Arturo Caballero Medina
acaballerom@pucp.edu.pe
“Tienes que subir a la combi más seguido Rosa María”
Argumento esgrimido por Gonzalo Núñez ante Rosa María Palacios para sustentar la realidad del machismo peruano.
El incidente que protagonizaron la árbitra Silvia Reyes y el futbolista uruguayo Mario Leguizamón y, por otro lado, la actitud de la Universidad San Martín de Porres frente a Esther Vargas, resultan muy útiles para ejemplificar los prejuicios latentes en el imaginario colectivo nacional, sobre todo dentro de una sociedad como la peruana que se considera muy liberal en algunos aspectos cuando, en realidad, sigue siendo muy conservadora. En ambos casos, las reacciones de la opinión pública confirman que, primero, la defensa de una causa legítima puede distorsionarse si se ampara en el fundamentalismo y, en segundo lugar, que nuestra sociedad aún no está lista para enfrentar al “fantasma” de la verdad.
Fundamentalismo y machismo feministas
Lo primero que evidenció el caso Reyes-Leguizamón fue la hipersensibilidad social frente al tema de los derechos de la mujer. Ministros, congresistas, Defensoría del Pueblo, colectivos feministas y periodistas deportivos denostaron la actitud del jugador de la San Martín; sin embargo estos diferían de aquellos respecto a cuál debía ser la sanción más ejemplar. Si bien los periodistas deportivos no avalaron la reacción de Leguizamón, dejaron sentado que “en un momento de cólera uno no sabe lo que dice” y que si el ofendido hubiera sido un varón nadie se rasgaría las vestiduras. Gonzalo Núñez sugirió a Rosa María Palacios que abordara combis más seguido para verificar que el trato masculino hacia la mujer en el Perú no es el mismo que recibe la princesa de Asturias en su palacio. Efectivamente, a diario comprobamos que lo dicho por Gonzalo Núñez es cierto pero el error en su razonamiento es pretender sostener una postura (en el Perú se trata mal a las mujeres) mediante ejemplos que no explican el maltrato sino que, por el contrario, merecen ser explicados, es decir, el objeto a explicar no puede servir como explicación. Los fenómenos no se interpretan a sí mismos, simplemente suceden; es la actitud racional la que define una postura frente a los hechos. Lo cuantitativo, lo usual, lo frecuente, a veces no es muy útil como criterio de validez.
Aparentemente, nuestra sociedad —o al menos buena parte de ella— habría desarrollado los anticuerpos necesarios para rechazar el machismo aunque viniera del deporte rey, espacio en el que se reivindica, precisamente, la masculinidad. No lo veo así, ya que otros acontecimientos similares no provocaron ni la menor mueca en las agrupaciones que defienden los derechos de la mujer ni en los (las) que hoy encienden hogueras para “incinerar” a Leguizamón. Cuando la ministra Mercedes Aráoz rendía su informe acerca de las negociaciones del TLC con Estados Unidos, el congresista Daniel Abugattás le espetó la siguiente frase: “En EEUU, usted se puso de rodillas y de espaldas a la realidad peruana”, en alusión a que no se defendieron los intereses nacionales. ¿Alguien solicitó una petición de censura al congresista Abugattás? ¿Discutieron los medios estas expresiones de grueso calibre que sugieren, sutilmente, más que una entrega de intereses una grotesca analogía sexual? Por supuesto que no. Bastó con la retracción del congresista y asunto arreglado, lamentablemente.
En los casos Reyes-Leguizamón y USMP-Vargas fuimos testigos del fundamentalismo oportunista de género, o sea, de aquella actitud —loable en su versión moderada— que en defensa de la absoluta igualdad y de los derechos de género deriva en lo contrario ya que bloquea el debate. Un fundamentalista no detecta fisuras en su sistema de creencias, por ello es que las causas legítimas por las que lucha se distorsionan al adquirir para él el estatus de dogma. Leguizamón cometió una imprudencia pero su agresión no es menor a la que cotidianamente nos tienen acostumbrados los diarios “chicha” quienes estereotipan las conductas sexuales. No es más grave porque la agredida haya sido una mujer, lo es porque se atenta contra la dignidad de un ciudadano más allá de su sexo u opción sexual. Aquellos que promovieron una sanción severa a Leguizamón amparados solo en la condición de mujer de la agredida le hacen un flaco favor a las reivindicaciones del feminismo cuya elaboración teórica es mucho más compleja y vasta que un simple ajuste de cuentas contra el macho dominante.
La violencia no tiene género
Los medios de comunicación sensacionalistas y los programas cómicos alientan la violencia de género al reforzar los estereotipos: la vedette es una mujer fácil, el jugador de fútbol es borracho y juerguero, y los homosexuales se visten de mujer y provocan escándalos. La violencia de género no es (no debería serlo) propiedad de ningún género; sus victimarios y víctimas no distinguen opción sexual. Por ello, quienes censuramos todo tipo de violencia tampoco debemos discriminar entre si el agresor y/o agredido es heterosexual u homosexual.
La ridiculización de lo femenino es un hábito nacional, pero si bien se cuestiona a la prensa sensacionalista por exacerbar la frivolidad, el morbo y todo aquello que sabemos, no es frecuente escuchar de parte de los mismos actantes alrededor del incidente Reyes-Leguizamón o USMP-Esther Vargas, alguna crítica de la proporción a la que emitieron hace pocos días. La mayoría de periodistas demostró su tibieza al opinar sobre la reacción de Gisela Valcárcel al defender su derecho a la privacidad cuando un “urraco” la acosaba tomándole fotos: colocaron por encima el espíritu de cuerpo periodístico antes que la dignidad de un ciudadano y le hicieron el juego a la impunidad mediática del escándalo. Ni qué decir de Laura Bozzo quien enarbolaba la bandera del peor feminismo fanático al manipular paródicamente la victimización de la mujer frente a los abusos masculinos. Lo paradójico de esto es que se proyectaba una imagen que daba cuenta de lo opuesto: la mujer asumía el rol de agresor y el hombre, de víctima. Dicha muestra de feminismo fanático consiste en apropiarse del poder que somete con el fin de redireccionarlo en contra del agresor, pero de ninguna manera, en transformar su esencia agresora. Es decir, subsiste la violencia pero en otra dirección.
La reflexión que el caso Reyes-Leguizamón suscita es que cuando la agresión se produce entre sujetos del mismo género se gradúa la censura ante esta debido a una especie de permisibilidad proporcional al trato intragenérico y, en consecuencia, se invisibiliza la agresión: si a un árbitro varón le mentan la madre jugadores, hinchas y público y las sanciones se dan en el marco de las reglas de juego y de la costumbre local (al jugador lo expulsan y el árbitro, si desea, responde el insulto). En contraste, cuando la agresión ocurre entre sujetos de distinto género, el prejuicio sexista, ya sea por exceso o por defecto, nubla por completo una interpretación desapasionada de la violencia. El fundamentalismo machista o feminista finalmente son extremos que coinciden en la intolerancia: el machismo subsiste gracias a que su discurso tiene eco en hombres y mujeres machistas, es decir, por complicidad; el feminismo susbiste por oposición. Los que dicen defender los derechos de las minorías basándose en la minusvalía o incapacidad de estas para autoconducirse suelen ser los mismos que incentivan el sometimiento cultural. El paternalismo y la sobreprotección no siempre resultan medidas adecuadas para salvaguardar los derechos de las minorías porque llevan implícita la semilla del control y de la superioridad moral de quien protege respecto al protegido.
Hace poco una amiga me comentó que fue intervenida por una mujer policía debido a que conducía mientras usaba el celular. Según su testimonio, la policía le sugirió que le pintara “las uñas de las manos y de los pies” (lo que en argot coimero del personal subalterno femenino significa 20 soles y asunto arreglado). A ello se agregó la prepotencia de la señorita policía en expresiones como “usted obtuvo el brevete en una tómbola” a lo que mi amiga, al mejor estilo de Leguizamón, replicó con “estás amargada porque tu marido no te tiró bien en la mañana”. Esto es una muestra de cierto machismo que ya no se apoya solo en los patriarcas de antaño sino en las matronas —y sus potenciales herederas— que ayer y hoy siguen reproduciendo esto que se denomina machismo feminista.
Perdón San Martín, pero soy lesbiana
Si el fundamentalismo es nocivo por bloquear el debate, lo es, además, porque sobredimensiona la verdad y elimina las dudas. ¿Será acaso sintomático que los incidentes comentados aquí hayan tenido como tercer protagonista a la Universidad San Martín?
La sociedad peruana tiene una especial deuda con la verdad y la reconciliación. A las fuerzas armadas les cuesta reconocer que sí hubo excesos en la lucha contra el terrorismo. A los fujimoristas les es imposible sospechar que su líder conocía las actividades del destacamento Colina. En las elecciones del 90, la realidad exigía un ajuste económico drástico, pero elegimos afrontarlo creyendo en Fujimori y no cuando Vargas Llosa nos lo advirtió. Somos reacios contumaces a la verdad. Cuando esta nos viene de golpe, preferimos digerirla a pedacitos. Cuando llega fragmentada, dilatamos su revelación.
La negación de la verdad, a pesar de su evidencia, suele conducir la actuación de los fundamentalistas morales. La USMP procedió de manera totalmente opuesta en los dos casos referidos. A Leguizamón lo despidieron y lo comunicaron públicamente, en cambio a Esther Vargas quisieron despedirla silenciosamente. Con el primero actuaron por exceso; con la segunda, por defecto. El proceder moralmente correcto de una institución educativa era despedir del equipo al jugador de la San Martín por ofender a una mujer; sin embargo, a su entender lo moralmente correcto también consistía en separar a una docente porque es lesbiana. Aquí los fundamentalistas de la moral se guiaron más por la coyuntura que por los principios; más por el "qué dirán los padres de familia y alumnos que no estén de acuerdo" que por la defensa de un derecho laboral sin discriminación por la opción sexual del trabajador.
Cuando lo moralmente correcto se ampara en la voluntad popular es fácil proceder a su aplicación sin remordimientos; pero si, por el contrario, enfrenta resistencias, lo mejor es recurrir al silencio. Precisamente, la razón cínica saca ventaja de la coyuntura justificando su accionar en la necesidad de encontrar "solo una salida" a un problema. Según las circunstancias, el razonar cínico cuestionará lo moralmente correcto para sacar ventaja de la transgresión (como cuando el chofer de combi no recoge escolares ni invidentes o cuando inducimos a un funcionario público a la coima); o aplicará la norma literalmente, sin miramientos ni murmuraciones (el burócrata ineficiente que se ciñe al reglamento). En uno y en otro, la verdad es cuestionada y manipulada.
Esther Vargas ha declarado que nunca ocultó ser lesbiana. En su blog no hace apología al lesbianismo y mucho menos en sus aulas. No es que a la USMP le incomodaba contar en su club con un jugador machista o con una profesora lesbiana: Leguizamón seguirá pensando lo mismo de Silvia Reyes (y de seguro pensaba lo mismo de toda mujer irritada) y Esther Vargas no cambiará su orientación sexual. Lo que realmente guió el accionar de la USMP fue fundamentalismo moral oportunista y la razón cínica, amparados ambos en la negación y la manipulación de la verdad en aras de lo moralmente correcto.
¿Escribiría Ricardo Palma una tradición al respecto? De seguro que el San Martín del siglo XXI compartiría un café con la árbitra, el jugador y la profesora lesbiana.
acaballerom@pucp.edu.pe
“Tienes que subir a la combi más seguido Rosa María”
Argumento esgrimido por Gonzalo Núñez ante Rosa María Palacios para sustentar la realidad del machismo peruano.
El incidente que protagonizaron la árbitra Silvia Reyes y el futbolista uruguayo Mario Leguizamón y, por otro lado, la actitud de la Universidad San Martín de Porres frente a Esther Vargas, resultan muy útiles para ejemplificar los prejuicios latentes en el imaginario colectivo nacional, sobre todo dentro de una sociedad como la peruana que se considera muy liberal en algunos aspectos cuando, en realidad, sigue siendo muy conservadora. En ambos casos, las reacciones de la opinión pública confirman que, primero, la defensa de una causa legítima puede distorsionarse si se ampara en el fundamentalismo y, en segundo lugar, que nuestra sociedad aún no está lista para enfrentar al “fantasma” de la verdad.
Fundamentalismo y machismo feministas
Lo primero que evidenció el caso Reyes-Leguizamón fue la hipersensibilidad social frente al tema de los derechos de la mujer. Ministros, congresistas, Defensoría del Pueblo, colectivos feministas y periodistas deportivos denostaron la actitud del jugador de la San Martín; sin embargo estos diferían de aquellos respecto a cuál debía ser la sanción más ejemplar. Si bien los periodistas deportivos no avalaron la reacción de Leguizamón, dejaron sentado que “en un momento de cólera uno no sabe lo que dice” y que si el ofendido hubiera sido un varón nadie se rasgaría las vestiduras. Gonzalo Núñez sugirió a Rosa María Palacios que abordara combis más seguido para verificar que el trato masculino hacia la mujer en el Perú no es el mismo que recibe la princesa de Asturias en su palacio. Efectivamente, a diario comprobamos que lo dicho por Gonzalo Núñez es cierto pero el error en su razonamiento es pretender sostener una postura (en el Perú se trata mal a las mujeres) mediante ejemplos que no explican el maltrato sino que, por el contrario, merecen ser explicados, es decir, el objeto a explicar no puede servir como explicación. Los fenómenos no se interpretan a sí mismos, simplemente suceden; es la actitud racional la que define una postura frente a los hechos. Lo cuantitativo, lo usual, lo frecuente, a veces no es muy útil como criterio de validez.
Aparentemente, nuestra sociedad —o al menos buena parte de ella— habría desarrollado los anticuerpos necesarios para rechazar el machismo aunque viniera del deporte rey, espacio en el que se reivindica, precisamente, la masculinidad. No lo veo así, ya que otros acontecimientos similares no provocaron ni la menor mueca en las agrupaciones que defienden los derechos de la mujer ni en los (las) que hoy encienden hogueras para “incinerar” a Leguizamón. Cuando la ministra Mercedes Aráoz rendía su informe acerca de las negociaciones del TLC con Estados Unidos, el congresista Daniel Abugattás le espetó la siguiente frase: “En EEUU, usted se puso de rodillas y de espaldas a la realidad peruana”, en alusión a que no se defendieron los intereses nacionales. ¿Alguien solicitó una petición de censura al congresista Abugattás? ¿Discutieron los medios estas expresiones de grueso calibre que sugieren, sutilmente, más que una entrega de intereses una grotesca analogía sexual? Por supuesto que no. Bastó con la retracción del congresista y asunto arreglado, lamentablemente.
En los casos Reyes-Leguizamón y USMP-Vargas fuimos testigos del fundamentalismo oportunista de género, o sea, de aquella actitud —loable en su versión moderada— que en defensa de la absoluta igualdad y de los derechos de género deriva en lo contrario ya que bloquea el debate. Un fundamentalista no detecta fisuras en su sistema de creencias, por ello es que las causas legítimas por las que lucha se distorsionan al adquirir para él el estatus de dogma. Leguizamón cometió una imprudencia pero su agresión no es menor a la que cotidianamente nos tienen acostumbrados los diarios “chicha” quienes estereotipan las conductas sexuales. No es más grave porque la agredida haya sido una mujer, lo es porque se atenta contra la dignidad de un ciudadano más allá de su sexo u opción sexual. Aquellos que promovieron una sanción severa a Leguizamón amparados solo en la condición de mujer de la agredida le hacen un flaco favor a las reivindicaciones del feminismo cuya elaboración teórica es mucho más compleja y vasta que un simple ajuste de cuentas contra el macho dominante.
La violencia no tiene género
Los medios de comunicación sensacionalistas y los programas cómicos alientan la violencia de género al reforzar los estereotipos: la vedette es una mujer fácil, el jugador de fútbol es borracho y juerguero, y los homosexuales se visten de mujer y provocan escándalos. La violencia de género no es (no debería serlo) propiedad de ningún género; sus victimarios y víctimas no distinguen opción sexual. Por ello, quienes censuramos todo tipo de violencia tampoco debemos discriminar entre si el agresor y/o agredido es heterosexual u homosexual.
La ridiculización de lo femenino es un hábito nacional, pero si bien se cuestiona a la prensa sensacionalista por exacerbar la frivolidad, el morbo y todo aquello que sabemos, no es frecuente escuchar de parte de los mismos actantes alrededor del incidente Reyes-Leguizamón o USMP-Esther Vargas, alguna crítica de la proporción a la que emitieron hace pocos días. La mayoría de periodistas demostró su tibieza al opinar sobre la reacción de Gisela Valcárcel al defender su derecho a la privacidad cuando un “urraco” la acosaba tomándole fotos: colocaron por encima el espíritu de cuerpo periodístico antes que la dignidad de un ciudadano y le hicieron el juego a la impunidad mediática del escándalo. Ni qué decir de Laura Bozzo quien enarbolaba la bandera del peor feminismo fanático al manipular paródicamente la victimización de la mujer frente a los abusos masculinos. Lo paradójico de esto es que se proyectaba una imagen que daba cuenta de lo opuesto: la mujer asumía el rol de agresor y el hombre, de víctima. Dicha muestra de feminismo fanático consiste en apropiarse del poder que somete con el fin de redireccionarlo en contra del agresor, pero de ninguna manera, en transformar su esencia agresora. Es decir, subsiste la violencia pero en otra dirección.
La reflexión que el caso Reyes-Leguizamón suscita es que cuando la agresión se produce entre sujetos del mismo género se gradúa la censura ante esta debido a una especie de permisibilidad proporcional al trato intragenérico y, en consecuencia, se invisibiliza la agresión: si a un árbitro varón le mentan la madre jugadores, hinchas y público y las sanciones se dan en el marco de las reglas de juego y de la costumbre local (al jugador lo expulsan y el árbitro, si desea, responde el insulto). En contraste, cuando la agresión ocurre entre sujetos de distinto género, el prejuicio sexista, ya sea por exceso o por defecto, nubla por completo una interpretación desapasionada de la violencia. El fundamentalismo machista o feminista finalmente son extremos que coinciden en la intolerancia: el machismo subsiste gracias a que su discurso tiene eco en hombres y mujeres machistas, es decir, por complicidad; el feminismo susbiste por oposición. Los que dicen defender los derechos de las minorías basándose en la minusvalía o incapacidad de estas para autoconducirse suelen ser los mismos que incentivan el sometimiento cultural. El paternalismo y la sobreprotección no siempre resultan medidas adecuadas para salvaguardar los derechos de las minorías porque llevan implícita la semilla del control y de la superioridad moral de quien protege respecto al protegido.
Hace poco una amiga me comentó que fue intervenida por una mujer policía debido a que conducía mientras usaba el celular. Según su testimonio, la policía le sugirió que le pintara “las uñas de las manos y de los pies” (lo que en argot coimero del personal subalterno femenino significa 20 soles y asunto arreglado). A ello se agregó la prepotencia de la señorita policía en expresiones como “usted obtuvo el brevete en una tómbola” a lo que mi amiga, al mejor estilo de Leguizamón, replicó con “estás amargada porque tu marido no te tiró bien en la mañana”. Esto es una muestra de cierto machismo que ya no se apoya solo en los patriarcas de antaño sino en las matronas —y sus potenciales herederas— que ayer y hoy siguen reproduciendo esto que se denomina machismo feminista.
Perdón San Martín, pero soy lesbiana
Si el fundamentalismo es nocivo por bloquear el debate, lo es, además, porque sobredimensiona la verdad y elimina las dudas. ¿Será acaso sintomático que los incidentes comentados aquí hayan tenido como tercer protagonista a la Universidad San Martín?
La sociedad peruana tiene una especial deuda con la verdad y la reconciliación. A las fuerzas armadas les cuesta reconocer que sí hubo excesos en la lucha contra el terrorismo. A los fujimoristas les es imposible sospechar que su líder conocía las actividades del destacamento Colina. En las elecciones del 90, la realidad exigía un ajuste económico drástico, pero elegimos afrontarlo creyendo en Fujimori y no cuando Vargas Llosa nos lo advirtió. Somos reacios contumaces a la verdad. Cuando esta nos viene de golpe, preferimos digerirla a pedacitos. Cuando llega fragmentada, dilatamos su revelación.
La negación de la verdad, a pesar de su evidencia, suele conducir la actuación de los fundamentalistas morales. La USMP procedió de manera totalmente opuesta en los dos casos referidos. A Leguizamón lo despidieron y lo comunicaron públicamente, en cambio a Esther Vargas quisieron despedirla silenciosamente. Con el primero actuaron por exceso; con la segunda, por defecto. El proceder moralmente correcto de una institución educativa era despedir del equipo al jugador de la San Martín por ofender a una mujer; sin embargo, a su entender lo moralmente correcto también consistía en separar a una docente porque es lesbiana. Aquí los fundamentalistas de la moral se guiaron más por la coyuntura que por los principios; más por el "qué dirán los padres de familia y alumnos que no estén de acuerdo" que por la defensa de un derecho laboral sin discriminación por la opción sexual del trabajador.
Cuando lo moralmente correcto se ampara en la voluntad popular es fácil proceder a su aplicación sin remordimientos; pero si, por el contrario, enfrenta resistencias, lo mejor es recurrir al silencio. Precisamente, la razón cínica saca ventaja de la coyuntura justificando su accionar en la necesidad de encontrar "solo una salida" a un problema. Según las circunstancias, el razonar cínico cuestionará lo moralmente correcto para sacar ventaja de la transgresión (como cuando el chofer de combi no recoge escolares ni invidentes o cuando inducimos a un funcionario público a la coima); o aplicará la norma literalmente, sin miramientos ni murmuraciones (el burócrata ineficiente que se ciñe al reglamento). En uno y en otro, la verdad es cuestionada y manipulada.
Esther Vargas ha declarado que nunca ocultó ser lesbiana. En su blog no hace apología al lesbianismo y mucho menos en sus aulas. No es que a la USMP le incomodaba contar en su club con un jugador machista o con una profesora lesbiana: Leguizamón seguirá pensando lo mismo de Silvia Reyes (y de seguro pensaba lo mismo de toda mujer irritada) y Esther Vargas no cambiará su orientación sexual. Lo que realmente guió el accionar de la USMP fue fundamentalismo moral oportunista y la razón cínica, amparados ambos en la negación y la manipulación de la verdad en aras de lo moralmente correcto.
¿Escribiría Ricardo Palma una tradición al respecto? De seguro que el San Martín del siglo XXI compartiría un café con la árbitra, el jugador y la profesora lesbiana.
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