En este post, publico a continuación, el debate que sostuve con Paúl Llaque acerca del rol del profesor y del alumno en la educación actual. Esta polémica surgió a partir de sus apreciaciones sobre el artículo de Wilfredo Ardito "Le voy a decir a mi papá" publicado en su blog Reflexiones Peruanas. Al final de cada intervención va la firma del autor de la misma.
Efectivamente, creo que lo criticable, yendo al punto, es el modo como se concibe muchas veces el profesor universitario a sí mismo (y cómo lo conciben las propias instituciones y hasta el sentido común): un profesional al margen de los procesos educativos de sus alumnos y al margen de cualquier responsabilidad que pueda asumir por los resultados de los mismos. Supongo que esta realidad es herencia del modo cómo se ha enseñado en las unviersidades tradicionalmente: el profesor deposita los conocimientos en los alumnos, es el "productor cultural" o el "reproductor cultural" más bien de otro "reproductor" que se ha encargado de instruirlo, lo que no permite que sus alumnos sean productores de conocimiento en base a sus capacidades y destrezas, sino meros consumidores. (Bordieu, Giroux, Apple, Bowles y Gintis). En nuestras manos está no solo formar personas pasivas sino comprometidas con el aprendizaje y lo que comprometa su moral como productores de conocimiento. Finalmente, creo, como Moisés, que la alusión a Cuba y Venezuela no es tan justa y puede ser parte de otra discusión. Hay intentos por dejar el contexto del "periodo especial" y la prueba de "habilidades múltiples" que se plantea desde 1991 es un ejemplo de ello.
Angel Heredia
En primer lugar, debo formular dos aclaraciones, una a Pipo y la otra a Moisés Ramos, respectivamente. Primera aclaración: no he aludido a Cuba ni a Venezuela, sino a dos sátrapas como Fidel Castro y Hugo Chávez; las naciones siempre han sido más grandes que sus problemas. Segunda aclaración: cuando he escrito que los niveles de analfabetismo han disminuido en el Perú y en el mundo, solo he apelado al significado literal del término analfabetismo, no a la falta de alfabetización (o literacidad) en una determinada práctica discursiva en particular.
Por otro lado, me parece bien invertir tiempo en explicar algunas ideas centrales que, como profesores, debemos tener claras: rol del profesor, protagonismo del alumno, naturaleza del proceso enseñanza-aprendizaje, diferencias generacionales entre profesores y alumnos, diferencias entre formas y modos de aprender y enseñar, etcétera. De hecho, creo que las interpretaciones del texto «—Le voy a decir a mi papá» han resultado mucho más productivas para el equipo de Lenguaje de la UPC que la lectura del texto de Zavala y Córdova, verdadero batiburrillo de manierismos retóricos, conceptos desfasados y escasez de ideas pertinentes (me pregunto por qué no se empezó con un texto de Paula Carlino o uno de Daniel Cassany; cualquiera de esos textos hubiera asegurado, además de legibilidad, algunas ideas útiles).
En relación con la pregunta de Miguel: «¿Qué deberían aprender, entonces, nuestros alumnos [los de la UPC, los de esta hora, no los de Cusco o Ayacucho, no los de Nueva York o Londres]?», debo decir que estoy de acuerdo, en parte, con la respuesta de Miguel. Es verdad que «leer críticamente» y «producir discursos académicos» debe ser parte central de los cursos de Lenguaje en la UPC. Sin embargo, no estoy de acuerdo con que los géneros discursivos específicos de las carreras deban ser ajenos a nuestros cursos. Cuando enseñamos o aprendemos a redactar, lo hacemos, siempre, en el ámbito de un género discursivo (llámesele a este género como se le llame: estructura, tipo de texto o texto con determinada estrategia). Y aquí es el momento en el que empiezan los problemas. ¿Por qué?
A veces ocurre que el profesor o el coordinador o el burócrata educativo de turno cree que los alumnos deben redactar solicitudes. O memorandos. O descripciones poéticas. O estados de la cuestión. O ensayos académicos básicos. O informes económicos o de auditoría. O…
Cualquiera de los anteriores géneros discursivos podrían ser pertinentes para los alumnos. Pero eso no lo sabremos si, antes, no miramos el contexto inmediato en el que se inserta nuestro curso. Podemos estar enseñando a los alumnos a redactar ensayos básicos sobre el calentamiento global y la matanza de delfines en Australia —temas altamente importantes, por supuesto—, pero el alumno tal vez necesita, requiere, ¡le es urgente!, aprender a redactar un género mucho más inmediato: una respuesta de desarrollo a una pregunta de examen (de un examen de mañana) como «Señale usted las tres características más importantes del liderazgo cooperativo» o «¿Por qué es preferible la negociación ganar-ganar a la ganar-perder» o «¿Cuál es el método más aconsejable para el estudio de suelos?» o «Describa usted la implementación del sistema logístico X en la minera Yanacocha».
Ahora bien, la respuesta de desarrollo a una pregunta de examen es solo uno de varios géneros que diversos alumnos de diferentes carreras requerirán en la Universidad. Entonces, ¿sigue siendo pertinente enseñar a redactar el género que más le gusta o más sabe el profesor? Entonces, ¿sigue siendo pertinente enseñar a redactar un solo género discursivo a todos los alumnos por igual?
Claro está que, si asumimos el reto de propiciar el aprendizaje de géneros discursivos que a nuestros alumnos les son altamente significativos, debemos empezar por la humildad (qué humildad, ¡por la grandeza!) de aprender nosotros mismos a redactar textos de esos géneros.
Paúl Llaque
Solo debo señalar mi discrepancia con lo vertido por Paúl en lo concerniente a la exclusiva centralidad del alumno como protagonista del proceso enseñanza-aprendizaje y en la necesidad de ajustar los contenidos de un curso solamente a las necesidades inmediatas que exigen determinadas especialidades.
Sobre lo primero. La falta de experiencia o la supervaloración de sus propias cualidades podrían, efectivamente conducir a que el aprendizaje del alumno se dificulte: ambas situaciones son en extremo perjudiciales. Sin embargo, ello no quiere decir que aquel individuo que orienta el proceso de enseñanza-aprendizaje no sea el centro de dicho proceso, pues no se trata de una relación unilateral sino recíproca, es decir un centralidad compartida. Quien enseña desarrolla una actividad en directa interrelación con un auditorio y tanto uno como otro se influyen mutuamente. Cada salón es un mundo aparte, incluso en una misma institución. El desempeño del profesor que es conciente de su labor lo lleva a ajustar sus actividades en cada situación para lograr el mismo objetivo, pero igualmente, los alumnos se autorregulan de acuerdo a lo establecido (por acción, omisión o negligencia) por el profesor.
Sobre lo segundo. El mayor peligro que existe en la consideración de ajustar los contenidos de una materia a las necesidades prácticas de una carrera es que no todo conocimiento posee obligatoriamente una finalidad, o sea, no todo saber es necesariamente un medio para, sino, a veces, un fin en sí mismo. El repliegue de las humanidades en las mallas curriculares de escuelas y universidades está aconteciendo a nivel mundial. El peligro con ello es que esta formación tiende a evaluar el conocimiento en términos costo-beneficio o útil-inútil. De esta manera, se suele desechar lo aparentemente inútil, ya que se asume como impráctico, innecesario, deleznable, etc. Sin embargo, el mayor riesgo con ello se que se reduce notablemente el ejercicio del pensamiento crítico, pues para una mentalidad pragmática los dilemas éticos le son írritos. A propósito sugiero revisar el libro de Martha Nussbaum Sin fines de lucro, quien sostiene que cuando se promueven las habilidades técnicas en desmedro del estudio de las humanidades se dota a los estudiantes de herramientas útiles para el desarrollo económico -lo que no necesariamente garantiza una mayor calidad de vida- pero se los priva de las habilidades necesarias para el ejercicio del pensamiento crítico.
Finalmente, suscribo totalmente la observación acerca de la investigación y la producción académica por parte de los profesores. Quienes enseñamos a redactar textos académicos estamos en la necesidades de producir textos académicos.
Carlos Arturo Caballero
Algunos compromisos laborales últimos me impidieron responder de inmediato los comentarios de Carlos Arturo y Cinthia. A continuación, registro las ideas que me suscitan sus observaciones.
Suscribo la afirmación de Carlos Arturo de que el proceso enseñanza-aprendizaje constituye «no […] una relación unilateral sino recíproca […]», pero no estoy de acuerdo con él en que deba darse «una centralidad compartida». Me ratifico en que el alumno es el elemento central de ese proceso. Muchas veces, el profesor es un gran enseñante, y enseña mucho, pero los alumnos no aprenden nada, aprenden poco o solo algunos aprenden lo deseable. Esa es la razón por la que insisto en que sea el alumno el centro del proceso.
En relación con la idea de Carlos Arturo de que «no todo conocimiento posee obligatoriamente una finalidad, o sea, no todo saber es necesariamente un medio para, sino, a veces, un fin en sí mismo», disiento radicalmente. No hay una sola actividad consciente que no sea en función de algo. Si disfruto como un cosaco leyendo novelas, aun cuando para ello invierto mucho tiempo y dejo de ganar mucho dinero, lo hago porque me gusta, y ahí está la finalidad (el goce estético) de esa actividad; no se trata de que leo novelas solo para leer novelas; alguna razón ha de existir para hacerlo. Al respecto recuerdo una anécdota de Sócrates (el griego de la Antigüedad, no el médico y futbolista brasileño). Un par de días antes de beberse la cicuta, se esforzaba en aprender a tocar —me parece, aunque no lo recuerdo bien— la lira. Cuando un amigo, totalmente desolado por la situación de Sócrates, le espetó que por qué, si iba a morirse pronto, insistía en aprender a tocar dicho instrumento, Sócrates solo atinó a responder que siempre había deseado aprender a tocar la lira, así que mejor oportunidad no iba a tener nunca. ¿Cuál era, entonces, el fin último de este empeño de Sócrates? Sin duda, deseaba cumplir un último deseo, y ello —creo yo— justificaba ampliamente su esfuerzo.
Por otro lado, Carlos Arturo hace referencia al «repliegue de las humanidades en las mallas curriculares de escuelas y universidades», y cita a Martha Nussbaum, quien sostendría que «cuando se promueven las habilidades técnicas en desmedro del estudio de las humanidades se dota a los estudiantes de herramientas útiles para el desarrollo económico —lo que no necesariamente garantiza una mayor calidad de vida— pero se los priva de las habilidades necesarias para el ejercicio del pensamiento crítico» (el énfasis es de Carlos Arturo). En primer lugar, debo confirmar que, en efecto, las humanidades andan perdiendo presencia en las mallas curriculares de escuelas y universidades. La razón es histórica: a diferencia de las ciencias, las humanidades no han servido para mucho. ¿Han sido las humanidades, acaso, las que han contribuido en duplicar las expectativas de vida de la raza humana? ¿Han sido las humanidades las que han colaborado con mejorar la calidad de vida de la sociedad? Más aún, en algunos períodos de la historia, las humanidades han acompañado a prácticas nefastas para la humanidad. Acuérdense de la Alemania nazi: un pueblo culto, versado en altas humanidades, cayó en el salvajismo obnubilado por un discurso persuasivo y demente como el de Hitler. Algunos nazis escuchaban a Mozart o leían a Heidegger, extasiados, sintiéndose en dimensiones celestiales, al mismo tiempo que activaban los hornos que consumían a miles y miles de judíos. Mientras tanto, como hubiera dicho Camotillo el Tinterillo, «¿on estaba el pensamiento crítico?». Una alta formación en humanidades no asegura el desarrollo del pensamiento crítico. El papel cumplido por las humanidades durante el siglo XX ha sido resumido por una autoridad en el tema, como es el maestro judío austríaco-estadounidense George Steiner: «Las humanidades no humanizan [por lo menos no lo hicieron a lo largo del siglo XX]».
Ahora bien, en relación con la necesidad de enseñar determinados géneros discursivos, Cinthia opina lo siguiente: «[C]reo que las propuestas [la de Miguel Carneiro y la de Paúl Llaque, aunque, por cierto, se cuida en todo momento de nombrarme] no están en desencuentro […] creo que, si buscamos cuál es la que debe asumirse para la enseñanza o desarrollo de habilidades/conocimientos/ actitudes de redacción en primeros ciclos universitarios, la primera (la de tratar el cuero) es la más adecuada. No pretendo explayarme mucho; solo quiero expresar mi acuerdo con las ideas de Miguel: a redactar textos de las carreras aprenderán a lo largo de la vida académico-profesional».
Bien, voy a retomar la analogía utilizada por Miguel (la del cuero, el zapato, la cartera y la correa) para ilustrar el tema de la enseñanza de la lectura y la redacción en la UPC. Si una persona aprende a curtir el cuero y lo sigue curtiendo de por vida, bien por él; seguro que terminará siendo un gran curtidor de cuero, acaso uno de los más expertos del planeta. Si persiste en seguir curtiendo cuero, sin realizar ninguna otra actividad económica, jamás podrá elaborar zapato, cartera o correa algunos, y ello es comprensible: el hombre solo se dedica a curtir cueros.
Eso mismo puede pasar con nuestros alumnos. Si nosotros solo les enseñamos a construir oraciones gramaticalmente correctas o párrafos de distintos tipos, sin tener en cuenta que, en redacción, la unidad mínima es el género discursivo —y un determinado tipo de género—, tengamos la seguridad de que, en nuestros cursos, los alumnos no aprenderán a escribir lo que necesitan para sus especialidades. Si, además, tarde o temprano aprendieran a escribir lo que requieren en sus carreras —lo cual me parece bien, porque, generalmente, las personas hacen de la necesidad virtud—, los cursos de Lenguaje no saldrían bien parados: si a fin de cuentas los alumnos van a aprender solos a redactar lo que necesitan, ¿por qué no prescindir de los cursos de Lenguaje? No me cabe duda de que esos alumnos, urgidos por la necesidad, redactarán los géneros que requieran, pero no escribirán tan bien como lo harían si nosotros acompañáramos —y optimizáramos— ese aprendizaje.
Me parece que, en la propuesta de Miguel —que suscribe Cinthia—, subyace la idea de que existiría una redacción «general» y una redacción «específica». Y eso no es cierto. (Debo aclarar que, desde hace mucho tiempo, en la UPC, la idea de que debamos enseñar una redacción «general» a los alumnos de todas las carreras predomina equivocadamente). De ser cierta la dicotomía redacción «general»/redacción «específica», significaría —este es un guiño para los lingüistas del equipo de Lenguaje—, significaría, digo, pretender que una persona, para que domine su primera gramática, es decir, su lengua materna, primero deba hablar la lengua universal, la denominada por Chomsky gramática universal. Sería absurdo. Nadie aprovecha la gramática universal, entendida esta como la capacidad innata para desarrollar el lenguaje —siguiendo, de nuevo, al bueno de Chomsky—, si no es en el contexto de una gramática específica. De la misma forma, nadie aprende a establecer la idea general o las ideas secundarias en el aire. Establezco la idea general y las ideas secundarias de un texto concreto y específico, el cual puede pertenecer al género académico, político, técnico, narrativo, lírico, periodístico, literario-infantil, etcétera. Puedo, inclusive, ampliar la noción texto y entenderla como fuente de información, y establecer la idea principal y las ideas secundarias de un aviso publicitario, de una película, de una conversación, de una entrevista televisiva, de un programa de espectáculos, de un evento social o científico, y de un largo, larguísimo etcétera.
Lo mismo ocurre con la redacción. Siempre que redacto, redacto textos que corresponden a un género específico, más allá de que ese género pueda ser básico o elemental (un e-mail coloquial, un chat, el comentario a la noticia o al artículo de un blog, la respuesta de desarrollo a una pregunta de examen), o de nivel intermedio (un ensayo académico básico, un informe técnico o ejecutivo, el acta de una reunión, una noticia periodística), o de nivel avanzado (un ensayo académico especializado, un texto de divulgación científica, una tesis de grado o postgrado, una crónica literario-periodística). Por ello, cuando enseñemos a redactar, debemos enseñar a redactar uno o más géneros discursivos que les sean funcionales (útiles) a los alumnos en su vida universitaria inmediata. Los aspectos generales —no la redacción «general», sino los elementos generales de la enseñanza de redacción—, como ortografía, puntuación, normativa, construcción de párrafos, deberán articularse en función del género discursivo que estemos enseñando a redactar. Aislados, esos aspectos generales se aprenden para ser olvidados. Algunos alumnos expertos en detectar errores normativos en una oración y en otra, cuando deben escribir un texto completo, incurren, a veces de forma sistemática, en los errores normativos en los que se volvieron expertos en detectar.
Paúl Llaque
Cito a continuación la afirmación de Paúl que discutí en mi anterior intervención: “Muchas veces, el profesor es un gran enseñante, y enseña mucho, pero los alumnos no aprenden nada, aprenden poco o solo algunos aprenden lo deseable. Esa es la razón por la que insisto en que sea el alumno el centro del proceso.” En su reciente intervención señaló que “No es verdad que el argumento de enrostrarle —sin mayores elementos de juicio— la responsabilidad del fracaso en el aprendizaje al profesor sea, en primer lugar, un argumento. En segundo lugar, yo no he sostenido tamaña afirmación”. No solo lo evidente es susceptible de ser discutido sino también, y a veces sobre todo, las implicancias de una afirmación. Mencioné que lo manifestado por Paúl atribuye la responsabilidad del fracaso en el aprendizaje al maestro y no al alumno porque, pregunto ¿hay otra deducción posible? Observemos las implicancias de considerar al alumno como centro exclusivo del proceso enseñanza-aprendizaje (postura esgrimida por Paúl) y como una centralidad compartida o integral (mi postura).
-Gran profesor + pésimo resultado = ¿a quién se responsabilizará de tal fracaso si solo se asume al alumno como el centro del proceso de enseñanza-aprendizaje? Al profesor por supuesto, ya que el alumno, considerado por Paúl como centro del proceso, no logró aprender a pesar de que su profesor es un gran enseñante y domina el tema. Otro: ¿en quién se concentrarán las críticas del centro educativo, de los padres de familia y de la opinión pública si solo se concibe al alumno como centro del proceso de aprendizaje si aunque el profesor sea “un gran enseñante (…) los alumnos no aprenden nada, aprenden poco o solo algunos aprenden lo deseable.”?
-Pésimo profesor + pésimo resultado = se agrava la situación anterior, puesto que ahora es más evidente que la deficiencia estuvo en quien enseñaba. Si el alumno tuvo responsabilidad en su fracaso, posiblemente, este sea relativizado debido a que si él es el centro excluyente se interpretará que no fue lo suficientemente orientado por su profesor
-Pésimo profesor + óptimo resultado = subsiste la incompetencia del profesor invisibilizada por el logro de resultados satisfactorios. El alumno posiblemente venciendo sus limitaciones, las del sistema educativo y las del maestro logró aprender. Si solo nos quedamos en la obtención del logro, en la observación de resultados, en la verificación de la adquisición de habilidades ¿Qué sucederá con aquel maestro?
A diferencia de lo considerado por Paúl, yo sostengo que el proceso de enseñanza-aprendizaje es recíproco e intersubjetivo, lo que descarta de plano el centralismo o la unilateralidad y da lugar a un enfoque integral del proceso enseñanza-aprendizaje.
De esta manera, se refuerza una visión resultadista y excesivamente pragmatista de la enseñanza, la cual evalúa exclusivamente resultados, pero que no indaga en el proceso ni en las variables que los determinaron, salvo para atribuir falsamente que tal efecto es resultado indubitable de tales causas. Por ello insisto en que Paúl confunde el proceso con la finalidad u objetivo del mismo. Que el alumno deba aprender, ¡de acuerdo! ello nunca estuvo en debate. Lo que sí discuto es la exclusiva consideración del alumno como centro de dicho proceso, mas no el logro de habilidades o la adquisición de conocimientos y lo discuto por las implicancias nefastas que ello entraña. Proceso no es lo mismo que resultado; es más, el seguimiento estricto y disciplinado de cualquier procedimiento no garantiza necesariamente la obtención de resultados satisfactorios. ¿Por qué? Pues porque variables exógenas actúan sobre el profesor y el alumno para bien o para mal. Sobredimensionar la centralidad del alumno conduce a perder de vista aquellas variables.
Paúl ha dejado en claro en su última intervención que el alumno también es responsable de su propio fracaso en el aprendizaje; sin embargo, ello no se aprecia y tampoco es deducible de la afirmación citada al inicio.
Paul no lo ha dicho y luego lo ha aclarado ¡enhorabuena! Pero hasta antes de ello las implicancias de lo que dijo estaban ahí
Lo vertido por Paúl —citado al inicio— me preocupa por las secuelas que supondría su validación, las cuales aunque no sean explícitas, no son difíciles de pronosticar.
Carlos Arturo Caballero
Efectivamente, creo que lo criticable, yendo al punto, es el modo como se concibe muchas veces el profesor universitario a sí mismo (y cómo lo conciben las propias instituciones y hasta el sentido común): un profesional al margen de los procesos educativos de sus alumnos y al margen de cualquier responsabilidad que pueda asumir por los resultados de los mismos. Supongo que esta realidad es herencia del modo cómo se ha enseñado en las unviersidades tradicionalmente: el profesor deposita los conocimientos en los alumnos, es el "productor cultural" o el "reproductor cultural" más bien de otro "reproductor" que se ha encargado de instruirlo, lo que no permite que sus alumnos sean productores de conocimiento en base a sus capacidades y destrezas, sino meros consumidores. (Bordieu, Giroux, Apple, Bowles y Gintis). En nuestras manos está no solo formar personas pasivas sino comprometidas con el aprendizaje y lo que comprometa su moral como productores de conocimiento. Finalmente, creo, como Moisés, que la alusión a Cuba y Venezuela no es tan justa y puede ser parte de otra discusión. Hay intentos por dejar el contexto del "periodo especial" y la prueba de "habilidades múltiples" que se plantea desde 1991 es un ejemplo de ello.
Angel Heredia
En primer lugar, debo formular dos aclaraciones, una a Pipo y la otra a Moisés Ramos, respectivamente. Primera aclaración: no he aludido a Cuba ni a Venezuela, sino a dos sátrapas como Fidel Castro y Hugo Chávez; las naciones siempre han sido más grandes que sus problemas. Segunda aclaración: cuando he escrito que los niveles de analfabetismo han disminuido en el Perú y en el mundo, solo he apelado al significado literal del término analfabetismo, no a la falta de alfabetización (o literacidad) en una determinada práctica discursiva en particular.
Por otro lado, me parece bien invertir tiempo en explicar algunas ideas centrales que, como profesores, debemos tener claras: rol del profesor, protagonismo del alumno, naturaleza del proceso enseñanza-aprendizaje, diferencias generacionales entre profesores y alumnos, diferencias entre formas y modos de aprender y enseñar, etcétera. De hecho, creo que las interpretaciones del texto «—Le voy a decir a mi papá» han resultado mucho más productivas para el equipo de Lenguaje de la UPC que la lectura del texto de Zavala y Córdova, verdadero batiburrillo de manierismos retóricos, conceptos desfasados y escasez de ideas pertinentes (me pregunto por qué no se empezó con un texto de Paula Carlino o uno de Daniel Cassany; cualquiera de esos textos hubiera asegurado, además de legibilidad, algunas ideas útiles).
En relación con la pregunta de Miguel: «¿Qué deberían aprender, entonces, nuestros alumnos [los de la UPC, los de esta hora, no los de Cusco o Ayacucho, no los de Nueva York o Londres]?», debo decir que estoy de acuerdo, en parte, con la respuesta de Miguel. Es verdad que «leer críticamente» y «producir discursos académicos» debe ser parte central de los cursos de Lenguaje en la UPC. Sin embargo, no estoy de acuerdo con que los géneros discursivos específicos de las carreras deban ser ajenos a nuestros cursos. Cuando enseñamos o aprendemos a redactar, lo hacemos, siempre, en el ámbito de un género discursivo (llámesele a este género como se le llame: estructura, tipo de texto o texto con determinada estrategia). Y aquí es el momento en el que empiezan los problemas. ¿Por qué?
A veces ocurre que el profesor o el coordinador o el burócrata educativo de turno cree que los alumnos deben redactar solicitudes. O memorandos. O descripciones poéticas. O estados de la cuestión. O ensayos académicos básicos. O informes económicos o de auditoría. O…
Cualquiera de los anteriores géneros discursivos podrían ser pertinentes para los alumnos. Pero eso no lo sabremos si, antes, no miramos el contexto inmediato en el que se inserta nuestro curso. Podemos estar enseñando a los alumnos a redactar ensayos básicos sobre el calentamiento global y la matanza de delfines en Australia —temas altamente importantes, por supuesto—, pero el alumno tal vez necesita, requiere, ¡le es urgente!, aprender a redactar un género mucho más inmediato: una respuesta de desarrollo a una pregunta de examen (de un examen de mañana) como «Señale usted las tres características más importantes del liderazgo cooperativo» o «¿Por qué es preferible la negociación ganar-ganar a la ganar-perder» o «¿Cuál es el método más aconsejable para el estudio de suelos?» o «Describa usted la implementación del sistema logístico X en la minera Yanacocha».
Ahora bien, la respuesta de desarrollo a una pregunta de examen es solo uno de varios géneros que diversos alumnos de diferentes carreras requerirán en la Universidad. Entonces, ¿sigue siendo pertinente enseñar a redactar el género que más le gusta o más sabe el profesor? Entonces, ¿sigue siendo pertinente enseñar a redactar un solo género discursivo a todos los alumnos por igual?
Claro está que, si asumimos el reto de propiciar el aprendizaje de géneros discursivos que a nuestros alumnos les son altamente significativos, debemos empezar por la humildad (qué humildad, ¡por la grandeza!) de aprender nosotros mismos a redactar textos de esos géneros.
Paúl Llaque
Solo debo señalar mi discrepancia con lo vertido por Paúl en lo concerniente a la exclusiva centralidad del alumno como protagonista del proceso enseñanza-aprendizaje y en la necesidad de ajustar los contenidos de un curso solamente a las necesidades inmediatas que exigen determinadas especialidades.
Sobre lo primero. La falta de experiencia o la supervaloración de sus propias cualidades podrían, efectivamente conducir a que el aprendizaje del alumno se dificulte: ambas situaciones son en extremo perjudiciales. Sin embargo, ello no quiere decir que aquel individuo que orienta el proceso de enseñanza-aprendizaje no sea el centro de dicho proceso, pues no se trata de una relación unilateral sino recíproca, es decir un centralidad compartida. Quien enseña desarrolla una actividad en directa interrelación con un auditorio y tanto uno como otro se influyen mutuamente. Cada salón es un mundo aparte, incluso en una misma institución. El desempeño del profesor que es conciente de su labor lo lleva a ajustar sus actividades en cada situación para lograr el mismo objetivo, pero igualmente, los alumnos se autorregulan de acuerdo a lo establecido (por acción, omisión o negligencia) por el profesor.
Sobre lo segundo. El mayor peligro que existe en la consideración de ajustar los contenidos de una materia a las necesidades prácticas de una carrera es que no todo conocimiento posee obligatoriamente una finalidad, o sea, no todo saber es necesariamente un medio para, sino, a veces, un fin en sí mismo. El repliegue de las humanidades en las mallas curriculares de escuelas y universidades está aconteciendo a nivel mundial. El peligro con ello es que esta formación tiende a evaluar el conocimiento en términos costo-beneficio o útil-inútil. De esta manera, se suele desechar lo aparentemente inútil, ya que se asume como impráctico, innecesario, deleznable, etc. Sin embargo, el mayor riesgo con ello se que se reduce notablemente el ejercicio del pensamiento crítico, pues para una mentalidad pragmática los dilemas éticos le son írritos. A propósito sugiero revisar el libro de Martha Nussbaum Sin fines de lucro, quien sostiene que cuando se promueven las habilidades técnicas en desmedro del estudio de las humanidades se dota a los estudiantes de herramientas útiles para el desarrollo económico -lo que no necesariamente garantiza una mayor calidad de vida- pero se los priva de las habilidades necesarias para el ejercicio del pensamiento crítico.
Finalmente, suscribo totalmente la observación acerca de la investigación y la producción académica por parte de los profesores. Quienes enseñamos a redactar textos académicos estamos en la necesidades de producir textos académicos.
Carlos Arturo Caballero
Algunos compromisos laborales últimos me impidieron responder de inmediato los comentarios de Carlos Arturo y Cinthia. A continuación, registro las ideas que me suscitan sus observaciones.
Suscribo la afirmación de Carlos Arturo de que el proceso enseñanza-aprendizaje constituye «no […] una relación unilateral sino recíproca […]», pero no estoy de acuerdo con él en que deba darse «una centralidad compartida». Me ratifico en que el alumno es el elemento central de ese proceso. Muchas veces, el profesor es un gran enseñante, y enseña mucho, pero los alumnos no aprenden nada, aprenden poco o solo algunos aprenden lo deseable. Esa es la razón por la que insisto en que sea el alumno el centro del proceso.
En relación con la idea de Carlos Arturo de que «no todo conocimiento posee obligatoriamente una finalidad, o sea, no todo saber es necesariamente un medio para, sino, a veces, un fin en sí mismo», disiento radicalmente. No hay una sola actividad consciente que no sea en función de algo. Si disfruto como un cosaco leyendo novelas, aun cuando para ello invierto mucho tiempo y dejo de ganar mucho dinero, lo hago porque me gusta, y ahí está la finalidad (el goce estético) de esa actividad; no se trata de que leo novelas solo para leer novelas; alguna razón ha de existir para hacerlo. Al respecto recuerdo una anécdota de Sócrates (el griego de la Antigüedad, no el médico y futbolista brasileño). Un par de días antes de beberse la cicuta, se esforzaba en aprender a tocar —me parece, aunque no lo recuerdo bien— la lira. Cuando un amigo, totalmente desolado por la situación de Sócrates, le espetó que por qué, si iba a morirse pronto, insistía en aprender a tocar dicho instrumento, Sócrates solo atinó a responder que siempre había deseado aprender a tocar la lira, así que mejor oportunidad no iba a tener nunca. ¿Cuál era, entonces, el fin último de este empeño de Sócrates? Sin duda, deseaba cumplir un último deseo, y ello —creo yo— justificaba ampliamente su esfuerzo.
Por otro lado, Carlos Arturo hace referencia al «repliegue de las humanidades en las mallas curriculares de escuelas y universidades», y cita a Martha Nussbaum, quien sostendría que «cuando se promueven las habilidades técnicas en desmedro del estudio de las humanidades se dota a los estudiantes de herramientas útiles para el desarrollo económico —lo que no necesariamente garantiza una mayor calidad de vida— pero se los priva de las habilidades necesarias para el ejercicio del pensamiento crítico» (el énfasis es de Carlos Arturo). En primer lugar, debo confirmar que, en efecto, las humanidades andan perdiendo presencia en las mallas curriculares de escuelas y universidades. La razón es histórica: a diferencia de las ciencias, las humanidades no han servido para mucho. ¿Han sido las humanidades, acaso, las que han contribuido en duplicar las expectativas de vida de la raza humana? ¿Han sido las humanidades las que han colaborado con mejorar la calidad de vida de la sociedad? Más aún, en algunos períodos de la historia, las humanidades han acompañado a prácticas nefastas para la humanidad. Acuérdense de la Alemania nazi: un pueblo culto, versado en altas humanidades, cayó en el salvajismo obnubilado por un discurso persuasivo y demente como el de Hitler. Algunos nazis escuchaban a Mozart o leían a Heidegger, extasiados, sintiéndose en dimensiones celestiales, al mismo tiempo que activaban los hornos que consumían a miles y miles de judíos. Mientras tanto, como hubiera dicho Camotillo el Tinterillo, «¿on estaba el pensamiento crítico?». Una alta formación en humanidades no asegura el desarrollo del pensamiento crítico. El papel cumplido por las humanidades durante el siglo XX ha sido resumido por una autoridad en el tema, como es el maestro judío austríaco-estadounidense George Steiner: «Las humanidades no humanizan [por lo menos no lo hicieron a lo largo del siglo XX]».
Ahora bien, en relación con la necesidad de enseñar determinados géneros discursivos, Cinthia opina lo siguiente: «[C]reo que las propuestas [la de Miguel Carneiro y la de Paúl Llaque, aunque, por cierto, se cuida en todo momento de nombrarme] no están en desencuentro […] creo que, si buscamos cuál es la que debe asumirse para la enseñanza o desarrollo de habilidades/conocimientos/ actitudes de redacción en primeros ciclos universitarios, la primera (la de tratar el cuero) es la más adecuada. No pretendo explayarme mucho; solo quiero expresar mi acuerdo con las ideas de Miguel: a redactar textos de las carreras aprenderán a lo largo de la vida académico-profesional».
Bien, voy a retomar la analogía utilizada por Miguel (la del cuero, el zapato, la cartera y la correa) para ilustrar el tema de la enseñanza de la lectura y la redacción en la UPC. Si una persona aprende a curtir el cuero y lo sigue curtiendo de por vida, bien por él; seguro que terminará siendo un gran curtidor de cuero, acaso uno de los más expertos del planeta. Si persiste en seguir curtiendo cuero, sin realizar ninguna otra actividad económica, jamás podrá elaborar zapato, cartera o correa algunos, y ello es comprensible: el hombre solo se dedica a curtir cueros.
Eso mismo puede pasar con nuestros alumnos. Si nosotros solo les enseñamos a construir oraciones gramaticalmente correctas o párrafos de distintos tipos, sin tener en cuenta que, en redacción, la unidad mínima es el género discursivo —y un determinado tipo de género—, tengamos la seguridad de que, en nuestros cursos, los alumnos no aprenderán a escribir lo que necesitan para sus especialidades. Si, además, tarde o temprano aprendieran a escribir lo que requieren en sus carreras —lo cual me parece bien, porque, generalmente, las personas hacen de la necesidad virtud—, los cursos de Lenguaje no saldrían bien parados: si a fin de cuentas los alumnos van a aprender solos a redactar lo que necesitan, ¿por qué no prescindir de los cursos de Lenguaje? No me cabe duda de que esos alumnos, urgidos por la necesidad, redactarán los géneros que requieran, pero no escribirán tan bien como lo harían si nosotros acompañáramos —y optimizáramos— ese aprendizaje.
Me parece que, en la propuesta de Miguel —que suscribe Cinthia—, subyace la idea de que existiría una redacción «general» y una redacción «específica». Y eso no es cierto. (Debo aclarar que, desde hace mucho tiempo, en la UPC, la idea de que debamos enseñar una redacción «general» a los alumnos de todas las carreras predomina equivocadamente). De ser cierta la dicotomía redacción «general»/redacción «específica», significaría —este es un guiño para los lingüistas del equipo de Lenguaje—, significaría, digo, pretender que una persona, para que domine su primera gramática, es decir, su lengua materna, primero deba hablar la lengua universal, la denominada por Chomsky gramática universal. Sería absurdo. Nadie aprovecha la gramática universal, entendida esta como la capacidad innata para desarrollar el lenguaje —siguiendo, de nuevo, al bueno de Chomsky—, si no es en el contexto de una gramática específica. De la misma forma, nadie aprende a establecer la idea general o las ideas secundarias en el aire. Establezco la idea general y las ideas secundarias de un texto concreto y específico, el cual puede pertenecer al género académico, político, técnico, narrativo, lírico, periodístico, literario-infantil, etcétera. Puedo, inclusive, ampliar la noción texto y entenderla como fuente de información, y establecer la idea principal y las ideas secundarias de un aviso publicitario, de una película, de una conversación, de una entrevista televisiva, de un programa de espectáculos, de un evento social o científico, y de un largo, larguísimo etcétera.
Lo mismo ocurre con la redacción. Siempre que redacto, redacto textos que corresponden a un género específico, más allá de que ese género pueda ser básico o elemental (un e-mail coloquial, un chat, el comentario a la noticia o al artículo de un blog, la respuesta de desarrollo a una pregunta de examen), o de nivel intermedio (un ensayo académico básico, un informe técnico o ejecutivo, el acta de una reunión, una noticia periodística), o de nivel avanzado (un ensayo académico especializado, un texto de divulgación científica, una tesis de grado o postgrado, una crónica literario-periodística). Por ello, cuando enseñemos a redactar, debemos enseñar a redactar uno o más géneros discursivos que les sean funcionales (útiles) a los alumnos en su vida universitaria inmediata. Los aspectos generales —no la redacción «general», sino los elementos generales de la enseñanza de redacción—, como ortografía, puntuación, normativa, construcción de párrafos, deberán articularse en función del género discursivo que estemos enseñando a redactar. Aislados, esos aspectos generales se aprenden para ser olvidados. Algunos alumnos expertos en detectar errores normativos en una oración y en otra, cuando deben escribir un texto completo, incurren, a veces de forma sistemática, en los errores normativos en los que se volvieron expertos en detectar.
Paúl Llaque
Cito a continuación la afirmación de Paúl que discutí en mi anterior intervención: “Muchas veces, el profesor es un gran enseñante, y enseña mucho, pero los alumnos no aprenden nada, aprenden poco o solo algunos aprenden lo deseable. Esa es la razón por la que insisto en que sea el alumno el centro del proceso.” En su reciente intervención señaló que “No es verdad que el argumento de enrostrarle —sin mayores elementos de juicio— la responsabilidad del fracaso en el aprendizaje al profesor sea, en primer lugar, un argumento. En segundo lugar, yo no he sostenido tamaña afirmación”. No solo lo evidente es susceptible de ser discutido sino también, y a veces sobre todo, las implicancias de una afirmación. Mencioné que lo manifestado por Paúl atribuye la responsabilidad del fracaso en el aprendizaje al maestro y no al alumno porque, pregunto ¿hay otra deducción posible? Observemos las implicancias de considerar al alumno como centro exclusivo del proceso enseñanza-aprendizaje (postura esgrimida por Paúl) y como una centralidad compartida o integral (mi postura).
-Gran profesor + pésimo resultado = ¿a quién se responsabilizará de tal fracaso si solo se asume al alumno como el centro del proceso de enseñanza-aprendizaje? Al profesor por supuesto, ya que el alumno, considerado por Paúl como centro del proceso, no logró aprender a pesar de que su profesor es un gran enseñante y domina el tema. Otro: ¿en quién se concentrarán las críticas del centro educativo, de los padres de familia y de la opinión pública si solo se concibe al alumno como centro del proceso de aprendizaje si aunque el profesor sea “un gran enseñante (…) los alumnos no aprenden nada, aprenden poco o solo algunos aprenden lo deseable.”?
-Pésimo profesor + pésimo resultado = se agrava la situación anterior, puesto que ahora es más evidente que la deficiencia estuvo en quien enseñaba. Si el alumno tuvo responsabilidad en su fracaso, posiblemente, este sea relativizado debido a que si él es el centro excluyente se interpretará que no fue lo suficientemente orientado por su profesor
-Pésimo profesor + óptimo resultado = subsiste la incompetencia del profesor invisibilizada por el logro de resultados satisfactorios. El alumno posiblemente venciendo sus limitaciones, las del sistema educativo y las del maestro logró aprender. Si solo nos quedamos en la obtención del logro, en la observación de resultados, en la verificación de la adquisición de habilidades ¿Qué sucederá con aquel maestro?
A diferencia de lo considerado por Paúl, yo sostengo que el proceso de enseñanza-aprendizaje es recíproco e intersubjetivo, lo que descarta de plano el centralismo o la unilateralidad y da lugar a un enfoque integral del proceso enseñanza-aprendizaje.
De esta manera, se refuerza una visión resultadista y excesivamente pragmatista de la enseñanza, la cual evalúa exclusivamente resultados, pero que no indaga en el proceso ni en las variables que los determinaron, salvo para atribuir falsamente que tal efecto es resultado indubitable de tales causas. Por ello insisto en que Paúl confunde el proceso con la finalidad u objetivo del mismo. Que el alumno deba aprender, ¡de acuerdo! ello nunca estuvo en debate. Lo que sí discuto es la exclusiva consideración del alumno como centro de dicho proceso, mas no el logro de habilidades o la adquisición de conocimientos y lo discuto por las implicancias nefastas que ello entraña. Proceso no es lo mismo que resultado; es más, el seguimiento estricto y disciplinado de cualquier procedimiento no garantiza necesariamente la obtención de resultados satisfactorios. ¿Por qué? Pues porque variables exógenas actúan sobre el profesor y el alumno para bien o para mal. Sobredimensionar la centralidad del alumno conduce a perder de vista aquellas variables.
Paúl ha dejado en claro en su última intervención que el alumno también es responsable de su propio fracaso en el aprendizaje; sin embargo, ello no se aprecia y tampoco es deducible de la afirmación citada al inicio.
Paul no lo ha dicho y luego lo ha aclarado ¡enhorabuena! Pero hasta antes de ello las implicancias de lo que dijo estaban ahí
Lo vertido por Paúl —citado al inicio— me preocupa por las secuelas que supondría su validación, las cuales aunque no sean explícitas, no son difíciles de pronosticar.
Carlos Arturo Caballero
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