miércoles, abril 21, 2010

¿Existen los vicios idiomáticos?




Ideología y poder en el lenguaje formal


I

Cierta vez, durante una conversación con colegas de la Facultad de Ingeniería en una universidad donde laboraba, intercambiábamos ideas acerca de la importancia de los cursos de formación básica o general. Lo hacíamos a propósito de la tendencia actual en varias universidades, las cuales priorizan la formación especializada ofreciendo a sus alumnos la posibilidad de iniciar su carrera desde el primer día de clases. En medio de la conversación, surgió el tema de la importancia de cursos como Lenguaje, Ética o Historia para estudiantes de ingeniería, arquitectura, medicina entre otros. La postura de mis colegas estaba muy clara: para todos ellos, al menos, Lenguaje resultaba el curso más útil, puesto que “un estudiante universitario y futuro profesional no puede incurrir en faltas ortográficas”. Si alguno de ellos tuviera a su cargo la dirección de los cursos de estudios generales, posiblemente el de Lenguaje sería el único que sobreviviría; sin embargo, ese al menos lejos de ser un incentivo me parece un premio consuelo que no me gustaría ganar, ya que considero que la competencia lingüística es mucho más que un par tildes o puntos y comas bien puestos.



Desde que entramos en contacto con el lenguaje, es decir, desde el momento en que el ser humano desarrolla aquellas capacidades psicobiológicas innatas que lo predisponen a adquirir una lengua, nos encontramos expuestos a una serie de normas que pareciera estuvieran diseñadas no para facilitar la espontaneidad del hablante, sino para limitar sus facultades creativas y, a veces, aplicar una sanción de tipo sociocultural a quienes no se ajustan a sus reglas, puesto que la incorporación satisfactoria de dichas normas, tanto a nivel del habla como de la escritura en las prácticas cotidianas de la escritura fortalecen el prestigio social del hablante o del grupo social que utiliza un determinado registro o variedad lingüística. En este sentido, las instituciones sociales desempeñan un papel fundamental en la consolidación del prestigio social de una lengua, así como de sus variantes, las cuales dependen de diferentes ejes (diatópico, diastrático, diacrónico, etc.) En esta disertación, me interesa reflexionar acerca de cuáles son los discursos subyacentes a esa visión del estudio del lenguaje y de la Lingüística como una disciplina prescriptiva más que descriptiva, es decir, intentaré dilucidar cuál es el trasfondo ideológico de esta concepción de la lengua y de los estudios lingüísticos. Para ello, he previsto responder algunas preguntas que orientarán mi exposición: ¿es la lengua solo un medio de comunicación? ¿por qué la variedad formal es más prestigiosa? ¿debe claudicar la normativa ante la realidad del hablante? y las más importante ¿existen en verdad vicios idiomáticos? Para efectos de una mayor concreción, el caso Supa-Mariátegui será de utilidad para elucidar mi postura.

II

Lenguaje y cultura

Es frecuente hallar en los textos escolares, e incluso en los manuales introductorios de nivel universitario, algunas definiciones de lenguaje que merecen ser comentadas. Las más usuales son las instrumentales, es decir, aquellas que conciben al lenguaje solo como un medio de comunicación; luego, las descriptivas o estructurales, en las que se alude a sus elementos constitutivos (signo, significante, significado, etc.); también, las diferenciales, que asumen el lenguaje como una facultad exclusivamente humana y representativa de los procesos cognitivos superiores del ser humano; y posiblemente en menor grado, las integrales, que no niegan las anteriores, sino que las incorporan, pero añadiendo un eje transversal a todas ellas: el vínculo entre lenguaje y cultura.

Sobre el particular, un estudio realizado por el University College London (UCL), cuyos resultados han aparecido publicados el 2008 en la prestigiosa revista Proceedings of the National Academy of Sciences of the United States of America (PNAS) señala que la evolución del lenguaje humano tiene su origen en la cultura y no en la genética . La mencionada investigación demuestra que, aunque nuestra especie posee una predisposición genética al lenguaje, este evoluciona mucho más rápido que nuestros genes, lo que sugiere que el lenguaje es producido y dirigido sobretodo por la cultura y no por la biología. En consecuencia, el lenguaje sería un sistema evolucionado culturalmente y no un producto de la adaptación biológica. Las conclusiones de esta investigación refutan parcialmente la teoría innatista de Noam Chomsky, quien sostenía que el lenguaje poseía una predeterminación biológica. De otro lado, Edgard Saphir y Benjamin Lee Whorf sostienen que “el lenguaje es el principal responsable de la construcción social. Para estos autores, no existe el mundo social sin el lenguaje. De esta forma, toda construcción debe ser nombrada y aprehendida, por tanto no puede ser comprendida si no está inmersa en la lengua .” (Saphir, 1941: 80. Lee Whorf, 1971: 245 citados por Korstanje: 2003).

Las conclusiones del referido estudio aportan argumentos categóricos a favor de la noción culturalista del lenguaje, la cual, como mencioné anteriormente, no descarta totalmente las definiciones precedentes, sino que las enmarca dentro de una concepción mucho mayor acerca del ser humano y de sus facultades. “La cultura y la lengua son elementos fundamentales de nuestra realidad nacional. Si algo es la columna vertebral de nuestro pueblo, es la lengua” pues “la lengua es el instrumento a través del cual se transmiten los valores humanos, las tradiciones históricas y nuestra forma de ser .” De esta manera, tenemos que el lenguaje y la lengua no son solo medios de comunicación, sino, además y sobretodo, formas de construir una cosmovisión particular y colectiva acerca de la realidad circundante. En otras palabras, una lengua es la forma en que un pueblo percibe y organiza la realidad.

Sin embargo, si alguna de las definiciones presentadas al inicio ha resultado notablemente restrictiva y, por ello, ha perjudicado la comprensión de la verdadera dimensión del lenguaje, la lengua y la Lingüística, esa es la que define al lenguaje o la lengua solo como un medio de comunicación “entre los seres humanos por medio de los signos orales y escritos que poseen un significado”. Esta noción instrumental del lenguaje es responsable, por ejemplo, en primer lugar, de que en muchas facultades de las universidades de nuestro país las autoridades, docentes y alumnos, tanto de la especialidad como de otras carreras, continúen creyendo que los cursos de Lenguaje, Lengua, Comunicación son materias de “relleno”, en virtud de lo cual se disminuye la carga lectiva de esta materia en aras de una supuesta mayor especialización en el conocimiento de los alumnos. Por supuesto, no es el caso de nuestra institución, pero es necesario recordar que se trata de una idea aún muy arraigada en aquellas instituciones de educación superior que poseen solo una visión pragmatista del conocimiento. En segundo lugar, también ha influido en difundir la idea generalizada de que la competencia lingüística es solo una responsabilidad de aquellos que estudian carreras afines a las letras o humanidades y no, por ejemplo, a las ciencias médicas, ingenierías y ciencias sociales. En consecuencia, la natural transversalidad del estudio del lenguaje, cuyos vínculos con la comprensión de la realidad acabamos de mencionar, cede lugar a una atomización de su estudio, de manera que, a lo sumo, se valora el hecho de que la correcta expresión verbal u oral en la variedad formal y la puesta en práctica de la normativa (tildación, puntuación, ortografía) son evidencias suficientes que demuestran la competencia lingüística de un estudiante o profesional.

La solidez y pertinencia en los contenidos de un texto, la organización textual, la jerarquía de ideas, estructurar oraciones inteligibles y usar un léxico preciso, cuidar la ortografía y usar correctamente los signos de puntuación son condiciones deseables, importantes y necesarias, pero no suficientes como para asegurar que los usuarios del lenguaje, los hablantes, han adquirido la competencia lingüística: ser lingüísticamente competente implica, también, tener conciencia de que la importancia de una lengua es indesligable de su relación con la cultura, de los prejuicios socioculturales que acompañan el uso prestigioso de determinadas variedades de una lengua o de una jerga académica especializada, de las prácticas intimidatorias contra algunas lenguas, ejecutadas según políticas lingüísticas excluyentes y abiertamente sesgadas a favor de una lengua y, por lo tanto, de una cultura hegemónica. El análisis del caso Supa-Mariátegui nos ayudará a aterrizar estas ideas en la realidad.


III

Lengua y sociedad

¿En qué radica el prestigio social de una lengua o de una de sus variedades? Las evidencias cotidianas nos aproximan a una respuesta: el prestigio social de una lengua y el reconocimiento social otorgado al hablante que la utiliza depende de grado de asimilación de la norma que regula su variante estándar. Ello no podría ser posible si es que no existiera un poder político institucionalmente organizado que reforzara modelos sociolingüísticos deseables para una comunidad de hablantes.


Analicemos el primer aspecto: el grado de asimilación de la norma estándar. Si consideramos posible para el hablante “ascender” de nivel sociocultural mediante el uso de cierto registro lingüístico, será entonces la variante culta o formal la que lo investirá de prestigio y reconocimiento social. Este valor agregado sobre el hablante a partir de la lengua o variedad de lengua que utiliza es reforzado, acreditado y defendido por ciertas instituciones sociales que asumen la función de prescribir lo que es correcto o incorrecto en el uso lingüístico. Por consiguiente, aquellos que no utilizan esta variedad prestigiosa son calificados como usuarios poco competentes lingüísticamente hablando.

Mis preguntas al respecto son ¿realmente se puede ser lingüísticamente incompetente? y ¿quién decide, y desde dónde, la incompetencia de un hablante? En relación a lo primero, estoy convencido de que no existen hablantes incompetentes en lo lingüístico, pues ello equivaldría a afirmar que los terremotos son malvados, los huracanes perversos o los tiburones unos criminales despiadados. Y ello porque desde el instante en que nos convertimos en usuarios del lenguaje nos apropiamos de él y de inmediato se inicia nuestro encuentro con la realidad, o más bien se inicia nuestro proceso de construcción, co-construcción y reconstrucción de la realidad. En ella intervienen otros hablantes y contextos que constantemente resignifican nuestras experiencias comunicativas. Nuestra apropiación del lenguaje es intersubjetiva, porque se enriquece de la relación entre “nosotros y los otros”, como diría Tzvetan Todorov . No puede ser incompetente en lo lingüístico un hablante que se apropia del lenguaje y construye una imagen del mundo producto de sus relaciones intersubjetivas e intercontextuales.

Sin embargo, aquella idea ha calado tanto en la mentalidad de los hablantes que con total desparpajo hay quienes como Aldo Mariátegui, director del diario Correo, sostienen que un ciudadano que no puede redactar un texto de acuerdo a la normativa estándar está incapacitado para ejercer un cargo público como la representación congresal, ya que ello sería una prueba fehaciente de su escaso nivel intelectual . En este caso, bajo el argumento de la incompetencia lingüística (la dificultad para redactar un texto formal acorde a la normativa estándar y al castellano costeño) se deduce que la congresista Hilaria Supa carece de las facultades cognitivas necesarias para ejercer un cargo público, lo cual la convertiría en un sujeto inelegible para representar a su comunidad. Si aceptáramos sin reparos la definición de lenguaje solo como un medio de comunicación, la superioridad de la variedad culta, formal o estándar y el prestigio del castellano de la costa, estaríamos obligados a darle la razón a Aldo Mariátegui porque de lo contrario seríamos inconsecuentes con esta lógica perversa de las jerarquías entre los ejes de variación.

No obstante, darle la razón a Aldo Mariátegui implicaría aceptar que la variante particular de una lengua, en este caso el castellano de la costa, es superior al castellano andino solo porque el centro de poder social, cultural, lingüístico, político, geográfico y económico se halla en Lima y no en la periferia provinciana y, por ende, que todos aquellos que no hayan asimilado dicha variedad —sin importar los factores que expliquen esta dificultad— estarán imposibilitados de representar a su comunidad, pese a que la voluntad de la mayoría los respalde. Esta sería la postura que tendríamos que asumir si es que juzgáramos la competencia lingüística de una hablante como Hilaria Supa bajo los criterios de la normativa estándar o culta, pues, siguiendo esta línea, sus textos están plagados de vicios idiomáticos.

Veamos a continuación cómo el prestigio social de una variedad de lengua, aunado a la prestigio de un sujeto, reconocido dentro de la comunidad académica y del imaginario colectivo como un pensador o intelectual, reviste su discurso con un aura de originalidad. ¿Acaso algún lingüista, crítico literario u otro especialista ha calificado como vicios idiomáticos a las licencias ortográficas que Manuel González Prada se tomó para reemplazar la g por la j o contraer la d cuando la secunda una vocal tal como ocurre en el francés? Ninguno lo ha hecho hasta donde tengo entendido y dudo que alguien con serias pretensiones académicas pudiera tener éxito en esta pretensión. Sobre la prosa de González Prada se ha dicho mucho: rebelde, innovadora, subversiva, ácida, y a lo sumo, excéntrica, pero de ninguna manera viciosa, degradante para el castellano, y mucho menos se ha imputado al autor de Pájinas libres alguna deficiencia de tipo intelectual o psicológica.

El sujeto enunciador y el lugar de enunciación tienen mucho que ver, además del contexto, en la recepción social del discurso. No es lo mismo que Aldo Mariátegui cometa varios errores en la construcción gramatical de sus oraciones que si Hilaria Supa incurre en ellos: ambos errores no pesan igual para la opinión pública y no se miden con la misma vara. A la congresista Supa se le atribuyó incapacidad intelectual para ejercer la representación política sobre la base de su dificultad para escribir un texto de acuerdo a la normativa estándar del castellano costeño. No voy a deternerme en los argumentos que refutan ampliamente esta ligazón entre desarrollo intelectual y desarrollo del lenguaje, pero sugiero leer el extraordinario ensayo de Steve Pinker, El instinto del lenguaje (The Language Instinct ) donde el autor discute que el lenguaje sea producto de la inteligencia humana, pues numerosos pacientes afásicos –que, no obstante conservar sus facultades mentales intactas, no pueden hilvanar un discurso coherente- le demuestran la disociación entre la facultad del lenguaje y otras facultades mentales.

Sobre el prestigio social de ciertos usos lingüísticos, el lingüista español Enrique Bernárdez en ¿Qué son las lenguas? precisa algo muy importante respecto al hablar bien/hablar mal. Considera que para “hablar bien” no es necesaria una institución académica, lo fundamental es que el individuo sepa usar la lengua adecuadamente en cada circunstancia. La lengua es de quien la habla; por lo tanto, los cambios en ella dependerán de lo que decidan los hablantes, no de lo que diga la Real Academia, pues los cambios son inevitables con el paso del tiempo. También, señala que el valor peyorativo que poseen las nociones de “jerga” y “dialecto” son puramente políticas y no tanto lingüísticas. Entiéndase “político” en el sentido de las redes de poder institucionalizadas que son reconocidas por una comunidad como entes organizadores y reguladores de las relaciones sociales.

En cuanto a la supuesta superioridad de la variante formal o de la estándar, Bernárdez considera que igualmente existen condicionamientos políticos al momento de preferir una variedad en perjuicio de otras. Una lengua estándar es aquella que se enseña en las escuelas y a los extranjeros ¿y por qué no las otras variantes? un hablante real en una situación real se ve obligado a recurrir a la variedad informal o coloquial y no a la culta cuando, por ejemplo, va a un supermercado, aborda un taxi o pide la hora. La lengua estándar no es homogénea, porque el estándar admite variaciones (hay un español estándar, por ejemplo, con variaciones chilena, peruana, argentina, etc.) A veces, se puede crear un estándar por conveniencias políticas o culturales; en este sentido se trata de algo artificial, ya que no corresponde a ninguna región en concreto. En pocas palabras, no hay lenguas mejores o superiores a otras, así como no hay variedades o registros mejores o superiores, ni usos léxicos ni modismos más refinados que otros sino más o menos adecuados a la situación comunicativa.

El poder político institucional ha sido ejercido por diversos actores: gobierno central, crítica académica (humanistas, científicos sociales, artistas, etc.), las élites económicas y también los grupos excluidos, pues, al estar tan entronizada la visión oficialista de la alta cultura y de lo lingüísticamente competente, terminaron por asimilarla y reforzar el prestigio de la lengua o variedad hegemónica. (Los discursos hegemónicos ratifican su dominio cuando los sujetos subalternos validan dicha supremacía.) Sin embargo, la educación se ha constituido en la institución social que más ha contribuido a consolidar el discurso hegemónico de las élites antes mencionadas (políticas, administrativas, económicas, académicas, etc.) a tal punto que, por ejemplo, muchos profesionales de las ciencias médicas, ingenierías u otras consideran que la competencia lingüística de un profesional se evidencia solo en la tildación, la ortografía y el uso de la variedad formal, por mencionar algunos aspectos.

Al respecto, constantemente he dialogado con colegas de diversas especialidades, quienes me manifiestan su preocupación porque sus alumnos no saben tildar. No deseo sugerir la idea que la tildación o la ortografía no sean importantes, lo son, pues permiten que nuestros textos adquieran una presentación adecuada a la situación comunicativa; sin embargo, si bien constituyen requerimientos necesarios para la producción de textos académicos, no son suficientes, porque el desarrollo de competencias lingüísticas debe ser asumido de manera integral (conocimiento de la norma, adecuación contextual del discurso y conocimiento de las implicancias socioculturales del lenguaje, entre otros aspectos.)

Reflexiones finales

Las lenguas no solo tienen como finalidad la comunicación: contienen marcas culturales, psicológicas e históricas, y, además, son el depósito de la memoria colectiva y de la identidad de los pueblos. En consecuencia, la lengua no es simplemente un instrumento, sino un proceso que ampliamente nos trasciende como sujetos culturales. Asimismo, el lenguaje nos constituye como seres-en-el-mundo, porque permite a los sujetos organizar la realidad. Nuestra subjetividad, es decir nuestra autoconciencia es indesligable del uso que hacemos de la lengua. Por esto, el lenguaje y la lengua están organizados de manera que permiten a los hablantes apoderarse de los usos concretos de la lengua. Por último, el poder institucional ha regulado el prestigio social y el reconocimiento que, en un determinado momento, posee una lengua, un registro o alguna variedad de lengua, lo cual ha generado que se trasladen dichas cualidades y valoraciones a los hablantes. La educación, en todos sus niveles, ha sido la institución social que más ha contribuido a difundir el posicionamiento (empowering) de ciertos usos prestigiosos de la lengua y atribuido valoraciones peyorativas a los usuarios que no se ajustaban a la norma.

No ha mi pretensión declarar la inutilidad de la normativa, como lo hiciera Gabriel García Márquez años atrás durante su discurso inaugural en un congreso internacional de la lengua española, sino tomar conciencia acerca de los mecanismos ideológicos y socioculturales que operan detrás del discurso de los vicios idiomáticos y las consecuencias que estos generan en prácticas comunicativas concretas y, por ende, en hablantes reales. La idea que se tiene sobre la cultura ha sido determinante para el diseño de políticas culturales y políticas lingüísticas y, a pesar de que existe una mayor apertura que en el pasado, aún subsisten muchos prejuicios y estereotipos sociales fundamentados en el buen o mal uso de la lengua. Por ello, considero que la competencia lingüística es un asunto que trasciende lo meramente lingüístico, pues es una noción que forma parte de una red de relaciones sociales de poder que instan a los hablantes no solo a hablar sino a actuar de determinada manera. De lo contrario, ¿cómo podríamos explicar que la gran mayoría de padres de familia, cuyos hijos estudian en escuelas rurales vean con desagrado la educación bilingüe intercultural? ¿por qué consideran que sus hijos no deben hablar quechua o aymara? ¿por qué los jóvenes descendentes de migrantes de la sierra se avergüenzan del idioma paterno o de la interferencia lingüística entre la lengua materna y el castellano como segunda lengua? La explicación es sencilla: a pesar de que la Lingüística hace muchas décadas dejó de ser una disciplina que sancionase a los "mal hablantes", es decir, una ciencia prescriptiva, y que hoy en día se trata de una disciplina descriptiva que procura abstenerse de valorar o calificar los usos lingüísticos y más bien se aboca a su análisis y explicación, todavía subsisten espacios que se resisten al cambio y continúan difundiendo un paradigma que carece de todo fundamento, por ejemplo, al sostener que una lengua que entra en contacto con otra o que adquiere préstamos lingüísticos es una lengua que pierde su identidad o que se pervierte y que, en consecuencia, hay que hacer todo lo posible por mantenerla en un estado puro e intacto, como si las lengua fueran piezas de museo. Y no es así: las lenguas son productos en constante cambio, pues los hablantes también cambiamos. ¿Acaso no deberían las normas cambiar? Dejo abierto el debate.

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