domingo, mayo 03, 2009

La Real Cárcel de Arequipa a fines de la Colonia: 1780-1824


Por Víctor Condori

Historiador

Universidad Nacional de San Agustín

Cuando se fundaba una ciudad española, como tantas que se fundaron al momento de la conquista, el lugar elegido siempre fue la plaza principal, porque, precisamente allí se encontrarían los principales edificios de la nueva urbe como son: la Catedral, el Cabildo (hoy Municipalidad) y la Cárcel.

Arequipa, no fue una excepción. Su fundación se realizó en el mismo lugar donde hoy se halla la plaza principal, llamada de “Armas” y no, donde algunos poco documentados la imaginaron, es decir, en el antiguo pueblo de indios de San Lázaro.

Así, después de su fundación, se construyeron en la plaza principal los edificios más importantes de la ciudad: La Catedral, sede del poder eclesiástico; el Cabildo, centro del poder civil y la Real Cárcel, símbolo de la justicia del hombre.

Ubicación y descripción

La Real Cárcel de Arequipa se hallaba ubicada en la plaza de armas de la ciudad, a un costado del Cabildo (hoy portal de la Municipalidad), y servía para la reclusión solo temporal de los reos, quienes luego de recibida la sentencia condenatoria, normalmente eran enviados a cárceles de la capital del virreinato.

Hacia fines del siglo XVIII, luego de muchas reconstrucciones realizadas, como consecuencia de los numerosos terremotos que asolaron la región, la Real Cárcel se hallaba constituida por seis calabozos, dos patios interiores, un cuarto para el carcelero, una celda subterránea destinada a los presos de alta peligrosidad y una capilla, para la administración de la liturgia.

A principios del siglo XIX, la cárcel de Arequipa llegó a alcanzar su mayor aforo, albergando cerca de 70 presos, entre algunos locales y muchos “de aquellos que venían de La Paz y Cochabamba”. Siendo los encargados de su administración, el Diputado de Cárcel, el Alcaide y un Carcelero, quien dormía dentro del presidio sin ningún tipo de resguardo policial; y solo a fines del periodo colonial recibieron el “alivio de una guardia de soldados”, manifestaba un funcionario.

Condiciones de seguridad

La Real Cárcel de la ciudad fue saqueada el 15 de enero de 1780, durante la mítica “Rebelión de los Pasquines”; luego, destruida por el terremoto de 1784 y reconstruida durante el gobierno del intendente Antonio Álvarez y Jiménez (1785-1796).

No obstante el empeño puesto en esta última reconstrucción, las condiciones de seguridad fueron siempre deplorables, dando la impresión que en ella “era tan fácil entrar como salir”. No sorprende entonces, las frecuentes fugas de los reclusos. Como aquella ocurrida la noche del 16 de enero de 1821, cuando el reo Romualdo Quispe, condenado a muerte por asesinato, en compañía de otros presos, fugó de la cárcel “escalando y rompiendo una de las puertas”.

Luego de realizarse un reconocimiento de los hechos y circunstancia de la fuga, se llegó a establecer que los reos, pese a su alta peligrosidad se hallaban demasiado libres, ni siquiera estuvieron engrillados, y además:

“Las dos puertas de reja que se desquiciaron para la fuga, estaban flojas, descompuestas y solo como de apariencias, de tal modo que encerrar a los presos con aquellas puertas defectuosas era lo mismo que dejarlos en el patio”.

Actitudes y comportamientos

En general, a fines del periodo colonial, la precariedad de las cárceles fue una normalidad antes que la excepción a la regla, en algunas ciudades del virreinato. Sin embargo, en el caso de Arequipa fue más que una normalidad, debido a que este problema venía desde hacía muchos años atrás. Ya en 1810, el Cabildo de la ciudad discutía “la necesidad urgente de repararla con puertas, llaves y cepo”. No obstante, una década después el carcelero Manuel Barrantes continuaba “haciendo presente muchas veces esta falta” al diputado de la cárcel de entonces, regidor Bruno Llosa. Curiosamente, tal regidor se negaba mandar componer tamañas averías afirmando que los presos “no eran pajaritos para volar por unas paredes tan altas como las tiene la cárcel”.

Dicha actitud bastante despreocupada y hasta negligente del diputado de la cárcel para la seguridad de los presos, no debe ser considerada un hecho excepcional, sino, un comportamiento bastante habitual entre las autoridades carcelarias de la época, llámese alcaide o carceleros. Así, por ejemplo, en julio de 1789 fugó de la cárcel el reo Ignacio Zegarra, en medio de una situación tan absurda que parecía sacada de alguna de las mejores películas del genial Chaplin. La narración de lo sucedido la hizo el propio alcaide, Buenaventura Velásquez:

“Con motivo de haber cumplido años el día de ayer, se le ofreció (el reo) Ignacio Zegarra para festejarlo, trayéndole música. Que el declarante admitió tal ofrecimiento con la mayor sinceridad y en su virtud hizo traer por la noche arpa y guitarra, sacándolo para el efecto de bailar y divertirse del calabozo donde se hallaba a mi sala; que cantando, tocando y bailando hasta muy tarde en la noche, lo echó de menos a cosa de las dos de la mañana, y saliendo en su solicitud no lo encontró”.

Dentro de la misma línea de insensatez, en mayo de 1810 se extendió la orden de prisión contra Nicolás López, quien fuera nada menos que el carcelero de la Real Cárcel de Arequipa, por haber sido descubierto liberando peligrosamente a algunos presos bajo la ingenua condición de que regresen voluntariamente en las noches. Al ser cuestionada su actitud, el carcelero declaró en su defensa que:

“Saca al alto a aquellos presos que no provienen del delito para la seguridad de su persona y la cárcel...y que en algunas ocasiones que se ve ahogado por alguna diligencia se ha acompañado de alguno de estos presos, creyendo que en ninguna manera contravenía a su responsabilidad y mandatos.”

Condiciones de salubridad

Siendo la higiene una cualidad muy poco extendida entre las sociedades Pre-capitalistas, se entiende entonces por qué, las condiciones de salubridad e higiene de la cárcel arequipeña marchaban a la par con las de seguridad. En este sentido, tampoco fue de extrañar que muchos reos viviendo en tales estados de reclusión, enfermasen permanentemente o lo que es peor, murieran. Así les sucedió a Gregorio Mosqueira y Bartolomé Flores, acusados del brutal asesinato de un comerciante, quienes en 1802 murieron del “mal de angina” y “evacuaciones de sangre” respectivamente, luego de dos años de reclusión esperando la sentencia. También, y del mismo modo, ocurrió en diciembre de 1800, cuando la india Ventura Guaita, cómplice de un asesinato, falleció en el hospital de San Juan de Dios “a donde fue llevada enferma desde la cárcel”.

Un medio para la fuga

Paradójicamente, una situación tan lamentable como la experimentada en el único penal arequipeño, favorecía indirectamente la fuga de los reos. En vista de que al ser trasladados por enfermedad al principal hospital de la ciudad, los susodichos aprovechaban la falta de vigilancia del nosocomio para evadirse. Así sucedió con los reos Matías Alpaca e Hilario Quispe, cómplices de un robo a la caja de comunidad del pueblo de Paucarpata, quienes en abril de 1804, fugaron mientras eran conducidos al hospital. De igual manera, tenemos el caso de José Carpio, condenado a un año de destierro al presidio del Callao, quien en febrero de 1802 “profugó del hospital San Juan de Dios en donde se le había puesto a curar”

Con el paso de los años y de las décadas, tales condiciones carcelarias no han variado sustancialmente en el Perú, todo lo contrario diríamos; y hoy pese a contar con sistemas de vigilancia muy avanzados y el rótulo de “Cárceles de Máxima Seguridad”, a dichas instalaciones ingresan y en ella circulan las más diversas e inimaginables mercancías y objetos. Increíblemente, ya no es necesario salir de ellas para realizar algún acto criminal, pues estos se pueden fácilmente organizar desde dentro, con la activa o pasiva complicidad de algunas autoridades penitenciarias.

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