domingo, febrero 23, 2014

FOUCAULT: SABER, SUJETO Y PODER



Sujetos y objetos de saber

¿Cómo el saber constituye al sujeto y a los objetos que estudia? Esta cuestión planteada por Michel Foucault durante su cátedra «Historia de los sistemas de pensamiento» en el Collège de France (1981-1982), exige historizar críticamente los cambios en los sistemas de verdad, cómo se han producido los sistemas de verdad, cómo los sistemas de verdad construyeron saberes e individuos como categorías estables y ahistóricas. Asimismo, ello requiere analizar las condiciones de posibilidad que construyen saberes y sujetos, es decir, los modos de objetivación y subjetivación. Con estos últimos, Foucault se refiere a los procedimientos por los cuales un objeto y un sujeto se convierten en un asunto de interés para un discurso disciplinario de tal modo que este lo constituye sobre la base de relaciones de poder preexistentes. 

Los efectos de los modos de objetivación y subjetivación en las prácticas sociales se advierten en la forma como el saber organiza la vida social sobre la base de relaciones de poder. Según Foucault, detrás del sujeto de la locura y del sujeto homosexual existe una compleja red de relaciones de poder que apuntalan la producción de saberes conducentes a justificar su exclusión social. En un determinado momento de la historia, aparecieron el loco, pese a que siempre existieron individuos con trastornos mentales, y el homosexual, pese a que siempre existieron individuos atraídos por alguien del mismo sexo; es decir, que bajo ciertas condiciones fue posible que emergiera un saber que esencializara la locura y la homosexualidad de modo que dejaran de ser solo conductas y devinieran subjetividades encarnadas en sujetos: el loco y el homosexual dejaron de ser acciones para convertirse en esencias características de una subjetividad. 

Otro ejemplo se halla en la recurrencia de los medios de comunicación a los especialistas académicos para dilucidar un tema complejo de manera conclusiva ante la opinión pública. En este sentido, la apelación a la autoridad es una de las estrategias más frecuentes para avalar una verdad y refrendar relaciones de poder. La reducción de la discusión sobre derechos sexuales y reproductivos al ámbito exclusivo del derecho, la religión o la medicina, excluyendo la variable política; o las opiniones mediáticas de psiquiatras psicólogos, criminólogos, etc., sobre la personalidad de un supuesto asesino protagonista de un caso mediático, nos muestran cómo un saber autorizado es empleado para disolver dudas y cómo el dominio especializado sobre un área de conocimiento reviste de autoridad a quien lo enuncia sobre quienes no disponen de esa competencia o sobre los que enuncian un discurso que no califica para debatir temas que a priori se estima no son de su incumbencia, como sucede con los economistas que a nivel de medios colocan la economía en el centro del debate cotidiano.

Saber y poder



El interés de Foucault por el sujeto está directamente vinculado a sus trabajos previos sobre el saber y el poder. Para este pensador francés un saber, en tanto sistema de verdad, no conformaba un espacio liberado de poder; por el contrario, sostuvo que donde hay verdad, hay poder. A través de la arqueología, podría dar cuenta del régimen político de la verdad en algún dominio específico del conocimiento; y mediante la genealogía, lograría identificar las condiciones de posibilidad de los sucesivos cambios históricos operados sobre tales regímenes del saber: ¿cómo se forma un saber? ¿qué poderes lo regulan? ¿cuáles son las reglas que controlan nuestras prácticas sociales? Si saber es poder, entonces, es posible hallar mecanismos y dispositivos de poder en las ciencias sociales, naturales y humanidades, las cuales no solo producen conocimientos sino modos de objetivación y subjetivación, o sea, que los objetos de estudio científicos son construcciones discursivas elaboradas con arreglo a un determinado régimen político de verdad y que la subjetividad del ser humano narrada por el saber científico también debiera comprenderse dentro de un marco de complejas relaciones de poder; en suma «¿qué forma adquiere el sujeto cuándo es objeto de saber?».

En tanto los discursos disciplinarios (saberes científicos) sostienen verdades, aceptar la verdad del saber científico implica acatar las reglas de poder que constituyen la verdad enunciada por tal discurso disciplinario. En El orden del discurso, Foucault examina los mecanismos de producción y control de los discursos en la sociedad y para ello propuso un enfoque crítico de los discursos en cuestión, que analice sus condiciones de producción y las coacciones que ejerce, y una genealogía que rastree su evolución y transformación. Si como aseveró Foucault, el discurso está vinculado con el deseo y el poder, entonces quien controle el discurso dominará a sus sujetos destinatarios. En esa tarea, las instituciones cumplen un rol fundamental, pues producen, reproducen y amplifican los alcances del discurso que conviene a sus intereses. Pero también los sujetos cumplen una función. El discurso, dice Foucault, obtiene poder de los sujetos, quienes son constantemente interpelados por diversos discursos muchos de ellos contradictorios. Por esta razón, entiende que el discurso es un campo de batalla por el poder, el poder de controlar la subjetividad y las identidades.

En Historia de la locura y El nacimiento de la clínica, Foucault acomete investigaciones basadas en las relaciones entre saber y poder, en otras palabras, se interesó por cómo las formaciones discursivas disciplinarias —entre ellas psiquiatría y medicina, respectivamente— construyeron objetos del discurso que simultáneamente eran resultado y condición de posibilidad de un sistema de exclusiones, es decir, resultado en tanto fueron originados dentro de una formación discursiva, y condición de posibilidad porque se emplearon para diferenciar dominios de verdad. Contrariamente al sentido dominante en las investigaciones precedentes, Foucault advirtió la importancia de atender al régimen político de la verdad, o sea, a la relación entre saber y poder al interior de un discurso disciplinario. 

En consecuencia, existe un orden del discurso que establece verdades y subjetividades. El análisis del poder llevado adelante por Foucault interviene en un momento dominado por el reduccionismo marxista de la base sobre la superestructura, donde el principal criterio para analizar la sociedad era el económico, pero que llevado hacia el estudio de discursos disciplinarios como la psiquiatría o la medicina no comportaba significativa relevancia. Foucault desencializa los pares verdadero/falso que definen el valor de los discursos de verdad a fin de analizar el régimen político que los constituye. Que «cada sociedad tiene su política general de la verdad» significa que cada sociedad posee formas específicas de organizar los tipos de discursos verdaderos y falsos; modos de exclusión e inclusión de unos u otros; procedimientos para obtener la verdad; y reglas que definen lo que es verdadero. El régimen político de la verdad hace referencia a cómo el poder produce verdad y efectos de poder a partir del uso de esa verdad.

Por esta razón, por ejemplo, analizar el discurso del crecimiento económico en tanto criterio fundamental para evaluar el desarrollo de un país requeriría indagar en las reglas de su formación discursiva, de modo que conceptos universales como «inflación», «salario per cápita», «PBI», «balanza comercial», etc., no se aprecien como categorías esenciales sino como resultado de un orden del discurso. Es decir que en lugar de emplear estas categorías para interpretar situaciones concretas, se interpela el régimen interno del poder articulado con el saber que lo sustenta. 

En suma, Foucault nos incita a pensar cómo es posible que un conocimiento controle, vigile, reduzca y limite las posibilidades de sus sujetos y objetos de estudio, e indagar en los criterios de verdad utilizados para evaluar a esos mismos sujetos y objetos. Y es que no siempre las ciencias tuvieron como fin liberar al hombre de sus ataduras; por el contrario, en algunas ocasiones fueron aliadas estratégicas, por ejemplo, del colonialismo; una herramienta utilizada para doblegar resistencias e imponer concepciones. No obstante, ello no implica abandonar el saber científico sino colocarlo como objeto de crítica, es decir, volcarlo sobre sí mismo.

domingo, febrero 02, 2014

ANTROPOLOGÍA DE LA MEMORIA



En cierto sentido, la antropología siempre fue de la memoria. Sin embargo, recién desde los setenta y ochenta se viene utilizando la denominación «antropología de la memoria» para designar los estudios vinculados a la identidad y a las dimensiones colectivas del pasado abordadas desde la antropología, temas antes investigados ampliamente por la historia y la sociología. La obra de Maurice Halbwachs aportó notables avances a los estudios sobre la memoria como la categoría de memoria colectiva, la distinción entre memoria e historia y los vínculos entre el poder y la memoria. 

«¿Quién es el que recuerda?» es una de las preguntas constantemente formuladas desde la antropología de la memoria, la cual vincula memoria e identidad. Esta pregunta supone la existencia de sociedades holistas, compuestas por miembros que se conocen y mantienen vínculos estrechos, y sociedades de individuos, que atraviesan agudos procesos de individuación con el subyacente peligro de la dispersión de las identidades. En cuanto a la individualidad y colectividad de la memoria, Jacques Le Goff sostiene que el individuo por sí mismo no tiene memoria, puesto que el recuerdo siempre es una evocación situada en contexto y acudiendo a referentes espacio temporales con significados coyunturales sin los cuales no es posible darle significado al recuerdo. Es por ello que se recuerda con arreglo a circunstancias presentes, de acuerdo a fines establecidos socialmente. Cabe agregar que la relación entre memoria e identidad estriba en cómo la memoria da coherencia y continuidad a la identidad.

En La memoria colectiva (2004), Halbwachs se plantea las posibilidades de la memoria y afirma que no es posible recordar más que a condición de situarse en el punto de vista de uno o varios grupos y ubicarse en una o varias corrientes de pensamiento colectivo. Así, la memoria afectiva o emocional establece lazos entre los miembros de una comunidad. Facebook es un ejemplo muy actual de comunidad afectiva donde no hace falta el contacto espacial para constituirla. Halbwachs desestima la posibilidad de una memoria universal, pues «toda memoria colectiva tiene como soporte un grupo limitado en el espacio y en el tiempo».

La diferencia entre memoria e historia resulta crucial. En primer lugar, conviene referirse a memorias en lugar de una sola memoria, ya que se trata de distintos relatos sobre el pasado que entran en conflicto, tal como lo señala Tzvetan Todorov en Los abusos de la memoria (2000), para quien memoria no se opone a olvido, sino lo que se contrapone son los procedimientos de supresión y conservación de la memoria, donde cada grupo de interés enuncia un relato particular para su memoria que contrasta con otros relatos sobre la memoria. En tal sentido, la diferencia entre memoria e historia radica en los usos del pasado. La historia privilegia la búsqueda de la verdad, mientras que la memoria no aspira a la pretensión de verdad, debido a que sus fuentes son las generaciones vivas que recuerdan y no solo los documentos; y además porque no habría que desechar las mentiras en una indagación sobre el pasado, porque son susceptibles de convertirse en objetos de estudio en la medida que ofrecen evidencias sobre las motivaciones del poder por silenciar ciertas memorias. Aunque la historia como disciplina es mucho más antigua que los estudios de la memoria, estos discuten la impronta del positivismo en la historia, el cual estableció métodos y premisas conducentes a la obtención de fuentes fidedignas que validaran una verdad histórica sin reparar en las estructuras de poder donde se produjeron tales fuentes. 

¿Desde qué momento la historia es historia y desde cuándo algo es memoria? La historia emerge en tanto no exista alguien que reconstruya de primera mano lo que sucedió, sino que una voz autorizada organiza el relato del pasado con la garantía de que no habrá réplicas. Por ejemplo, la continuidad de los pueblos originarios como poseedores de una esencia inalterable ha sido objeto de manipulación política. Este relato sobre su memoria narra una continuidad útil a propósitos políticos, pues la historia construye verdades, valida documentos, fuentes, métodos y escrituras (lo escrito adquiere valor de verdad). En cambio, la memoria plantea interpretaciones, problematiza las fuentes escritas, delinea su genealogía, quién, cómo y cuándo produjo el relato de la memoria. Es por esta razón que en procesos de justicia transicional los testimonios de las víctimas contrastan, si es que no rebaten en su totalidad, el discurso oficial del Estado. 

En torno al régimen político de la memoria, a Halbwachs le interesó qué procesos de poder se hallaban detrás de la organización de la memoria. La idea es que quien controla el origen controla el presente y el futuro, ya que el pasado define el presente y los horizontes de una comunidad. En Los marcos sociales de la memoria señala que el recuerdo está circunscrito por el recuerdo de los otros: «es en la sociedad donde normalmente el hombre adquiere sus recuerdos, es allí donde los evoca, los reconoce y los localiza. […]. Lo más usual es que yo me acuerdo de aquello que los otros me inducen a recordar, que su memoria viene en ayuda de la mía, que la mía se apoya en la de ellos». Halbwachs identifica el lenguaje como el «marco más elemental y estable de la memoria colectiva». 

La relación entre política y memoria es observable en el concepto «lugar de la memoria», acuñado por Pierre Nora para referirse a la dimensión simbólica e histórica de un suceso, concepto que trasciende lo material o espacial. Es decir que según Nora un espacio cualquiera es susceptible de transformarse en lugar de la memoria. Ello será posible siempre que exista voluntad para recordar, ya que agrega Nora no hay memoria espontánea, razón por la cual se crean archivos documentales, se conmemoran aniversarios o se construyen monumentos. Estos actos no surgen espontáneamente, pues requieren de una expresa voluntad política y social para que se materialicen. Según Pierre Nora, los lugares de la memoria contribuyen al cuidado y mantenimiento constante de la memoria.

En Antropología de la memoria (2002) Joël Candeau ensaya una delimitación del campo antropológico en los estudios de la memoria. El patrimonio reviste interés antropológico toda vez que los criterios de selección que generan los inventarios culturales que alimentan el patrimonio proceden de memorias nacionales, institucionales, colectivas e históricas. La museificación del pasado o la folklorización de ciertos objetos acopiables y exhibibles como patrimonio dan cuenta no solo de cómo se recuerda el pasado sino de las jerarquías culturales asociadas a los grupos e individuos que recuerdan. Luego, advierte en los monumentos su capacidad para convertirse en difusores de la memoria, así como en las casas de la memoria, relatos de vida, tradiciones, rituales y mitos, lugares de la memoria y los vínculos entre memoria e identidad. Candeau enfatiza que la antropología de la memoria no se detiene en la simple exploración del pasado sino además y sobre todo en la descripción y explicación de las manifestaciones contemporáneas de la memoria. 

Memorias de un soldado desconocido (2012), de Lurgio Gavilán, podría ser objeto de una indagación antropológica de la memoria, debido a que es un relato de vida que coloca en primer plano a los sujetos subalternos de las tres instituciones totales protagonistas del conflicto armado interno: el combatiente adolescente, campesino y quechuhablante de Sendero Luminoso, el soldado de tropa capturado por el ejército y el humilde y reflexivo fraile franciscano. Son memorias subterráneas que problematizan la idea por la cual los sectores políticos adversos a una memoria con justicia y verdad confinan al silencio a quienes padecieron una violencia sin precedentes en la historia del Perú.

domingo, enero 26, 2014

CRÍTICA DE LA CRÍTICA


La crítica no solo se ha interesado por objetos situados más allá de sus límites sino que ocasionalmente se ha detenido a examinar sus propias prácticas. El crítico alemán Peter Hamm editó bajo el título Crítica de la crítica (1971) un conjunto de artículos que congregaban a los críticos alemanes más connotados del momento. Hamm anota en el prólogo que varios reputados críticos fueron invitados lo mismo que otros no tan célebres; sin embargo, algunos de los primeros retiraron su artículo a último momento lo que dio lugar a que las voces más jóvenes y menos conocidas entraran en contacto con el público alemán. 

Posteriormente, Tzvetan Todorov publicó una compilación de entrevistas a críticos y escritores, y de artículos con el mismo título, Critique de la critique (1984). En el apartado «Los críticos-escritores», Todorov se interroga sobre la aquella crítica que se convierte en una forma de literatura, donde el lenguaje literario adquiere una nueva pertinencia. Allí, el crítico franco-búlgaro da cuenta de una trayectoria personal por la cual experimentó un giro en la concepción de la crítica: desde una concepción instrumental garante de verdades y resultados hasta otra que situaba a la crítica como un eficiente administrador de ideologías dominantes. Hacia el final, Todorov apuesta por una crítica dialógica que renuncie a la búsqueda de la verdad, en el sentido trascendental o esencialista, pero no de adecuación a los hechos. Recusa a la crítica inmanentista por negarse toda posibilidad de juicio al enfocarse exclusivamente en la descripción de los aspectos formales y estéticos de la obra literaria. Se trata para Todorov de un tipo de crítica que transforma y reduce el texto a un objeto que basta con describir tan fielmente como sea posible. De igual modo, el crítico dogmático, premunido de un aparato teórico al cual se rinde desde el inicio, lo mismo que el crítico impresionista que considera posible un contacto puro con el texto literario, dificulta el diálogo entre el texto y contexto. 

En el Perú, Antonio Cornejo Polar también colocó a la crítica como objeto de sus propias reflexiones. En Sobre literatura y crítica latinoamericanas (1982), dedica algunos artículos a examinar la situación de la crítica literaria en América Latina. Coincidiendo en otros términos y contextos con Roland Barthes, Cornejo Polar señala en «Problemas y perspectivas de la crítica latinoamericana» que lo que está en juego en relación a la cientificidad de la crítica literaria es el estatuto científico del discurso crítico, la validez del conocimiento que propone y la legitimidad de su existencia. Y coincidiendo con Todorov, enjuicia los excesos de la crítica impresionista-inmanentista y del cientificismo en la crítica literaria. 

La crítica inmanentista tiene como fin exclusivo analizar e interpretar textos literarios con arreglo a la «minuciosa descripción del funcionamiento interior de la obra literaria y en la revelación de su estructura intrínseca, al margen de cualquier proyección que exceda los límites objetivos del texto y al margen también de todo enjuiciamiento acerca de su formulación estética, su sentido o su funcionalidad social», anota Cornejo Polar. La tesis de la crítica inmanentista se fundamenta en la absoluta autonomía del fenómeno literario, en virtud de la especificidad de su lenguaje. En este sentido, para Antonio Cornejo Polar la raíz del problema de la crítica literaria contemporánea reside en un inmanentismo universalista, de modo que la especificidad sociohistórica de la literatura occidental se ha utilizado para comprender fenómenos sociales y literaturas periféricas a aquella. 

Y si bien la crítica literaria se ha beneficiado del diálogo interdisciplinario con aportes de la lingüística y la antropología, por mencionar algunos ejemplos, el autor de Escribir en el aire resalta que, simultáneamente, la crítica literaria ha perdido su espíritu humanístico a favor de un lenguaje formalizado, descriptivo, útil en el sentido de la rentabilidad académica, pero muy poco fecundo en cuanto a la resistencia contra el poder: «las obras literarias y sus sistemas de pluralidades son signos que remiten sin excepción posible a categorías supraestéticas: el hombre, la sociedad, la historia».

La tarea de la crítica es entonces descifrar el sentido de la relación entre el texto y su contexto «revelar qué imagen del universo propone la obra a sus lectores, qué conciencia social e individual la estructura y anima», no evaluar el grado de correspondencia con la realidad, lo que es competencia de las ciencias sociales, sino «iluminar la índole, filiación y significado de esa imagen hermenéutica del mundo que todo texto formula, incluso al margen de la intencionalidad de su autor». Esta es una tarea insoslayable sobre todo para la crítica literaria latinoamericana que se desarrolla en un lugar donde la realidad exige un compromiso ético además del académico-científico por parte del crítico.

La crítica inmanentista debe adaptarse a las peculiaridades culturales latinoamericanas. Lo delicado es transplantarla y rendirle devoción mediante una aplicación indiscriminada y mecánica. Por ello es que no puede aplicarse con éxito en los estudios literarios latinoamericanos sin que aquella atraviese un proceso de adaptación-transformación. La conflictividad propia de una literatura como la latinoamericana producida en un entorno heterogéneo y colonial. La dinámica social de la literatura latinoamericana articula literatura y sociedad, funcionamiento, modos de producción y sistema de comunicación en que se inscribe la institución literaria. De lo contrario, será imposible comprender «el sentido de su desarrollo histórico y hasta sus manifestaciones textuales concretas», advierte Cornejo Polar. No se trata de aislacionismo epistemológico, sino de examinar reflexivamente las influencias asimiladas.

La crítica inmanentista comporta ventajas y riesgos, precisa Cornejo Polar. Por un lado, significa una superación del impresionismo, pues establece coordenadas claras para aproximarse al objeto de estudio. Pero, por otro lado, reduce el análisis literario a los límites de una metodología en particular, dando luces sobre muchos aspectos textuales que en el balance resultan accesorios si se persiste en ignorar la relación del fenómeno literario con la sociedad y la historia. Asimismo, no debe olvidarse su compromiso de lucha contra poderes hegemónicos, pues de alguna manera, la crítica posee una dimensión ideológica que intenta explicar una visión del mundo. Esta tarea debe considerarse como parte del proceso de liberación de los pueblos, de un franco proceso de descolonización mental y epistemológica. 

No es reciente, sino la constatación de un hecho: la crítica ha perdido influencia en la opinión pública, entre una variedad de factores, debido a la cultura de masas y al empobrecimiento de la formación en la clase media. La educación de la que hoy disponen es gravemente rudimentaria. Ni siquiera es posible afirmar que una educación costosa sea indicador de calidad. No es extraño entonces que actualmente sea difícil entender lo que un crítico escribe. El modo de lectura imperante no es el de la desobediencia ante los sentidos que un texto literario o los modelos de realidad que pone en circulación, sino estimar cuan dócil es el lenguaje empleado por el crítico a efectos de su comprensión por el lector. No solo la crítica se ha convertido en un cuerpo dócil ante el poder como lo señalaran Edward Said, Terry Eagleton, Peter Hamm, Antonio Cornejo Polar y Michel Foucault sino que el lector, el espectador y cada vez mayores porciones de audiencia devienen también cuerpos dóciles. 

La salida no está en hacer rudimentaria la escritura crítica ni en entregarse al sentido común (gusto, aprecio por el autor, juventud, nacionalidad, gratitud, reconocimientos, premios, etc.) como criterio de evaluación. Tampoco lo es empoderar a un lector solo provisto de sus carencias, obediente y dócil para contrarrestar la oscuridad del lenguaje de la crítica. Si alguna cualidad debe mantener la crítica es combatir la obviedad y el sentido común.

domingo, enero 19, 2014

LA ESCUELA DE BIRMINGHAM



El origen de los Estudios Culturales suele asociarse al proyecto académico emprendido por Richard Hoggart quien en 1964 fundó el Centro de Estudios Culturales Contemporáneos en la Universidad de Birmingham (CCCS en inglés). En 1968, Stuart Hall sucedió a Hoggart en la dirección del centro hasta 1979. El centro fue clausurado definitivamente en 2002 debido a una reestructuración académica. Sin embargo, otras versiones señalan que se trató de una decisión política, ya que el centro había congregado a lo largo de cuatro décadas a un compacto grupo de investigadores comprometidos con posiciones de izquierda y manifiestamente contrarios a las reformas liberales imperantes en el Reino Unido desde 1980. Y es que en muchos sentidos, la New Left británica tuvo su brazo académico en el CCCS.

Con el tiempo, el nombre genérico de Escuela de Birmingham identificó a estos humanistas y científicos sociales interesados en un trabajo transdisciplinario con sólidas bases en el marxismo, aunque mediado por una lectura heterodoxa motivada por la necesidad de llevar el marxismo hacia el análisis de la cultura. Además de Hoggart y Hall, E. P. Thompson y Raymond Williams son las figuras más representativas de la primera generación de estudios culturales. 

El trabajo en la Escuela de Birmingham consistía en el estudio de casos puntuales, de hechos y acontecimientos claramente localizados y en relación con la historia, cultura y sociedad, a diferencia de la Escuela de Frankfurt, más orientada hacia la reflexión teórica y las grandes generalizaciones. La teorización fue para los de Birmingham un recurso de alcance contextual y funcional para el estudio de aspectos concretos de la realidad, en contraste con el marxismo estructuralista empeñado en la elaboración de categorías analíticas universales, como fue el caso de Louis Althusser, quien a través de los Aparatos Ideológicos de Estado describió ciertas estructuras transhistóricas presentes en toda sociedad. 

Más ocupados en la aplicación de la teoría que en la elaboración de sistemas teóricos, los investigadores de Birmingham continuaron las reflexiones de Antonio Gramsci, para quien fue un imperativo contextualizar el marxismo allí donde esta teoría requiriese enmiendas o nuevas formulaciones, ya que no toda reflexión sobre el marxismo habría culminado con el trabajo de Marx y Engels. De Gramsci incorporaron el concepto de hegemonía: la clase dominante lo es porque ejerce el poder mediante la coerción y el consenso luego de conquistar la subjetividad de los grupos subalternos. Es decir, que la hegemonía de la clase dominante no siempre se manifiesta mediante la fuerza sino también a través del reconocimiento de las clases dominadas. No obstante, no es sencillo identificar una situación de hegemonía debido a la superposición de clase social, raza, etnia, nacionalidad, lengua, religión, género, etc., lo cual demanda al investigador observar atentamente la especificidad de su realidad sociocultural.

Hoggart, Williams y Thompson tuvieron muy presente que la teoría y sus categorías analíticas no garantizan resultados incontrovertibles y advirtieron el problema derivado del uso reverencial de la teoría. De este modo, los trabajos producidos en el CCCS prestaron suma atención a la emergencia de las particularidades de la teoría y de sus objetos de estudio con el propósito de no forzar la aplicación de categorías de análisis. En ello fue determinante la relectura heterodoxa efectuada por los marxistas ingleses a mediados del siglo XX, como lo recuerda Williams en la introducción a su clásico Marxism and Literature (1974). En Die deutsche Ideologie (1932), Marx y Engels definieron al idealismo como la concepción filosófica que establece un a priori en los conceptos y categorías para entender la realidad; en cambio, el materialismo histórico exige partir de situaciones concretas sobre las cuales se construyen los conceptos. La Escuela de Birmingham incorporó a su proyecto esta crítica del materialismo histórico al idealismo. Durante este proceso, se dieron cuenta de que los marxistas más ortodoxos no eran propiamente materialistas sino idealistas, toda vez que pretendían aplicar dogmáticamente el marxismo a cuanta realidad le saliera al encuentro sin reparar en las particularidades de la sociedad y la cultura donde lo aplicaban. Observaron que la aplicación indiscriminada de una teoría sin contextualizarla deviene flagrante violencia epistémica, por lo cual el movimiento analítico es inverso: de la tierra al cielo, no del cielo a la tierra. Así, el marxismo inglés se ubicó en una posición crítica ante el idealismo del estructuralismo francés y ante la reducción de la realidad al discurso alentada por el giro posmoderno.

Unos de los mayores impactos del CCCS en la academia británica fue el cuestionamiento de la autoridad académica que amparada en su poder refrendaba verdades y saberes. Lo otro fue la desacralización de la idea de cultura. Para los de Birmingham, la cultura dejó de ser sinónimo de buenos modales, gusto artístico refinado, esencia de la identidad, signo de prestigio social o cualidad susceptible de ser poseída o perdida, esencializando la idea de cultura en objetos perdiendo de vista a los sujetos de la cultura. Entendieron que la cultura no existe sin sus sujetos, es decir, sin quienes la viven y practican. En este sentido, la cultura son hechos, prácticas y actores sociales. Exploraron tales prácticas culturales y sus articulaciones siempre desde un enfoque contextual no exento de dificultades. Hoggart, Hall, Williams y Thompson tuvieron que lidiar durante los primeros años del CCCS contra un establecimiento académico hostil, muy lejano de la seducción que irradiaban Barthes, Foucault, Derrida, Lacan o Althusser en el Collège de France o la École des Hautes Études en Sciences Sociales en París.

Asimismo, pusieron en entredicho las convenciones metodológicas de las humanidades y las ciencias sociales. A pesar de que los más destacados miembros del CCCS pertenecían a una generación formada bajo el influjo conservador de F.R. Leavis en las letras inglesas, no desestimaron totalmente los esfuerzos de quien fuera durante muchos años el paradigma de la enseñanza y la crítica literaria en el Reino Unido, alguien preocupado por espiritualizar a la clase obrera a partir del contacto con la alta cultura, porque los contenidos de los cursos de humanidades estuvieran a disposición de los hijos de obreros que estudiaban en la universidad. El efecto no previsto por Leavis fue la subversión de la centralidad de la alta cultura como resultado de varias generaciones de estudiantes procedentes de la clase obrera que accedieron a la universidad para transformar el modo en que se venía estudiando la sociedad y la cultura. Hoggart lo explica claramente en The Uses of Literacy (1957): subsistía en sociólogos e historiadores una percepción idílica de la clase obrera inglesa a la cual se atribuía exageradamente un compromiso político activo con la lucha de clases, percepción reforzada por la distancia empírica que separaba a los investigadores de la realidad estudiada. En movimiento semejante al de Leavis, en su ensayo Hoggart empleó los métodos de análisis literarios reservados para la alta literatura para analizar la cultura de masas. 

Actualmente existen variadas problemáticas no reconocibles, invisibles e inadvertidas. Uno de los desafíos de la teoría contemporánea es dar nombre a los problemas que no se quieren advertir, problemáticas que no existen nominalmente, pero que sí existen como efectos reales, sensibles en la vida cotidiana de la gente que no tiene obligación de familiarizarse con la teoría. En este desafío, los investigadores de la Escuela de Birmingham se interesaron por indagar en temas olvidados por las humanidades y las ciencias sociales en su momento, no tanto en función de un tema académicamente rentable, sino pensando especialmente en los sujetos de la cultura, sus vivencias y cómo desde la academia podía intervenirse para transformar sus vidas.

domingo, enero 12, 2014

EL CONFLICTO COMO REVUELTA


Roland Barthes, Phillipe Sollers, Jacques Lacan, Jacques Derrida, Lucien Goldmann y Michel Foucault, entre otros, formaron parte del entorno que recibió a Julia Kristeva en París quien a sus 24 años llegó procedente de su Bulgaria natal con el propósito de culminar una tesis doctoral sobre la nouveau roman. Junto a Tzvetan Todorov, esta semióloga, escritora, crítica literaria y teórica feminista introdujo la obra de Mijail Bajtin en Francia.

Revuelta es un concepto desarrollado por Kristeva en Sentido y sinsentido de la revuelta (1998), El porvenir de la revuelta (1999) y La revuelta íntima (2001). Desde un abordaje que atraviesa lo etimológico, la literatura, la filosofía y el psicoanálisis, da cuenta de los sentidos y posibilidades políticas de la revuelta como expresión pulsional que permite revelar la memoria y recomenzar el sujeto, según Gustavo Bustos. 

El acto de leer ilustra claramente el concepto de «revuelta». La lectura no implica dejar atrás lo leído sino que exige volver y avanzar. Si algún contenido no fuera comprendido o cayera en el olvido, bastaría volver atrás para absolver la duda y luego continuar. Asimismo, sucesivas lecturas incrementarían los sentidos del texto. En cualquier caso, es el lector —y no solo el texto— quien participa activamente de la construcción de los sentidos posibles que un texto adquiere, ya sea durante su desplazamiento hacia atrás o hacia adelante mientras se lee. La experiencia acumulada del lector —grande o mediana, sólida o endeble, confrontacional o dócil— es primordial al momento de tomar contacto con un texto. No en vano, Manuel Asensi sostiene que leer es un acto guerra, puesto que es mucho, o no es poco, lo que como lectores actualmente ponemos en juego durante la lectura. 

Desentenderse de ello supone ceder ante la más letal forma de naturalización de saberes: el sentido común, el cual posee la fuerza de lo evidente, de lo que no requeriría mayor análisis. Por ejemplo, es más confortable endilgarle a un texto la condición de difícil, oscuro, ininteligible o impopular que asumir la responsabilidad como lector y darse cuenta de que no solo los textos tendrían que estar a la altura de los lectores. Así, se reemplaza el examen riguroso de situaciones que merecerían una reflexión prolongada por la liviandad, el entusiasmo y la gracia. En suma, es como detenerse en el dedo que apunta la luna. Pan y circo son competidores desleales frente al pensamiento crítico; sin embargo, hasta las muchedumbres más sumisas pueden advertir que quien está interesado en complacerlas no lo hace desinteresadamente. Estas exigencias del sentido común acontecen en una era postideológica, de vacuo hedonismo como sostuvo Gilles Lipovestky, en la que el goce del consumo guía la ética de un sujeto posmoderno individualista. 



La etimología del término revuelta, como lo anota Kristeva, remite al sánscrito y quiere decir «pasar hacia atrás y volver hacia el futuro. Una memoria fuerte de la transformación, pero que no es nunca una negación del tipo ‘estoy en contra y mato eso’». Dicho de otra manera, el sentido de la revuelta es la resignificación de los antiguos valores para que surjan otros nuevos, los cuales volverán a examinarse, consiste en recrear nuevos ideales a partir de la exploración crítica del pasado, la cual también se proyecta al futuro. Un estado de alerta permanente ante la fijación de sentidos que con el tiempo dejan de ser solo términos significantes y pasan a ocupar el lugar de filtros ideológicos. 

En un contexto de aparente tranquilidad, donde no existirían motivos para rebelarse, la revuelta se torna indispensable. Las demandas sociales históricamente postergadas e insatisfechas no se han aplacado pese a la globalización de la era digital, la expansión de los mercados o la democracia liberal. Entonces, existen suficientes razones como para emprender la revuelta. «Y para eso hay que apropiarse del pasado, pensarlo, y hacer algo nuevo. Esa es la revuelta contemporánea», nos dice Kristeva.

La revuelta revitaliza al individuo y a la sociedad que la emprende, «constituye el único pensamiento posible, indicio de una vida simplemente viva». Implica cuestionar permanentemente las creencias propias y ajenas. Sin embargo, la época actual no es propicia para desarrollar una cultura de la revuelta, pues cada vez es más difícil darse el tiempo y el espacio para aventurarse en el pasado, rememorarlo críticamente y retornar con nuevos bríos. No lo es porque en el centro de interés mundial no es tanto la renovación de paradigmas como la crisis financiera mundial, el terrorismo, las epidemias, la caída de las principales bolsas del mundo y el predominio de la cultura-show. No obstante, habrá revuelta si queda espacio para un permanente volver a empezar.

Este concepto tiene una fuerte connotación política. A menudo se le asocia con «revolución» en tanto giro radical o subversión de valores tradicionales, pero en ese camino fue adquiriendo un sentido que para los fines de la revuelta concebido por Kristeva es indeseable, ya que el cuestionamiento retrospectivo fue reemplazado por el simple rechazo de lo antiguo y su sustitución por nuevos dogmas. No obstante, la teórica búlgara-francesa insiste en evitar la reducción política de la revuelta, ya que lo fundamental es la transformación psicológica previa a la transformación política, porque la revuelta requiere antes un cambio de mentalidad, una reforma psíquica para activar un estado de interrogación perpetua. Aquí es donde la revuelta comporta una retrospección hacia la intimidad, una indagación introspectiva. 

Aquí es preciso distinguir entre nihilismo y revuelta. Para Kristeva el nihilismo no es revuelta ni revolución, sino pseudorevuelta. El nihilista desestabiliza lo antiguo pero se reconcilia con nuevos valores, actitud «mortífera, totalitaria», acota la autora de El porvenir de la revuelta, pues el totalitarismo es consecuencia de suspender el retorno retrospectivo, es decir, el pensamiento crítico hacia atrás (vuelta) y hacia el porvenir (re-vuelta). Una pseudo revuelta es «el rechazo de antiguos valores en provecho de un culto de nuevos valores cuya interrogación es suspendida» cuyo efecto es la perpetuación de nuevos dogmas. La pseudo revuelta es crítica a la vista del sentido común, pero eleva la liviandad al rango de dogma a la cual se adhiere incondicionalmente, sin cuestionarla. Por el contrario, la verdadera revuelta en el sentido que lo plantea Kristeva no se detiene jamás, su movimiento retrospectivo de cuestionamiento crítico es infinito y se aplica a toda forma de saber. Allí se encuentra la creatividad del pensamiento crítico: en la re-creación constante.

En La revuelta íntima, Kristeva señala que lo íntimo es «lo más profundo y lo más singular de la experiencia humana»; y en El porvenir de la revuelta afirma que la salvación de la vida psíquica pasa por darle un espacio a la revuelta: «romper, rememorar, rehacer [...] un permanente volver a empezar […] A diferencia de las certezas y de las creencias, la revuelta permanente es ese cuestionamiento de sí mismo, del todo y de la nada que, evidentemente, ya no tiene lugar o razón de ser».

La estabilidad es provisional. El placer está en el conflicto. Y este es un compromiso ante todo crítico y no apologético.

domingo, diciembre 22, 2013

LA IDEA DE COMUNIDAD

¿Cuál es la pregunta actual por la “comunidad”? La idea de comunidad ha concitado la atención de diversos pensadores a través de la historia. Platón y Aristóteles indagaron sobre la sociabilidad de los hombres, es decir, en qué sentido los hombres son seres sociales y animales políticos. Para Aristóteles, el hombre es político porque es racional, lo cual inserta una ruptura dentro de la visión clásica y redefiniendo la felicidad en tanto ataraxia (ausencia de perturbación), como distanciamiento de los asuntos públicos políticos para conseguir la felicidad individual. Así, la ruptura aristotélica escindió la felicidad individual y la justicia colectiva, a diferencia del conjunto de la filosofía clásica que establecía unidad entre ética y política según lo cual no se podía lograr la felicidad en una comunidad injusta. De este modo, quedaban vinculadas la virtud privada y la pública.



En un momento en que la unidad de la Polis griega se fundamentó en la racionalidad de juzgar el bien y el mal bajo los mismos valores, el dominio del imperio macedónico, desestabilizó la idea de una comunidad organizada en torno a la ética y la política, pues ello ya no podía ser más evaluado desde los parámetros de una comunidad de individuos que compartían los mismos valores, debido a la diversidad cultural producto de su expansión imperial.

Posteriormente, tuvo lugar otra ruptura en relación al pensamiento político y el cristianismo. Siendo que Cristo fue condenado por un orden político que no aceptó la soberanía de Dios en la tierra y que consideraba al hombre virtuoso por excelencia y no pecador, en consecuencia, una pequeña comunidad cristiana entró en conflicto con una comunidad política hegemónica, donde cada una se definía como más perfecta que la otra. Fue el momento en que la unidad política del imperio romano no podía mantenerse exclusivamente bajo criterios políticos, porque lo político se tornó en un nexo débil toda vez que la comunidad cristiana en franca expansión no acudió a lo político sino a la fe, pues ese vínculo resultó más fuerte. A consecuencia de que la comunidad política condenó a muerte al hijo de Dios en la tierra, surge una visión peyorativa del poder. La política fue percibida desde la comunidad cristiana como una dificultad en el camino hacia una vida santa. El cristianismo redefinió la pregunta por la comunidad estableciendo lazos de pertenencia más estrechos entre los individuos que albergaba, donde se admitía vivir con otros en la comunidad en tanto compartieran la creencia en una salvación comunitaria representada en el cuerpo de Cristo, en la comunión. Se trataba de un ritual que ratificaba la pertenencia comunitaria.



Los modernos criticaron el clasicismo sosteniendo que el hombre no es sociable por naturaleza sino que es un ser conflictivo. Según Hobbes, lo que nos hace iguales a los hombres es la capacidad de matar a otro. El hombre en estado natural destruye la vida social. Y si el hombre es un ser que desea, la felicidad es un continuo deseo. En este panorama, el deseo infinito en un mundo finito deviene siempre en conflicto, lo que hace del conflicto algo inevitable.

También redefinieron la relación entre lo público y lo privado. La impronta del individualismo, ausente en las reflexiones de los clásicos, motivó que la “vida buena” pasa al dominio de lo privado, mientras que en el ámbito de lo público se busca garantizar la pluralidad de formas de vida. En este sentido, el orden político no debiera aspirar a lograr la felicidad del hombre, sino a garantizar la convivencia entre diferentes formas de vida, es decir, que el debate se concentra en cuál sería la mejor forma de gobierno sobre una comunidad integrada por formas de vida diversas. Sin embargo, la pregunta por la mejor forma de gobierno fue desplazada por la discusión en torno a la legitimidad del poder, en un contexto donde se tuvo la convicción como afirmara Hobbes, de que sin Estado no hay sociedad. 

En contraste, Reinhart Koselleck distingue sociedad y Estado. Mientras Hobbes diferencia al individuo y al ciudadano en tanto confiere al primero el dominio de lo privado y al segundo el dominio de lo público, Koselleck considera que la vida social es posible sin mediación política estatal, o sea, que es posible una sociabilidad sin un Estado vigilante como decía Hobbes. 

Un interés particular de Koselleck fue indagar cómo se construyó en Europa una sociedad civil que se definió como apolítica, entendiendo lo apolítico no como negación de la política sino como subsistencia de la vida social más allá o prescindiendo de la política o como la fijación de límites al poder estatal. Si como sostiene Koselleck, la noción de crítica surgió desde la sociedad civil contra el Estado, toda vez que la sociedad civil enjuicia al orden político, ello trae como consecuencia una concepción apolítica de lo social y un enorme proceso de despolitización donde el orden de lo político, de la política como poder estatal, deviene prescindible. 



Y es allí donde el liberalismo introdujo una nueva forma de entender la vida social. Ya que sin el Estado la vida social sería mejor de acuerdo a las premisas del liberalismo; y si no es posible desaparecer al Estado, al menos se lo podría reducir al mínimo. Así, la vida social se fundamentó en el individuo y ya no en el Estado. 

Émile Durkheim introdujo nuevas reflexiones sobre la idea de comunidad: el estar juntos, el origen del vínculo social, el ser con los otros; una visión crítica de la sociedad en que vivimos y la disolución de la comunidad en microgrupos; la comunidad como un ideal a realizar; y la comunidad como un concepto analítico que sirve para pensar ciertas formas sociales. 

Jacques Rancière (El desacuerdo), Giorgio Agamben, (La comunidad que viene), Roberto Espósito (Communitas), Jean-Luc Nancy (La comunidad inoperante) y Maurice Blanchot (La comunidad inconfesable) nos ofrecen en un contexto contemporáneo, renovadas aproximaciones a la idea de comunidad que, a pesar de las sustantivas diferencias que presentan, parten de una visión que no busca restituir una noción de comunidad esencial o sustancial. En este sentido, parten de las críticas a cualquier posibilidad de fundamentar la comunidad en un principio trascendente, en otras palabras, a desencializar la idea de comunidad.

miércoles, noviembre 27, 2013

LA SEDUCCIÓN DE LA TEORÍA



A diferencia de la crítica, se suele afirmar que la teoría literaria reflexiona sobre los fundamentos de la interpretación literaria, es decir, se asocia la sistematización de conceptos, categorías y métodos a la teoría, y la aplicación de estos a la crítica. Pero las fronteras entre ambas actividades no siempre son tan claras: la teoría es una actividad, es una práctica, un saber-hacer; aparte, la crítica deviene teoría cuando emerge un principio organizador que provee un marco de inteligibilidad para analizar, comprender, explicar e interpretar el hecho literario, o también imágenes, sonidos, conductas, o cualquier tipo de discurso, en general, toda clase de enunciado que transmita sentido. Así, luego de atravesar un vasto corpus de discursos, es frecuente que el crítico adquiera algunas convicciones sobre el modo de abordar la literatura, el cine, el teatro, la pintura, la música, etc.

Jonathan Culler señala que la teoría se define por su impacto en otras áreas de conocimiento más allá de la matriz donde tuvo su origen. En este sentido, el psicoanálisis influyó en la sociología y la crítica literaria; lingüística y antropología sentaron las bases del estructuralismo que a su vez influyó también en la crítica literaria. La crítica marxista de la sociedad y de la historia brindó a la crítica literaria un marco teórico que luego fue reelaborado por la Escuela de Frankfurt y los Cultural Studies para aplicar el marxismo al análisis de la cultura de masas. Estos saberes además del feminismo, la deconstrucción, la teoría de la recepción y tantos otros sistemas de ideas conforman lo que a menudo se denomina teoría literaria, que no se trata exclusivamente de la reflexión sobre asuntos literarios, sino la mayor de las veces, sobre cuestiones que, en principio, no tienen relación directa con la literatura. De allí que un reclamo constante entre quienes siguen apostando por una crítica inmanentista, es decir, basada en la autonomía del hecho literario, lo cual exigiría aproximarnos a él partiendo de su condición esencial, su literariedad. Aquellos consideran que la teoría lejos de esclarecer, oscurece la comprensión de la obra literaria y que desplaza al crítico hacia saberes distantes de su especialidad como filosofía, historia, psicoanálisis, sociología, antropología, ciencias políticas, etc. 

Quien se dedique con empeño a los estudios literarios podrá tener tus filiaciones y animadversiones por ciertos autores y tendencias, pero indefectiblemente no podrá ignorarlos. “Nadie que estudie literatura puede permitirse el lujo de no estudiar teoría deteniéndose en sus problemas y en sus eventuales soluciones”, advierte Murray Krieger. Esa demanda constante podría desalentar al más entusiasta investigador. Ni bien se instala un paradigma, aparece otro que lo rebate y así sucesivamente. Es así que emprender la tarea de dominar la teoría puede ser tan frustrante como negarse a atravesarla. 

No obstante, por más sistemática, reveladora, funcional o seductora que pueda parecer una teoría, no garantiza éxito alguno al crítico. Del dominio de la teoría no se sigue la obtención de un sentido incontrastable; por el contrario, si el quehacer teórico estuviera dominado por la fijación de conceptos, habría que sospechar de esa teoría, pues nada más antiteórico que la devoción acrítica por una teoría. 

Me interesa enfatizar en este punto los riesgos que supone la seducción de la teoría. Ciertos usos rudimentarios de la teoría revisten de glamour y poder a quienes la instrumentalizan mecánicamente. Un ejemplo es la violencia epistémica ejercida por quienes apelan a la teoría sobre una audiencia que no puede replicar sus afirmaciones. Argumentos del tipo “para reclamar reformas en las relaciones de poder primero hay que poseer solvencia académica”, es decir, condicionando la participación política a la excelencia académica, colocan una barrera allí donde habría que reteorizar la política y repolitizar la teoría. 

El antídoto frente a esta tentación es el desprendimiento, el abandono y la travesía, metáforas más que categorías mediante las cuales Roland Barthes resolvió atravesar el marxismo, la semiótica, el estructuralismo y el postestructuralismo, abandonando, retornando, partiendo nuevamente, pero sin adhesiones infinitas ni rechazos a destiempo.

El gran peligro, la primera tentación de la teoría es la seducción. Porque una vez seducido, el crítico reducirá sus análisis a los dictámenes de la teoría y, lo que es más grave, hará tabula rasa de la especificidad de su objeto de estudio. La teoría seduce, entre otras razones, porque quienes la invocan con fines instrumentales están convencidos de que les garantiza un lugar seguro. Y si logramos advertir esta seducción habría que recusar inmediatamente esa teoría porque la teoría es la práctica de una actividad contraria al establecimiento de lo definitivo.

La multiplicidad de experiencias, valores y sentidos de la literatura descoloca cualquier propósito reductivo de la teoría. Es por eso que atender a la especificidad del hecho literario será menester a fin de evitar que la teoría allane sus peculiaridades y se sirva de la literatura solo para comprobar sus hipótesis. Esta actitud “normalizadora” es muy extendida en los estudios literarios contemporáneos. Tiene estrecha relación con la divulgación acrítica, cuando no devocional, de categorías, métodos, obras, corrientes y autores.

El abuso de la teoría se observa en la reducción de la literatura efectuada desde la teoría, cuando se hace un uso circular, redundante, tautológico, en otras palabras, cuando la teoría se lee a sí misma. La teoría no precisa de la literatura para nombrarse, hacerlo implica un uso rudimentario de la teoría. Lo que esta debiera alentar es su permeabilidad ante la especificidad de la literatura, pues, en tanto objeto de estudio, esta también es susceptible de generar desplazamientos en la teoría. Una teoría que no está dispuesta a descolocarse, solo verá en la literatura un insumo del cual obtener provecho para su propia sostenibilidad.

Un indicio favorable del aprovechamiento de la teoría es el cultivo de un estado de alerta perpetuo ante la obviedad y el sentido común. De lo contrario, la teoría nos encapsulará en una perspectiva excluyente. Por ello atravesar la teoría es la experiencia más aconsejable, no abrazarla ni rechazarla fervientemente sino listos para abandonarla o volver. 

Todo lector posee una “teoría literaria” producto de sus lecturas. Esta experiencia acumulada sirve de marco interpretativo para otros textos. Son preconcepciones que aprueban o descalifican lo que leemos o que podrían modificarse al encontrarnos con textos que descoloquen tales preconceptos. La evidencia más sencilla de que la literatura motiva cambios en nuestra “teoría” la hallamos en los giros de interpretación de una obra a la cual volvemos luego de explorar otras.

Alentar el olvido de la teoría, despreciar el valor de la crítica a favor de un contacto puro con la obra literaria o denostar la crítica con el argumento del escritor frustrado fomenta una lectura irresponsable e ingenua. No dejarse seducir por la teoría y no emplearla como garantía de sentido son dos precauciones que por el momento me interesar destacar. La teoría no garantiza una crítica inexpugnable ni su dominio hará del especialista un gran crítico. A lo sumo podrá convertirlo en un diligente divulgador si es que no cultiva un estado de alerta perpetua ante el abuso de la teoría. Ejercer el desacuerdo y la disidencia, con esa contundencia con la que Foucault insistió en no ser gobernado “de esa forma y a ese precio” es el actual desafío de la crítica.

domingo, noviembre 10, 2013

IDEOLOGÍA Y CULTURA DE MASAS

El estudio de la cultura de masas es uno de los temas centrales en los estudios de comunicación, entre los que destaca el análisis de los medios de comunicación y sus implicancias sociopolíticas. El análisis ideológico de la cultura de masas, en tanto ideología considerada conocimiento deformado, ilusorio o falso, constituyó uno de los principales intereses de Max Horkheimer y Theodor Adorno, para quienes la industria cultural actúa como interfaz tecnológica entre la población y los grupos de poder.

Horkheimer y Adorno consideraron la cultura de masas como expresión ideológica del capitalismo, de modo equivalente al que a Barthes le interesó reflexionar «sobre algunos mitos de la vida cotidiana francesa» en Mythologies (1957), en la medida que estos mitos estructuraban un marco de interpretación funcional a los intereses de la ideología burguesa. Entre 1942 y 1944, Horkheimer y Adorno desarrollaron sus estudios sobre la cultura de masas, expuestos en «La industria cultural: Iluminismo como mistificación de masas», último capítulo de una obra fundamental, Dialéctica del Iluminismo (1947), donde industria cultural y cultura de masas son entendidos como vehículos ideológicos de los grupos de poder.



Sin embargo, las investigaciones de la Escuela de Frankfurt son acreedoras de la tradición marxista. Karl Marx aportó una comprensión histórica de los fenómenos sociales. El autor de El Capital sostuvo que la realidad social se organiza a partir de una base material-económica que determina una superestructura ideológica. De este modo, el análisis de las condiciones de producción, base material sobre la que se erige la superestructura social, fue primordial para Marx y para los integrantes de la Escuela de Frankfurt. Pero luego de una atenta relectura de sus textos y esclarecidas las distintas etapas del pensamiento marxista, los teóricos de la cultura que emplearon el marxismo para el análisis cultural observaron que las lecturas deterministas que asignaron al análisis marxista de la sociedad y de la historia una sola orientación (de la base a la superestructura) distorsionaban en sumo grado los aportes de la teoría marxista, ya que también era posible que las ideas configuren un marco de inteligibilidad de la realidad, es decir, que eventualmente la superestructura determine la base. Recordemos que Marx definió la superestructura como el conglomerado de ideas, creencias y actitudes que ofrece a la conciencia un marco de interpretación de la realidad.

A mediados del siglos XX, en Inglaterra, los investigadores del Centre for Contemporary Cultural Studies (CCCS) en la Universidad de Birmingham también efectuaron una relectura crítica del marxismo que devino análisis marxista de la cultura, especialmente, de la cultura de masas, que posteriormente sentaría las bases de los Cultural Studies. En The Uses of Literacy (1957), Richard Hoggart estudió el impacto de las publicaciones de masas en la cultura obrera inglesa, concluyendo que han deteriorado su pensamiento crítico y la han tornado más vulnerables ante las demandas ideológicas de las clases dominantes. En Marxism and Literature (1977), Raymond Williams testimonia que el marxismo, tal como se conducía en los establecimientos académicos del Reino Unido a mediados del siglo XX, descartaba la incorporación de los aportes provenientes de un emergente cuerpo de teorías sobre la cultura, situación que, anota el crítico inglés, contrasta notablemente con el significativo interés actual que el marxismo muestra por la cultura. Tanto Hoggart como Williams aplicaron los métodos de análisis literario al análisis del discurso de la cultura de masas, desplazamiento que provocó enorme revuelo en la academia de humanidades en el Reino Unido. 



Esta breve travesía por las investigaciones sobre la cultura de masas y la industria cultural permite contextualizar algunas reflexiones en torno a la recepción de las publicaciones de celebridades mediáticas. Una postura muy extendida descalifica de inmediato su calidad literaria, criterio que delimita la frontera entre lo literario y lo no literario o entre literatura y subliteratura; otra diametralmente opuesta, rebate la anterior por elitista y academicista, es decir, excluyente y distante del gusto popular; la primera opone a los libros de los personajes de farándula que incursionan en la literatura lo mejor de la tradición literaria nacional y universal, con mayor frecuencia al autor en lugar que sus obras; la segunda considera que cualquier individuo tiene la libertad de escribir y publicar lo que desee y que nadie obliga al lector a consumir esas publicaciones. Es innegable que ambas perspectivas están animadas por muy buenas intenciones. ¿Cómo recusar la exigencia de calidad literaria y cómo negar el derecho a que el lector evalúe por sí mismo lo que desea leer? Sin embargo, estos nobles propósitos entrañan algunas presunciones que conviene examinar. 

La primera postura centra el debate en la literariedad del texto en discusión, mediante categorías como alta cultura/baja cultura resuelve jerárquicamente la controversia, o peor aún, opta por rechazar o ignorar las publicaciones de masas. «¿Qué es la literatura y qué importa lo que sea?», se pregunta provocadoramente Jonathan Culler recalcando que se trata de una discusión insulsa, pues lo «literario» es producto de convenciones sociohistóricas y culturales y por ello variables, en otras palabras, literario es aquello que en un determinado contexto convenimos sea literario. Las oposiciones dicotómicas nada ayudan a comprender las publicaciones de masas, por el contrario, muestran su lado más reactivo ¿es que acaso la tradición literaria se forma espontáneamente? ¿La centralidad que ocupan ciertos autores y obras en el canon literario está exenta de intereses ideológico-políticos? Asimismo, confrontar el efecto de la cultura de masas rechazando o ignorándola solo contribuirá a allanarle el camino. 

La tesis de la libertad del lector no es menos problemática. Definitivamente, el lector no se aproxima a un texto sin mediación alguna sino con toda su experiencia acumulada; el equívoco aquí es la excesiva confianza en la subjetividad autónoma del lector —heredera de la Ilustración que confiaba en un sujeto plenamente cognoscente de cuanto lo rodea— cuando en realidad lo que se despliega es la intersubjetividad, donde la experiencia de lectura vincula nuestra subjetividad con otras subjetividades dentro de un contexto donde sin duda alguna existe una pugna por la hegemonía cultural entre diversas concepciones sobre, por ejemplo, la literatura, la cultura, el arte, etc. Al desestimar la crítica académica por considerarla excluyente u oscurantista, esta postura, queriéndolo o no, se alinea con la lógica del capitalismo tardío que tiene en el posmodernismo su mayor expresión cultural, puesto que no basta solo leer más o fomentar la libre elección de lecturas sino incentivar un modo de lectura crítica, de manera que el lector no quede indefenso ante la arremetida de la industria cultural sostenida por el capitalismo. Por ello la atención que merece la literatura «light» no es la de una magna obra, sino la de un síntoma de las condiciones de producción cultural en la actualidad y como vehículo ideológico del capitalismo avanzado.

La crítica no supone necesariamente un distanciamiento del lector como tampoco un aval concesivo en aras de la pluralidad. Significa empeñarse por un estado de alerta constante ante el sentido común; preocupación por la formación de lectores desobedientes e inconformes ante lo obvio y lo aparentemente natural.

domingo, octubre 27, 2013

HOGGART, LA ACADEMIA Y LA CULTURA POPULAR

Publicado en Diario Noticias de Arequipa, Perú, 28-10-2013




The Uses of Literacy (1957 [La cultura obrera en la sociedad de masas, 2013]) de Richard Hoggart provocó inusitado revuelo en la academia inglesa de humanidades y ciencias sociales. ¿Cómo evaluar una investigación impresionista, no metódica, subjetiva y autobiográfica sobre la clase obrera en Inglaterra? No menos airada fue la reacción de la misma comunidad académica en la Universidad de Birmingham ante la creación del Centre for Contemporary Cultural Studies (CCCS) por iniciativa de Hoggart. El testimonio de Stuart Hall, quien años después reemplazó a Hoggart en la dirección del CCCS, es muy elocuente. Apenas instalados, dice Hall, recibieron cartas de profesores del departamento de sociología: «hemos leído The Uses of Literacy y esperamos que ustedes no piensen que están haciendo sociología, porque no es para nada lo que están haciendo». No obstante, Hoggart llevó adelante un ambicioso proyecto que contó con el apoyo de un reducido pero entusiasta cuerpo de estudiantes provenientes, como él, de la clase trabajadora, entre los que destacaría más adelante Stuart Hall, actual referente teórico de los estudios culturales.

El mismo año que se publicó The Uses of Literacy, Roland Barthes hizo lo propio con Mythologies, una selección de ensayos donde analiza la cultura de masas (cine, gastronomía, moda, fotografía, publicidad, etc.) en Francia desde una perspectiva semiológica. No este el lugar para examinar los vínculos entre ambos, pero sin duda, el estructuralismo francés significó una influencia fundamental para el desarrollo de los estudios culturales en Inglaterra.

A primera vista, La cultura obrera en la sociedad de masas podría ser interpretada como un relato nostálgico por la pérdida de ciertos valores en la clase trabajadora debido a la influencia de la industria cultural. Sin embargo, nada más distante que una reificación idílica de la clase obrera; más bien se trata de una lectura crítica de esta clase social, de la industria cultural y del sentido común que afirma el inobjetable progreso de la clase trabajadora en comparación con el pasado.

El propósito de Hoggart fue analizar los cambios suscitados en el discurso, creencias y actitudes de la clase trabajadora inglesa entre las décadas del veinte hasta fines de los cincuentas del siglo XX provocados por el impacto de la cultura de masas, para lo cual se enfoca en las publicaciones populares de mayor arraigo en la clase obrera: revistas, diarios, semanarios, novelas, televisión, películas, etc. La primera parte describe el modo de vida de la clase trabajadora y, a pesar que Hoggart provenía de una familia de la misma extracción social, ello no le impidió formular posteriores críticas. Hoggart procura no reivindicar románticamente el «habitus» de la clase trabajadora, exagerando cualidades o minimizando desacuerdos, como él mismo señala que sucede con investigaciones sociológicas precedentes. La actitud predominante en esta sección es destacar las cualidades positivas de la clase trabajadora desde una mirada autobiográfica. La segunda parte adquiere un tono más crítico, pues enjuicia los supuestos dominantes sobre el progreso, en todas sus líneas, de la clase trabajadora. Hoggart concluye que si bien existe mayor acceso a la educación, mejor calidad de vida y mayor movilidad social, la industria cultural de masas ha deteriorado gravemente el pensamiento crítico de la clase trabajadora, tornándola más vulnerable a la manipulación ideológica. Precisamente, que un amplio sector de esta clase social tenga la convicción de estar mejor exclusivamente sobre la base de mejores condiciones económicas de existencia es para Hoggart una lamentable señal de decadencia.

¿Por qué The Uses of Literacy irritó tanto a humanistas y científicos sociales? El ensayo no era precisamente el género considerado más idóneo para la exposición científica y mucho menos el registro autobiográfico como refuerzo de sus afirmaciones, más próxima al diario de campo antropológico caracterizado por la observación participante y por las minuciosas descripciones de la vida cotidiana de la comunidad observada, interlacadas por explicaciones e interpretaciones del observador. La citas de autoridad son mínimas y tampoco hay una exposición teórico-metodológica del marco conceptual empleado. En un contexto donde los departamentos universitarios funcionaron durante década como feudos académicos, no extrañaba que los sociólogos recelaran de un estudio tan excéntrico como el de Hoggart, y que los titulares de literatura inglesa se escandalizaran porque alguien formado en la tradición de las letras inglesas aplicara sus métodos de análisis al estudio de las publicaciones populares.

¿Cómo acreditar científicamente las observaciones personales, opiniones, semblanzas y retratos de costumbres de la clase trabajadora escritas, además, en un estilo autobiográfico? Posiblemente, a los humanistas, sociólogos y antropólogos de Birmingham los reconfortara que un ensayo «impresionista» sobre la idiosincrasia de la clase trabajadora inglesa, abundante en valoraciones -a su criterio- rayanas en el prejuicio, sin marco teórico-metodológico que lo ampare, no pudiera llegar lejos. Debió sobresaltarlos más que el «estilo Hoggart» se espaciera en el ámbito académico poniendo en riesgo la autonomía epistemológica que durante tanto tiempo habían defendido. Autonomía que no contemplaba en absoluto la apropiación de un objeto de estudio ajeno a la especialidad del investigador. Si algún impacto concreto tuvo la publicación de The Uses of Literacy este fue el progresivo levantamiento de las aduanas disciplinarias, es decir, la apuesta por el estudio interdisciplinario o transdisciplinario de la cultura. De allí que un especialista en literatura inglesa emprendiera un estudio sociológico cualitativo de la clase trabajadora complementado con apreciaciones psicológicas y antropológicas.

Otro logro se advierte en la desmitificación de la clase trabajadora. Hoggart eligió una muestra que le permitiera analizar, como fue su objetivo, el impacto de las publicaciones de masas en la clase obrera. Por ello es que dejó de lado a sectores comprometidos con valores políticos, religiosos e ideológicos explícitos, pues ellos suelen ser los menos vulnerables a la influencia de la industria cultural. En cambio, optó por la «gente común», eligiendo indicadores materiales y simbólicos para delimitar su muestra: áreas geográficas de residencia, tipo de vivienda y de trabajo, nivel de ingresos y de educación escolar, tipo de habla, vestimenta y hábitos de consumo, entre otros, tomando la precaución de no esencializar un perfil absoluto del individuo de clase trabajadora.

Hoggart enjuicia con severidad el discurso de las publicaciones populares dirigidas a la clase obrera, las cuales fundamentan su éxito en sus altos niveles de ventas y en la apropiación de valores como la espontaneidad, sinceridad, libertad, igualitarismo y tolerancia, con los cuales se identifican sus destinatarios. Sin embargo, Hoggart afirma que estos valores se pervierten al ser vaciados de contenido. La libertad, el igualitarismo y la tolerancia que profesan los publicistas de masas es en realidad la libertad de la mediocridad, el igualitarismo en el consumo y la tolerancia ante el maltrato. Es la libertad de poder afirmar cualquier cosa sin temor a represalias, aunque se constate la falsedad de lo dicho, pues de confirmarse esto, les queda el valor de la sinceridad: «está equivocado pero al menos dice lo que piensa», es una frase que ilustra claramente la perniciosa influencia de las publicaciones populares en la clase trabajadora. En este panorama, continúa Hoggart, es poco lo que los intelectuales pueden ofrecer si es que no reparan en comprender el discurso de la industria cultural, la cultura popular y el «habitus» de la clase obrera. El problema es que mientras los intelectuales continúen desestimando los márgenes de la alta cultura, los sujetos más vulnerables a la manipulación ideológica de la industria cultural los seguirán viendo cada vez más como individuos distantes que nada tienen que decirles.

A casi 60 años de su publicación, La cultura obrera en la sociedad de masas goza de admirable vitalidad y actualidad. Testimonio académico comprometido con acercar la investigación a los sujetos más afectados por el cambio cultural.


domingo, septiembre 22, 2013

SARLO / GONZÁLEZ: BALANCE DE UNA DÉCADA

Publicado en Diario Noticias de Arequipa, Perú, 23-09-2013

Bajo el lema “Hacia 30 años de democracia”, la Feria del Libro de Córdoba 2013 organizó diversas actividades en torno a democracia, derechos humanos y memoria. En este marco, Beatriz Sarlo y Horacio González abrieron el ciclo de conversatorios “Pensar la democracia”, coordinado por el curador de la actual edición de la feria, Héctor Schmucler. Si bien el tema de esta mesa inaugural era “La aspiración a la igualdad en libertad”, la dinámica del conversatorio devino polémica, lo cual no podía tomar otro giro habida cuenta las sentadas posiciones de los expositores ampliamente conocidas por la opinión pública. 


Beatriz Sarlo, ensayista, crítica literaria y cultural, es habitualmente requerida por los medios de comunicación para comentar la coyuntura social y política argentina. En 2012 firmó junto a otros intelectuales un pronunciamiento en contra de la celebración del Día del Veterano de la Guerra de Malvinas porque consideraron que conmemoraba un episodio alentado por la última dictadura militar y propiciaba un nacionalismo regresivo. Su columna semanal en el diario opositor La Nación es su principal tribuna de expresión. Sarlo no ha edulcorado en absoluto sus críticas a kirchnerismo, aunque se coloca en un lugar muy distante del misterioso “Círculo Rojo”, ese conglomerado de agentes del “hacer y el saber” aludido por el jefe de gobierno porteño, Mauricio Macri, que en sus palabras, viene incitando un movimiento destituyente en la Argentina. 

Horacio González, sociólogo de formación, es el actual director de la Biblioteca Nacional e integra Carta Abierta, agrupación que congrega a intelectuales simpatizantes del kirchenrismo. En 2011 sostuvo una polémica con Mario Vargas Llosa a raíz del veto que González propuso contra la presencia del Nobel de Literatura peruano en la conferencia inaugural de la Feria de Libro de Buenos Aires. La misma presidenta Cristina Fernández de Kirchner desestimó ese pedido y González no tuvo más remedio que retirar su propuesta. González es una de las personalidades más visibles de Carta Abierta a quien los medios también suelen acudir con frecuencia. 



Pasados cinco minutos de las 19, el Patio Menor del Cabildo Histórico de Córdoba estaba repleto. En esta ciudad cuya historia cuenta la reforma universitaria de 1918 y el Cordobazo del 1969 entre sus principales hitos político-sociales, los debates entre intelectuales siguen vigentes. Quince minutos pasadas las 19, la impaciente asistencia aplaude a modo de invocación colectiva porque los invitados se presenten. Beatriz Sarlo es la primera en aparecer secundada por González y Schmucler ante un renovado aplauso que no distingue preferencias. 

Schmucler, “Toto” para sus allegados, fue el primero en tomar la palabra delineando un panorama de los temas por desarrollar durante el programa que él mismo coordina. ¿Es cierto que los libros contribuyen al fortalecimiento de la democracia? ¿Acaso quien lee está más predispuesto a amables relaciones con el otro? Schmucler fue enfático al respecto: los más atroces totalitarismos fundamentaron sus acciones en libros que validaron formas de humanidad hostiles frente a la diferencia cultural, donde el otro constituía una amenaza a eliminar, ideas que configuraron realidades futuras donde un “ellos” desapareciera para que un “nosotros” se expandiera. La ficción de ser iguales en el mercado, acotó Schmucler, se basa en la ideas de que en tanto consumidores todos hacemos los mismo, es decir, consumir. Esa es la igualdad que nos depara el libre mercado, la cual no podría ser vista sino como otra forma de totalitarismo, en lo que concierne a la idea de “totalidad”. Otra cuestión que Schmucler soltó fue la legitimidad de imponer la idea de libertad e igualdad. ¿Es que la nobleza propósitos justifican su imposición? De otro lado, apuntó que la democracia es una decisión más que un sentir, por lo cual su continuidad no está asegurada, ya que no es algo dado ni aceptado plenamente ni un valor que todos compartimos por igual, sino que requiere de un constante empeño por conservarla. La historia nos ha demostrado que no todos se sienten obligados a vivir en democracia.

Sarlo evocó la experiencia de Pasado y Presente, revista de orientación marxista publicada en Córdoba, entre 1963 y 1965, dirigida por Héctor Schmucler, el Cordobazo, las luchas del sindicalismo clasista. “Lo mejor de mi pasado está relacionado con Córdoba”: así sintetizó Sarlo la trascendencia de esta ciudad en su formación política. 

La autora de Escenas de la vida posmoderna optó por un balance contrastante de la libertad y la igualdad durante los últimos 30 años de democracia. Uno optimista y rápido concluiría que la continuidad democrática, las libertades republicanas y la celebración periódica de elecciones significan un avance en comparación con décadas pasadas. Pero un diagnóstico de la igualdad a partir de los noventa arroja un saldo negativo, ya que un cuarto de la población subsiste bajo la línea de pobreza. Y es que, agregó Sarlo, no se trata solo de asegurar educación pública y gratuita sino de incrementar la inversión para que además esta educación sea de calidad para mejorara las expectativas de los más pobres, es decir, no solo que la población más desposeídas logre acceder a educación pública sino que el Estado pueda garantizar una educación digna como la que reciben los que disponen de mayores ingresos. Sarlo afirmó que en comparación con los sesenta y setenta, la denominada “década ganada” por el kirchnerismo gobierna una sociedad menos integrada, o sea, estamentalmente más diferenciada. La expropiación de territorios a los pueblos originarios no ha cambiado sustancialmente de lo que lo fue a inicios del siglo XX. La apuesta por industrializar el país no ha contemplado, según Sarlo, una política por enmendar los abusos históricos cometidos contra la población indígena. 

Para Sarlo las evidencias inequívocas del retroceso de la igualdad y la libertad en lás últimas tres décadas son las villas miserias y un Estado que controlado por una cúpula partidaria actúa descontroladamente. Las villas miseria concentran todas las deudas pendientes del Estado ante la población más vulnerable: pobreza, violencia, narcotráfico y discriminación. No puede declararse ganada una década donde los servicios públicos, aunque subsidiados algunos y gratuitos otros, arriesguen la seguridad y el desarrollo de la población. En todo caso se trata de una igualdad muy modesta que dejará de serlo cuando todos puedan acceder a los mismos servicios públicos aunque muestren ingresos económicos diferentes. La estatización del sistema productivo marcha paralela a la privatización partidaria de amplias zonas de la burocracia estatal. Sarlo fue determinante al final de su intervención: “cuánto más se descolonice el Estado de una cúpula partidaria, más se avanza en términos de igualdad y libertad”.

En contraste con el análisis concreto y situado de Sarlo, Horacio González apeló a un introito bastante digresivo y retórico, plagado de lugares comunes: desde los románticos liberales de mediados del siglo XIX, pasando por Deodoro Roca, el último hombre de la ilustración argentina a decir de González, las guerrillas de los setentas, la dictadura militar y la transición democrática de Alfonsín hasta recalar en Néstor Kirchner. Explícitamente declaró que obvió el menemismo porque se trataba de un periodo que no revestía mayor importancia. No ofreció propiamente un balance, en lo que ello manifiesta aciertos y desaciertos, sino un panorama de las vicisitudes de la igualdad en la historia Argentina. Ensayó una tímida crítica, casi imperceptible a los desaciertos del kirchnerismo. En su perspectiva, las críticas contra la actual gestión tienen más de discurso que de realidad. Entre la igualdad y la libertad, se inclinó más por los avances de la primera, pues la historia de los movimientos populares en la Argentina, a su entender, estuvieron motivados por la igualdad más que por la libertad. 

La réplica de Sarlo incidió en lo soslayado por González. El menenismo fue la etapa que gestó la identidad aspiracional de consumidores que fracturó esa sociedad más o menos integrada que sobrevivió a la dictadura militar. Fueron precisamente los que adquirieron la identidad de consumidores los que ya no votaron por Menem cuando vieron venir a menos su condición. Sarlo destacó, no sin poca ironía, la capacidad revolucionaria del peronismo que a lo largo de su historia congregó tendencias autoritarias, progresistas, guerrilleras y liberal-conservadoras. ¿Cómo ignorar el menemismo si durante los noventa se destruyó la industria argentina, se desmantelaron los derechos laborales?

La determinación que Sarlo imprimió a sus intervenciones, más breves y contundentes que las de González, jugaron a favor de sus argumentos. González no aprovechó su dúplica sino que persistió en aproximaciones erráticas, etéreas y evasivas, a diferencia de Sarlo que apeló a la contextualización de sus ideas que en breves trazos permitían redondear sus planteamientos. Tal es así que ni el mayor tiempo que ocupó el actual director de la Biblioteca Nacional compensó sus digresiones. 

Mi impresión fue estar frente a un González agotado y cada vez más incómodo por representar el papel de intelectual oficialista, de cual no puede desprenderse con facilidad. En cambio, vi a una Beatriz Sarlo en todas sus facultades, vital, aguda y sumamente crítica, lo menos que podemos pedirle a un intelectual en el otoño de su existencia.




domingo, septiembre 15, 2013

EPISTEMOLOGÍAS CRÍTICAS

Publicado en Diario Noticias de Arequipa, Perú, 16-09-2013


Alternativas epistemológicas. Axiología, lenguaje y política
Silvia Rivera (coord.)
Prometeo
Buenos Aires, 2013

Pensar América Latina desde su propia especificidad geocultural es un esfuerzo que tiene una larga tradición en la ensayística continental a partir del momento en que se fueron constituyendo los Estados-nación latinoamericanos desde mediados del siglo XIX. Esta inquietud cobró renovado aliento en los años sesenta al calor del postestructuralismo francés, el posmodernismo, la teología de la liberación y la teoría crítica cultural latinoamericana, la cual manifestó la necesidad impostergable de efectuar una lectura crítica del pensamiento occidental, elaborar categorías de análisis locales y agendas de investigación acordes al contexto latinoamericano. Y aunque las vicisitudes de este esfuerzo por la emancipación epistemológica no siempre han dejado un saldo halagador, en distintos establecimientos académicos de América Latina subsiste un denodado empeño por llevar adelante una epistemología crítica que trascienda el inocuo «apartheid» epistemológico y la simple evocación acrítica del pensamiento europeo más notable.

Alternativas epistemológicas (Buenos Aires, 2013) congrega diversas reflexiones sobre el régimen político de la verdad científica, es decir, sobre la insoslayable relación entre poder y verdad científica, como lo enfatizara Michel Foucault, en un contexto como el latinoamericano donde la colonialidad del poder y del saber mantienen activos los mecanismos que prolongan la vigencia del colonialismo en un horizonte poscolonial a través del saber científico. Es así que la noción de «alternativa» se entiende como superación de la resistencia y la denuncia indignada, que, si bien necesarias, se reducen a formas reactivas de lucha que no comportan un cambio sustancial del statu quo, toda vez que no contemplan la construcción de un discurso alterno al hegemónico que transforme la matriz saber-poder. 

En la presentación, Silvia Rivera anota que un discurso alternativo supone la referencia a un modelo preestablecido, una «concepción heredada» que exime al filósofo, al científico —y podríamos agregar al artista— de elaborar reflexiones propias, y por el contrario, proporcionándoles un lugar confortable y seguro para pensar, libre de incertidumbres, o más bien, pleno de certezas incuestionables. A los artículos compilados en este libro —con diversos matices según los autores— los une el esfuerzo por tomar conciencia de esa concepción heredada y la formulación de alternativas epistemológicas emancipadoras. 

El último Wittgenstein, la teoría crítica de la escuela de Frankfurt y un sostenido cuestionamiento al positivismo son presencias recurrentes en los trabajos reunidos en Alternativas epistemológicas. Sara Rietti y Silvia Rivera actualizan los aportes de Óscar Varsavsky a la consecución de una epistemología político-crítica que, en la línea de los filósofos de Frankfurt, puso de manifiesto la relación entre ciencia e ideología y entre ciencia y política. Ambas autoras señalan que Varsavsky, por un camino distinto al de Foucault, aunque no menos disidente frente a lo establecido, también advirtió la función primordial de las relaciones de poder en la organización del saber disciplinario. De este modo, el cientificismo sostuvo la ilusión de objetividad, neutralidad y universalidad para validar la autoridad de su discurso. Rietti y Rivera destacan que Varsavsky desmontó con suma claridad los fundamentos de una ciencia que se exponía como política e ideológicamente desinteresada, únicamente motivada por el progreso de sus saberes y que desestimaba el contexto de la teoría como una variable a considerar dentro de la metodología. La crítica del epistemólogo argentino a la noción de «aplicación» implica observar cómo la teoría ocupa una instancia superior que durante el proceso de descenso a la praxis disemina sistemáticamente una concepción epistemológica y política del saber y el quehacer científicos. Vista así, aplicar una teoría es orientar una cierta idea sobre las relaciones sociales de poder y garantizar una situación de dependencia. 

Las políticas nacionales en materia de investigación científica también evidencian los modos en que la política condiciona la divulgación del conocimiento. Los recortes de becas en humanidades y ciencias sociales a favor de las ciencias exactas se explican por una excesiva confianza en los métodos cuantitativos que terminan siendo funcionales a la expansión del capital y el mercado cuando no los acompaña un cuestionamiento a los principios que las motivan. De modo que el modelo educativo neoliberal que debilita la educación pública y gratuita estará al servicio de la difusión de conocimientos que le reporten beneficios para su expansión, lo cual, a final de cuentas, constituye un objetivo político. Al respecto, Varsavsky, acotan Rietti y Rivera, mostró de manera contundente cómo los criterios científicos configuran modelos de desarrollo.

Rocío Flax revisa los antecedentes, fundamentos, metodología y principales objeciones al análisis crítico del discurso (ACD). El ACD, al inscribir una propuesta metodológica transdisciplinaria y más atenta a problemas sociales concretos que a la elaboración de sofisticadas categorías de análisis, demanda del analista la asunción de un compromiso con los oprimidos por el poder hegemónico, lo cual ubica a este enfoque analítico como alternativa epistemológico-política frente a otras perspectivas reductivas al texto o al análisis descriptivo sin mayor preocupación por la transformación de las relaciones de poder. Flax cita la crítica de Alejandro Raiter al ACD, la cual observa que no basta con la adopción de una postura contrahegemónica, pues así no se supera una actitud que en tanto reactiva sigue condicionada por lo establecido desde la hegemonía, por lo cual es indispensable además de postura crítica elaborar un discurso alternativo que reconfigure la matriz de las relaciones de poder. Flax adhiere a la observación de Raiter y asimismo sostiene que, de lo contrario, el ACD estaría contribuyendo al refinamiento de los mecanismos del poder, a consecuencia de que la proliferación de análisis críticos del discurso, sin proponérselo, advertirían al poder para que este diseñe representaciones ideológicas más difíciles de identificar. 

Nuria Florencia Setti explica los fundamentos teórico-metodológicos del análisis reticular del discurso (ARD), el cual combina una orientación dura ciencia cognitiva, que prescinde de lo social, con otra más flexible que incorpora los aportes de las ciencias sociales, como la teoría del poder de Foucault o la teoría de la argumentación de Anscombre y Ducrot. El ARD entiende el discurso como una red de significados y su objetivo consiste en evidenciar las reglas que orientan la producción discursiva, es decir, la red de creencias que la sostiene, y vincular esas reglas con el proceso social analizado. El artículo cierra con el esbozo de un estudio de caso al aprendizaje escolar del paradigma gramatical de la lengua castellana. 

El resto de trabajos —a excepción del último bastante insular de Claudio Martyniuk— proponen diferentes lecturas que parten de las reflexiones de Ludwig Wittgenstein sobre epistemología, lenguaje y antiesencialismo. Silvia Rivera explora la relación entre Wittgenstein y T.S. Kuhn, recorrido que la lleva a sostener que los aportes del filósofo austríaco a la epistemología suelen ser opacados cuando son asimilados dentro de las propuestas de Kuhn. Ingrid Becker emplea la noción wittgensteiniana de «juegos de lenguaje» para analizar el discurso de la América colonial. Extraña sobremanera que no aluda a Aníbal Quijano cuando menciona las implicancias de la colonialidad del poder y del saber al interior del discurso colonial. En este artículo hubiera convenido abordar un discurso concreto y analizarlo en su especificidad para apreciar cómo la autora opera la categoría de Wittgenstein; sin embargo, los alcances que brinda son muy generales, tendiente más a elucubraciones teóricas que a un desarrollo analítico. Sabina Knabenschuh de Porta evalúa las contribuciones de Wittgenstein a la idea de contexto; Witold Jacorzynski hace lo propio pero rescatando la crítica del autor del Tractatus al esencialismo; y Gelsa Knijnik acude a los «juegos de lenguaje» para analizar las formas de vida campesinas del Movimiento Sin Tierra del Brasil

El título de la compilación es motivador por cuanto anuncia alternativas epistemológicas político-críticas; no obstante, ello se cumple de manera muy desigual. Salvo por las intervenciones de Silvia Rivera, los demás autores insisten en una lógica de aplicación funcional de categorías sin reparar en una necesaria contextualización de la misma o en detenerse a examinar cómo podría reformularse el pensamiento de Wittgenstein, cuya trascendencia es incuestionable, como resultado de la especificidad del contexto y los objetos de estudio analizados. La mayoría de los artículos oblitera un necesario cuestionamiento a las prácticas epistemológicas hegemónicas efectuadas en diversos establecimientos académicos regionales que subestiman la reflexión latinoamericana y que, paralelamente, reifican abordajes aplicativos de teoría y categorías. Por ello es que en varios de los artículos se percibe un pensar desde Wittgenstein más que un pensar con Wittgenstein. Asimismo, una omisión constante, toda vez que el título y la presentación hacen referencia a la emancipación epistemológica, son las reflexiones realizadas por los teóricos del giro decolonial: Aníbal Quijano, Walter Mignolo, Santiago Castro-Gómez y Enrique Dussel, entre otros. 

Si la epistemología latinoamericana ignorase que su enunciación tiene lugar desde la otredad, una epistemología alternativa difícilmente lograría interpelar las prácticas epistemológicas regionales y avanzar en la consecución de un discurso emancipador.