jueves, febrero 21, 2013

DEBATIR, DEFINIR



Juan Carlos Valdivia Cano ha tenido la gentileza de comentar un fragmento de mi crítica a su libro Now. Historia, poder y resentimiento (2012), lo cual agradezco, pues demuestra una voluntad de polemizar muy escasa en el ámbito de la crítica cultural arequipeña. El artículo de JCV me coloca ante una disyuntiva: debatir sobre el pensamiento novecentista o debatir acerca de lo expuesto en Now. O sea, repasar un tema ampliamente explorado o discutir los argumentos de JCV. Sin embargo, su artículo conlleva para mí la responsabilidad de una dúplica —aunque se postergue la discusión sobre Now— por lo cual atenderé sus observaciones lo mejor que pueda.

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Mi primera observación al comentario de Juan Carlos Valdivia (JCV) es estructural. Ha dedicado un artículo completo no a contraargumentar mis objeciones a los ensayos de su libro, sino exclusivamente al párrafo introductorio de mi crítica. Este análisis fragmentario, pese a que acertadamente lo acompañó con el texto íntegro de mi reseña, nos distrae de la cuestión de fondo: el modo cómo JCV sustenta su crítica a la Leyenda negra apoyándose en la noción de mestizaje es el punto central de mi crítica a Now.

JCV considera que yo contrapongo la postura de José de la Riva Agüero, Víctor Andrés Belaúnde, Raúl Porras Barnechea, Jorge Basadre y la de Manuel González Prada, José Carlos Mariátegui y Víctor Raúl Haya de la Torre como si se tratara de grupos necesariamente antagónicos o sólidamente cohesionados cada uno, de lo cual infiere que los últimos, en el contexto de mi comentario, «aparecen como defensores de la Leyenda negra». Esto no se infiere de la introducción. Entre el primer y el segundo grupo existe una postura diferente acerca de a) la idea de nación en la república; y b) qué actitud asumir frente al poder colonial en proceso descolonización. Los primeros discutieron la Leyenda negra; los segundos interpelaron la dependencia colonial-imperial. Allí no contrasto a los dos grupos en función de una postura sobre la Leyenda negra. No expreso algo como «estos dijeron “a”, pero (oposición directa) estos “b”». Porque para contraponer diferencias o semejanzas, se requiere un mismo criterio de comparación extensivo a los elementos comparados. Lo que hice fue mencionar, no comparar, la postura general de unos y otros respecto al legado hispánico y la identidad cultural postindependencia. Lo que no advierte JCV es que el contraste no está entre los dos grupos sino entre Riva Agüero y quienes le suceden inmediatamente en la siguiente oración: Manuel González Prada, José Carlos Mariátegui y Víctor Raúl Haya de la Torre. Porque mientras aquel «consideró que el Perú debería conservar los lazos culturales que durante cuatro siglos mantuvo con la metrópoli española» (afirmación que no compromete a todos los novecentistas ni a Basadre ni a Porras), estos «enjuiciaron la prolongación de la dependencia colonial-imperial demandando que era el momento de emanciparnos política, económica y culturalmente». Haya, Mariátegui y González Prada sostuvieron posturas anticoloniales en circunstancias poscoloniales. No son, en absoluto, defensores de la Leyenda negra, no hicieron de esta un argumento para fortalecer su crítica al colonialismo.

Tampoco son contrastables como grupos cerrados porque Basadre y Barnechea ¡no pertenecen a la generación del 900! Y porque entre el anarquismo de González Prada, el socialismo de Mariátegui y el indoamericanismo de Haya de la Torre difícilmente se puede concluir que conforman un bloque unificado. Solo, como señalé antes, una postura general frente a la dependencia colonial. Si doy por sobreentendida esta y otras implicancias y no las desarrollo es porque asumo que mi interlocutor también.

2

Luego JCV me endilga «una ambigua aclaración con respecto al grupo novecentista» a la que yo, en su percepción, considero «como representante del “hispanismo”»; no obstante que cita mi aclaración, según la cual me parece excesivo meter en el mismo saco hispanista a los del 900. Ambiguo es aquello que posee al menos dos significados que se superponen al mismo tiempo, lo que dificulta definir qué significa. Ambiguo es lo incierto, lo dudoso. («Ambigua aclaración» es por lo menos un oxímoron: ¿puede ser ambigua una aclaración? Si es aclaración, o sea, si hace «claro, perceptible, manifiesto o inteligible algo, ponerlo en claro, explicarlo», ¿cómo eso mismo puede ser ambiguo, o sea dudoso?) Lo que señalo es que hay una postura general de los novecentistas frente a la idea de nación y frente a España, pero al mismo tiempo asumida con particularidades por cada uno de sus miembros. ¿Cuál es la ambigüedad allí? ¿Qué hay de incierto o dudoso en que no todos los del 900 pensaran absolutamente igual; que no hayan sido hispanistas del mismo modo? JCV hubiera preferido que yo desarrollara los matices entre los pensadores novecentistas. (Pero me limité muy brevemente a Riva Agüero). Lo habría hecho si el objetivo era brindar un panorama de la generación del 900; en cambio, lo que me animó a criticar Now son mis discrepancias sobre la recusación a la Leyenda negra y la idea de mestizaje expuesta en sus ensayos. JCV realiza la operación inversa: dedica su primera intervención a la introducción de mi crítica.

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En consecuencia deduce que

Estas primeras frases ya revelan algo de la posición de AC respecto del papel que jugó España en la historia peruana. Da la impresión que para él, el Perú ya existía antes de la conquista, que luego de ella contrajo ciertos lazos que “durante siglos mantuvo” con España y que ahora ya no existen o no deben existir porque los españoles ya no están más en el Perú.

¿Mi posición o la de Riva Agüero (RA) sería mejor especificar? Porque es RA quien se coloca a favor de conservar lazos con la metrópoli colonial. Y aunque discrepo de RA, ¿ello significa que avalo la Leyenda negra? JCV se permite cuestionar las dicotomías excluyentes (en eso concordamos), pero concluye que mi crítica a su postura implica estar a favor de la Leyenda negra, es decir, me interpreta oposicional o dicotómicamente, del mismo modo que él descarta evaluar el hispanismo, por ejemplo.

Riva Agüero se refiere al Perú de su espacio-tiempo, el de las primeras décadas del s. XX, que interpreta como resultado del encuentro entre dos razas, de un proceso forjado desde la conquista y durante la colonia. Ese Perú (el del resultado de un proceso, no los pueblos prehispánicos) es el que según RA debe conservar esos lazos a fin de no desnaturalizarse o echarse a perder más de lo que el criollismo, a su modo de ver, una degeneración, echó a perder a la propia España (Carácter de la literatura del Perú Independiente, 1905, p.8). Cuando JCV dice que para mí pareciera que el Perú existía antes de la conquista comete el error de refutarme lo que debería formular contra RA, pues a él pertenece esa afirmación de mantener lazos con España. ¿Por qué JCV me atribuye lo que explícitamente es una afirmación de RA y por qué al refutar tal afirmación directamente asume que me adhiero al bando pro Leyenda negra?

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Si lo que sugiere AC, como parece, es que los conspicuos personajes de la generación novecentista citados, pueden ser colocados todos ellos en el mismo casillero del “hispanismo”, ya no se trataría de una simplificación solamente, si se aplica, por ejemplo, a Jorge Basadre o a Raúl Porras, que son los dos historiadores en quienes me apoyo en “Now…” justamente porque defienden una postura que no es ni hispanista ni indigenista (dos ideologías igualmente parciales y parcializantes y, como ideologías, excluyentes) sino integral, mestiza y, a mi modo de ver, peruanamente madura; porque no asumen ninguna actitud dualista antagónica e irreconciliable; porque no oponen lo indígena a lo hispano identificándose con uno de esos polos y rechazando el otro.

[…]

Muy a media voz AC parece inscribirse (digo parece porque no estoy seguro de bien interpretarlo) en ese dualismo o polarización excluyente, cuando habla solo de diferencias de “matiz” entre Riva Agüero, Basadre, Porras, etcétera, colocándolos dentro del mismo “color” hispanista. No se molesta en aclarar esas diferencias de matiz que aquí son insoslayables, porque todo depende de lo que signifique “hispanista”. Si “hispanista” significa rechazo, desprecio o ninguneo de lo indígena, ese encasillamiento es impertinente con respecto a Basadre o Porras por lo menos, ya que lo que caracteriza tanto al hispanismo como al indigenismo, en cuanto ideologías, es esa identificación excluyente con uno de las dos fuentes identitarias peruanas, producto de una polarización que no tiene asidero hoy más que como consecuencia de la mentalidad aristotélico platónica de la mayoría, del resentimiento o del ninguneo reaccionario y racista (de la DBA, sus seguidores y acólitos, por ejemplo). En suma: si es hispanista es anti indígena, si es indigenista es anti hispano o debe serlo. Indigenista, sin embargo, no es sinónimo de indígena: ni lo incaico es ni pudo ser indigenista, ni lo indígena lo es intrínsecamente.

Aquí es indispensable definir para esclarecer de dónde parten mis apreciaciones. Hispanismo puede ser: 1) estudio de la cultura española o iberoamericana 2) filiación, aprecio, valoración positiva de lo concerniente a España. 3) enfoque de análisis cultural que asume la postura hispánica. Otras menos gratas igualan hispanismo con catolicismo o franquismo como necesarias extensiones. Bien. El grupo novecentista es hispanista en tanto estudioso de la cultura española y su impronta en América Latina y en tanto valoración positiva de ello, mas no como asunción del franquismo, el fascismo, pensamiento reaccionario o la defensa de un Estado confesional católico entre todos los integrantes por igual. En este punto RA marca una diferencia muy particular respecto al resto. «Mucho más que conservador, que podría significar avenido con lo presente he sido reaccionario, convencido como lo estoy de que, en el decaimiento moral e intelectual del mundo, ha de retrotraerse el ánimo hacia mejores épocas, para hallar ideales sanos y nobles», dice RA en una carta dirigida a Luis Alberto Sánchez (correspondencia que forma parte del libro Conservador no, reaccionario, sí. 1985, de Sánchez). Para Riva Agüero había que mantener ese particular hispanismo a fin de evitar una degeneración mayor. Por ello manifesté que no todos los novecentistas tenían una postura uniforme y por eso también la mención individual al autor de Paisajes peruanos.

¿Por qué no expuse mayores precisiones sobre las diferencias entre los pensadores novecentistas? Porque el propósito de mi crítica a Now no fue actualizar el debate sobre el pensamiento novecentista, sino enfatizar el punto más endeble de los ensayos de JCV: la asunción de la idea de mestizaje para apoyar su refutación contra la Leyenda negra.

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Seguidamente, escribe

Y “aunque homologar la generación novecentista como hispanista simplificaría excesivamente los matices ideológicos de sus integrantes”, como señala AC refiriéndose a dicho grupo, eso es exactamente lo que hace él cuando cita, por un lado a Riva Agüero a nombre de dicha generación, ya que coloca a todos los novecentistas en el mismo saco hispanista, para señalar inmediatamente después que Riva Agüero consideró que “el Perú debería conservar los lazos culturales que durante siglos mantuvo con la metrópoli española”.

A Riva Agüero no lo cito en nombre de los del 900. Lo tomo como un integrante y señalo lo que él mismo sostiene, lo cual no es extrapolable al resto, pues como dije antes, había diferencias entre los novecentistas. ¿Cuáles? Esbozo una apretada síntesis en esta intervención, no prevista en mi crítica anterior, ya que mi interés era comentar los ensayos de JCV, no el pensamiento novecentista. La del 900 fue una generación surgida después de la derrota en la guerra con Chile. Fueron conscientes de la debilidad de las instituciones republicanas y de la incapacidad de una clase dirigente condujera el país. El Estado nación era un proyecto al que había de dar forma. Los novecentistas se propusieron estudiar los problemas nacionales. Trataron de ubicarse como intelectuales que podían proponer a la clase política una vía de solución a la crisis nacional. Por ejemplo, Víctor Andrés Belaúnde se diferencia del elitismo de Francisco García Calderón y del conservadurismo de Riva Agüero; aquel sostenía la necesidad de consolidar un núcleo dirigencial en torno a la clase media, para él, la más idónea para las reformas sociales. Lo coloco precisamente después de mi aclaración de que no se los puede meter a todos en el mismo saco hispanista, o sea, de que no todos evaluaron el hispanismo (ni un programa político nacional) por igual. A RA lo mencioné como un ejemplo de esas diferencias. Pero JCV entendió que está mencionado como un representante que subsume todas las posturas individuales de los del 900. A los interesados en profundizar este tema sugiero la lectura de Sanchos fracasados (1996) de Osmar González, quien destaca el pensamiento de Francisco García Calderón y Víctor Andrés Belaúnde para reflexionar sobre el Perú actual.

En el mismo apartado dice:

para AC “conservar los lazos culturales” con España es un signo (por lo visto notorio) de “hispanismo”, término que para él parece tener un sentido exclusivamente peyorativo. Contrariumsensus: romper los “lazos culturales” con España nos haría independientes o autónomos, ¿maduros? ¿”indigenistas”? Para mí la respuesta depende de lo que signifique exactamente “conservar (o romper) los lazos culturales con España” para cada quien. Lo concreto es que AC forma dos equipos contrapuestos, incompatibles e irreconciliables: hispanistas y críticos, por así llamarlos.

La conquista nos introdujo la cultura española, sí, pero además nos introdujo al sistema-mundo colonial. La conquista de América introdujo a sus pueblos no solo a la cultura del invasor, sino también a un complejo sistema-mundo, tesis de Wallerstein, geoculturalmente organizado desde Europa.

Mi texto dice: «Riva Agüero consideró que el Perú debería conservar los lazos culturales que durante cuatro siglos mantuvo con la metrópoli española». RA, no yo. Esto último sí es un signo de hispanismo como área de estudios específica, como filiación cultural, y como asunción del pensamiento reaccionario, lo que solo compromete a RA. Lo cuestionable de ese hispanismo (el de RA, no del hispanismo en abstracto) está en que prevee una degeneración sociocultural si es que se corta con España; sostiene que el determinismo climático produce individuos ociosos en la costa; que «el prolongado cruzamiento y hasta la simple convivencia con las razas inferiores, india y negra», ya habían degenerado al sujeto criollo (Carácter... p.8). Este hispanismo sí es agraviante y merece ser emplazado. Un hispanismo, el suyo, que proponía mantener vínculos no entre iguales, sino entre sujetos jerarquizados: el criollo era para RA un sujeto degenerado. (González Prada, Mariátegui, Haya de la Torre interpelaron esa postura, pues deseaban reformular los mecanismos de dominación en un horizonte poscolonial). Al respecto, el punto más cuestionable de Now es la apelación a la idea de mestizaje, la cual oculta, justamente, que no se trató de un encuentro armónico ni de un abrazo entre culturas amigas sino de una conquista, de un encuentro entre una cultura hegemónica que convirtió a otras en sus subalternas o periféricas. Y que seguir perpetuando esa situación bajo el pretexto de la mixtura, de que el mestizaje diluyó el conflicto cultural, es hacerle el juego al colonialismo. ¿Cómo serían los lazos culturales entre el sujeto de la metrópoli colonial y el sujeto criollo dentro del hispanismo de RA? Ahora ¿lo vertido por RA se extrapola a Basadre y Porras por igual? De ninguna manera, lo contrario no figura en parte alguna de mi crítica a Now.

Conservar esos lazos culturales con España es para RA morigerar en algo la tendencia antihispánica de su época. Es mantener más o menos invariable o ralentizar lo más que se pueda, el antihispanismo. Pero sobre todo es procurar que prevalezca una visión neocolonial sobre las relaciones entre metrópoli y ex colonia. Me desconcierta que JCV interprete «cultura» solo en su acepción más restringida: como el capital simbólico de una comunidad (lengua, religión, etc.) y no en la más amplia como un modo de habitar el mundo. En una región como América Latina y un mundo globalizado, regidos por el capitalismo transnacional, el neoliberalismo y la emergencia de movimientos sociales, la cultura no puede ser entendida solo como un conjunto de costumbres y valores, y tampoco restringirse al ámbito de una disciplina. RA se refiere un poco a ambas, pero en especial con lazos culturales se refiere a las relaciones entre metrópoli colonial y la joven república en un horizonte poscolonial. En todo caso no es una aseveración mía la de conservar lazos culturales, sino de RA.

Romper esos lazos no significa negar lengua, religión, ciencia, etc. sino combatir la mentalidad colonial que sigue activa en un contexto poscolonial, en esos espacios que JC indica: 1) idioma (suponer lenguas o variedades de lenguas superiores a otras; castellano costeño superior al andino o amazónico); religión (asegurar la prevalencia del catolicismo en las escuelas públicas o de alguna religión sobre otras); ciencia (creer que el saber científico es neutral, desinteresado, y que las potencias coloniales contribuyeron a la difusión de un saber científico desprovisto de connotaciones coloniales o de dominación, perdiendo de vista que el colonialismo se apoyó en el saber científico para legitimar su dominación). ¿Esto implica un apartheid epistemológico? No, en absoluto. Lo que implica es interpelar la matriz colonial saber-poder aun activa en la actualidad. Como hizo Europa consigo misma: la ilustración enjuició el absolutismo, la posmodernidad puso entre dicho la razón iluminista, y la posmodernidad es discutida hoy desde la heterodoxia marxista. O como hicieron los críticos poscoloniales del sudeste asiático (Gayatri Spivak, Dipesh Chakrabarty, Homi Bhabha, Parta Chaterjee, Edward Said, etc.) en los sesenta respecto a la tradición inglesa.

En esta dinámica histórica de transformación de paradigmas, el mayor aporte de la crítica poscolonial es que recusa, entre otras ideas, ese peligroso consenso por el cual se considera que el colonialismo está cancelado. Crítica que surgió de los márgenes de la metrópoli colonial a fin de situar el lugar que ocupa el sujeto poscolonial hoy en día. La gran lección que nos deja Gayatri Spivak en su Crítica de la razón poscolonial (A Critique of Postcolonial Reason: Towards a History of the Vanishing Present, 1999) fue replicar la misma lógica subversiva frente al saber que Europa practicó consigo misma, pero formulada desde la periferia y con un profundo conocimiento de la tradición que deseaba subvertir: filosofía, literatura, historia y cultura. Con esta breve digresión, llamo la atención sobre el hecho que discutir, cuestionar, interpelar lazos culturales frente a España (en el momento de RA y sus contemporáneos) o frente al cualquier tipo de colonialismo no pasa por «arrojar el agua sucia con el bebé», en otras palabras, no supone extirpar el castellano o reinstaurar el Tahuantinsuyo, sino reitero, emplazar la colonialidad del saber-poder, esa matriz que Immanuel Wallerstein, Aníbal Quijano y Walter Mignolo consideran es el gran desafío de las sociedades poscoloniales. Esto cobra mayor relevancia si analizamos la siguiente afirmación del autor de Now.

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A ese respecto descartamos el aspecto político porque la dependencia colonial imperial ya se resolvió en 1821 ¿o no? Y si bien existen notorios lazos económicos con España, como con otros países del mundo, estos ya no son de dependencia colonial o monopólica sino de interdependencia. Queda lo cultural: conservar lazos culturales significa mantener el idioma, la religión, el Derecho, la mentalidad aristotélica platónica.

Esta afirmación de JCV (la dependencia colonial imperial ya se resolvió en 1821) es una de las grandes ficciones combatidas por la crítica poscolonial (Homi Bhabha, Edward Said, Gayatri Spivak) y decolonial (Walter Mignolo, Enrique Dussel, Aníbal Quijano): que el colonialismo es un horizonte superado. JCV ignora las múltiples formas de colonialismo que siguen activas hoy. Económicamente, los organismos multilaterales como el FMI, BM, BID entre otros, diseñaron políticas económicas que sumieron en la debacle a varias naciones en América Latina, África y Europa oriental, políticas económicas de alcance planetario, ejecutadas verticalmente y que penalizan a los Estados que se resisten a ejecutarlas. El Premio Nobel de Economía Joseph Stiglitz ha tratado ampliamente este forma de colonialismo económico contemporáneo. Pero el trabajo de Ana María Ezcurra ¿Qué es el neoliberalismo? (2007), ofrece un exhaustivo análisis del caso latinoamericano. Geoculturalmente, la que Europa mantiene respecto al resto del mundo. Al respecto, recomiendo la lectura del magnífico ensayo de Santiago Castro-Gómez, La Hybris del punto cero (2005), donde sostiene que la ciencia ilustrada del siglo XVIII fue un instrumento para el control político de las poblaciones subalternas en la América colonial, es decir, que constituyó un elemento fundamental para la colonialidad del poder, lo que implica que la modernidad no fue una superación del colonialismo, ni su antítesis, sino su otra cara. Ello se explica por la convicción ampliamente generalizada entre los pensadores ilustrados europeos y americanos de que la ciencia podía explicar objetivamente los fenómenos de la realidad, entre ellos a las culturas periféricas. Este modo de observar la realidad es lo que el autor denomina punto cero, «una plataforma neutra de observación que, a su vez, no puede ser observada desde ningún punto». Situado en este lugar privilegiado, el observador evitaba ser cuestionado.

Por consiguiente, me sorprende aun más que JCV disponga de un año exacto para declarar resuelta la dependencia colonial-imperial: 1821 ¿realmente considera que con la declaratoria de independencia por parte de San Martín terminó la dependencia colonial imperial, ese año? Y es que hay que comprender el colonialismo como una forma de organización del sistema-mundo, no como la sujeción exclusiva a un Estado colonial, que luego perdió protagonismo ante el ascenso de otras potencias coloniales. JCV asume que porque el imperio español no ejerce la misma autoridad política, económica que antaño la colonia, sobre el Perú la dominación colonial está cancelada.

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En relación a la presencia de Fuenzalida en mi introducción, JCV se pregunta

¿qué relación tiene con la parte anterior del mismo párrafo? ¿a qué discurso “sobre la identidad” se refiere AC?

José de la Riva Agüero, Víctor Andrés Belaúnde, Raúl Porras Barnechea, Jorge Basadre; Manuel González Prada, José Carlos Mariátegui y Víctor Raúl Haya de la Torre discurrieron acerca de la identidad nacional. Degeneración criolla (Riva Agüero), sincretismo (V.A. Belaúnde), colonialismo supérstite (Mariátegui), panamericanismo, indoamericanismo (Haya de la Torre) por mencionar algunos. Lo de Fuenzalida tiene que ver justamente por la cuestión de la identidad nacional y cultural ¿Cuál discurso sobre la identidad? Ellos se preguntaron por la identidad nacional y cultural postindependencia. (No ante la España de hoy, la de los tíos majos de Juan Carlos). Fuenzalida pone en relevancia que un sector de la intelectualidad peruana apeló al incario y a las tropelías de los conquistadores para sustentar una idea de nación en oposición a la herencia colonial.

Si el propósito hubiera sido glosar el pensamiento novecentista coincidiría con las observaciones en las que JCV pide más detalles. Pero como ya dije, me concentré mucho más en su libro. El primer párrafo comentado por JCV es una sucinta introducción donde esbozo dos lecturas acerca de cómo algunos intelectuales, pese a sus diferencias internas, interpretaron que debía ser la actitud frente al imperio español en franco proceso de descolonización.

Compartir la opinión de alguien no equivale a estar en contra de sus detractores. Discrepar de alguien no equivale a estar a favor de sus adversarios. Plantear discrepancias con cierto hispanismo no deriva de inmediato en asumir el indigenismo más recalcitrante. Aquí nuevamente sorprende que JCV no proceda del mismo modo que invoca proceder frente al pensamiento binario del tipo «estás contigo o contra mí», que de ningún modo suscribo.

Casi al final de mi crítica a Now, indico que «La desmitificación de la Leyenda negra y la recusación de una interpretación de la conquista supuestamente más veraz por ser andina despiertan muchas expectativas, [...]» y en otro lugar, «La promesa de descentrar dicotomías cuyos términos se presentan inevitablemente como antagónicos cautiva al principio.» ¿Qué digo aquí? 1) que el esencialismo indigenista es perjudicial porque no se desmarca de ese binarismo maniqueo, por lo cual el propósito de criticarlo por parte de JCV me entusiasmó al inicio 2) que el binarismo enfrentado hasta el infinito merece ser interpelado. Mi reparo está en los argumentos que JCV utiliza para estos propósitos. Pero el autor de Now ha preferido por ahora desmenuzar solo la introducción.

8

El asunto de la identidad en América Latina recién se puso de moda -explícitamente- a partir de los sesenta, salvo error u omisión, por supuesto.

Esto no es acertado. La pregunta por la identidad en América Latina podemos situarla explícitamente hacia casi 1930 en el Perú. En Tempestad en los andes (1927), Luis E. Valcárcel reactualiza la condena racialista del mestizaje. Pero incluso antes en González Prada: «No forman el verdadero Perú las agrupaciones de criollos i extranjeros que habitan la faja de tierra situada entre el Pacífico i los Andes, la nación está formada por las muchedumbres de indios diseminadas en la banda oriental de la cordillera» («Discurso en el Politeama»). La apelación a la raza se remonta a Facundo (1845), de Sarmiento, para sustentar una nacionalidad sobre la base de  una historia en común. Víctor Andrés Belaúnde, habla de una identidad inacabada, «la peruanidad es una síntesis comenzada pero no concluida». José Carlos Mariátegui como el de una dualidad generadora de ambigüedad, de antagonismo y de conflicto, «una dualidad de raza, de lengua y de sentimientos, nacida de la invasión y conquista del Perú autóctono por una raza extranjera que no ha conseguido fusionarse con la raza indígena, ni eliminarla, ni absorberla». José Luis Bustamante y Rivero lo expuso en Panamericanismo e iberoamericanismo (1951). La idea de una Indoamérica fue apoyada por VRHT. Fuera del Perú: La raza cósmica (1925), de José Vasconcelos. Es más, hispanoamericanismo, latinoamericanismo, iberoamericanismo, panamericanismo —abordadas desde 1830 pero con especial énfasis desde 1930 a 1950— y las mencionadas anteriormente son todas categorías atravesadas por la idea de identidad. Además, telurismo y criollismo son discursos que datan varias décadas antes del 60. Incluso «mestizaje», categoría a la que JCV acude en Now, fue discutida desde los años 30 (y no desde los 60) del siglo XX, y es también un concepto que entraña la pregunta por la identidad en América Latina. El libro Conceitos de literatura e cultura (EduFF, Río de Janeiro, 2010) compila una variedad de trabajos que precisamente van en la dirección contraria de lo afirmado por JCV, puesto que rastrean las principales categorías de la identidad en la América latina, inglesa y francesa desde fines del XIX hasta fines del s. XX: americanidad, americanización, antropofagia, entre-lugar, heterogeneidad, hibridismo, indigenismo, literatura migrante, mestizaje, negritud, negrismo, transculturación, entre muchas otras. Adicionalmente, quisiera destacar que uno de los más citados en varios artículos es el crítico arequipeño Antonio Cornejo Polar.

9

AC alude a Fernando Fuensalida, [sic.] pero no lo cita textualmente, lo que hace más engorroso entenderlo y entender la razón por la cual trae a colación su nombre en el contexto del primer párrafo, que es al que me limito por ahora. Lo único que se me ocurre -teniendo en cuenta ese contexto justamente- es que lo que hace AC es reforzar su posición dualista o binaria frente al problema de la identidad.

No mencioné a Fuenzalida para reforzar un binarismo excluyente hispano/indígena. Si se hubiera detenido a leer el minucioso texto de Fuenzalida (disponible en la web) acerca de la identidad cultural, se daría cuenta que no lo traje a colación para reforzar un binarismo, sino como el propio antropólogo lo hace, mostrar cómo fue utilizada esa oposición en ese momento, inmediato a la emancipación: la apelación al incario y la leyenda negra. Cito otras líneas de Fuenzalida en el mismo artículo: «En el caso de las discusiones peruanas de los años del `30 a los del 1990, la polarización entre indigenismo e hispanismo ha sido dominante. En ella se ha querido identificar, alternativamente, la identidad de los peruanos con la etnicidad indígena o con la etnicidad hispánica». ¿Exponer una idea, explicarla, describirla equivale a compartirla? En todo caso, para disipar sus dudas, JCV debió revisar el texto de Fuenzalida.

En resumen: por un lado, los defensores de “la utopía pre hispana”; por otro lado, los de la Leyenda Negra. Pero ¿quiénes son sus representantes exactamente? ¿Cuál es la posición de AC frente a ella? ¿No la oculta un poquito?

El lugar donde mejor hubiera podido apreciar mi postura sobre la Leyenda negra no es pues esa sucinta introducción, porque ese párrafo tiene otra función: presentar las opiniones de algunos intelectuales sobre la idea de nación en el Perú, donde la Leyenda negra fue empleada como argumento para denostar el hispanismo (como lo expone Fuenzalida) o es recusada por otros como Basadre, Porras, Riva Agüero, etc. Mi postura está en el cuerpo del texto donde me concentro en mostrar mis reparos frente a los ensayos de Now. Aquí, JC no es riguroso en el comentario de este primer párrafo pese a haber empleado él mismo 11 párrafos. Busca algo en la sección que no corresponde, en la introducción y no en el cuerpo de mi crítica a Now. ¿No habría sido mejor que JCV indagara en la conclusión, el párrafo donde es indispensable advertir la postura el autor del texto? Esta es mi postura (no está para nada oculta en el texto, salvo en el comentario de JCV que lo dedica al primer párrafo): «La desmitificación de la Leyenda negra y la recusación de una interpretación de la conquista supuestamente más veraz por ser andina despiertan muchas expectativas, pero la noción de mestizaje empleada por Juan Carlos Valdivia obstaculiza su planteamiento». Allí digo que la Leyenda negra no es más verdadera por ser indígena y que me entusiasmó que JCV se animara a desbaratar ese esencialismo, pero que su apelación al mestizaje para refutar la Leyenda negra es mi mayor crítica.

Y menciono algo más: «¿Acaso la Leyenda negra no es susceptible de interpretarse como una proyección de lo que España asume como la mirada del subalterno resentido o como un discurso deliberadamente sostenido por otras potencias coloniales? ¿Esa leyenda proviene exclusivamente del resentimiento de los «humillados y ofendidos» o ha sido también alimentada por la fantasía del discurso hegemónico en un intento fallido por situarse en el lugar del otro, en un deseo de interpretar o experimentar, al menos a nivel discursivo, el impacto de su propio poder?».Es decir que la L.N no es una construcción discursiva exclusiva del sujeto colonizado, ni que se agota o cancela diciendo que está alimentada por el resentimiento, sino que es también una construcción que proviene del poder colonial. Italianos, ingleses, holandeses y franceses lo hicieron antes de De Las Casas y mucho antes que un amplio sector del indigenismo latinoamericano. Por eso mencioné la flagrante omisión del libro Leyenda Negra (1914) de Julián Juderías que habría brindado a JCVC más argumentos, al menos para considerar que el origen de la misma no es exclusivo del sujeto colonizado.

Ante la insistente polarización que JCV me atribuye, (lo cual ya expliqué no es así al inicio de esta intervención) acotaré que las discrepancias ideológicas entre algunos de los intelectuales mencionados no impidieron acercamientos. Por ejemplo, Mariátegui y Porras colaboraron juntos por la reforma universitaria en San Marcos. Haya de la Torre y Mariátegui colaboraron en la revista obrero-estudiantil Claridad.


Para concluir, agradezco nuevamente a Juan Carlos Valdivia la oportunidad intercambiar argumentos sobre temas que concitan nuestra atención. Y que, finalmente, sean las ideas quienes protagonicen el escaso hábito de polemizar alturadamente en nuestra localidad.

domingo, enero 06, 2013

LA TRADICIÓN INVENTADA


Cuando Antonio Cornejo Polar asumió la dirección de la Casa de la Cultura de Arequipa, hacia mediados de los años sesenta, implementó una serie de cambios en la habitual agenda cultural de la Ciudad Blanca. Secundado por Raúl Bueno Chávez en la secretaría, logró llevar adelante las Jornadas Populares de Cultura que congregaron aquella tradición ignorada por los salones literarios y artísticos, la de la cultura popular, del yaraví, danzas folklóricas y música andina, siempre existente y, sin embargo, subestimada. La reacción de un sector de la población y de los medios cercanos a la Casa de la Cultura fue muy adversa. Consideraban que el nuevo director había ido demasiado lejos al dar cabida a estas manifestaciones en un espacio dedicado a las bellas artes, a las bellas letras, a la música culta, y que sería inevitable que la cultura, que siempre se vino apreciando de ese modo, se echara a perder al entrar en contacto con esas formas menores de arte. Finalmente, Antonio Cornejo Polar llevó a buen puerto su iniciativa, guiado posiblemente por el germen de lo que en los años venideros consolidaría como una de las categorías de análisis cultural más reveladoras de la teoría crítica latinoamericana: la heterogeneidad.

Hoy acontece una situación similar en Arequipa. A la distancia, leía con mucha curiosidad en las redes sociales los iracundos comentarios que circulaban contra el Palacio de Bellas Artes Mario Vargas Llosa. Para una gruesa mayoría de sus detractores, se trataba de una construcción estéticamente desagradable. Los más moderados argüían que ese edificio es inviable por una cuestión técnico-arquitectónica. Incluso el Instituto Nacional de Cultura manifestó su disconformidad con el proyecto lo mismo que otras instituciones vinculadas a la cultura y urbanismo. Pese a la andanada de críticas, el alcalde Alfredo Zegarra decidió culminar la construcción de ese recinto. 

Pero uno de los argumentos que ha cobrado más fuerza contra el polémico edificio —y que implica tanto las observaciones estéticas como técnicas— es el de la tradición. ¿Y qué es la tradición? El vocablo inglés «tradition» se origina en el término latino «tradere», que significa transmitir o dar algo a alguien para que lo guarde. Tradere se empleaba originalmente en el contexto del Derecho romano. La propiedad que pasaba de una generación a otra era administrada por el heredero, quien tenía obligación de protegerla y conservarla. Esta es el sentido más extendido de tradición. En su concepción más fundamentalista, se entiende como una autoridad estético-moral de carácter suprahistórico por la cual el presente es evaluado en términos de continuidad con una esencia ancestral que se busca proteger a toda costa a fin de mantenerla impoluta, inmaculada e inalterable. En consecuencia, quienes se sienten llamados a conservar la tradición actúan, usualmente, ejerciendo una defensa cerrada de algo que corre el riesgo de echarse a perder si entra en contacto con influencias que degeneren su esencia.

Este tipo de conservadurismo cultural ha interpretado la diferencia como desigualdad jerarquizando las relaciones interculturales en el ámbito de las lenguas, géneros, religión, ideología política o nacionalidad. Una identidad cultural excluyente echa raíces en una tradición esencialista, de modo que solo es posible definir el ser de una comunidad a través, por ejemplo, de la lengua o de la religión, con perjuicio absoluto del resto de expresiones que también conforman a esa comunidad. El riesgo es que ese saldo cultural carente de representación en la tradición es visto como una amenaza, si no logra ser asimilado o, en el peor de los casos, desaparecido. Amin Maalouf lo explica en Les identités meurtriéres (1998) [Identidades asesinas, 1998]; una denuncia apasionada de la locura que incita a los hombres a matarse entre sí en el nombre de una etnia, lengua o religión. La gran pregunta que se plantea Maalouf es por qué en la historia humana la afirmación de uno ha significado la negación del otro. 

En Identity and Violence: The Illusion of Destiny (2006) [Identidad y violencia: la ilusión del destino, 2007], Amartya Sen complementa lo anterior con su hipótesis de las identidades culturales múltiples. Sen sostiene que la identidad es diversidad, es decir, que lo que desde una tradición conservadora se asume como un núcleo duro, compacto y cerrado, en realidad, es resultado de una compleja red de relaciones que la atraviesan; que no es posible definir la identidad al margen de las diferencias y semejanzas con los otros que nos rodean; que la diferencia es una relación y no necesariamente una oposición irreductible; que, a fin de cuentas, la mirada del otro construye lo que yo soy, o acudiendo a metáfora lacaniana del estadio del espejo, «yo soy el otro». Precisamente, a los conservadores culturales, autoerigidos herederos y defensores de la tradición, les cuesta aceptar que la identidad sea heterogénea. Como se puede apreciar, del fundamentalismo hacia el fanatismo solo media un pequeño tramo.

Una vertiente más plural sobre la tradición rechaza una identidad excluyente reconociendo su composición diversa. No sitúa en el pasado el lugar de origen de su esencia invariable, por el contrario, admite que desde el presente se construyen sus fundamentos, que el contacto cultural es un espacio de conflicto, negociación y enriquecimiento, no de degeneración; y que la heterogeneidad fue conculcada por un ilusorio discurso homogenizador. En suma, que no existe una tradición completamente pura.

Muchas de las costumbres que consideramos tradicionales de una cultura son préstamos o adaptaciones de otras que la rodean. ¿Alguien en su sano juicio iniciaría una cruzada cultural contra la guitarra para extirparla del repertorio instrumental ayacuchano por su procedencia española? ¿O sería viable algo semejante respecto a los arabismos que abundan en la lengua de Cervantes? El kilt, la emblemática faldita escocesa a cuadros, es producto de la revolución industrial. Así lo explican Eric Hobsbawm y Terence Ranger en The Invention of Tradition (1983) [La invención de la tradición, 2002]. Al parecer fue inventado por un industrial inglés de Lancashire, Thomas Rawlinson, a inicios del siglo XVIII con el fin de adaptar la vestimenta de los habitantes de las Highlands (Tierras Altas) al trabajo en las factorías. El objetivo no fue conservar las costumbres, sino meter a los habitantes de las Highlands en la fábrica. Los pobladores de las Lowlands, que eran gran mayoría en Escocia, veían aquel traje como una vestimenta bárbara y con cierto desprecio. Muchas cosas que creemos tradicionales son realmente producto de la contemporaneidad. 

Anthony Giddens lo señala con precisión en Runaway World (1998) [Un mundo desbocado, 1998]. «El término tradición, como se usa hoy, es en realidad un producto de los últimos doscientos años en Europa […]. La idea de tradición, entonces, es en sí misma una creación de la modernidad». Siguiendo la línea de Hobsbawn y Ranger, afirma que en las tradiciones y costumbres son inventadas, artificiales, nada espontáneas, sino más bien, instaladas en un lugar privilegiado para ejercer el poder, y más contemporáneas que ancestrales. «Cualquier continuidad que impliquen con el pasado remoto es esencialmente falsa», anota Giddens. Hasta aquí no perdamos de vista que las tradiciones se inventaron desde el poder para legitimar el dominio. Por ello conviene ser muy cauteloso cuando se invoca la tradición para dirimir un debate sobre la cultura, ya que se podría avalar una interpretación fundamentalista de nuestra historia en vez de advertir que la historicidad evidencia los giros impredecibles que la cultura acometió sobre la tradición. 

El debate sobre el Palacio de Bellas Artes Mario Vargas Llosa —cuyo análisis nominal merecería otra intervención— debe alejarse de las objeciones estéticas y de las invocaciones a la tradición y enfocarse en el tema de la representación y en la idea de cultura, que es lo que verdaderamente está en juego. ¿Quiénes se sienten representados y quiénes excluidos? Un espacio cultural es un espacio de representación (eventualmente excluyente). El problema que observo es que se ha generalizado el impulso de la cultura como la profusión de actividades artísticas y como la construcción de establecimientos, o sea, cultura como sinónimo de arte y cemento, que en la práctica funcionan como reductos para la exclusión.

Si el discutido palacio congregara a los más distinguidos poetas, narradores, dramaturgos, músicos, pintores y artistas en general ¿continuarían las mismas críticas severas procedentes de quienes no se sienten representados; de los que asumen una representación que defiende el arte y la tradición locales afrentadas por el «Domo Verde»? Pienso que no, pienso que en tales circunstancias la polémica se trasladaría a un debate más feroz: la lucha por una idea hegemónica de cultura.

¿Qué requisitos deberán reunir los artistas que deseen acceder al nuevo palacio recuperado por los cruzados de la tradición y el buen gusto? Particularmente, no me incomoda que el palacio se destine a espectáculos musicales masivos (para salir de este impasse bastaría con rebautizar el lugar, pero el problema es mucho más complejo); me preocupa sobremanera que no sea un espacio plural de representación, que cultura se identifique exclusivamente con arte y cemento, y no como un modo de habitar el mundo. Lo más grave sería que ese recinto fuera capturado por quienes dicen representar una cultura de avanzada pero que en el fondo son conservadores culturales que esgrimen el buen gusto como argumento para denostar a quienes no comparten su refinamiento. Ya podemos imaginar quiénes sí estarán y quiénes, una vez más, no estarán allí.

La cultura no debe estar sujeta a tradición autoritaria alguna.

Publicado en Noticias, diario de Arequipa, lunes 21 de enero de 2013

sábado, diciembre 22, 2012

CRÍTICA DE LA RAZÓN MESTIZA



José de la Riva Agüero, Víctor Andrés Belaúnde, Raúl Porras Barnechea, Jorge Basadre, entre otros intelectuales peruanos, sostuvieron una postura adversa ante la denominada «Leyenda negra» española, la cual recobró notoriedad hacia las primeras décadas del siglo XX en América Latina, debido a la emergencia de un indigenismo antihispánico influido, a su vez, por el análisis marxista de la sociedad y la historia realizada por pensadores latinoamericanos luego de su travesía europea. El marxismo proporcionó a un sector de la intelectualidad poscolonial una explicación histórica, económica, política y social sobre la nueva condición de las nacientes repúblicas latinoamericanas, en la cual la lucha contra la colonia y el imperio sería reemplazada por la lucha contra una forma distinta de colonialidad: el capitalismo. Aunque homologar a la generación novecentista como hispanista simplificaría excesivamente los matices ideológicos de sus integrantes, lo cierto es que Riva Agüero consideró que el Perú debería conservar los lazos culturales que durante cuatro siglos mantuvo con la metrópoli española. Por otro lado, Manuel González Prada, José Carlos Mariátegui y Víctor Raúl Haya de la Torre enjuiciaron la prolongación de la dependencia colonial-imperial demandando que era el momento de emanciparnos política, económica y culturalmente. En «Identidad Cultural e Integración del Pueblo Peruano», Fernando Fuenzalida señaló que el discurso sobre la identidad nacional de la naciente república peruana estaba impregnado del sentimiento antihispano y anticatólico de las revoluciones anglosajona y francesa. En aquella época —y aun bien entrado el siglo XX— la utopía prehispánica y la «Leyenda negra» fueron los recursos más empleados por los nuevos ideólogos de la política, las artes y las letras.

Now. Historia, poder y resentimiento (2012) de Juan Carlos Valdivia Cano recopila un conjunto de ensayos la mayoría articulados en torno a la cuestión de la identidad y el mestizaje. En «Quinientos años de mestizaje» el autor propone desmitificar la Leyenda negra acerca de la conquista de América, a partir de una declaración de la historiadora María Rostworoski, quien manifestó que la historia de la conquista del Perú debería revisarse desde la perspectiva de las culturas andinas, y analizando el papel del padre Bartolomé De Las Casas en la consolidación del discurso que colocó a la empresa conquistadora como absolutamente nefasta.

Valdivia Cano considera que la opinión de Rostworoski refuerza un dualismo de opuestos inconciliables. En consecuencia, no habría fundamento para considerar la mirada andina en sí misma superior por contener la verdad histórica; por el contrario, como cualquier otro discurso, sería susceptible de reproducir una interpretación fundamentalista y con mucha más razón si se fija desde un lugar exclusivo para proyectarla.

El autor recusa las interpretaciones fatalistas y culturalmente excluyentes de la conquista, que arrojan un balance totalmente negativo y sin matices, acudiendo a la noción de mestizaje, de acuerdo a la cual una cultura es resultado de la fusión entre al menos otras dos. La síntesis del mestizaje deviene producto nuevo, distinto de sus fuentes, pero, a la vez, enraizado en ambas. El mestizaje hispano-indígena, según Juan Carlos Valdivia, evidencia el encuentro de dos culturas. Nuestro valor como cultura estaría en la fusión de ambas culturas, por lo cual negar alguna de ellas supondría negar nuestra identidad mestiza. Sin embargo, el mestizaje es un concepto problemático porque no discute las tensiones del encuentro cultural; más bien lo aborda como un proceso armónico y no conflictivo. La adhesión del autor a la noción de mestizaje lo aproxima a la representación del mundo andino, del incanato y los conquistadores en la poesía modernista de José Santos Chocano: la raza amerindia y la raza conquistadora proveyeron los insumos materiales y espirituales que dieron lugar a otra raza heredera de lo mejor de sus predecesoras. Y a Mario Vargas Llosa: el resentimiento acumulado históricamente por quienes se consideran descendientes de la tradición indígena explicaría la Leyenda negra, actitud que sirve para eludir nuestra responsabilidad actual.

La promesa de descentrar dicotomías cuyos términos se presentan inevitablemente como antagónicos cautiva al principio, pero Valdivia Cano no logra cuajar esta pretensión, ya que solo el segundo término del par hispano/indígena es enjuiciado y no ambos, es decir, no desestabiliza la contradicción, el paradigma matriz que origina las coordenadas que rigen el modo cómo se interpreta unilateralmente la conquista de América y sus secuelas en la etapa poscolonial donde actualmente nos situamos.

La declaración de Rostworoski, releer la conquista en clave andina, habría que analizarla en todos sus matices. ¿Es posible este análisis hoy desde un locus andino, etnoculturalmente homogéneo, diferenciado y no atravesado por la cultura hegemónica? La cuestión aquí es como se define lo andino: ¿unidad homogénea o comunidad diversa? Valdivia Cano asume de hecho que Rostworoski propone una lectura etnocultural andina desde una perspectiva supuestamente purista, lo cual, por supuesto, es inviable, pero no repara en la posibilidad que la conocida historiadora haya planteado la necesidad de una lectura poscolonial, aunque no enunciada así, de la conquista. En este sentido, la declaración de Rostworoski adquiere otra dimensión: subvertir la lectura hegemónica desde un lugar poscolonial atendiendo a la voz de los sujetos subalternos y, en principio, reconociendo la subalternidad epistemológica prevaleciente en el discurso historiográfico, lo cual no implica desconocer nuestra heterogeneidad cultural, pero sí admitir que los mecanismos de la colonialidad continúan operando bajo otras modalidades, y que una de ellas se manifiesta mediante el discurso científico; por consiguiente, el primer paso para desmontar una «leyenda» es trazar su genealogía, puesto que así observaremos su procedencia y procedimientos.

La estructuración de este ensayo dificulta el desarrollo de sus argumentos. La fragmentación en varias unidades, muy breves algunas, dispersa innecesariamente sus ideas lo cual no fortalece su postura, sino que motiva digresiones que desenfocan la argumentación, pues abundan en situaciones anecdóticas. Algunas secciones de este ensayo están desarticuladas del resto, a las cuales puede unir un tema bastante general, pero no apoyan directamente la postura del autor. A esto se agrega su estilo de escritura. La ironía y la adjetivación pueden ser estrategias retóricas muy útiles, pero si no van acompañadas de definiciones, explicaciones, descripciones o ejemplos, la elocuencia del estilo termina capturando la atención más que la consistencia de las ideas.

Argumentativamente, el primer y el segundo ensayo no despliegan un contenido sólido. En «Garcilaso: historia de una aventura», el autor apela más a la personalidad de los individuos a quienes recurre como autoridad para validar sus argumentos que a las ideas que exponen sus discursos; recurre a situaciones anecdóticas, más que al análisis de procesos históricos. Algunos autores en quienes se apoya no representan realmente una autoridad competente en la materia en discusión, como son Mario Vargas Llosa, Jorge Luis Borges u Octavio Paz, si se trata de profundizar en temas donde la opinión de un narrador o poeta, aunque seductora, se mantiene en el lugar común. Este tipo de apelación podría lucir muy persuasiva si solo nos detenemos en la figura de quien es citado; no obstante, si vamos más allá y evaluamos cuan pertinente ha sido acudir a ellos, el efecto de persuasión se diluye. Replicar la Leyenda negra resaltando el espíritu aventurero, el arrojo y la valentía de los conquistadores es como sugerir la lectura de una novela debido a las virtudes personales de su autor. Este ensayo reitera los lugares comunes consolidados por la historia oficial: Garcilaso, el primer mestizo, ergo, el primer peruano. Son expresiones alegóricas que expresan la inquietud de los historiadores por fijar referentes simbólicos. Tal como lo hizo Mariátegui con Melgar: el primer momento peruano en la literatura.

Su análisis es poco riguroso cuando aborda un periodo histórico tan relevante como la conquista de América sin mencionar a los protagonistas ideológicos de la Leyenda negra: el español Julián Juderías, autor de un libro titulado también La Leyenda Negra (1914); o el argentino Rómulo D. Carbia, autor de Historia de la Leyenda Negra hispano-americana (1943) por citar a los más visibles. Valdivia Cano replica la Leyenda negra afirmando que no todo fue violación, sugiriendo que los matrimonios de los conquistadores más célebres con mujeres de la nobleza incaica tuvieron un happy end. Asimismo, acude a los Comentarios reales de donde extrae las impresiones del Inca Garcilaso acerca de los conquistadores a quienes considera valientes y nobles. Se necesita más que las buenas impresiones del Inca Garcilaso para desbaratar la Leyenda negra.

En «Mariátegui: ética y mestizaje», Valdivia Cano ensaya una lectura del Amauta fin de hallar nuevas razones que fortalezcan su hipótesis sobre el mestizaje y la refutación de la Leyenda negra: «Negar un elemento constitutivo de la propia identidad (o el hispánico), por identificación excluyente con el otro (el andino), o con la imagen que se tiene de él (el pobre, el dominado, el desvalido […]) es una actitud resentida y por eso nefasta para la salud individual y colectiva» (p.95), señala el autor en un apartado de este ensayo.

Aquí se ha asimilado «andino» con «indígena», categorías que se superponen imperfectamente, por lo cual, si se emplean indistintamente, generan confusiones. Lo andino es una construcción discursiva mucho más reciente que lo indígena. Aquella fue concebida a partir de la referencia a una vasta región geográfica atravesada por los andes, situación que en teoría le imprimiría una cierta homogeneidad a las culturas que habitaron esa zona. Lo andino sería entonces, la traducción cultural de una referencia geográfica, una abstracción que explicaría la cosmovisión del hombre andino trascendiendo las fronteras políticas de los Estados.. En cambio, indígena alude a la procedencia originaria de los pueblos respecto al territorio que ocupan, es decir, lo autóctono. El universo amazónico, por ejemplo, no forma parte de los estudios andinos, pero sí está vinculado al discurso indígena, en tanto pueblos originarios.

Precisemos que la dicotomía mariateguiana no es hispano/andino sino hispano/indígena. Que Mariátegui reconociera la trascendencia del pensamiento occidental en su propia formación y el potencial transformador del marxismo en América Latina no debe conducirnos a afirmar que él perdiera de vista la desigualdad entre lo quechua y lo español lo hispano y lo indígena o incluso entre indígena e indigenista. En «El proceso de la literatura», si bien admite que la impronta colonial es innegable, también establece una periodización literaria —colonial, cosmopolita y nacional— a fin de explicar que el colonialismo supérstite en la literatura republicana merece ser no solo reconocido sino, además, enjuiciado desde una perspectiva consciente de su dependencia histórica frente a la metrópoli española, aspecto que no es advertido por Juan Carlos Valdivia Cano, pues invoca parcialmente a Mariátegui, es decir, solo lo concerniente al reconocimiento del componente hispano-occidental de la identidad mestiza, mas no la actitud subversiva frente al colonialismo supérstite.

Aparentemente, la negación excluyente de lo hispánico o de lo indígena nos conduciría a un fundamentalismo cultural ingrato frente a sus ancestros. Esta negación es discutible para Valdivia Cano cuando la plantean los sujetos subalternos y no cuando procede del discurso hegemónico; en otras palabras, el discurso hispánico-occidental reclama al discurso indígena el reconocimiento de su herencia como parte de la identidad mestiza que ambos integran, pero no repara en que ese reclamo es en realidad un mandato, pues la relación jerárquica entre lo hispano y lo indígena no da espacio para otra modalidad intercultural. La ficción del mestizaje radica en la disolución armónica del conflicto cultural, cuando en verdad, la estructura del mestizaje sigue siendo desigual, asimilacionista, jerárquica y orientada unilateralmente por la cultura hegemónica.

¿Acaso la Leyenda negra no es susceptible de interpretarse como una proyección de lo que España asume como la mirada del subalterno resentido o como un discurso deliberadamente sostenido por otras potencias coloniales? ¿Esa leyenda proviene exclusivamente del resentimiento de los «humillados y ofendidos» o ha sido también alimentada por la fantasía del discurso hegemónico en un intento fallido por situarse en el lugar del otro, en un deseo de interpretar o experimentar, al menos a nivel discursivo, el impacto de su propio poder? Estos cuestionamientos no son advertidos, pues la idea de mestizaje bloquea el esfuerzo de enjuiciar ambos términos del paradigma hispano/indígena, o sea, dificulta el desmontaje total de la controversia, porque parte del supuesto del encuentro simétrico, de la fusión armónica, y no del encuentro conflictivo.

«Basadre: la historia y la ética», presenta una semblanza de Jorge Basadre combinada con impresiones personales sobre la historia y, de manera similar al anterior ensayo, acude al historiador en busca de razones para sustentar su desacuerdo con la negación de la hispanidad, ya que nuestra condición mestiza sería evidencia para lo contrario. Valdivia Cano anota que «Lo que hay que negar-superar es, sin embargo, la pre modernidad, no la hispanidad o la occidentalidad que son irremediables asuntos de hecho». La capacidad de agencia de los sujetos subalternos en circunstancias de dominación fue interpretada de manera pesimista por los críticos de Gayatri Spivak luego que publicara «¿Can the Subaltern Speak?», cuando en realidad, ella llamó la atención sobre lo que el intelectual debería hacer si es que, efectivamente, la autonomía del sujeto subalterno no es plena. La afirmación del autor de Now refuerza una concepción que ha sido bastante trajinada dentro de las ciencias sociales, los estudios culturales y la crítica poscolonial: que entre colonialidad y modernidad existen más continuidades que rupturas, que la modernidad fue un fenómeno global en el cual fue fundamental el descubrimiento de América, en otras palabras, que sin este acontecimiento, no es posible comprender la modernidad, y que uno de los modos de dominación más vigente y activo es el discurso científico. De modo que América Latina no puede ser pre moderna, pues ella es parte constitutiva de la modernidad.

La desmitificación de la Leyenda negra y la recusación de una interpretación de la conquista supuestamente más veraz por ser andina despiertan muchas expectativas, pero la noción de mestizaje empleada por Juan Carlos Valdivia obstaculiza su planteamiento. El libro muestra un desarrollo muy superficial del tema que congrega los ensayos. Este es un género flexible en comparación con el artículo científico; sin embargo, exige abordar una polémica con un conocimiento amplio de las posturas involucradas. La arbitrariedad del género ensayístico no es licencia para especular y abandonar el análisis o, el estado de la cuestión del tema a debatir. Valdivia Cano reduce la resistencia cultural a resentimiento, simplifica enormemente lo que significó el indigenismo en el Perú, pues no advierte los matices intermedios entre lo hispano y lo indígena, lo heterogéneo, lo diverso que trasciende esa contradicción.  

Publicado en el diario Noticias de Arequipa, 24 de diciembre de 2012

sábado, noviembre 10, 2012

LA ARROGANCIA DE LA CRÍTICA


En «El compromiso con la teoría», Homi K. Bhabha se preguntaba si toda polémica debía ser necesariamente polarizada y si el único camino que nos queda para superar ese dualismo es adherirnos a una de la ideas en conflicto o inventar una contrarrepuesta radical? Barthes coincidiría con el teórico indio de los estudios poscoloniales en que toda dicotomía es, en realidad, una ficción sostenida desde ambos extremos, y que el desafío pasa por desmontar sus fundamentos.

Lo neutro es una categoría de análisis textual desarrollada por el semiólogo francés Roland Barthes a lo largo de cursos y seminarios impartidos en el Collège de France entre 1977 y 1978. Lo neutro consiste en deconstruir una oposición binaria, que Barthes denomina «paradigma», cuyos términos en conflicto son los que producen sentido: «Defino lo Neutro como aquello que desbarata el paradigma […]. ¿Qué es el paradigma? Es la oposición de dos términos virtuales de los cuales actualizo uno al hablar, para producir sentido», ya que «el paradigma es el motor del sentido; allí donde hay sentido hay paradigma, y allí donde hay paradigma (oposición) hay sentido». Al no optar por uno u otro término, lo neutro desmonta el binarismo del paradigma, pues «elegir uno y rechazar otro es siempre sacrificar algo al sentido, producir sentido […]». Siguiendo la propuesta de Barthes, lo neutro esquiva, suspende, desbarata la controversia, es decir, el conflicto propio de todo paradigma oposicional manifestado en cualquier tipo de discurso.

Barthes procura no ofrecer una definición programática de lo neutro, más bien describe sus rasgos y figuras, y en general, cómo opera, ya que es consciente de que toda tentativa de fijar un sentido de lo neutro terminaría por convertirlo en un paradigma, por lo cual lo somete a «un estado de variación continua» en lugar de fijar un sentido final. En síntesis, acota que lo neutro consiste en «desbaratar el paradigma», un acto de «rechazo a dogmatizar». La misma forma en que expone los alcances de lo neutro es un ejercicio de evasión, suspensión o huida de una definición tradicional. Lo que en realidad muestra es una genealogía del concepto al estilo foucaultiano. La aproximación etimológica a esta categoría le permite ir desechando los sentidos que no le son útiles para finalmente quedarse con los que ilustran su aplicación.

Reemplaza conceptos por metáforas, porque el concepto, afirma, es arrogante, reduce la diversidad, generaliza, fija sentidos. En cambio, la metáfora diversifica los sentidos. Lo neutro es más metáfora que concepto. La forma en que Barthes lo expone es elusivo de una definición, ya que recurre a figuras, metáforas y fragmentos para explicarlo.

Lo neutro no equivale a neutralidad ni indiferencia, nos dice Barthes. En cambio, podríamos afirmar que se trata de neutralizar o inmovilizar la maquinaria textual de sentidos que es el paradigma. De este modo, evita la consolidación de un sentido en perjuicio del otro. Lo neutro suspende la arrogancia de la certeza: «Neutro es desapego del sentido: todo “plan” (división temática) sobre lo neutro equivaldría a oponer lo Neutro y la arrogancia, es decir, a reconstituir un paradigma que lo Neutro quiere precisamente desbaratar: lo Neutro se convertiría discursivamente en término de una antítesis: al ser expuesto, consolidaría el sentido que quería disolver».

Lo neutro suspende la arrogancia de la certeza. Barthes reúne bajo el nombre de arrogancia «todos los gestos (de habla) que constituyen discursos de intimidación, sujeción, dominación, aserción, soberbia: que se ubican bajo la autoridad, la garantía de una verdad dogmática, o de una demanda que no piensa, no concibe el deseo del otro». La arrogancia ignora el deseo del otro imponiéndole un dogma sin posibilidad de rechazo. Nos dice el célebre semiólogo francés que la arrogancia se reconoce en las obligaciones positivas: mandatos, demandas. El fanatismo es un buen ejemplo de la arrogancia en la cultura: pensar obsesivamente en corregir el equívoco del otro «por su propio bien», ignorando el disenso. Trasladando esta figura al ámbito de la crítica cabe preguntarnos ¿Es arrogante la crítica literaria? ¿Cuándo lo es? Siguiendo lo expuesto por Barthes, sería cuando la crítica afianza alguno de los sentidos generados por el paradigma, fortalecido por su estatuto de institución política.

También puntualiza que la manera como se sustenta la validez de una postura es arrogante cuando se basa en el deseo de convencer. Así, más que ser válida por lo que ofrece, la contundencia de la evidencia suele depender de la arremetida de quien la enuncia. Certezas absolutas, convicciones férreas, ausencia de matices, unidad forzada, espíritu de cuerpo, integrismo, intolerancia… son indicios de arrogancia.

Lo neutro fue una de las últimas elaboraciones teóricas de Roland Barthes, en la cual se sintetizan todas sus preocupaciones sobre el lenguaje, la escritura, el discurso, la ciencia, la literatura, la semiología y el poder. Hay un notable énfasis en problematizar la cientificidad de la semiología, la noción tradicional de método. Hace extensiva su aplicación a cualquier dominio del lenguaje: «todo discurso […] que se relacione con el conflicto, o con su cesasión, su esquive, su suspensión». No aspira a convertirse en un método a la manera de una disciplina; es un no-método, ya que no sigue un procedimiento para obtener un resultado conocido a priori, sino que se abre a la aventura del descubrimiento durante la travesía de su aplicación. La idea tradicional de método es reemplazada por la idea del «fragmento», y lo hace convencido de que el método es un discurso del poder vinculado a una disciplina como saber-poder. Aquí es donde Barthes se rebela contra al culto al resultado característico del método científico. Su método, nos dice, es excéntrico. Incluso afirma que la genealogía de lo neutro está caracterizada por la pérdida de rigor metodológico, la errancia y la no exhaustividad. Es decir, la aplicación de lo neutro contempla variaciones constantes en el camino.

Barthes mantiene un diálogo constante con la filosofía Zen y el Tao, mediante los cuales ejemplifica los alcances de su propuesta, extrayendo fragmentos de textos, evocando citas o anécdotas que tienen por función reemplazar la definición de lo neutro y de sus figuras. Precisamente, la idea de arrogancia la extrae del Zen, cuyo efecto en su concepción de la semiología es la precaución frente a las jerarquías, los dogmatismos y la fijación de sentidos. Lo neutro barthesiano trasciende las dicotomías, huye de la oposición binaria. Retiro que no debe interpretarse como indiferencia, temor, simple negación o evasión de una cuestión crítica, sino como estrategia para pensar la controversia de manera distinta. Lo que se evade o suspende son las coordenadas de la lógica oposicional que polariza la controversia. Se huye de las premisas del paradigma, pero no se evade la gravedad de sus implicancias y mucho menos se las ignora. Se evaden sus dictámenes, sus sentidos para enfrentarlos desde un lugar y de una manera diferente.

Otra influencia del Zen es la fuerte dosis de escepticismo frente al pensamiento oposicional. No se trata de un escepticismo paralizante que renuncia al saber, sino que paraliza o suspende el mandato de asumir las premisas de tal o cual paradigma, lo cual implica un compromiso ético de responsabilidad, una manera de superar la indecidibilidad de las controversias, que exige del crítico una profunda consciencia de su libertad para disentir. En palabras de Michel Foucault, diríamos que es una forma de desobediencia, de disenso, de rechazo a vivir conforme a los requerimientos del poder: «Ningún Neutro es posible en el campo del poder».

La escritura de Barthes es representativa de sus planteamientos metodológicos: fragmentación, digresión, excursión. Lo neutro es un ataque directo contra el dogmatismo, un planteamiento que convendría aplicar a la pedagogía actual que aclara un saber a niveles rudimentarios no para criticarlo sino para fijarlo más fácilmente. El problema es que el «habitus» pedagógico neoliberal ha ganado mucho espacio y gran cantidad de adeptos entre profesores de colegio y universidad. El caso peruano me parece de los más graves en América Latina.

Relevar los discursos arrogantes, es en suma, el propósito que Barthes deparó para lo Neutro.

Publicado en el diario Noticias de Arequipa, 11 de noviembre de 2012

sábado, noviembre 03, 2012

CULTURA Y CAPITALISMO


En La communauté désoeuvrée (1983) Jean-Luc Nancy criticaba una cierta idea de comunidad que alienta la búsqueda retrospectiva de su identidad en un pasado perdido. Frases como “todo tiempo pasado fue mejor”, “la Lima que se fue” o “la Arequipa de antaño” resumen muy bien la nostalgia por la comunidad perdida. Y es que empeñar el presente de una comunidad a una búsqueda en el pasado supone que en algún momento de su historia se perdieron los fundamentos de su identidad y que, en consecuencia, algo se echó a perder. La célebre interrogante de Zavalita a poco de iniciar Conversación en La Catedral “¿En qué momento se había jodido el Perú?”, más que una pregunta es la constatación de un presente insatisfactorio, pues, en el ahora quien lo enuncie asume el esplendor de antaño como definitivamente perdido, mientras observa con desprecio el presente. La misma pregunta transita las reflexiones de Mario Vargas Llosa en La civilización del espectáculo: ¿en qué momento de jodió la cultura? ¿En qué momento se diluyeron los valores que fundamentaban el buen gusto? Mi respuesta es que no fue un momento, sino una suma de momentos donde cada uno amplificaba progresivamente el giro que al terminar provoca se perciba que hubo un cambio, y si seguimos las frases anteriores, ese cambio es evaluado negativamente desde el presente.

A Occidente lo ha guiado esta añoranza por la comunidad desaparecida, carencia que suplió asumiéndose como dilecta heredera de Grecia, Roma y las grandes civilizaciones de Oriente próximo. El peligro aquí, aunque Nancy no lo diga directamente, es pensar, primero, que es posible hallar ese fundamento indagando en el pasado; y, segundo, traerlo para fundamentar el presente y proyectarse al futuro. En realidad, lo que se hace en esa retrospectiva es ir creando una identidad, no descubriéndola, incluso, con elementos más contemporáneos que arcaicos. Por ello, los fundamentos de una identidad cultural basada en la retrospección histórica le deben más al discurso que desde el presente la anima que al supuesto hallazgo de una remota esencia en el pasado. Es lo que tiene de ficción, por ejemplo, el nacionalismo, el regionalismo u otras manifestaciones del espíritu gregario local, como la exaltación de la “patria chica”. Esta nostalgia por la identidad perdida de la comunidad motiva un serio emplazamiento contra el discurso predominante sobre la identidad arequipeña, cuyo puntal ha sido el racismo, como dispositivo de diferenciación entre el ser-arequipeño, el devenir-arequipeño y el no-ser arequipeño, articulado con la clase social, la honorabilidad del apellido o la autoridad que confiere el gusto por las bellas artes. 

El gesto de Juan Manuel Guillén en junio de 2002 —conceder simbólicamente ciudadanía arequipeña al gentío que colmó la Plaza de Armas cuando anunció que no se privatizarían Egasa ni Egesur— supone que antes de las protestas sociales había un “ellos” extraño y un “nosotros” familiar, o sea, dos comunidades en las que “ellos” aspiran a ser reconocidos como arequipeños y un “nosotros” que deniega o posterga tal aspiración hasta el momento que consideren que “ellos” hicieran algo que merezca concederles el ser-arequipeño. Por ello, la entusiasta interpretación de que la “gesta de junio” fue una manifestación de la arequipeñidad, el primer gran rugido del “León del Sur” en el siglo XXI, basada en la momentánea suspensión de las diferencias socioculturales, habría que matizarla enormemente. El discurso de Guillén revela la intensidad de ese discurso excluyente que sostiene la identidad cultural manifiesta en etiquetas como “Ciudad Blanca”, “Ciudad caudillo” o “León del Sur”, porque, desde esa mirada, si ya no fueron las élites ni las clases medias, o no sobre todo ellas, las protagonistas de aquellas protestas, sino fundamentalmente las poblaciones de habitan los conos de la ciudad, integradas por migrantes y descendientes de migrantes nacidos en Arequipa, se interpreta que estuvieron motivadas por una meta cultural aspiracional, ser reconocidos como arequipeños, reconocimiento que, simultáneamente, es señal de vigencia y crisis de la identidad arequipeña: de lo primero porque habría una arequipeñidad ahistórica, intemporal, reactualizándose periódicamente; de lo segundo porque tal reactualización fue ejecutada por sujetos tradicionalmente excluidos de la identidad 

Quienes se empeñen por encontrar el momento en que se estropeó la cultura no solamente están interesados por el espacio-tiempo en que ello sucedió, sino también por hallar a los responsables históricos de “semejante atentado” y por señalar a los que en el presente siguen jodiendo la cultura. El fundamentalista cultural no admite las elecciones de sus otros, las combate. Defiende esencias, inmanencias; celebra a los íconos de la tradición, pero no se permite enjuiciarlos. En buena cuenta, las airadas protestas contra la degradación de la cultura llevan consigo una profunda desazón porque cada vez resulta más complicado recurrir a la alta cultura para situarse como heredero de una tradición en crisis.

Urge descentrar la noción de cultura como creación artística, refinada o popular. Esa es la dicotomía que prevalece en la intervención de Mario Vargas Llosa sobre “cultura”. Cultura es una manera de habitar el mundo, y mucho, mucho después un objeto en peligro de extinción porque ya no se lo aprecia como antes. La gran amenaza no es tanto que el “buen gusto” esté en peligro, o que abunde la frivolidad, sino que el capitalismo neoliberal haya capturado la industria cultural y vaya modelando cada vez más exitosamente un modo de vida desintegrador, antisolidario y egoísta. Si se mantiene la idea de cultura igual creación artística alta/popular seguirá discutiéndose, por ejemplo, que el Palacio de las Bellas Artes es un fracaso porque no es “estético”, o lamentar que Vanessa de Oliveira tenga mayor cobertura que los escritores homenajeados en la Feria Internacional del Libro (FIL). Habría que preguntarnos en qué circunstancias en Arequipa aparece una feria del libro: precedida por la llegada de los mega centros comerciales, por varias convenciones mineras, la expansión del crédito de consumo y el boom gastronómico, secundada por la llegada de mayores inversiones, en momentos que se vienen afianzando editoriales alternativas —pero que reproducen a nivel micro la misma lógica y yo diría, más agresivamente, que las grandes editoriales transnacionales— o sea el evento cultural más esperado en estos últimos 4 años no llegó en el esplendor de las letras regionales, no en los 60s, 70s, u 80s, sino finalizando la primera década del 2000. La FIL nos demostró que cuando ya hubo dinero en los bolsillos fue momento de pensar en la “cultura”, pues cultura así es algo que solo se consume, no una vivencia. Y eso se refuerza cada vez que se invoca la cultura como una especie en extinción a la que hay que salvar porque ya nadie la aprecia.

Lo frívolo, más que desprecio, merece mucha atención. Porque en los actos cotidianos más banales, aparentemente intrascendentes está la marca de la dominación. (Foucault ya lo había advertido en Vigilar y castigar). En la cotidianeidad más elemental se observan los modos en que actúa, por ejemplo, la violencia racial, social, de género, lingüística, etc.; la que obliga a una comunidad a abandonar su territorio a favor de la explotación minera, la que los considera un obstáculo para el desarrollo, la que impide el libre acceso de un ciudadano a un establecimiento o una playa. En esas banalidades se manifiesta lo que para un “nosotros” es “extraño” porque proviene de “ellos”. Despreciar, subestimar o ignorar el poder modelador de la frivolidad implica el riesgo de que esa violencia continúe y se expandan. Por ello la abierta indignación contra la indiferencia de algunos medios locales que en el marco de la Feria Internacional del Libro ignoraron a algunos escritores homenajeados habría que trocarla por indignación frente a la violencia del elitismo cultural y la violencia de género que sustentan esas intervenciones mediáticas.

La frivolidad es el analgésico de la sociedad de consumo, lo que esta necesita para que la “intelligentsia” se dedique a cuestiones “más elevadas”, tanto que se aleja del día a día. Mantener a la crítica en la estratósfera ha sido uno de los mayores éxitos culturales del capitalismo tardío.

El capitalismo tuvo en la ciencia a su más eficaz colaborador. Ahora se ha sumado la cultura, como una eficiente plataforma de expansión del capitalismo en clave neoliberal, que lo presenta como una legítima forma de vida, elegible entre tantas otras, donde el consumo alienta la imagen de un individuo soberano, autónomo, individualista, antisolidario, libertario, apolítico y desideologizado. El mayor logro del capitalismo es que a través de la ciencia y la cultura disfrazó su carácter ideológico, lo que no pudo en política y economía, porque en estas últimas, no tenía reparos en exhibirse como discurso ideológico. Distinguidos intelectuales y artistas se empecinaron en alejar a la ciencia y la cultura de la ideología, convenciéndose de que ambas no eran espacio para la deliberación ideológica, anhelando convertirlas en zonas liberadas de ideología, insistiendo en el perfil no político del científico y del artista, creyendo que así ciencia y cultura estarían mejor resguardadas. El capitalismo de hoy ha escogido la cultura como plataforma de divulgación, ya no pasa por ideológico sino como un nuevo modo de vida. El capitalismo se ha blindado con la cultura.

Publicado en Noticias, 4 de noviembre de 2012

sábado, octubre 27, 2012

COMUNIDADES FRACASADAS

El comunismo «es el horizonte insuperable de nuestro tiempo», declaró Jean-Paul Sartre, entusiasmado ante lo que para la intelectualidad francesa, luego de Mayo del 68, significaba la inminente debacle del capitalismo. Cuatro décadas después, Jean-Luc Nancy invierte la sentencia sartreana: «Todo parece mostrar, más bien, […] que la desaparición, la imposibilidad o la condena del comunismo son los que forman el nuevo horizonte insuperable». A decir de Nancy, el comunismo fracasó porque se construyó sobre una cierta idea de comunidad que lo condenaba a su desaparición.

La tesis de Nancy en La communauté désoeuvrée (1983) [La comunidad inoperante, 2000] es que la idea de comunidad no es operante o viable, porque la tradición europea la concibió como realización absoluta de individuos absolutos. En tal sentido, la comunidad inoperante es la que se constituye a partir de la fusión de individuos en un ser comunitario, puesto que la amalgama de individuos absolutos, inmanentes, no da como resultado una comunidad absoluta Precisamente, una concepción esencialista del individuo y de la comunidad, y la convicción de que la comunidad es el destino de la humanidad, ha dificultado, según Nancy, la realización de la comunidad. De tal manera, la comunidad es un proyecto inacabado, inoperante por definición, en el sentido prevaleciente con el que fue ideada: como fusión de individuos dentro de un colectivo a fin de constituir un ser comunitario igualmente absoluto. Para Nancy, esa operación, obra o proyecto no es viable, pues estuvo desde sus fundamentos destinado al fracaso. Sus propias contradicciones la condujeron allí.

La explicación de la inoperancia de la comunidad la hallamos en el culto humanista al individuo. Europa construyó una identidad filosófica sobre la base del individuo. Este es uno de los grandes mitos de la modernidad: autonomía, unicidad, racionalidad y progreso son algunas de las cualidades que hicieron del individuo el sujeto absoluto de la modernidad. Desde Occidente, se difundió la idea que el individuo sería fundamental para la liberarse de las tiranías, y una vez logrado ello, para defender los derechos individuales conquistados en beneficio de la comunidad. En consecuencia, este culto humanista al individuo se instaló como referente para posteriores experiencias colectivas, cuyo efecto sería emular a Europa a fin de asegurar el bienestar individual.

Según Nancy, no hay una individualidad absoluta (una inmanencia absoluta, una esencia) ni una totalidad absoluta, es decir no hay una individualidad como «estar-separado» ni una totalidad que disuelva a individuo porque su puesta en relación es previa a la formación de una comunidad. El ser mismo es una relación, no una esencia. Este es para Nancy, si tuviera que ser definido, el fundamento de la comunidad. De otra forma, pensar el ser como un absoluto hace inoperable una comunidad. Nancy enfatiza que la idea de una inmanencia absoluta del ser termina contradiciéndose, pues, pese a que contempla un absoluto separado de todo, «lo pone en relación» consigo mismo, como no absolutez. La realización colectiva como ser absoluto, sobre la base de la conjunción de absolutos individuales, fue una aspiración de la modernidad. Nancy observa que el error allí está en que no es posible sumar individuos, pues si se los pone en relación en comunidad pierden esa absolutez. La ilusión de la comunidad, entonces, ha sido pensarse como una suma de individualidades, ignorando que el individuo «es el origen y la certeza sólo de su propia muerte». El sujeto absoluto no puede serlo porque de serlo asemejaría a Dios en la cobertura de la totalidad, un saber total que integra todas las particularidades. La definición del ser mismo como una relación y no como inmanencia absoluta, como esencia, es la condición de posibilidad de la comunidad. «[...] la imposibilidad de la absolutez del absoluto, o a la imposibilidad “absoluta” de la inmanencia acabada». Así, Nancy pone en crisis la definición esencialista (inmanentista) de individuo y comunidad.

La muerte es indisociable de la comunidad, porque la esta se revela a través de la muerte y viceversa. Tal como ha sido pensaba la comunidad, nos dice Nancy, esta suprime la inmanencia de los individuos al pretender subsumirla en una inmanencia mayor, la del ser de la comunidad. Por ello es que la comunidad no puede ser obrada, operada o realizada como meta final del hombre. La existencia de la comunidad supone necesariamente la suspensión de la autoconciencia de sí mismo.

La distinción que establece entre singularidad e individualidad aporta otra explicación sobre los límites de la comunidad. Lo que se llama individualidad es propiamente singularidad, nos dice Nancy. La singularidad se ubica en la relación entre los elementos de un colectivo, en el «clinamen» (declinación del individuo en la comunidad); en cambio, lo individual alude al sujeto sin relación posible. La comunidad posible es la que congrega a seres singulares, ya que la singularidad no tiene sujeto, es inidentificable como cosa absoluta individual porque está en relación. La idea del individuo y comunidad han estado impregnadas de esencialismo. Han ignorado el éxtasis: que la comunidad no está integrada (no puede estarlo a riesgo de fracasar) por individuos sino por seres singulares. Ese esencialismo es el que el comunismo mantuvo en cuanto a su idea de comunidad: individuos que se disuelven en la totalidad, posibilidad que Nancy rechaza categóricamente.

A diferencia de la individualidad, la singularidad se halla no es el aislamiento sino en el contacto entre seres singulares. El individuo absoluto es infinito. El ser singular es finito. La comunidad reúne seres finitos, o sea no individualidades sino singularidades. La comunidad no es un nivel superior de realización del individuo producto de la acumulación de individualidades. No es que la suma de individualidades arroje un producto mayor al resultado o que la comunidad sea mayor a las suma de las partes (individualidades).

Esta idea de comunidad discutida por Nancy —la de una inmanencia individual y comunitaria absolutas— está definida por la muerte, en el sentido que los miembros se disuelven, desaparecen en la fusión comulgante, dejan de ser. También se incluye la inmolación colectiva en nombre de la comunidad y el exterminio de los miembros no comunitarios. Lograr la realización de la comunidad mediante la muerte. El suicidio, la inmolación ejecutados por la comunidad tiene el sentido de fundir la individualidad, de sumergirla en la totalidad. La muerte es el horizonte comunitario por excelencia. La muerte nos introduce en una comunidad de la inmanencia humana.

Nancy, dice que el sacrificio en y por la comunidad se hace en la confianza de una comunidad futura. De inmediato agrega que la conciencia de la comunidad perdida y comunidad por-venir son superficiales. No hay un por-venir para la comunidad, el futuro es siempre la muerte singular. Así la inmolación en nombre de la comunidad que vendrá tiene como única verdad la muerte singular de quienes se inmolan. El sacrificio de la muerte no deviene comunión. Esa obstinación por la inmanencia de la comunidad a través de la muerte, buscar la comunión en la muerte ha sido el signo de la edad moderna.

En La comunidad inoperante, Jean-Luc Nancy nos invita a entender la comunidad no como congregación de individuos sino de singularidades, pues no hay un ser singular que no mantenga contacto con otro. En contraste con el individuo, lo singular sí está puesto en relación por lo cual sí puede dar lugar a una comunidad, mientras que la fusión de individuos, solo podría originar una comunidad de seres-para-la-muerte. Vista así, la comunidad estuvo condenada desde su concepción al fracaso, debido al culto humanista del individuo, que devino esencia de la comunidad, hasta conducirla a una sola posibilidad de trascendencia: la de una comunidad de seres-para-la-muerte.

sábado, octubre 13, 2012

ROSTROS E IMÁGENES DE LA CULTURA



Los otros rostros del mundo (2012) es, en mi opinión, la mejor publicación en el área de ciencias sociales en Arequipa, y probablemente en el Perú, en lo que va de este año. La variada composición de los colaboradores —estudiantes de pregrado, posgrado y especialistas en antropología visual y documental etnográfico— combina reflexiones panorámicas, aplicadas, hermenéuticas y metodológicas de investigadores en formación y otros de reconocida trayectoria, tanto peruanos como extranjeros. Esta diversidad, que en nada afecta la profundidad analítica de los artículos compilados, demuestra el enorme esfuerzo de los editores por lograr una publicación con calidad de contenidos y abierta a diferentes perspectivas disciplinarias, en un contexto local en el que escasea la crítica y la investigación académica.

El libro contiene cuatro secciones. En la primera se plantean cuestiones teóricas y metodológicas. El artículo de Jay Ruby revisa y comenta las principales orientaciones dentro de la antropología visual en los últimos 20 años, mediante un sucinto estado crítico de la cuestión, situándose en los Estados Unidos y el Reino Unido. El creciente interés de las ciencias sociales y de la cinematografía por la antropología visual, su especialización académica, y el comentario de los principales trabajos de investigadores y cineastas son algunos de los aspectos abordados por Ruby. En su opinión, la naturaleza del cine etnográfico no está determinada por una necesaria formación antropológica del realizador. Más bien enfatiza la escasa discusión teórica sobre lo que el cine puede aportar a la antropología muy aparte de ser un recurso audiovisual para la enseñanza, aplicación con la cual no deberían conformarse los antropólogos interesados en el cine etnográfico. Y contra la extendida idea de que el cine etnográfico podría atenuar el rechazo hacia gente desconocida a través de la exposición de sus rasgos positivos, algunos estudios sugieren que los espectadores suelen reforzar sus prejuicios. También, anota que una noción demasiado amplia de «cine etnográfico» deriva en que varios filmes, donde se presentan imágenes exóticas de otro, sean apreciados por un supuesto valor antropológico.

La segunda parte abre las lecturas antropológicas a enfoques sociológicos, fílmicos y culturales. Pablo Passols explora los vínculos entre cine y ciudad. Partiendo de la premisa que un filme puede ser leído como un texto, en tanto posee una red de signos organizada, es decir, una unidad de discurso, y que las ciudades también poseen diversos textos que la circundan, plantea la lectura del cine como el mapeo de los discursos que recorren la ciudad y no como una representación que construye una imagen integral de la misma. Los mapas no son menos ficcionales que una película, pues la relación entre la cartografía y el territorio representado es análoga a la que existe entre el filme y la realidad. Passols concluye que el espectador asume un rol protagónico en la interpretación de la textualidad fílmica, que frecuentemente sobrepasa lo que inicialmente proponían sus realizadores, o sea que contrariamente a la idea que lo ideológico condiciona indefectiblemente modos de pensar en el espectador, habría un amplio margen de negociación donde el espectador reelabora el sentido preestablecido.

Silvana Flores analiza la relación entre cine y memorias populares en Latinoamérica durante los años sesentas. Destaca el uso ideológico del cine como instrumento para la reivindicación de las memorias populares. A los cineastas latinoamericanos que realizaban su trabajo en abierta confrontación con la censura impuesta por las dictaduras en sus países les interesó más, anota la autora, utilizar el cine para narrar historias y transmitirlas a un colectivo a fin de ser utilizadas como elemento político de transmisión de identidades y no tanto la innovación técnica o un despliegue estético vanguardista. Este cine propuso una alternativa de resistencia frente a Hollywood, que difundía una visión colonizadora eurocentrista a través de la industria cinematográfica. La consagración individual del cineasta pasó a un segundo plano. Los directores latinoamericanos comprometidos políticamente con la emancipación de sus comunidades estuvieron marcados por la experiencia del exilio, la cual les significó una circunstancia favorable para la recepción de sus trabajos fuera de sus países de origen. En buena cuenta, se trató de un cine donde la militancia política de los realizadores establecía los objetivos para los que se concebía un filme: orientar a las masas acerca de su condición subalterna y convocarlas a luchar contra dicha situación.

El libro cierra con el análisis e interpretación de películas desde enfoques transdisciplinarios. A diferencia de los anteriores, los artículos de este apartado aterrizan la teoría aplicándola a un filme en particular. Aleixandre Duche sugiere una lectura psicoanalítica que deconstruye el sentido de los poemas de Ramón Sampedro en el marco de la película Mar adentro, de Alejandro Amenábar, según la cual aquellos versos revelan más su inconformidad con no haber muerto en el instante del accidente en el mar, que produjo su tetraplejia, que simplemente ya no vivir más, sentido que es el más extendido en quienes lo rodean: «La fantasía de su muerte como realización de recobrar la vida negada». En consecuencia, hay algo inacabado en la vida de Sampedro que él desea poner fin quitándose la vida, pero que no se agota en ese deseo personal, porque, en realidad, se trataría de liberar a quienes lo rodean de la pesada carga que significa su padecimiento, pues, de algún modo, mientras la muerte no complete lo que por fatalidad no ocurrió como consecuencia del accidente, le estará quitando un poco de vida a sus seres queridos. Esta aproximación a los versos que cierran la película le sirve para analizar la muerte como ritual dentro de una cultura.

Seguidamente, los artículos de David Blaz, José Salinas y Rogelio Scott analizan la violencia política, las formas resolutivas que adopta la memoria frente a la violencia y el totalitarismo nazi, respectivamente, a través de filmes como Vidas paralelas (Blaz), La teta asustada (Salinas) y La Ola (Scott). Blaz pone en evidencia el discurso esencialista de la cinta, que sitúa a las fuerzas armadas en un espacio no ideológico y de contacto directo con la realidad, que no admite problema alguno en la autocomprensión de la violencia, pues atribuye el mal absoluto a su otro senderista. Un acertado análisis de la fuerza performativa del cine y de cómo el arte en cualquiera de sus manifestación no está exento de entramar una visión del mundo interesada e incitadora a ciertas acciones. Salinas observa en el canto de Fausta una estrategia para la resolución del conflicto por la memoria y la reconciliación, recurriendo a la impronta arguediana sobre el haraui. Y le otorga al canto la función de vehicular la memoria, proponer la reconciliación y de ritual de duelo. De la relación entre la pianista y Fausta en torno al canto es posible inferir la limitada interpretación del modo en que opera la reconciliación en La teta asustada: solo acogiendo y comprendiendo el dolor de las víctimas, pero manteniéndose distante de su proceso de duelo, y por el contrario, aprovechándolo para recuperar un protagonismo perdido. Scott opta por un análisis del texto fílmico, en clave psicológica y psicoanalítica, por el cual advierte que el tránsito de un colectivo hacia el totalitarismo podría prescindir de actos de violencia manifiesta, ya que la filiación al fascismo, por lo que exhibe La Ola, va precedida de una estética compartida que diferencia al grupo que la adopta de los que lo circundan. Concluye, a contrapelo de la crítica general, que «más que tratar sobre el posible retorno del totalitarismo nazi en pleno siglo XXI nos da una alegoría de la consolidación del imaginario democrático-liberal luego de la caída del muro de Berlín, del fin de la historia y de la muerte de las ideologías».

He pasado revista solo a algunos de los trabajos que integran Los otros rostros del mundo; no obstante, el resto contiene importantes reflexiones sobre el cine documental, el análisis del discurso fílmico y las representaciones socioculturales de las minorías étnicas a través del cine. Esta publicación demuestra que en Arequipa es posible llevar a cabo un trabajo que combine investigaciones rigurosas, transdisciplinarias y de interés para la comunidad académica, a pesar de las dificultades que significa editar en el medio un libro de este tipo. El registro utilizado por los articulistas es divulgatorio que no abusa de la recurrencia a categorías teóricas que oscurecerían la comprensión del lector común y corriente, lo cual le aporta un valor que  a veces es difícil hallar en quienes nos dedicamos a la investigación académica. Un trabajo que, por todo lo anterior, pone una valla muy alta en el medio y que confío, estimule iniciativas semejantes.