domingo, agosto 18, 2013

LOS FAST-THINKERS

Publicado en Diario Noticias de Arequipa, lunes 16 de agosto de 2013

Los fast-thinkers son aquellos intelectuales que con la misma avidez que adhieren a una teoría —a la cual no dedicaron el tiempo suficiente para evaluar sus resultados— se desprenden de ella. Son atentos consumidores de las teorías de moda, pero lo son del modo más inocuo: se sirven de ella para consolidar prestigio académico, asegurar espacios de poder en instituciones académicas e intervenir en los debates públicos a fin de ilustrar a su auditorio (hacen pedagogía en cuanta oportunidad se les presenta), si no es empleando la jerga académica de su preferencia, haciendo gala de un uso liviano de la teoría que profesan o acudiendo a la corrección política, pero en muy pocas ocasiones o ninguna esforzándose por la consecución de los logros teóricos en la vida de la gente común. En ellos se cumple la traición de la teoría, pues la potencia transformadora de la deconstrucción, los estudios culturales, la crítica poscolonial o el feminismo se convirtieron en el mejor de los casos en una maquinaria para producir textos académicos, participar en conversatorios de convocatoria cerrada o para darle mayor densidad a la hoja de vida. 

Con frecuencia, se presentan ante auditorios que difícilmente podrían interpelarlos; así, su modo de divulgación apela a un claro ejercicio de violencia epistémica. A lo sumo se exponen a los agravios que reciben a través de las redes sociales, pero mayormente reciben amables comentarios de sus pares. Son progresistas en artículos académicos, monografías y tesis, pero sostienen posturas reactivas y conservadoras en las redes sociales. 

También exhiben una gran habilidad para estar al día de la coyuntura política, cultural y mediática nacional, sin importar cuan lejos radiquen. Obvian matices, detalles, circunstancias y contrastes; radicalizan los debates hasta el grado en que el lector que los sigue no tiene más opción que estar con ellos o contra ellos, ya que la corrección política y la corrección cultural son el agua bendita que les permite distinguir entre el bien y el mal. Por ello, los fast-thinkers prefieren sentenciar antes que comprender. 

En ellos ha operado una gran transformación. Al inicio, la cautela y el prudente escepticismo, la agudeza del análisis ocupaba un lugar primordial. Luego, progresivamente, la arrogancia intelectual los condujo a una performance mediática donde es más importante ofrecer garantías, construir certezas y demoler las opiniones adversas. Por este motivo es que son muy selectivos para elegir a sus rivales de ocasión. Un enemigo rentable es una figura mediática cuya imagen moral ante la opinión pública sea tan repulsiva que fulminarlo durante un par de semanas con una andanada de posts genera una indubitable corriente de adhesión. Una respuesta furibunda, condescendiente o sencillamente, el silencio del adversario de ocasión son reacciones que a todas luces representan una victoria para los fast-thinkers.

El uso rudimentario que hacen de la teoría es tan grave que, aunque convencidos sobre un gran saber que los respalda, lo cierto es que la teoría los utiliza a ellos con mayor efectividad. Si teoría los debía incitar a reflexionar sobre el saber y el hacer, es decir, sobre el conocimiento adquirido y sobre su práctica, en el caso de los fast-thinkers ello poco o nada importa. La lógica del sentido común los saca de apuros, pero olvidan que la teoría, al menos la más reciente, es un enjuiciamiento de todo aquello que se ha pensado como normal, natural o tradicional, porque, en realidad, se trata de productos históricos y culturales. 

Desplegando uno de los movimientos más empobrecedores, los fast-thinkers sostienen una noción reductiva de la teoría y la crítica: emplean un texto literario para comprobar en él las premisas de la teoría, rinden pleitesía a sus pensadores fundamentales hasta que aparezca otro cuya cita textual o mención al paso los revista de mayor glamour, se han acercado a la opinión pública, por un lado, siendo funcionales a la agenda de los medios de comunicación, y por otro, abandonando a la ciudadanía ante las fuerzas coercitivas del libre mercado y la manipulación de los apetitos del consumidor. Su jerga preciosista oscurece los problemas que urge esclarecer, lo que favorece un academicismo venido a menos: el de las pugnas por una cátedra que, dependiendo del establecimiento académico, no se concursa, sino que se hereda, como ocurría antiguamente con el oficio notarial. Interrogan improductivamente los artefactos culturales deteniéndose en su grandeza artística o miseria pero no se interesan por la relación de ese objeto cultural con la vida de los individuos que lo consumen. Los fast-thinkers manifiestan expresamente su desprecio por la cultura de masas, la cual solo adquiere valor porque remite a otras expresiones «más valiosas». La desigualdad es constitutiva de estos puntos de vista sobre la cultura de masas. Por eso estos divulgadores de la corrección artística o estética la defienden a ultranza, pues sin ella les sería complicado legitimar su posición.

A pesar de su apariencia sólida y bien acabada, son abrumadoramente vulnerables ante las críticas adversas, las cuales confrontan con suma vehemencia con cuanto adjetivo se acomode a su pluma. De ningún modo podrían colocarse a la altura de los pensadores que invocan en sus textos o intervenciones mediáticas, aquellos que como Michel Foucault, Terry Eagleton y Edward Said desarrollaron ideas originales, las ampliaron, las criticaron y las aplicaron para combatir los poderes que condenaban a muchos a un sufrimiento que para cierto pensamiento determinista era natural. Una didáctica simplificación concluiría que los fast-thinkers gustan más del beso francés que de la filosofía francesa. Son el vívido ejemplo de que las humanidades no humanizan, como bien anota un sempiterno inconforme George Steiner.

Los fast-thinkers devenidos blog stars o celebridades virtuales se inclinan, en todo el sentido del término, ante el culto, la reverencia y el proselitismo teórico, pues esto más redituable que arriesgarse a no ser atendido por las masas virtuales hambrientas de espectáculo. La indignación vía redes sociales es el límite de sus posibilidades de disidencia.

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