sábado, marzo 27, 2010

El precio de la libertad de pensamiento




En El pez en el agua, hay una sección en la que Mario Vargas Llosa relata una parte de su amistad con Julio Ramón Ribeyro. En ella cuenta que, si bien al inició mantuvieron una muy cordial amistad (Ribeyro fue uno de los primeros en leer el manuscrito de La ciudad y los perros), la política los fue distanciando progresivamente. Durante el primer gobierno de Alan García, Ribeyro fue nombrado funcionario cultural en la embajada de Perú en Francia. Corría el año de 1987 y García se empeñó en estatizar la banca. Como muchos recordamos, Vargas Llosa fue el líder del movimiento Libertad, con el cual inició una campaña que fue decisiva para hacer retroceder al gobierno en sus pretensiones. Cuando Ribeyro fue consultado acerca de la actitud de Vargas Llosa frente a la estatización de la banca, respondió que el autor de La casa verde era un representante de la oligarquía y que actuaba según los intereses de dicha clase. Tal afirmación decepcionó profundamente a Vargas Llosa quien consideraba a Ribeyro como un muy buen amigo. Sin embargo, poco tiempo después, el flaco Ribeyro le alcanzó una nota mediante una amiga en común en la que explicaba que sus opiniones se dieron en el marco de una coyuntura muy especial y que hiciera caso omiso de ellas. Esta rectificación privada molestó mucho más a Vargas Llosa que las expresiones públicas sobre su persona, pues las interpretó como una muestra de inconsistencia ética, la cual si es censurable a nivel privado, en el ámbito de la política pública es mucho más perniciosa. En consecuencia, la amistad entre ambos escritores se deterioró notablemente.

La integridad ética no es solo un asunto que compete a aquellos individuos que detentan un cargo público o que ejercen responsabilidades que comprometen a muchos otros. Las consecuencias de la doblez ética, es decir, de esa manera convenida de interpretar el marco que regula nuestra conducta moral, tiene impacto en todos los ámbitos del quehacer humano y podemos observarla cotidianamente en nuestro diario vivir. No obstante, cuando el contexto no es muy propicio para manifestar opiniones ni para ejercer la abierta discrepancia basada en convicciones personales y no en consignas, la integridad ética, la correspondencia entre el dicho y el hecho, es vista como una potencial amenaza contra el sistema dominante.
Ante esta situación, y con la finalidad de contrarrestrar el disenso, quienes ejercen el poder suelen recurrir a argumentos que son verdaderos en lo que afirman, pero falsos en los que niegan. Apelar al espíritu de cuerpo, la identificación institucional, el amor por el trabajo, el profesionalismo o al sacrificio en aras de un objetivo común es loable y difícilmente alguien podría en contra de aunar esfuerzos colectivos para obtener un resultado beneficioso para el grupo. Sin embargo, la trampa radica en que lo anterior no implica que cuestionar a la mayoría sea una señal de egoísmo, divisionismo o sabotaje. Propósitos muy nobles devienen en totalitarismo cuando se considera que no existe nada por criticar y que el solo hecho de reflejar un valor enaltecedor es condición suficiente para aceptarlo: "Somos conocedores de su capacidad profesional; por ello confiamos en que sabrá resolver el problema"; "La institución lo necesita, sea parte de la solución, no del problema". Desde donde lo veamos, estos discursos manifestan un evidente autoritarismo revestido de solidaridad y sacrificio.

Estos sistemas estar conformados por cualquier agrupación de individuos organizados en torno a ideas claves, principios, doctrinas, creencias, etc. Tales instituciones podrían o no tener una relevancia determinante en la sociedad, pero, al interior de su estructura, mientras menos fisuras ideológicas existan, habrá mayor cohesión entre los miembros, lo que posibilitará un blindaje efectivo contra cualquier ataque externo o disidencia interior. De hecho, existen instituciones más flexibles que otras, porque están constituidas por individuos que no solo ven en el conocimiento un capital intelectual, un recurso para el sustento laboral, un emblema de prestigio social, sino sobre todo que asumen que, por ejemplo, el ser democrático implica una acción que se concreta con la misma intensidad en el ámbito público como en el privado; y que la distinción oportunista, convenida, acomodaticia del accionar ético puede solventar injusticias y abusos. No es íntegro aquel que pregona la democracia, el diálogo, la concertación o la defensa de los derechos humanos, pero que practica el totalitarismo en sus relaciones laborales o familiares, la discriminación racial o el fundamentalismo pedagógico en las aulas.



Hasta hace algún tiempo, yo compartía la idea de que había que juzgar a un individuo de manera fragmentaria, según el ámbito en el que su pensamiento haya tenido alguna influencia; o, de otro lado, me parecía válido distinguir entre la valoración moral sobre una persona y las ideas que esta sostiene. Actualmente, opino distinto: considero que no es posible establecer dicha separación entre el sujeto que enuncia un discurso y el contenido del discurso mismo y que, por lo tanto, las valoraciones que se tienen sobre las ideas de alguien es justo proyectarlas sobre el individuo que las sostiene. Ello también es extensible a las instituciones.

Primero, porque las ideas, creencias y opiniones son productos cognitivos adquiridos, procesados, reforzados o reformulados mediante la socialización y el contacto con otras ideas similares u opuestas. Las ideologías no surgen por generación espontánea, sino que florecen en circunstancias que les sean favorables. Si hay un contexto propicio para el desarrollo del autoritarismo y, por ejemplo, el trato vertical a nivel familiar, laboral y social es de uso cotidiano, no debería sorprendernos que un dictador ascienda al poder fácilmente. Las ideas son construcciones mentales que influyen en la conducta de los individuos. Al organizarse y ser representativas de un grupo social, adquieren institucionalidad y, posteriormente, toman cuerpo ideológico y sirven como marco de interpretación de la realidad para los que comulgan con sus postulados.

Segundo, y en consecuencia de lo anterior, porque la adhesión de un individuo a una ideología va más allá de la simple simpatía o admiración. Se trata de que existe una identificación psicológica del individuo con la "personalidad" de la ideología. Las ideologías poseen una conducta, una psicología o una personalidad que es susceptible de analizar a través de los actos realizados por sus seguidores. El fascismo, el comunismo, el nacionalismo, el liberalismo tienen un espíritu particular que los anima y que, a su vez, anima a sus militantes. En consecuencia, la generación de ciertas ideologías en contextos favorables o la identificación psicológica con el "espíritu" de la ideología. El problema aparece por exceso o por defecto: cuando la ideología rige en absoluto toda la conducta del individuo y anula su capacidad crítica, ello deriva en fanatismo; o cuando, por el contrario, la ideología no cuaja en el individuo y este no actúa en consecuencia con los principios que enuncia. Cabe aclarar que no estoy utilizando una noción peyorativa de ideología, sino una más bien funcional o descriptiva, o sea, como conjunto organizado de creencias representativas de un grupo social.

Nuestros funcionarios públicos y autoridades implicadas en escándalos de corrupción ¿son solamente malos funcionarios? Aunque no conozcamos detalles de su vida privada, es posible adelantar algunos juicios sobre su persona en función de sus declaraciones o actos públicos. La soberbia de Aurelio Pastor respecto al indulto a Crousillat; la indolencia de Rafael Rey frente a las víctimas de las FFAA; la coprolalia de los audios León-Químper; los escándalos protagonizados por los congresistas "comepollo", "robaluz", "mataperro", "lavapiés"; y demás casos, de hecho que revelan, al menos un aspecto parcial de la conducta moral privada de estos sujetos.

Sin embargo, mantener la integridad ética no es muy sencillo cuando la libertad de pensamiento es censurada. El precio que se tiene que pagar por la libertad de pensamiento es enorme cuando hay que decidir entre la supervivencia económica, los contactos sociales, el reconocimiento público y la supremacía moral del deber cumplido que, generalmente, no es nada redituable en términos concretos. Los héroes morales son olvidados rápidamente; en cambio, "hacerse el muertito para no ser visto" sí es muy rentable.

La libertad de pensamiento se dificulta si es que las instituciones condicionan la independencia de sus miembros. Por ello, muchas veces algunos políticos prefieren abstenerse de discrepar de la posición de su partido o de emitir una crítica sobre el líder o sobre flagrantes hechos que merecen un deslinde claro y oportuno. Sartre y Camus lo sabían muy bien. Pese a que ambos consideraban que el socialismo representaba una alternativa política viable para lograr la emancipación del hombre, nunca militaron en ningún partido político de izquierda, seguramente, para conservar su independencia. Cuando la circunstancia lo ameritaba, ambos criticaron duramente a la izquierda francesa y europea por no manifestarse acerca de la existencia de campos de concentración en la Unión Soviética. Gran parte de la izquierda interpretó estas críticas como una traición al socialismo.

La independencia también se dificulta cuando la militancia o la fe nublan el juicio o cuando de subsistir este, es avasallado por el espíritu de cuerpo institucional. Lo vemos diariamente en la política, pero además lo podemos apreciar en lo cotidiano: el maestro innovador que es tildado de excéntrico, el alumno inquisidor calificado de irreverente, el empleado eficiente que culmina su labor en menor tiempo, pero que tiene que exceder su hora de salida para demostrar identificación con la empresa, o el profesional calificado que es postergado por el "tarjetazo" o por su falta de contactos, empatía o adulación con los mandos ejecutivos. El precio de la libertad de pensamiento puede ser muy alto, pero brinda una satisfacción incomparable: la reafirmación del ser individual y de las convicciones, y la liberación de sectarismo ideológico.
Necesitamos que el ciudadano entronice en su vida diaria aquello que los académicos saben muy bien a través de los libros, pero que no siempre aplican como regla de vida. Es la mejor manera de iniciar la pedagogía política con una ciudadanía cada vez más escéptica con los políticos y los intelectuales.

6 comentarios:

Anónimo dijo...

¿Intelectuales orgánicos y disolución de la separación entre público y privado?

Charlie Caballero dijo...

Mejor no se ha podido decir. Intelectuales orgánicos: consecuentes con una conducta moral tanto en lo público como en lo privado. Pero algo me falto aclarar: siempre habra un espacio en el ambito privado en el cual el individuo debe tener pleno dominio y ello tiene que ver con las libertades políticas: opinión, credo, expresión, pensamiento, asociación, etc.

Sin embargo, estas libertades no deberían ser un argumento para justificar un giro inesperado en la conducta moral de una persona y traicionar principios que se han defendido durante mucho tiempo.

Anónimo dijo...

¿Y el derecho a la privacidad?

Charlie Caballero dijo...

debe respetarse absolutamente, pero no debería ser utilizado oportunistamente. La opción sexual de individuo es un asunto privado y no existe obligacion alguna que condicione la exhibición publica de este aspecto personal.

Sin embargo, mi derecho a la privacidad no podría solventar acciones que lesionan la libertad de otros aunque estas se desarrollen en espacios privados.

Anónimo dijo...

Señor Perochena, pero usted, al final, no dice si Ribeyro tenía razón frente a Vargas Llosa.
Responda señor Perochena

Fidel Tubinis

Anónimo dijo...

Si señor Perocho, eso no dice



Tubinis