uno u otro bando a fin de lograr imponerse sobre sus ancestrales rivales. A esto se refiere Degregori cuando afirma que Sendero Luminoso destapó una «caja de Pandora» en los andes. 

En la tercera sección, Degregori explica la función que tuvieron los manuales introductorios al pensamiento marxista en la universidad pública peruana. Ello ocurrió en un contexto de masificación de la universidad peruana durante los sesenta y setenta, y del incremento de las facultades, estudios e investigaciones en ciencias sociales. La reforma universitaria del gobierno militar radicalizó más a los grupos de izquierda que controlaban las federaciones de estudiantes. La baja calidad de sus demandas, su ánimo confrontacional y la falta de alternativas sólidas terminó en el colapso de la universidad pública en el Perú. En este marco, los jóvenes universitarios provincianos escogieron las ciencias sociales para analizar su propia situación y buscar respuestas a sus interrogantes. De algún modo, vieron en el estudio de las ciencias sociales un instrumento para la revolución. 

«La rebelión del coro» contiene el apartado más importante para comprender el protagonismo de los jóvenes en el ascenso de Sendero Luminoso. Tensionados entre sus tradiciones y las demandas de un cambio radical, muchos jóvenes campesinos plegaron a la lucha armada. Sendero Luminoso les ofreció una explicación cerrada y dogmática acerca de su situación, por la cual la única opción era destruir ese modelo de sociedad que solo perpetuaba su condición excluyente. En un horizonte donde triunfara la revolución, ellos se veían como protagonistas, como agentes del cambio. Sin embargo, al romper las estructuras sociales de las comunidades, Sendero alteró las jerarquías colocando a jóvenes cuadros al mando en lugar de las autoridades tradicionales. De otro lado, las ejecuciones extremas de campesinos conflictuaron a muchos jóvenes que se vieron obligados a denunciar a sus propios familiar o asesinar a sus compoblanos. Los jóvenes rurales con educación secundaria fueron el sector más activo de Sendero, educados dentro de una visión crítica pero autoritaria del Perú. Sendero les ofreció movilidad social. El poder los sedujo. Sometieron a los adultos cuya resistencia fue ambigua debido a los lazos familiares y culturales que los unían. 

Una creencia muy difundida entre la opinión pública es que las comunidades altoandinas apoyaron masivamente a Sendero Luminoso. Degregori rebate tales afirmaciones aclarando que las comunidades oscilaron entre la aceptación, la adaptación en resistencia y la rebeldía abierta (189-190). Si la lucha contrasubversiva hubiera contemplado una estrategia ideológica paralela a la militar, se habría evitado la «cuota de sangre», prevista por Abimael Guzmán. Ello influyó en que la intervención de las Fuerzas Armadas agravara el panorama de la violencia en los andes. La represión brutal de las fuerzas del Estado contra la población campesina se debió a una interpretación errónea sobre el apoyo de las comunidades a Sendero Luminoso. Al asesinar campesinos y al suprimir las fiestas tradicionales, Sendero fue generando un progresivo rechazo de las comunidades que luego del ingreso de las Fuerzas Armadas dio lugar a la conformación de rondas campesinas, cuya participación en la derrota de Sendero fue decisiva. 

Los resultados de la rigurosa investigación de Degregori también discuten otra idea frecuentemente invocada por quienes asumen la «memoria de la salvación», la cual sostiene que las Fuerzas Armadas no tuvieron más remedio que combatir la subversión a un costo humano muy alto que implicaba la inevitable violación de derechos humanos. Afirmar que la naturaleza de las Fuerzas Armadas es «salir a matar» los equipara con la maquinaria de matar que fue Sendero Luminoso, y jurídica y moralmente los invalida como fuerzas del orden: se podía esperar que Sendero cometiera los crímenes más execrables, pero al final asistimos a un escenario en el que las fuerzas del Estado le disputan la mayor cantidad de víctimas fatales de acuerdo a lo establecido por la Comisión de la Verdad. La memoria de la salvación no resiste el mayor análisis, pues solventa la impunidad, descontextualiza el escenario del conflicto y coloca a las Fuerzas Armadas a la altura de los agresores. Este discurso sobre la memoria es favorable a una amnistía para los efectivos militares sentenciados y, paradójicamente, coincide en parte con las demandas del MOVADEF. 

Degregori considera que el milenarismo no ofrece una explicación satisfactoria sobre la adhesión parcial del campesinado a Sendero Luminoso, ya que tal hipótesis carece de fundamento empírico, sino que se trata de especulaciones sobredimensionadas que pretenden justificar un vínculo entre lo mágico-mítico-religioso recogido por la utopía andina y la guerra maoísta iniciada por Sendero. Degregori anota que esta perspectiva tiene más de fascinación culturalista que de evidencias sólidas, pues el apoyo inicial del campesinado a Sendero no se debió al rechazo a la modernidad, ni por cuestiones míticas sino por razones mucho más pragmáticas como reconocimiento de derechos, salud, vivienda, educación y servicios, es decir, por formar parte de una modernidad de la cual la metrópoli los excluía. Otro argumento que rebate la hipótesis milenarista, asumida por Alberto Flores Galindo en Buscando un inca, es que el campesino no fue el agente protagonista de la revolución organizada por Sendero, sino que este le exigía su total sumisión a la guerra. Por el contrario, la cosmovisión andina fue un obstáculo para la ideología senderista. Degregori precisa que los contendiente ideológicos enfrentados durante el conflicto armado interno (capitalismo liberal vs. marxismo- leninismo-maoísmo) provenían geoculturalmente de occidente y que ambos arremetieron, en la lucha por imponerse el uno al otro, contra la cosmovisión andina. 

Qué difícil es ser Dios nos permite repensar esa etapa oscura de nuestra historia reciente. Una publicación imprescindible para comprender desde una mirada antropológica lo que significó Sendero Luminoso, su historia, ideología y accionar antes y durante el conflicto armado interno en el Perú, así como el perfil sociocultural de sus integrantes y el análisis del discurso de su máximo líder Abimael Guzmán.

jueves, febrero 21, 2013

DEBATIR, DEFINIR



Juan Carlos Valdivia Cano ha tenido la gentileza de comentar un fragmento de mi crítica a su libro Now. Historia, poder y resentimiento (2012), lo cual agradezco, pues demuestra una voluntad de polemizar muy escasa en el ámbito de la crítica cultural arequipeña. El artículo de JCV me coloca ante una disyuntiva: debatir sobre el pensamiento novecentista o debatir acerca de lo expuesto en Now. O sea, repasar un tema ampliamente explorado o discutir los argumentos de JCV. Sin embargo, su artículo conlleva para mí la responsabilidad de una dúplica —aunque se postergue la discusión sobre Now— por lo cual atenderé sus observaciones lo mejor que pueda.

1

Mi primera observación al comentario de Juan Carlos Valdivia (JCV) es estructural. Ha dedicado un artículo completo no a contraargumentar mis objeciones a los ensayos de su libro, sino exclusivamente al párrafo introductorio de mi crítica. Este análisis fragmentario, pese a que acertadamente lo acompañó con el texto íntegro de mi reseña, nos distrae de la cuestión de fondo: el modo cómo JCV sustenta su crítica a la Leyenda negra apoyándose en la noción de mestizaje es el punto central de mi crítica a Now.

JCV considera que yo contrapongo la postura de José de la Riva Agüero, Víctor Andrés Belaúnde, Raúl Porras Barnechea, Jorge Basadre y la de Manuel González Prada, José Carlos Mariátegui y Víctor Raúl Haya de la Torre como si se tratara de grupos necesariamente antagónicos o sólidamente cohesionados cada uno, de lo cual infiere que los últimos, en el contexto de mi comentario, «aparecen como defensores de la Leyenda negra». Esto no se infiere de la introducción. Entre el primer y el segundo grupo existe una postura diferente acerca de a) la idea de nación en la república; y b) qué actitud asumir frente al poder colonial en proceso descolonización. Los primeros discutieron la Leyenda negra; los segundos interpelaron la dependencia colonial-imperial. Allí no contrasto a los dos grupos en función de una postura sobre la Leyenda negra. No expreso algo como «estos dijeron “a”, pero (oposición directa) estos “b”». Porque para contraponer diferencias o semejanzas, se requiere un mismo criterio de comparación extensivo a los elementos comparados. Lo que hice fue mencionar, no comparar, la postura general de unos y otros respecto al legado hispánico y la identidad cultural postindependencia. Lo que no advierte JCV es que el contraste no está entre los dos grupos sino entre Riva Agüero y quienes le suceden inmediatamente en la siguiente oración: Manuel González Prada, José Carlos Mariátegui y Víctor Raúl Haya de la Torre. Porque mientras aquel «consideró que el Perú debería conservar los lazos culturales que durante cuatro siglos mantuvo con la metrópoli española» (afirmación que no compromete a todos los novecentistas ni a Basadre ni a Porras), estos «enjuiciaron la prolongación de la dependencia colonial-imperial demandando que era el momento de emanciparnos política, económica y culturalmente». Haya, Mariátegui y González Prada sostuvieron posturas anticoloniales en circunstancias poscoloniales. No son, en absoluto, defensores de la Leyenda negra, no hicieron de esta un argumento para fortalecer su crítica al colonialismo.

Tampoco son contrastables como grupos cerrados porque Basadre y Barnechea ¡no pertenecen a la generación del 900! Y porque entre el anarquismo de González Prada, el socialismo de Mariátegui y el indoamericanismo de Haya de la Torre difícilmente se puede concluir que conforman un bloque unificado. Solo, como señalé antes, una postura general frente a la dependencia colonial. Si doy por sobreentendida esta y otras implicancias y no las desarrollo es porque asumo que mi interlocutor también.

2

Luego JCV me endilga «una ambigua aclaración con respecto al grupo novecentista» a la que yo, en su percepción, considero «como representante del “hispanismo”»; no obstante que cita mi aclaración, según la cual me parece excesivo meter en el mismo saco hispanista a los del 900. Ambiguo es aquello que posee al menos dos significados que se superponen al mismo tiempo, lo que dificulta definir qué significa. Ambiguo es lo incierto, lo dudoso. («Ambigua aclaración» es por lo menos un oxímoron: ¿puede ser ambigua una aclaración? Si es aclaración, o sea, si hace «claro, perceptible, manifiesto o inteligible algo, ponerlo en claro, explicarlo», ¿cómo eso mismo puede ser ambiguo, o sea dudoso?) Lo que señalo es que hay una postura general de los novecentistas frente a la idea de nación y frente a España, pero al mismo tiempo asumida con particularidades por cada uno de sus miembros. ¿Cuál es la ambigüedad allí? ¿Qué hay de incierto o dudoso en que no todos los del 900 pensaran absolutamente igual; que no hayan sido hispanistas del mismo modo? JCV hubiera preferido que yo desarrollara los matices entre los pensadores novecentistas. (Pero me limité muy brevemente a Riva Agüero). Lo habría hecho si el objetivo era brindar un panorama de la generación del 900; en cambio, lo que me animó a criticar Now son mis discrepancias sobre la recusación a la Leyenda negra y la idea de mestizaje expuesta en sus ensayos. JCV realiza la operación inversa: dedica su primera intervención a la introducción de mi crítica.

3

En consecuencia deduce que

Estas primeras frases ya revelan algo de la posición de AC respecto del papel que jugó España en la historia peruana. Da la impresión que para él, el Perú ya existía antes de la conquista, que luego de ella contrajo ciertos lazos que “durante siglos mantuvo” con España y que ahora ya no existen o no deben existir porque los españoles ya no están más en el Perú.

¿Mi posición o la de Riva Agüero (RA) sería mejor especificar? Porque es RA quien se coloca a favor de conservar lazos con la metrópoli colonial. Y aunque discrepo de RA, ¿ello significa que avalo la Leyenda negra? JCV se permite cuestionar las dicotomías excluyentes (en eso concordamos), pero concluye que mi crítica a su postura implica estar a favor de la Leyenda negra, es decir, me interpreta oposicional o dicotómicamente, del mismo modo que él descarta evaluar el hispanismo, por ejemplo.

Riva Agüero se refiere al Perú de su espacio-tiempo, el de las primeras décadas del s. XX, que interpreta como resultado del encuentro entre dos razas, de un proceso forjado desde la conquista y durante la colonia. Ese Perú (el del resultado de un proceso, no los pueblos prehispánicos) es el que según RA debe conservar esos lazos a fin de no desnaturalizarse o echarse a perder más de lo que el criollismo, a su modo de ver, una degeneración, echó a perder a la propia España (Carácter de la literatura del Perú Independiente, 1905, p.8). Cuando JCV dice que para mí pareciera que el Perú existía antes de la conquista comete el error de refutarme lo que debería formular contra RA, pues a él pertenece esa afirmación de mantener lazos con España. ¿Por qué JCV me atribuye lo que explícitamente es una afirmación de RA y por qué al refutar tal afirmación directamente asume que me adhiero al bando pro Leyenda negra?

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Si lo que sugiere AC, como parece, es que los conspicuos personajes de la generación novecentista citados, pueden ser colocados todos ellos en el mismo casillero del “hispanismo”, ya no se trataría de una simplificación solamente, si se aplica, por ejemplo, a Jorge Basadre o a Raúl Porras, que son los dos historiadores en quienes me apoyo en “Now…” justamente porque defienden una postura que no es ni hispanista ni indigenista (dos ideologías igualmente parciales y parcializantes y, como ideologías, excluyentes) sino integral, mestiza y, a mi modo de ver, peruanamente madura; porque no asumen ninguna actitud dualista antagónica e irreconciliable; porque no oponen lo indígena a lo hispano identificándose con uno de esos polos y rechazando el otro.

[…]

Muy a media voz AC parece inscribirse (digo parece porque no estoy seguro de bien interpretarlo) en ese dualismo o polarización excluyente, cuando habla solo de diferencias de “matiz” entre Riva Agüero, Basadre, Porras, etcétera, colocándolos dentro del mismo “color” hispanista. No se molesta en aclarar esas diferencias de matiz que aquí son insoslayables, porque todo depende de lo que signifique “hispanista”. Si “hispanista” significa rechazo, desprecio o ninguneo de lo indígena, ese encasillamiento es impertinente con respecto a Basadre o Porras por lo menos, ya que lo que caracteriza tanto al hispanismo como al indigenismo, en cuanto ideologías, es esa identificación excluyente con uno de las dos fuentes identitarias peruanas, producto de una polarización que no tiene asidero hoy más que como consecuencia de la mentalidad aristotélico platónica de la mayoría, del resentimiento o del ninguneo reaccionario y racista (de la DBA, sus seguidores y acólitos, por ejemplo). En suma: si es hispanista es anti indígena, si es indigenista es anti hispano o debe serlo. Indigenista, sin embargo, no es sinónimo de indígena: ni lo incaico es ni pudo ser indigenista, ni lo indígena lo es intrínsecamente.

Aquí es indispensable definir para esclarecer de dónde parten mis apreciaciones. Hispanismo puede ser: 1) estudio de la cultura española o iberoamericana 2) filiación, aprecio, valoración positiva de lo concerniente a España. 3) enfoque de análisis cultural que asume la postura hispánica. Otras menos gratas igualan hispanismo con catolicismo o franquismo como necesarias extensiones. Bien. El grupo novecentista es hispanista en tanto estudioso de la cultura española y su impronta en América Latina y en tanto valoración positiva de ello, mas no como asunción del franquismo, el fascismo, pensamiento reaccionario o la defensa de un Estado confesional católico entre todos los integrantes por igual. En este punto RA marca una diferencia muy particular respecto al resto. «Mucho más que conservador, que podría significar avenido con lo presente he sido reaccionario, convencido como lo estoy de que, en el decaimiento moral e intelectual del mundo, ha de retrotraerse el ánimo hacia mejores épocas, para hallar ideales sanos y nobles», dice RA en una carta dirigida a Luis Alberto Sánchez (correspondencia que forma parte del libro Conservador no, reaccionario, sí. 1985, de Sánchez). Para Riva Agüero había que mantener ese particular hispanismo a fin de evitar una degeneración mayor. Por ello manifesté que no todos los novecentistas tenían una postura uniforme y por eso también la mención individual al autor de Paisajes peruanos.

¿Por qué no expuse mayores precisiones sobre las diferencias entre los pensadores novecentistas? Porque el propósito de mi crítica a Now no fue actualizar el debate sobre el pensamiento novecentista, sino enfatizar el punto más endeble de los ensayos de JCV: la asunción de la idea de mestizaje para apoyar su refutación contra la Leyenda negra.

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Seguidamente, escribe

Y “aunque homologar la generación novecentista como hispanista simplificaría excesivamente los matices ideológicos de sus integrantes”, como señala AC refiriéndose a dicho grupo, eso es exactamente lo que hace él cuando cita, por un lado a Riva Agüero a nombre de dicha generación, ya que coloca a todos los novecentistas en el mismo saco hispanista, para señalar inmediatamente después que Riva Agüero consideró que “el Perú debería conservar los lazos culturales que durante siglos mantuvo con la metrópoli española”.

A Riva Agüero no lo cito en nombre de los del 900. Lo tomo como un integrante y señalo lo que él mismo sostiene, lo cual no es extrapolable al resto, pues como dije antes, había diferencias entre los novecentistas. ¿Cuáles? Esbozo una apretada síntesis en esta intervención, no prevista en mi crítica anterior, ya que mi interés era comentar los ensayos de JCV, no el pensamiento novecentista. La del 900 fue una generación surgida después de la derrota en la guerra con Chile. Fueron conscientes de la debilidad de las instituciones republicanas y de la incapacidad de una clase dirigente condujera el país. El Estado nación era un proyecto al que había de dar forma. Los novecentistas se propusieron estudiar los problemas nacionales. Trataron de ubicarse como intelectuales que podían proponer a la clase política una vía de solución a la crisis nacional. Por ejemplo, Víctor Andrés Belaúnde se diferencia del elitismo de Francisco García Calderón y del conservadurismo de Riva Agüero; aquel sostenía la necesidad de consolidar un núcleo dirigencial en torno a la clase media, para él, la más idónea para las reformas sociales. Lo coloco precisamente después de mi aclaración de que no se los puede meter a todos en el mismo saco hispanista, o sea, de que no todos evaluaron el hispanismo (ni un programa político nacional) por igual. A RA lo mencioné como un ejemplo de esas diferencias. Pero JCV entendió que está mencionado como un representante que subsume todas las posturas individuales de los del 900. A los interesados en profundizar este tema sugiero la lectura de Sanchos fracasados (1996) de Osmar González, quien destaca el pensamiento de Francisco García Calderón y Víctor Andrés Belaúnde para reflexionar sobre el Perú actual.

En el mismo apartado dice:

para AC “conservar los lazos culturales” con España es un signo (por lo visto notorio) de “hispanismo”, término que para él parece tener un sentido exclusivamente peyorativo. Contrariumsensus: romper los “lazos culturales” con España nos haría independientes o autónomos, ¿maduros? ¿”indigenistas”? Para mí la respuesta depende de lo que signifique exactamente “conservar (o romper) los lazos culturales con España” para cada quien. Lo concreto es que AC forma dos equipos contrapuestos, incompatibles e irreconciliables: hispanistas y críticos, por así llamarlos.

La conquista nos introdujo la cultura española, sí, pero además nos introdujo al sistema-mundo colonial. La conquista de América introdujo a sus pueblos no solo a la cultura del invasor, sino también a un complejo sistema-mundo, tesis de Wallerstein, geoculturalmente organizado desde Europa.

Mi texto dice: «Riva Agüero consideró que el Perú debería conservar los lazos culturales que durante cuatro siglos mantuvo con la metrópoli española». RA, no yo. Esto último sí es un signo de hispanismo como área de estudios específica, como filiación cultural, y como asunción del pensamiento reaccionario, lo que solo compromete a RA. Lo cuestionable de ese hispanismo (el de RA, no del hispanismo en abstracto) está en que prevee una degeneración sociocultural si es que se corta con España; sostiene que el determinismo climático produce individuos ociosos en la costa; que «el prolongado cruzamiento y hasta la simple convivencia con las razas inferiores, india y negra», ya habían degenerado al sujeto criollo (Carácter... p.8). Este hispanismo sí es agraviante y merece ser emplazado. Un hispanismo, el suyo, que proponía mantener vínculos no entre iguales, sino entre sujetos jerarquizados: el criollo era para RA un sujeto degenerado. (González Prada, Mariátegui, Haya de la Torre interpelaron esa postura, pues deseaban reformular los mecanismos de dominación en un horizonte poscolonial). Al respecto, el punto más cuestionable de Now es la apelación a la idea de mestizaje, la cual oculta, justamente, que no se trató de un encuentro armónico ni de un abrazo entre culturas amigas sino de una conquista, de un encuentro entre una cultura hegemónica que convirtió a otras en sus subalternas o periféricas. Y que seguir perpetuando esa situación bajo el pretexto de la mixtura, de que el mestizaje diluyó el conflicto cultural, es hacerle el juego al colonialismo. ¿Cómo serían los lazos culturales entre el sujeto de la metrópoli colonial y el sujeto criollo dentro del hispanismo de RA? Ahora ¿lo vertido por RA se extrapola a Basadre y Porras por igual? De ninguna manera, lo contrario no figura en parte alguna de mi crítica a Now.

Conservar esos lazos culturales con España es para RA morigerar en algo la tendencia antihispánica de su época. Es mantener más o menos invariable o ralentizar lo más que se pueda, el antihispanismo. Pero sobre todo es procurar que prevalezca una visión neocolonial sobre las relaciones entre metrópoli y ex colonia. Me desconcierta que JCV interprete «cultura» solo en su acepción más restringida: como el capital simbólico de una comunidad (lengua, religión, etc.) y no en la más amplia como un modo de habitar el mundo. En una región como América Latina y un mundo globalizado, regidos por el capitalismo transnacional, el neoliberalismo y la emergencia de movimientos sociales, la cultura no puede ser entendida solo como un conjunto de costumbres y valores, y tampoco restringirse al ámbito de una disciplina. RA se refiere un poco a ambas, pero en especial con lazos culturales se refiere a las relaciones entre metrópoli colonial y la joven república en un horizonte poscolonial. En todo caso no es una aseveración mía la de conservar lazos culturales, sino de RA.

Romper esos lazos no significa negar lengua, religión, ciencia, etc. sino combatir la mentalidad colonial que sigue activa en un contexto poscolonial, en esos espacios que JC indica: 1) idioma (suponer lenguas o variedades de lenguas superiores a otras; castellano costeño superior al andino o amazónico); religión (asegurar la prevalencia del catolicismo en las escuelas públicas o de alguna religión sobre otras); ciencia (creer que el saber científico es neutral, desinteresado, y que las potencias coloniales contribuyeron a la difusión de un saber científico desprovisto de connotaciones coloniales o de dominación, perdiendo de vista que el colonialismo se apoyó en el saber científico para legitimar su dominación). ¿Esto implica un apartheid epistemológico? No, en absoluto. Lo que implica es interpelar la matriz colonial saber-poder aun activa en la actualidad. Como hizo Europa consigo misma: la ilustración enjuició el absolutismo, la posmodernidad puso entre dicho la razón iluminista, y la posmodernidad es discutida hoy desde la heterodoxia marxista. O como hicieron los críticos poscoloniales del sudeste asiático (Gayatri Spivak, Dipesh Chakrabarty, Homi Bhabha, Parta Chaterjee, Edward Said, etc.) en los sesenta respecto a la tradición inglesa.

En esta dinámica histórica de transformación de paradigmas, el mayor aporte de la crítica poscolonial es que recusa, entre otras ideas, ese peligroso consenso por el cual se considera que el colonialismo está cancelado. Crítica que surgió de los márgenes de la metrópoli colonial a fin de situar el lugar que ocupa el sujeto poscolonial hoy en día. La gran lección que nos deja Gayatri Spivak en su Crítica de la razón poscolonial (A Critique of Postcolonial Reason: Towards a History of the Vanishing Present, 1999) fue replicar la misma lógica subversiva frente al saber que Europa practicó consigo misma, pero formulada desde la periferia y con un profundo conocimiento de la tradición que deseaba subvertir: filosofía, literatura, historia y cultura. Con esta breve digresión, llamo la atención sobre el hecho que discutir, cuestionar, interpelar lazos culturales frente a España (en el momento de RA y sus contemporáneos) o frente al cualquier tipo de colonialismo no pasa por «arrojar el agua sucia con el bebé», en otras palabras, no supone extirpar el castellano o reinstaurar el Tahuantinsuyo, sino reitero, emplazar la colonialidad del saber-poder, esa matriz que Immanuel Wallerstein, Aníbal Quijano y Walter Mignolo consideran es el gran desafío de las sociedades poscoloniales. Esto cobra mayor relevancia si analizamos la siguiente afirmación del autor de Now.

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A ese respecto descartamos el aspecto político porque la dependencia colonial imperial ya se resolvió en 1821 ¿o no? Y si bien existen notorios lazos económicos con España, como con otros países del mundo, estos ya no son de dependencia colonial o monopólica sino de interdependencia. Queda lo cultural: conservar lazos culturales significa mantener el idioma, la religión, el Derecho, la mentalidad aristotélica platónica.

Esta afirmación de JCV (la dependencia colonial imperial ya se resolvió en 1821) es una de las grandes ficciones combatidas por la crítica poscolonial (Homi Bhabha, Edward Said, Gayatri Spivak) y decolonial (Walter Mignolo, Enrique Dussel, Aníbal Quijano): que el colonialismo es un horizonte superado. JCV ignora las múltiples formas de colonialismo que siguen activas hoy. Económicamente, los organismos multilaterales como el FMI, BM, BID entre otros, diseñaron políticas económicas que sumieron en la debacle a varias naciones en América Latina, África y Europa oriental, políticas económicas de alcance planetario, ejecutadas verticalmente y que penalizan a los Estados que se resisten a ejecutarlas. El Premio Nobel de Economía Joseph Stiglitz ha tratado ampliamente este forma de colonialismo económico contemporáneo. Pero el trabajo de Ana María Ezcurra ¿Qué es el neoliberalismo? (2007), ofrece un exhaustivo análisis del caso latinoamericano. Geoculturalmente, la que Europa mantiene respecto al resto del mundo. Al respecto, recomiendo la lectura del magnífico ensayo de Santiago Castro-Gómez, La Hybris del punto cero (2005), donde sostiene que la ciencia ilustrada del siglo XVIII fue un instrumento para el control político de las poblaciones subalternas en la América colonial, es decir, que constituyó un elemento fundamental para la colonialidad del poder, lo que implica que la modernidad no fue una superación del colonialismo, ni su antítesis, sino su otra cara. Ello se explica por la convicción ampliamente generalizada entre los pensadores ilustrados europeos y americanos de que la ciencia podía explicar objetivamente los fenómenos de la realidad, entre ellos a las culturas periféricas. Este modo de observar la realidad es lo que el autor denomina punto cero, «una plataforma neutra de observación que, a su vez, no puede ser observada desde ningún punto». Situado en este lugar privilegiado, el observador evitaba ser cuestionado.

Por consiguiente, me sorprende aun más que JCV disponga de un año exacto para declarar resuelta la dependencia colonial-imperial: 1821 ¿realmente considera que con la declaratoria de independencia por parte de San Martín terminó la dependencia colonial imperial, ese año? Y es que hay que comprender el colonialismo como una forma de organización del sistema-mundo, no como la sujeción exclusiva a un Estado colonial, que luego perdió protagonismo ante el ascenso de otras potencias coloniales. JCV asume que porque el imperio español no ejerce la misma autoridad política, económica que antaño la colonia, sobre el Perú la dominación colonial está cancelada.

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En relación a la presencia de Fuenzalida en mi introducción, JCV se pregunta

¿qué relación tiene con la parte anterior del mismo párrafo? ¿a qué discurso “sobre la identidad” se refiere AC?

José de la Riva Agüero, Víctor Andrés Belaúnde, Raúl Porras Barnechea, Jorge Basadre; Manuel González Prada, José Carlos Mariátegui y Víctor Raúl Haya de la Torre discurrieron acerca de la identidad nacional. Degeneración criolla (Riva Agüero), sincretismo (V.A. Belaúnde), colonialismo supérstite (Mariátegui), panamericanismo, indoamericanismo (Haya de la Torre) por mencionar algunos. Lo de Fuenzalida tiene que ver justamente por la cuestión de la identidad nacional y cultural ¿Cuál discurso sobre la identidad? Ellos se preguntaron por la identidad nacional y cultural postindependencia. (No ante la España de hoy, la de los tíos majos de Juan Carlos). Fuenzalida pone en relevancia que un sector de la intelectualidad peruana apeló al incario y a las tropelías de los conquistadores para sustentar una idea de nación en oposición a la herencia colonial.

Si el propósito hubiera sido glosar el pensamiento novecentista coincidiría con las observaciones en las que JCV pide más detalles. Pero como ya dije, me concentré mucho más en su libro. El primer párrafo comentado por JCV es una sucinta introducción donde esbozo dos lecturas acerca de cómo algunos intelectuales, pese a sus diferencias internas, interpretaron que debía ser la actitud frente al imperio español en franco proceso de descolonización.

Compartir la opinión de alguien no equivale a estar en contra de sus detractores. Discrepar de alguien no equivale a estar a favor de sus adversarios. Plantear discrepancias con cierto hispanismo no deriva de inmediato en asumir el indigenismo más recalcitrante. Aquí nuevamente sorprende que JCV no proceda del mismo modo que invoca proceder frente al pensamiento binario del tipo «estás contigo o contra mí», que de ningún modo suscribo.

Casi al final de mi crítica a Now, indico que «La desmitificación de la Leyenda negra y la recusación de una interpretación de la conquista supuestamente más veraz por ser andina despiertan muchas expectativas, [...]» y en otro lugar, «La promesa de descentrar dicotomías cuyos términos se presentan inevitablemente como antagónicos cautiva al principio.» ¿Qué digo aquí? 1) que el esencialismo indigenista es perjudicial porque no se desmarca de ese binarismo maniqueo, por lo cual el propósito de criticarlo por parte de JCV me entusiasmó al inicio 2) que el binarismo enfrentado hasta el infinito merece ser interpelado. Mi reparo está en los argumentos que JCV utiliza para estos propósitos. Pero el autor de Now ha preferido por ahora desmenuzar solo la introducción.

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El asunto de la identidad en América Latina recién se puso de moda -explícitamente- a partir de los sesenta, salvo error u omisión, por supuesto.

Esto no es acertado. La pregunta por la identidad en América Latina podemos situarla explícitamente hacia casi 1930 en el Perú. En Tempestad en los andes (1927), Luis E. Valcárcel reactualiza la condena racialista del mestizaje. Pero incluso antes en González Prada: «No forman el verdadero Perú las agrupaciones de criollos i extranjeros que habitan la faja de tierra situada entre el Pacífico i los Andes, la nación está formada por las muchedumbres de indios diseminadas en la banda oriental de la cordillera» («Discurso en el Politeama»). La apelación a la raza se remonta a Facundo (1845), de Sarmiento, para sustentar una nacionalidad sobre la base de  una historia en común. Víctor Andrés Belaúnde, habla de una identidad inacabada, «la peruanidad es una síntesis comenzada pero no concluida». José Carlos Mariátegui como el de una dualidad generadora de ambigüedad, de antagonismo y de conflicto, «una dualidad de raza, de lengua y de sentimientos, nacida de la invasión y conquista del Perú autóctono por una raza extranjera que no ha conseguido fusionarse con la raza indígena, ni eliminarla, ni absorberla». José Luis Bustamante y Rivero lo expuso en Panamericanismo e iberoamericanismo (1951). La idea de una Indoamérica fue apoyada por VRHT. Fuera del Perú: La raza cósmica (1925), de José Vasconcelos. Es más, hispanoamericanismo, latinoamericanismo, iberoamericanismo, panamericanismo —abordadas desde 1830 pero con especial énfasis desde 1930 a 1950— y las mencionadas anteriormente son todas categorías atravesadas por la idea de identidad. Además, telurismo y criollismo son discursos que datan varias décadas antes del 60. Incluso «mestizaje», categoría a la que JCV acude en Now, fue discutida desde los años 30 (y no desde los 60) del siglo XX, y es también un concepto que entraña la pregunta por la identidad en América Latina. El libro Conceitos de literatura e cultura (EduFF, Río de Janeiro, 2010) compila una variedad de trabajos que precisamente van en la dirección contraria de lo afirmado por JCV, puesto que rastrean las principales categorías de la identidad en la América latina, inglesa y francesa desde fines del XIX hasta fines del s. XX: americanidad, americanización, antropofagia, entre-lugar, heterogeneidad, hibridismo, indigenismo, literatura migrante, mestizaje, negritud, negrismo, transculturación, entre muchas otras. Adicionalmente, quisiera destacar que uno de los más citados en varios artículos es el crítico arequipeño Antonio Cornejo Polar.

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AC alude a Fernando Fuensalida, [sic.] pero no lo cita textualmente, lo que hace más engorroso entenderlo y entender la razón por la cual trae a colación su nombre en el contexto del primer párrafo, que es al que me limito por ahora. Lo único que se me ocurre -teniendo en cuenta ese contexto justamente- es que lo que hace AC es reforzar su posición dualista o binaria frente al problema de la identidad.

No mencioné a Fuenzalida para reforzar un binarismo excluyente hispano/indígena. Si se hubiera detenido a leer el minucioso texto de Fuenzalida (disponible en la web) acerca de la identidad cultural, se daría cuenta que no lo traje a colación para reforzar un binarismo, sino como el propio antropólogo lo hace, mostrar cómo fue utilizada esa oposición en ese momento, inmediato a la emancipación: la apelación al incario y la leyenda negra. Cito otras líneas de Fuenzalida en el mismo artículo: «En el caso de las discusiones peruanas de los años del `30 a los del 1990, la polarización entre indigenismo e hispanismo ha sido dominante. En ella se ha querido identificar, alternativamente, la identidad de los peruanos con la etnicidad indígena o con la etnicidad hispánica». ¿Exponer una idea, explicarla, describirla equivale a compartirla? En todo caso, para disipar sus dudas, JCV debió revisar el texto de Fuenzalida.

En resumen: por un lado, los defensores de “la utopía pre hispana”; por otro lado, los de la Leyenda Negra. Pero ¿quiénes son sus representantes exactamente? ¿Cuál es la posición de AC frente a ella? ¿No la oculta un poquito?

El lugar donde mejor hubiera podido apreciar mi postura sobre la Leyenda negra no es pues esa sucinta introducción, porque ese párrafo tiene otra función: presentar las opiniones de algunos intelectuales sobre la idea de nación en el Perú, donde la Leyenda negra fue empleada como argumento para denostar el hispanismo (como lo expone Fuenzalida) o es recusada por otros como Basadre, Porras, Riva Agüero, etc. Mi postura está en el cuerpo del texto donde me concentro en mostrar mis reparos frente a los ensayos de Now. Aquí, JC no es riguroso en el comentario de este primer párrafo pese a haber empleado él mismo 11 párrafos. Busca algo en la sección que no corresponde, en la introducción y no en el cuerpo de mi crítica a Now. ¿No habría sido mejor que JCV indagara en la conclusión, el párrafo donde es indispensable advertir la postura el autor del texto? Esta es mi postura (no está para nada oculta en el texto, salvo en el comentario de JCV que lo dedica al primer párrafo): «La desmitificación de la Leyenda negra y la recusación de una interpretación de la conquista supuestamente más veraz por ser andina despiertan muchas expectativas, pero la noción de mestizaje empleada por Juan Carlos Valdivia obstaculiza su planteamiento». Allí digo que la Leyenda negra no es más verdadera por ser indígena y que me entusiasmó que JCV se animara a desbaratar ese esencialismo, pero que su apelación al mestizaje para refutar la Leyenda negra es mi mayor crítica.

Y menciono algo más: «¿Acaso la Leyenda negra no es susceptible de interpretarse como una proyección de lo que España asume como la mirada del subalterno resentido o como un discurso deliberadamente sostenido por otras potencias coloniales? ¿Esa leyenda proviene exclusivamente del resentimiento de los «humillados y ofendidos» o ha sido también alimentada por la fantasía del discurso hegemónico en un intento fallido por situarse en el lugar del otro, en un deseo de interpretar o experimentar, al menos a nivel discursivo, el impacto de su propio poder?».Es decir que la L.N no es una construcción discursiva exclusiva del sujeto colonizado, ni que se agota o cancela diciendo que está alimentada por el resentimiento, sino que es también una construcción que proviene del poder colonial. Italianos, ingleses, holandeses y franceses lo hicieron antes de De Las Casas y mucho antes que un amplio sector del indigenismo latinoamericano. Por eso mencioné la flagrante omisión del libro Leyenda Negra (1914) de Julián Juderías que habría brindado a JCVC más argumentos, al menos para considerar que el origen de la misma no es exclusivo del sujeto colonizado.

Ante la insistente polarización que JCV me atribuye, (lo cual ya expliqué no es así al inicio de esta intervención) acotaré que las discrepancias ideológicas entre algunos de los intelectuales mencionados no impidieron acercamientos. Por ejemplo, Mariátegui y Porras colaboraron juntos por la reforma universitaria en San Marcos. Haya de la Torre y Mariátegui colaboraron en la revista obrero-estudiantil Claridad.


Para concluir, agradezco nuevamente a Juan Carlos Valdivia la oportunidad intercambiar argumentos sobre temas que concitan nuestra atención. Y que, finalmente, sean las ideas quienes protagonicen el escaso hábito de polemizar alturadamente en nuestra localidad.

domingo, enero 06, 2013

LA TRADICIÓN INVENTADA


Cuando Antonio Cornejo Polar asumió la dirección de la Casa de la Cultura de Arequipa, hacia mediados de los años sesenta, implementó una serie de cambios en la habitual agenda cultural de la Ciudad Blanca. Secundado por Raúl Bueno Chávez en la secretaría, logró llevar adelante las Jornadas Populares de Cultura que congregaron aquella tradición ignorada por los salones literarios y artísticos, la de la cultura popular, del yaraví, danzas folklóricas y música andina, siempre existente y, sin embargo, subestimada. La reacción de un sector de la población y de los medios cercanos a la Casa de la Cultura fue muy adversa. Consideraban que el nuevo director había ido demasiado lejos al dar cabida a estas manifestaciones en un espacio dedicado a las bellas artes, a las bellas letras, a la música culta, y que sería inevitable que la cultura, que siempre se vino apreciando de ese modo, se echara a perder al entrar en contacto con esas formas menores de arte. Finalmente, Antonio Cornejo Polar llevó a buen puerto su iniciativa, guiado posiblemente por el germen de lo que en los años venideros consolidaría como una de las categorías de análisis cultural más reveladoras de la teoría crítica latinoamericana: la heterogeneidad.

Hoy acontece una situación similar en Arequipa. A la distancia, leía con mucha curiosidad en las redes sociales los iracundos comentarios que circulaban contra el Palacio de Bellas Artes Mario Vargas Llosa. Para una gruesa mayoría de sus detractores, se trataba de una construcción estéticamente desagradable. Los más moderados argüían que ese edificio es inviable por una cuestión técnico-arquitectónica. Incluso el Instituto Nacional de Cultura manifestó su disconformidad con el proyecto lo mismo que otras instituciones vinculadas a la cultura y urbanismo. Pese a la andanada de críticas, el alcalde Alfredo Zegarra decidió culminar la construcción de ese recinto. 

Pero uno de los argumentos que ha cobrado más fuerza contra el polémico edificio —y que implica tanto las observaciones estéticas como técnicas— es el de la tradición. ¿Y qué es la tradición? El vocablo inglés «tradition» se origina en el término latino «tradere», que significa transmitir o dar algo a alguien para que lo guarde. Tradere se empleaba originalmente en el contexto del Derecho romano. La propiedad que pasaba de una generación a otra era administrada por el heredero, quien tenía obligación de protegerla y conservarla. Esta es el sentido más extendido de tradición. En su concepción más fundamentalista, se entiende como una autoridad estético-moral de carácter suprahistórico por la cual el presente es evaluado en términos de continuidad con una esencia ancestral que se busca proteger a toda costa a fin de mantenerla impoluta, inmaculada e inalterable. En consecuencia, quienes se sienten llamados a conservar la tradición actúan, usualmente, ejerciendo una defensa cerrada de algo que corre el riesgo de echarse a perder si entra en contacto con influencias que degeneren su esencia.

Este tipo de conservadurismo cultural ha interpretado la diferencia como desigualdad jerarquizando las relaciones interculturales en el ámbito de las lenguas, géneros, religión, ideología política o nacionalidad. Una identidad cultural excluyente echa raíces en una tradición esencialista, de modo que solo es posible definir el ser de una comunidad a través, por ejemplo, de la lengua o de la religión, con perjuicio absoluto del resto de expresiones que también conforman a esa comunidad. El riesgo es que ese saldo cultural carente de representación en la tradición es visto como una amenaza, si no logra ser asimilado o, en el peor de los casos, desaparecido. Amin Maalouf lo explica en Les identités meurtriéres (1998) [Identidades asesinas, 1998]; una denuncia apasionada de la locura que incita a los hombres a matarse entre sí en el nombre de una etnia, lengua o religión. La gran pregunta que se plantea Maalouf es por qué en la historia humana la afirmación de uno ha significado la negación del otro. 

En Identity and Violence: The Illusion of Destiny (2006) [Identidad y violencia: la ilusión del destino, 2007], Amartya Sen complementa lo anterior con su hipótesis de las identidades culturales múltiples. Sen sostiene que la identidad es diversidad, es decir, que lo que desde una tradición conservadora se asume como un núcleo duro, compacto y cerrado, en realidad, es resultado de una compleja red de relaciones que la atraviesan; que no es posible definir la identidad al margen de las diferencias y semejanzas con los otros que nos rodean; que la diferencia es una relación y no necesariamente una oposición irreductible; que, a fin de cuentas, la mirada del otro construye lo que yo soy, o acudiendo a metáfora lacaniana del estadio del espejo, «yo soy el otro». Precisamente, a los conservadores culturales, autoerigidos herederos y defensores de la tradición, les cuesta aceptar que la identidad sea heterogénea. Como se puede apreciar, del fundamentalismo hacia el fanatismo solo media un pequeño tramo.

Una vertiente más plural sobre la tradición rechaza una identidad excluyente reconociendo su composición diversa. No sitúa en el pasado el lugar de origen de su esencia invariable, por el contrario, admite que desde el presente se construyen sus fundamentos, que el contacto cultural es un espacio de conflicto, negociación y enriquecimiento, no de degeneración; y que la heterogeneidad fue conculcada por un ilusorio discurso homogenizador. En suma, que no existe una tradición completamente pura.

Muchas de las costumbres que consideramos tradicionales de una cultura son préstamos o adaptaciones de otras que la rodean. ¿Alguien en su sano juicio iniciaría una cruzada cultural contra la guitarra para extirparla del repertorio instrumental ayacuchano por su procedencia española? ¿O sería viable algo semejante respecto a los arabismos que abundan en la lengua de Cervantes? El kilt, la emblemática faldita escocesa a cuadros, es producto de la revolución industrial. Así lo explican Eric Hobsbawm y Terence Ranger en The Invention of Tradition (1983) [La invención de la tradición, 2002]. Al parecer fue inventado por un industrial inglés de Lancashire, Thomas Rawlinson, a inicios del siglo XVIII con el fin de adaptar la vestimenta de los habitantes de las Highlands (Tierras Altas) al trabajo en las factorías. El objetivo no fue conservar las costumbres, sino meter a los habitantes de las Highlands en la fábrica. Los pobladores de las Lowlands, que eran gran mayoría en Escocia, veían aquel traje como una vestimenta bárbara y con cierto desprecio. Muchas cosas que creemos tradicionales son realmente producto de la contemporaneidad. 

Anthony Giddens lo señala con precisión en Runaway World (1998) [Un mundo desbocado, 1998]. «El término tradición, como se usa hoy, es en realidad un producto de los últimos doscientos años en Europa […]. La idea de tradición, entonces, es en sí misma una creación de la modernidad». Siguiendo la línea de Hobsbawn y Ranger, afirma que en las tradiciones y costumbres son inventadas, artificiales, nada espontáneas, sino más bien, instaladas en un lugar privilegiado para ejercer el poder, y más contemporáneas que ancestrales. «Cualquier continuidad que impliquen con el pasado remoto es esencialmente falsa», anota Giddens. Hasta aquí no perdamos de vista que las tradiciones se inventaron desde el poder para legitimar el dominio. Por ello conviene ser muy cauteloso cuando se invoca la tradición para dirimir un debate sobre la cultura, ya que se podría avalar una interpretación fundamentalista de nuestra historia en vez de advertir que la historicidad evidencia los giros impredecibles que la cultura acometió sobre la tradición. 

El debate sobre el Palacio de Bellas Artes Mario Vargas Llosa —cuyo análisis nominal merecería otra intervención— debe alejarse de las objeciones estéticas y de las invocaciones a la tradición y enfocarse en el tema de la representación y en la idea de cultura, que es lo que verdaderamente está en juego. ¿Quiénes se sienten representados y quiénes excluidos? Un espacio cultural es un espacio de representación (eventualmente excluyente). El problema que observo es que se ha generalizado el impulso de la cultura como la profusión de actividades artísticas y como la construcción de establecimientos, o sea, cultura como sinónimo de arte y cemento, que en la práctica funcionan como reductos para la exclusión.

Si el discutido palacio congregara a los más distinguidos poetas, narradores, dramaturgos, músicos, pintores y artistas en general ¿continuarían las mismas críticas severas procedentes de quienes no se sienten representados; de los que asumen una representación que defiende el arte y la tradición locales afrentadas por el «Domo Verde»? Pienso que no, pienso que en tales circunstancias la polémica se trasladaría a un debate más feroz: la lucha por una idea hegemónica de cultura.

¿Qué requisitos deberán reunir los artistas que deseen acceder al nuevo palacio recuperado por los cruzados de la tradición y el buen gusto? Particularmente, no me incomoda que el palacio se destine a espectáculos musicales masivos (para salir de este impasse bastaría con rebautizar el lugar, pero el problema es mucho más complejo); me preocupa sobremanera que no sea un espacio plural de representación, que cultura se identifique exclusivamente con arte y cemento, y no como un modo de habitar el mundo. Lo más grave sería que ese recinto fuera capturado por quienes dicen representar una cultura de avanzada pero que en el fondo son conservadores culturales que esgrimen el buen gusto como argumento para denostar a quienes no comparten su refinamiento. Ya podemos imaginar quiénes sí estarán y quiénes, una vez más, no estarán allí.

La cultura no debe estar sujeta a tradición autoritaria alguna.

Publicado en Noticias, diario de Arequipa, lunes 21 de enero de 2013

sábado, diciembre 22, 2012

CRÍTICA DE LA RAZÓN MESTIZA



José de la Riva Agüero, Víctor Andrés Belaúnde, Raúl Porras Barnechea, Jorge Basadre, entre otros intelectuales peruanos, sostuvieron una postura adversa ante la denominada «Leyenda negra» española, la cual recobró notoriedad hacia las primeras décadas del siglo XX en América Latina, debido a la emergencia de un indigenismo antihispánico influido, a su vez, por el análisis marxista de la sociedad y la historia realizada por pensadores latinoamericanos luego de su travesía europea. El marxismo proporcionó a un sector de la intelectualidad poscolonial una explicación histórica, económica, política y social sobre la nueva condición de las nacientes repúblicas latinoamericanas, en la cual la lucha contra la colonia y el imperio sería reemplazada por la lucha contra una forma distinta de colonialidad: el capitalismo. Aunque homologar a la generación novecentista como hispanista simplificaría excesivamente los matices ideológicos de sus integrantes, lo cierto es que Riva Agüero consideró que el Perú debería conservar los lazos culturales que durante cuatro siglos mantuvo con la metrópoli española. Por otro lado, Manuel González Prada, José Carlos Mariátegui y Víctor Raúl Haya de la Torre enjuiciaron la prolongación de la dependencia colonial-imperial demandando que era el momento de emanciparnos política, económica y culturalmente. En «Identidad Cultural e Integración del Pueblo Peruano», Fernando Fuenzalida señaló que el discurso sobre la identidad nacional de la naciente república peruana estaba impregnado del sentimiento antihispano y anticatólico de las revoluciones anglosajona y francesa. En aquella época —y aun bien entrado el siglo XX— la utopía prehispánica y la «Leyenda negra» fueron los recursos más empleados por los nuevos ideólogos de la política, las artes y las letras.

Now. Historia, poder y resentimiento (2012) de Juan Carlos Valdivia Cano recopila un conjunto de ensayos la mayoría articulados en torno a la cuestión de la identidad y el mestizaje. En «Quinientos años de mestizaje» el autor propone desmitificar la Leyenda negra acerca de la conquista de América, a partir de una declaración de la historiadora María Rostworoski, quien manifestó que la historia de la conquista del Perú debería revisarse desde la perspectiva de las culturas andinas, y analizando el papel del padre Bartolomé De Las Casas en la consolidación del discurso que colocó a la empresa conquistadora como absolutamente nefasta.

Valdivia Cano considera que la opinión de Rostworoski refuerza un dualismo de opuestos inconciliables. En consecuencia, no habría fundamento para considerar la mirada andina en sí misma superior por contener la verdad histórica; por el contrario, como cualquier otro discurso, sería susceptible de reproducir una interpretación fundamentalista y con mucha más razón si se fija desde un lugar exclusivo para proyectarla.

El autor recusa las interpretaciones fatalistas y culturalmente excluyentes de la conquista, que arrojan un balance totalmente negativo y sin matices, acudiendo a la noción de mestizaje, de acuerdo a la cual una cultura es resultado de la fusión entre al menos otras dos. La síntesis del mestizaje deviene producto nuevo, distinto de sus fuentes, pero, a la vez, enraizado en ambas. El mestizaje hispano-indígena, según Juan Carlos Valdivia, evidencia el encuentro de dos culturas. Nuestro valor como cultura estaría en la fusión de ambas culturas, por lo cual negar alguna de ellas supondría negar nuestra identidad mestiza. Sin embargo, el mestizaje es un concepto problemático porque no discute las tensiones del encuentro cultural; más bien lo aborda como un proceso armónico y no conflictivo. La adhesión del autor a la noción de mestizaje lo aproxima a la representación del mundo andino, del incanato y los conquistadores en la poesía modernista de José Santos Chocano: la raza amerindia y la raza conquistadora proveyeron los insumos materiales y espirituales que dieron lugar a otra raza heredera de lo mejor de sus predecesoras. Y a Mario Vargas Llosa: el resentimiento acumulado históricamente por quienes se consideran descendientes de la tradición indígena explicaría la Leyenda negra, actitud que sirve para eludir nuestra responsabilidad actual.

La promesa de descentrar dicotomías cuyos términos se presentan inevitablemente como antagónicos cautiva al principio, pero Valdivia Cano no logra cuajar esta pretensión, ya que solo el segundo término del par hispano/indígena es enjuiciado y no ambos, es decir, no desestabiliza la contradicción, el paradigma matriz que origina las coordenadas que rigen el modo cómo se interpreta unilateralmente la conquista de América y sus secuelas en la etapa poscolonial donde actualmente nos situamos.

La declaración de Rostworoski, releer la conquista en clave andina, habría que analizarla en todos sus matices. ¿Es posible este análisis hoy desde un locus andino, etnoculturalmente homogéneo, diferenciado y no atravesado por la cultura hegemónica? La cuestión aquí es como se define lo andino: ¿unidad homogénea o comunidad diversa? Valdivia Cano asume de hecho que Rostworoski propone una lectura etnocultural andina desde una perspectiva supuestamente purista, lo cual, por supuesto, es inviable, pero no repara en la posibilidad que la conocida historiadora haya planteado la necesidad de una lectura poscolonial, aunque no enunciada así, de la conquista. En este sentido, la declaración de Rostworoski adquiere otra dimensión: subvertir la lectura hegemónica desde un lugar poscolonial atendiendo a la voz de los sujetos subalternos y, en principio, reconociendo la subalternidad epistemológica prevaleciente en el discurso historiográfico, lo cual no implica desconocer nuestra heterogeneidad cultural, pero sí admitir que los mecanismos de la colonialidad continúan operando bajo otras modalidades, y que una de ellas se manifiesta mediante el discurso científico; por consiguiente, el primer paso para desmontar una «leyenda» es trazar su genealogía, puesto que así observaremos su procedencia y procedimientos.

La estructuración de este ensayo dificulta el desarrollo de sus argumentos. La fragmentación en varias unidades, muy breves algunas, dispersa innecesariamente sus ideas lo cual no fortalece su postura, sino que motiva digresiones que desenfocan la argumentación, pues abundan en situaciones anecdóticas. Algunas secciones de este ensayo están desarticuladas del resto, a las cuales puede unir un tema bastante general, pero no apoyan directamente la postura del autor. A esto se agrega su estilo de escritura. La ironía y la adjetivación pueden ser estrategias retóricas muy útiles, pero si no van acompañadas de definiciones, explicaciones, descripciones o ejemplos, la elocuencia del estilo termina capturando la atención más que la consistencia de las ideas.

Argumentativamente, el primer y el segundo ensayo no despliegan un contenido sólido. En «Garcilaso: historia de una aventura», el autor apela más a la personalidad de los individuos a quienes recurre como autoridad para validar sus argumentos que a las ideas que exponen sus discursos; recurre a situaciones anecdóticas, más que al análisis de procesos históricos. Algunos autores en quienes se apoya no representan realmente una autoridad competente en la materia en discusión, como son Mario Vargas Llosa, Jorge Luis Borges u Octavio Paz, si se trata de profundizar en temas donde la opinión de un narrador o poeta, aunque seductora, se mantiene en el lugar común. Este tipo de apelación podría lucir muy persuasiva si solo nos detenemos en la figura de quien es citado; no obstante, si vamos más allá y evaluamos cuan pertinente ha sido acudir a ellos, el efecto de persuasión se diluye. Replicar la Leyenda negra resaltando el espíritu aventurero, el arrojo y la valentía de los conquistadores es como sugerir la lectura de una novela debido a las virtudes personales de su autor. Este ensayo reitera los lugares comunes consolidados por la historia oficial: Garcilaso, el primer mestizo, ergo, el primer peruano. Son expresiones alegóricas que expresan la inquietud de los historiadores por fijar referentes simbólicos. Tal como lo hizo Mariátegui con Melgar: el primer momento peruano en la literatura.

Su análisis es poco riguroso cuando aborda un periodo histórico tan relevante como la conquista de América sin mencionar a los protagonistas ideológicos de la Leyenda negra: el español Julián Juderías, autor de un libro titulado también La Leyenda Negra (1914); o el argentino Rómulo D. Carbia, autor de Historia de la Leyenda Negra hispano-americana (1943) por citar a los más visibles. Valdivia Cano replica la Leyenda negra afirmando que no todo fue violación, sugiriendo que los matrimonios de los conquistadores más célebres con mujeres de la nobleza incaica tuvieron un happy end. Asimismo, acude a los Comentarios reales de donde extrae las impresiones del Inca Garcilaso acerca de los conquistadores a quienes considera valientes y nobles. Se necesita más que las buenas impresiones del Inca Garcilaso para desbaratar la Leyenda negra.

En «Mariátegui: ética y mestizaje», Valdivia Cano ensaya una lectura del Amauta fin de hallar nuevas razones que fortalezcan su hipótesis sobre el mestizaje y la refutación de la Leyenda negra: «Negar un elemento constitutivo de la propia identidad (o el hispánico), por identificación excluyente con el otro (el andino), o con la imagen que se tiene de él (el pobre, el dominado, el desvalido […]) es una actitud resentida y por eso nefasta para la salud individual y colectiva» (p.95), señala el autor en un apartado de este ensayo.

Aquí se ha asimilado «andino» con «indígena», categorías que se superponen imperfectamente, por lo cual, si se emplean indistintamente, generan confusiones. Lo andino es una construcción discursiva mucho más reciente que lo indígena. Aquella fue concebida a partir de la referencia a una vasta región geográfica atravesada por los andes, situación que en teoría le imprimiría una cierta homogeneidad a las culturas que habitaron esa zona. Lo andino sería entonces, la traducción cultural de una referencia geográfica, una abstracción que explicaría la cosmovisión del hombre andino trascendiendo las fronteras políticas de los Estados.. En cambio, indígena alude a la procedencia originaria de los pueblos respecto al territorio que ocupan, es decir, lo autóctono. El universo amazónico, por ejemplo, no forma parte de los estudios andinos, pero sí está vinculado al discurso indígena, en tanto pueblos originarios.

Precisemos que la dicotomía mariateguiana no es hispano/andino sino hispano/indígena. Que Mariátegui reconociera la trascendencia del pensamiento occidental en su propia formación y el potencial transformador del marxismo en América Latina no debe conducirnos a afirmar que él perdiera de vista la desigualdad entre lo quechua y lo español lo hispano y lo indígena o incluso entre indígena e indigenista. En «El proceso de la literatura», si bien admite que la impronta colonial es innegable, también establece una periodización literaria —colonial, cosmopolita y nacional— a fin de explicar que el colonialismo supérstite en la literatura republicana merece ser no solo reconocido sino, además, enjuiciado desde una perspectiva consciente de su dependencia histórica frente a la metrópoli española, aspecto que no es advertido por Juan Carlos Valdivia Cano, pues invoca parcialmente a Mariátegui, es decir, solo lo concerniente al reconocimiento del componente hispano-occidental de la identidad mestiza, mas no la actitud subversiva frente al colonialismo supérstite.

Aparentemente, la negación excluyente de lo hispánico o de lo indígena nos conduciría a un fundamentalismo cultural ingrato frente a sus ancestros. Esta negación es discutible para Valdivia Cano cuando la plantean los sujetos subalternos y no cuando procede del discurso hegemónico; en otras palabras, el discurso hispánico-occidental reclama al discurso indígena el reconocimiento de su herencia como parte de la identidad mestiza que ambos integran, pero no repara en que ese reclamo es en realidad un mandato, pues la relación jerárquica entre lo hispano y lo indígena no da espacio para otra modalidad intercultural. La ficción del mestizaje radica en la disolución armónica del conflicto cultural, cuando en verdad, la estructura del mestizaje sigue siendo desigual, asimilacionista, jerárquica y orientada unilateralmente por la cultura hegemónica.

¿Acaso la Leyenda negra no es susceptible de interpretarse como una proyección de lo que España asume como la mirada del subalterno resentido o como un discurso deliberadamente sostenido por otras potencias coloniales? ¿Esa leyenda proviene exclusivamente del resentimiento de los «humillados y ofendidos» o ha sido también alimentada por la fantasía del discurso hegemónico en un intento fallido por situarse en el lugar del otro, en un deseo de interpretar o experimentar, al menos a nivel discursivo, el impacto de su propio poder? Estos cuestionamientos no son advertidos, pues la idea de mestizaje bloquea el esfuerzo de enjuiciar ambos términos del paradigma hispano/indígena, o sea, dificulta el desmontaje total de la controversia, porque parte del supuesto del encuentro simétrico, de la fusión armónica, y no del encuentro conflictivo.

«Basadre: la historia y la ética», presenta una semblanza de Jorge Basadre combinada con impresiones personales sobre la historia y, de manera similar al anterior ensayo, acude al historiador en busca de razones para sustentar su desacuerdo con la negación de la hispanidad, ya que nuestra condición mestiza sería evidencia para lo contrario. Valdivia Cano anota que «Lo que hay que negar-superar es, sin embargo, la pre modernidad, no la hispanidad o la occidentalidad que son irremediables asuntos de hecho». La capacidad de agencia de los sujetos subalternos en circunstancias de dominación fue interpretada de manera pesimista por los críticos de Gayatri Spivak luego que publicara «¿Can the Subaltern Speak?», cuando en realidad, ella llamó la atención sobre lo que el intelectual debería hacer si es que, efectivamente, la autonomía del sujeto subalterno no es plena. La afirmación del autor de Now refuerza una concepción que ha sido bastante trajinada dentro de las ciencias sociales, los estudios culturales y la crítica poscolonial: que entre colonialidad y modernidad existen más continuidades que rupturas, que la modernidad fue un fenómeno global en el cual fue fundamental el descubrimiento de América, en otras palabras, que sin este acontecimiento, no es posible comprender la modernidad, y que uno de los modos de dominación más vigente y activo es el discurso científico. De modo que América Latina no puede ser pre moderna, pues ella es parte constitutiva de la modernidad.

La desmitificación de la Leyenda negra y la recusación de una interpretación de la conquista supuestamente más veraz por ser andina despiertan muchas expectativas, pero la noción de mestizaje empleada por Juan Carlos Valdivia obstaculiza su planteamiento. El libro muestra un desarrollo muy superficial del tema que congrega los ensayos. Este es un género flexible en comparación con el artículo científico; sin embargo, exige abordar una polémica con un conocimiento amplio de las posturas involucradas. La arbitrariedad del género ensayístico no es licencia para especular y abandonar el análisis o, el estado de la cuestión del tema a debatir. Valdivia Cano reduce la resistencia cultural a resentimiento, simplifica enormemente lo que significó el indigenismo en el Perú, pues no advierte los matices intermedios entre lo hispano y lo indígena, lo heterogéneo, lo diverso que trasciende esa contradicción.  

Publicado en el diario Noticias de Arequipa, 24 de diciembre de 2012

sábado, noviembre 10, 2012

LA ARROGANCIA DE LA CRÍTICA


En «El compromiso con la teoría», Homi K. Bhabha se preguntaba si toda polémica debía ser necesariamente polarizada y si el único camino que nos queda para superar ese dualismo es adherirnos a una de la ideas en conflicto o inventar una contrarrepuesta radical? Barthes coincidiría con el teórico indio de los estudios poscoloniales en que toda dicotomía es, en realidad, una ficción sostenida desde ambos extremos, y que el desafío pasa por desmontar sus fundamentos.

Lo neutro es una categoría de análisis textual desarrollada por el semiólogo francés Roland Barthes a lo largo de cursos y seminarios impartidos en el Collège de France entre 1977 y 1978. Lo neutro consiste en deconstruir una oposición binaria, que Barthes denomina «paradigma», cuyos términos en conflicto son los que producen sentido: «Defino lo Neutro como aquello que desbarata el paradigma […]. ¿Qué es el paradigma? Es la oposición de dos términos virtuales de los cuales actualizo uno al hablar, para producir sentido», ya que «el paradigma es el motor del sentido; allí donde hay sentido hay paradigma, y allí donde hay paradigma (oposición) hay sentido». Al no optar por uno u otro término, lo neutro desmonta el binarismo del paradigma, pues «elegir uno y rechazar otro es siempre sacrificar algo al sentido, producir sentido […]». Siguiendo la propuesta de Barthes, lo neutro esquiva, suspende, desbarata la controversia, es decir, el conflicto propio de todo paradigma oposicional manifestado en cualquier tipo de discurso.

Barthes procura no ofrecer una definición programática de lo neutro, más bien describe sus rasgos y figuras, y en general, cómo opera, ya que es consciente de que toda tentativa de fijar un sentido de lo neutro terminaría por convertirlo en un paradigma, por lo cual lo somete a «un estado de variación continua» en lugar de fijar un sentido final. En síntesis, acota que lo neutro consiste en «desbaratar el paradigma», un acto de «rechazo a dogmatizar». La misma forma en que expone los alcances de lo neutro es un ejercicio de evasión, suspensión o huida de una definición tradicional. Lo que en realidad muestra es una genealogía del concepto al estilo foucaultiano. La aproximación etimológica a esta categoría le permite ir desechando los sentidos que no le son útiles para finalmente quedarse con los que ilustran su aplicación.

Reemplaza conceptos por metáforas, porque el concepto, afirma, es arrogante, reduce la diversidad, generaliza, fija sentidos. En cambio, la metáfora diversifica los sentidos. Lo neutro es más metáfora que concepto. La forma en que Barthes lo expone es elusivo de una definición, ya que recurre a figuras, metáforas y fragmentos para explicarlo.

Lo neutro no equivale a neutralidad ni indiferencia, nos dice Barthes. En cambio, podríamos afirmar que se trata de neutralizar o inmovilizar la maquinaria textual de sentidos que es el paradigma. De este modo, evita la consolidación de un sentido en perjuicio del otro. Lo neutro suspende la arrogancia de la certeza: «Neutro es desapego del sentido: todo “plan” (división temática) sobre lo neutro equivaldría a oponer lo Neutro y la arrogancia, es decir, a reconstituir un paradigma que lo Neutro quiere precisamente desbaratar: lo Neutro se convertiría discursivamente en término de una antítesis: al ser expuesto, consolidaría el sentido que quería disolver».

Lo neutro suspende la arrogancia de la certeza. Barthes reúne bajo el nombre de arrogancia «todos los gestos (de habla) que constituyen discursos de intimidación, sujeción, dominación, aserción, soberbia: que se ubican bajo la autoridad, la garantía de una verdad dogmática, o de una demanda que no piensa, no concibe el deseo del otro». La arrogancia ignora el deseo del otro imponiéndole un dogma sin posibilidad de rechazo. Nos dice el célebre semiólogo francés que la arrogancia se reconoce en las obligaciones positivas: mandatos, demandas. El fanatismo es un buen ejemplo de la arrogancia en la cultura: pensar obsesivamente en corregir el equívoco del otro «por su propio bien», ignorando el disenso. Trasladando esta figura al ámbito de la crítica cabe preguntarnos ¿Es arrogante la crítica literaria? ¿Cuándo lo es? Siguiendo lo expuesto por Barthes, sería cuando la crítica afianza alguno de los sentidos generados por el paradigma, fortalecido por su estatuto de institución política.

También puntualiza que la manera como se sustenta la validez de una postura es arrogante cuando se basa en el deseo de convencer. Así, más que ser válida por lo que ofrece, la contundencia de la evidencia suele depender de la arremetida de quien la enuncia. Certezas absolutas, convicciones férreas, ausencia de matices, unidad forzada, espíritu de cuerpo, integrismo, intolerancia… son indicios de arrogancia.

Lo neutro fue una de las últimas elaboraciones teóricas de Roland Barthes, en la cual se sintetizan todas sus preocupaciones sobre el lenguaje, la escritura, el discurso, la ciencia, la literatura, la semiología y el poder. Hay un notable énfasis en problematizar la cientificidad de la semiología, la noción tradicional de método. Hace extensiva su aplicación a cualquier dominio del lenguaje: «todo discurso […] que se relacione con el conflicto, o con su cesasión, su esquive, su suspensión». No aspira a convertirse en un método a la manera de una disciplina; es un no-método, ya que no sigue un procedimiento para obtener un resultado conocido a priori, sino que se abre a la aventura del descubrimiento durante la travesía de su aplicación. La idea tradicional de método es reemplazada por la idea del «fragmento», y lo hace convencido de que el método es un discurso del poder vinculado a una disciplina como saber-poder. Aquí es donde Barthes se rebela contra al culto al resultado característico del método científico. Su método, nos dice, es excéntrico. Incluso afirma que la genealogía de lo neutro está caracterizada por la pérdida de rigor metodológico, la errancia y la no exhaustividad. Es decir, la aplicación de lo neutro contempla variaciones constantes en el camino.

Barthes mantiene un diálogo constante con la filosofía Zen y el Tao, mediante los cuales ejemplifica los alcances de su propuesta, extrayendo fragmentos de textos, evocando citas o anécdotas que tienen por función reemplazar la definición de lo neutro y de sus figuras. Precisamente, la idea de arrogancia la extrae del Zen, cuyo efecto en su concepción de la semiología es la precaución frente a las jerarquías, los dogmatismos y la fijación de sentidos. Lo neutro barthesiano trasciende las dicotomías, huye de la oposición binaria. Retiro que no debe interpretarse como indiferencia, temor, simple negación o evasión de una cuestión crítica, sino como estrategia para pensar la controversia de manera distinta. Lo que se evade o suspende son las coordenadas de la lógica oposicional que polariza la controversia. Se huye de las premisas del paradigma, pero no se evade la gravedad de sus implicancias y mucho menos se las ignora. Se evaden sus dictámenes, sus sentidos para enfrentarlos desde un lugar y de una manera diferente.

Otra influencia del Zen es la fuerte dosis de escepticismo frente al pensamiento oposicional. No se trata de un escepticismo paralizante que renuncia al saber, sino que paraliza o suspende el mandato de asumir las premisas de tal o cual paradigma, lo cual implica un compromiso ético de responsabilidad, una manera de superar la indecidibilidad de las controversias, que exige del crítico una profunda consciencia de su libertad para disentir. En palabras de Michel Foucault, diríamos que es una forma de desobediencia, de disenso, de rechazo a vivir conforme a los requerimientos del poder: «Ningún Neutro es posible en el campo del poder».

La escritura de Barthes es representativa de sus planteamientos metodológicos: fragmentación, digresión, excursión. Lo neutro es un ataque directo contra el dogmatismo, un planteamiento que convendría aplicar a la pedagogía actual que aclara un saber a niveles rudimentarios no para criticarlo sino para fijarlo más fácilmente. El problema es que el «habitus» pedagógico neoliberal ha ganado mucho espacio y gran cantidad de adeptos entre profesores de colegio y universidad. El caso peruano me parece de los más graves en América Latina.

Relevar los discursos arrogantes, es en suma, el propósito que Barthes deparó para lo Neutro.

Publicado en el diario Noticias de Arequipa, 11 de noviembre de 2012