sábado, junio 29, 2013

ESTUDIOS CULTURALES: UN CONTEXTUALISMO RADICAL

Publicado en Revista Latinoamericana de Ensayo.19-06-2013


Desde su irrupción en el ámbito académico, los estudios culturales han suscitado intensos debates y combates en el ámbito académico, especialmente entre los sectores más convencionales de las ciencias sociales y humanidades. Falta rigurosidad metodológica, banalización de la investigación, moda intelectual importada y pasajera figuran entre las más frecuentes objeciones. En esta controversia, la antropología ocupa un lugar expectante, como lo muestra Carlos Reynoso en Apogeo y decadencia de los estudios culturales (2000), un libro que puede leerse como una síntesis de las reticencias de la antropología frente a los estudios culturales.

La expansión de los Cultural Studies en América Latina tuvo lugar durante los años noventa, periodo caracterizado por la proliferación de programas de grado, diplomados, maestrías y doctorados, eventos académicos y publicaciones, a tal punto que el término «Estudios culturales latinoamericanos», que reivindica una tradición en estudios culturales independiente de la anglosajona, ha adquirido notoriedad dentro de la comunidad académica norteamericana y regional. Todo parece indicar que los estudios culturales llegaron para quedarse, afirma el antropólogo Eduardo Restrepo, en su libro Antropología y estudios culturales. Disputas y confluencias desde la periferia (2012).

Eduardo Restrepo posee una amplia trayectoria académica vinculada a la antropología y los estudios culturales. Es autor de Tumaco: Haciendo ciudad (en coautoría con Michel Agier, Manuela Álvarez y Odile Hoffmann) (1999), Políticas del conocimiento y alteridad étnica (2003), Teorías de la etnicidad. Stuart Hall y Michel Foucault (2004), Políticas de la teoría y dilemas de los estudios de las colombias negras (2005), Inflexión decolonial: fuentes, categorías y cuestionamientos (coautoría con Axel Rojas) (2010), Intervenciones en teoría cultural (2012), además de múltiples artículos sobre teoría social contemporánea, políticas de la representación, articulaciones entre etnia y raza, y colombianidad y afrodescendencia.

En Antropología y estudios culturales, Restrepo sintetiza los encuentros y desencuentros que dividen y aproximan a estos saberes sobre la cultura, trazando previamente sus especificidades, divergencias internas y la posición de los establecimientos académicos latinoamericanos dentro de la geopolítica global del conocimiento. La estructura tripartita del libro facilita la identificación de estos aspectos: la primera y segunda parte dedicadas a la antropología y estudios culturales, respectivamente, así como un recuento final a modo de epílogo donde se contrastan sus disputas y confluencias. Además de exponer, dialogar y contrastar posturas, Restrepo discute los presupuestos que giran en torno a la práctica de la antropología y los estudios culturales, enfatizando en todo momento el lugar que ocupan dentro de la comunidad académica latinoamericana.

La primera parte examina el lugar de enunciación del discurso antropológico hegemónico y periférico dentro de la geopolítica global del conocimiento. Restrepo realiza un ejercicio de antropología crítica de la antropología, puesto que no ha sido frecuente que los antropólogos examinen sus prácticas intelectuales a la luz de las teorías que emplean en sus investigaciones. Los contextos administrativos, laborales, profesionales y académicos en torno al ejercicio de la antropología a menudo se mantuvieron distantes de las discusiones teóricas.

El panorama descrito por Restrepo da cuenta de antropologías varias tanto en los establecimientos académicos hegemónicos como en los periféricos. Y que si bien desde Europa y los Estados Unidos se ejerce hegemonía epistemológica, también en esos espacios existen disputas entre perspectivas dominantes y subalternas, lo mismo que en los establecimientos académicos latinoamericanos. De otro lado, analiza las desigualdades en el campo antropológico transnacional entre antropologías hegemónicas y antropologías subalternizadas. Observa que la asimetría entre las antropologías no obedece exclusivamente a la acción manifiesta de un establecimiento por dominar a otro sino en la recepción acrítica del saber que facilita la subalternización. Entre los procedimientos que subalternizan una antropología a favor de otra, la escritura destaca como un recurso utilizado para controlar la producción disciplinaria: artículos, monografías, ponencias, tesis, informes, documentos de trabajo, etc., poseen formatos, registros textuales, estrategias argumentativas, sistemas de cita, propiedad intelectual y modos de distribución que garantizan accesos privilegiados a información no disponible para quienes no estén insertos en el sistema de divulgación académico. 

Esta situación motivó el surgimiento de la Red de Antropologías del Mundo (RAM-WAN), a modo de respuesta ante la falta de compromiso por examinar el lugar de enunciación de la epistemología antropológica. El proyecto RAM-WAN no apunta a esencializar las antropologías periféricas ni las considera más auténticas porque se enuncien desde el margen. Por el contrario, busca abandonar una lectura esencialista de la «antropología» para dirigirse hacia las «antropologías» y discutir las condiciones de posibilidad de la teoría antes que aplicarla y divulgarla de manera eficiente. Interpelar políticamente el ejercicio de la antropología mediante la intervención en el saber más que su instrumentalización fue unos de los objetivos centrales de este proyecto.

¿Es posible definir los estudios culturales? ¿Acaso una definición no corre el riesgo de excluir una amplia diversidad de perspectivas que no siempre reconocen confluencias entre sí? La segunda parte aborda las particularidades de los estudios culturales. En un sentido contrario al de sus detractores, quienes afirman que carecen de especificidad, Restrepo considera que es necesario aclarar qué son los estudios culturales a fin de evitar confusiones que deriven en una disolución de su singularidad y, en consecuencia, en una pérdida de su vocación política, lo que Stuart Hall y Lawrence Grossberg convendrían llamar el corazón de los estudios culturales. Sin embargo, plantea una definición no tan teórica como empírica, es decir, más fundamentada en las prácticas intelectuales de quienes identifican su trabajo con los estudios culturales.

Luego de esclarecer que no basta con citar a Stuart Hall, Raymond Williams, E.P. Thompson o Richard Hoggart; ni adoptar cultura, ideología o poder como objetos de estudio; manifestar amplitud interdisciplinaria o cuestionar el establishment académico dominante, Restrepo ensaya una definición de estudios culturales sobre la base de las características más notables de esta práctica intelectual: «los estudios culturales remiten a ese campo transdisciplinario que busca comprender e intervenir, desde un enfoque contextual, sobre cierto tipo de articulaciones concretas entre lo cultural y lo político» (p.157). Primero, significa entender lo transdisciplinario no como la superposición de metodologías varias, sino criticar el parcelamiento disciplinario que impide reformular los métodos para adecuarlos a nuevas circunstancias. Esto supone, en segundo lugar, una actitud antirreduccionista que abre la posibilidad de lecturas, pues el estudio de la cultura no es exclusivamente un asunto cultural; es también político, económico, social, jurídico, etc. Asimismo, exige al investigador una explícita voluntad política, pues los estudios culturales tienen como finalidad intervenir para transformar, es decir, utilizar la teoría para provocar cambios en las relaciones de poder y no solo la elaboración de complejos aparatos conceptuales. En otras palabras, teorizar lo político y politizar lo teórico. Finalmente, ello explica por qué contextualizar la teoría es primordial en los estudios culturales: la teoría no debería ignorar las condiciones de posibilidad que determinan a sus objetos de estudios ni su propio lugar de enunciación dentro de una geopolítica del conocimiento. El abordaje de los objetos de estudio en sus manifestaciones concretas pone límites a una hiperteorización que tiende a nivelar todos los contextos, lo que constituye un ejercicio de violencia epistémica, acentuando el colonialismo intelectual. 

Restrepo no soslaya las duras críticas a los estudios culturales, pero al mismo tiempo, subraya que en la mayoría de ocasiones son producto de prejuicios y desinformación; e incluso observa que la recepción irreflexiva de los estudios culturales provocó tergiversaciones que a la postre contribuyeron a su desprestigio; por ejemplo, la convicción de que los métodos y teorías de las antiguas disciplinas eran obsoletos; confundir estudios culturales con estudios sobre la cultura; creer que su institucionalización fortalecería la intervención de la intelectualidad en los asuntos sociales; o que podría homologarse sin más a los estudios culturales con la teoría poscolonial, los estudios subalternos, la teoría posmoderna o el posestructuralismo. De algún modo, la imagen distorsionada de los estudios culturales es resultado de sus seguidores acríticos como de sus detractores desinformados. 

Stuart Hall es muy consciente de que el trabajo realizado por los investigadores del Centro de Estudios Culturales Contemporáneos de la Universidad de Birmingham no representa el único modo de hacer estudios culturales. Asumir el contextualismo radical exige que esta práctica intelectual sea resultado de las demandas y adaptaciones surgidas en diferentes establecimientos académicos. En tal sentido, ¿existen los estudios culturales latinoamericanos? Raúl Bueno Chávez considera que América Latina posee una tradición propia que precede a la escuela de Birmingham considerada habitualmente lugar de origen de los estudios culturales. Jesús Martín-Barbero también declaró que en América Latina se hacía estudios culturales mucho antes que apareciera la etiqueta. Del mismo modo, García-Canclini y Beatriz Sarlo se adhieren a esta postura.

Sin embargo, Restrepo discute esta idea sobre los estudios culturales latinoamericanos sostenida por un amplio sector de la crítica cultural latinoamericana. Señala que calificar como estudios culturales la producción ensayística de fines del siglo XIX y durante el siglo XX en América Latina es confundir estudios culturales con estudios sobre la cultura. Definitivamente, Sarmiento, Alberdi, Bello, Rodó, Mariátegui, Fernando Ortiz, Antonio Cornejo Polar, Ángel Rama, Roberto Fernández Retamar, etc., se interesaron por la idea de cultura pero ello no significa que estuvieran realizando estudios culturales. Asimismo, anota que la necesidad de delimitar la especificidad de un proyecto regional de estudios culturales corre el riesgo de obliterar la heterogeneidad de las investigaciones desarrolladas en América Latina esencializando su práctica. Y porque la cualidad «latinoamericanos» es problemática porque remite a un doble lugar de enunciación: ¿son latinoamericanos los estudios culturales pensados desde o sobre América Latina? ¿lo son por la procedencia del investigador o por sus intereses académicos? Aparte de esto, Restrepo nos recuerda que el origen de la etiqueta está relacionado a los area studies de la academia estadounidense, donde Latin American Cultural Studies involucra una vasta combinación de intereses sobre los países de América Latina. Se trata, como podemos apreciar, de una adjetivación que no oculta sino que pone en evidencia la geopolítica del conocimiento.

La recepción de un libro sobre estudios culturales enfrenta el desafío de aportar algo nuevo a la monumental cantidad de trabajos disponibles en la actualidad, sobre todo los que provienen de la academia estadounidense y británica. Al respecto, el valor de Antropología y estudios culturales no radica en la sustentación de una primicia teórica ni en la exposición de los resultados de una investigación, sino en la selección y síntesis de las disputas en y entre ambos saberes, lo cual trasciende la simple comparación, puesto que apunta al reconocimiento de vínculos silenciados y a tomar distancia de la «política de la ignorancia», causante del desconocimiento y descalificación de los avances en ambas formaciones.

domingo, junio 23, 2013

LAS HUMANIDADES EN LA ENCRUCIJADA



Publicado en el diario Noticias de Arequipa, 24-06-2013

En 1959 el físico y novelista inglés Charles Percy Snow dictó una conferencia en la Universidad de Cambridge bajo el título «The Two Cultures» —editado después como The Two Cultures and the Scientific Revolution— en la cual hizo referencia a los ámbitos que distinguen las ciencias y las humanidades hasta constituir dos saberes cada vez más separados, situación que impediría la mutua comprensión. Luego de criticar la incultura de los científicos en asuntos literarios y el desprecio de los hombres de letras hacia la cultura científica, Snow se decantó por una renovada confianza en el saber científico y una sostenida crítica contra el esnobismo de los intelectuales literarios. Medio siglo después, en  The Three Cultures, el psicólogo estadounidense Jerome Kagan agregó la cultura de las ciencias sociales al binomio propuesto por el profesor Snow, aparte de concluir que las humanidades se hallaban en franco declive. Lo central en las reflexiones de Snow y Kagan es que la crisis de las humanidades es evaluada en función de los resultados y avances obtenidos por las ciencias naturales y sociales. Es decir, que las ars liberalis —las artes liberales, como se nombraba en la antigüedad a las profesiones, disciplinas y oficios cultivados por hombres libres— al contrario de las ciencias, aportan muy poco a la solución de problemas concretos. En otras palabras, que las humanidades tienen poco qué decir a la humanidad. 

Tal parece ser la consigna detrás de los cambios que la Universidad Nacional de San Agustín de Arequipa ha implementado en su examen de admisión a partir de este año, reduciendo la cantidad de preguntas para los cursos de humanidades y ciencias sociales no solo en el área de biomédicas e ingenierías, donde podría justificarse una mayor tendencia hacia las ciencias naturales y exactas, sino también en el área de ciencias sociales. Materias como Literatura y Filosofía prácticamente no aportan un puntaje significativo para los postulantes a Derecho, Sociología, Antropología, Educación, Literatura y Lingüística, y Filosofía, carreras cuya formación básica requiere del conocimiento general que ofrecen las humanidades.

Esta reducción ha sido progresiva durante los últimos 10 años. Entre 2001 y 2003, Literatura aportaba 8 preguntas, Lenguaje 12, y Filosofía y Psicología, 5. Desde 2005 se redujo la cantidad de preguntas de estos cursos casi a la mitad, y un poco más después de cada proceso de admisión. Actualmente, los postulantes a cualquier carrera del área de ciencias sociales podrían prescindir sin reparos de los contenidos que el prospecto asigna a Literatura, Filosofía y Psicología, pues salvo la primera que solo exige una pregunta, las dos siguientes contribuyen solo con dos. En contraste, Razonamiento verbal, lógico y matemático mantienen en las tres áreas la misma cantidad de preguntas que conjuntamente suman 24. Por lo que se advierte en la nueva matriz de evaluación, las humanidades no revisten de mayor importancia para los responsables de la Oficina de Admisión de la primera casa de estudios de Arequipa ni siquiera en lo que concierne al área de ciencias sociales. Igualmente significativo es que un blog administrado por los estudiantes de la universidad no contemple en su información a los postulantes que en la UNSA existen las escuelas de Arte, Filosofía, y Literatura y Lingüística.

Las consecuencias de estos cambios se aprecian no solo en la cantidad de horas dictadas por un profesor de Comunicación, en el caso de colegios, o de Literatura y Filosofía, en el de academias preuniversitarias, y sino especialmente, en la percepción sobre las humanidades que la universidad ofrece a la ciudadanía. En su ensayo Sin fines de lucro (2010), Martha Nussbaum llamó la atención sobre las nefastas consecuencias del recorte de las artes y letras en los planes de estudio escolares y universitarios a nivel mundial y de lo fundamentales que son las humanidades para la formación de ciudadanos con valores democráticos. Y no es que esta facultad sea exclusiva de la literatura, la música, las artes plásticas, la filosofía o la psicología, ya que cualquier profesor lo suficientemente comprometido con su materia podría emplearla para cultivar la tolerancia, el disenso, la reciprocidad, la aceptación, el diálogo y la crítica, valores indispensables en el día a día de esa microestructura que es el aula, una muestra representativa de lo que acontece en la sociedad.

La progresiva disminución de las humanidades en los planes de estudio de colegios, universidades y prospectos de admisión suele estar motivada por la creencia que la literatura y la filosofía no son saberes prácticos, que bastaría con leerlos o acceder a sucintos resúmenes elaborados por los profesores del curso para facilitar la comprensión de los alumnos a fin que dispongan de tiempo para estudiar «materias importantes». El argumento de la falta de trabajo o los bajos salarios en las carreras de humanidades ha sido uno de los más efectivos recursos para intimidar las pretensiones de quienes desean estudiar literatura, filosofía, antropología, historia entre otras carreras. Recuerdo que algunos profesores del área de Lingüística nos advertían a los estudiantes de primer año sobre el reducido campo laboral para los egresados que eligieran la especialidad de Literatura (la Escuela de Literatura y Lingüística de la UNSA es la única en el Perú que otorga esta doble y extraña mención que de facto no se cumple, pues desde el segundo año los estudiantes se orientan hacia una especialidad u otra); y en contraste, de mayores oportunidades si nos orientábamos hacia Lingüística, toda vez que al egresar podríamos acceder a un curso de titulación para aspirar a una plaza como maestros. No solo los animaba el noble propósito de «ponernos los pies sobre la tierra» («¿creen realmente que hay trabajo en Literatura?») sino que desconfiaban absolutamente en que alguno de sus alumnos se interesara seriamente por la investigación literaria o lingüística más allá de la inevitable experiencia de dictar clases o en que ellos mismos, en tanto catedráticos de la especialidad ,pudieran incentivarlos a persistir pese a las dificultades. El premio consuelo que prometían era trabajar como profesores de Lenguaje.

Otros prejuicios muy arraigados atribuyen a quienes estudian artes, literatura o filosofía ser individuos idealistas, disipados, sin aspiraciones serias en la vida, políticamente reprobables por sus filiaciones izquierdistas o simplemente excéntricos. Sobre las disciplinas humanísticas, abundan comentarios de todo calibre, en particular de quienes provienen de carreras consideradas más útiles, rentables, socialmente prestigiosas y necesarias para el desarrollo del país. Ingenieros, médicos, administradores, economistas y abogados estiman sus profesiones (más bien las desestiman diría yo) en la medida que están convencidos de que el saber que las rige es superior al de las artes liberales porque no admite especulaciones, divagaciones ni reflexiones inútiles sino que brinda un método eficaz para aplicarlo a la resolución de problemas. De este modo, excluirían a un filósofo de los debates en torno al aborto, la pobreza, el libre mercado o el matrimonio homosexual, pues son asuntos, en su opinión, que competen exclusivamente al especialista. Y, finalmente, desde los sectores más rabiosamente empresariales enquistados en la educación, se sostiene que las humanidades contribuyen muy poco a la economía de un país, por lo cual se descarta invertir en becas de posgrado en Literatura Comparada, Estudios Culturales o Bioética porque no son rentables como un MBA cursado en Lima a precio de Nueva York.

Me ocuparían varias semanas rebatir estos prejuicios. Solamente quiero advertir las dimensiones que viene adquiriendo la avanzada neoliberal en la educación tanto en las universidades-negocio o universidades-empresa como en las universidades públicas. Las humanidades son totalmente írritas al neoliberalismo porque nada más incómodo para este proyecto que la crítica contra la ejecución de mandatos irreflexivos, esa disidencia a la cual Michel Foucault llamó «el arte de no ser gobernado de esa forma y a ese precio». No estoy a favor de una defensa corporativa de las humanidades solo porque yo me dedique a los estudios literarios. Semejante actitud es la que C.P. Snow fustigó con severidad en los intelectuales. No se trata solo de la reducción de un par de preguntas de Literatura y Filosofía en el examen de admisión de la UNSA sino lo que esto implica y cómo viene reaccionando la comunidad agustina de humanidades y ciencias sociales. Me preocupa sobremanera que ante la posibilidad que se imponga un modelo de universidad al estilo del Nuevo Vocacionalismo, que alienta la sustitución y progresivo abandono de los valores humanísticos, los directamente involucrados no se pronuncien.

domingo, junio 02, 2013

FOUCAULT, EL PODER, EL ARTE


El análisis del poder es uno de los ejes fundamentales en la obra de Michel Foucault. En sentido contrario a la ciencia y la filosofía políticas, Foucault entendió el poder no como una esencia, atributo o propiedad susceptible de ser poseída por alguien, sino como relación. La consecuencia inmediata de afirmar que el poder no es algo que se tenga es el desplazamiento de la hipótesis represiva del poder, la cual fue discutida por Foucault, pues desde su perspectiva el poder no se puede reducir a su efecto meramente represivo. Si desde Platón gran parte de la tradición filosófica occidental no podía concebir que la verdad estuviera contaminada por el poder —¿cómo podría estarlo un saber en su estado puro?— el filósofo francés sostuvo que donde hay verdad, hay poder. El poder para Foucault no es ubicuo en un lugar, institución o individuo. Para él hablar de poder es en realidad hablar sobre relaciones de poder, puesto que el poder está distribuido en toda una red de relaciones. Sin embargo, esto no implica negar que haya quienes ostenten un ejercicio del poder que somete a otros. 



El poder se manifiesta cuando el sujeto es reducido a una cosa, pero su análisis debe trascender las manifestaciones factuales para indagar en las condiciones de posibilidad del tal o cual poder, es decir, preguntarse «cómo» (modos) en lugar de «qué» (definiciones, esencias). Por esta razón, Foucault no se interesó por la verdad o falsedad de los discursos sino por los efectos de verdad de los mismos; de aquí que fuera más relevante para su trabajo el estudio de los procesos de objetivación y subjetivación: ¿cómo es que un objeto o un sujeto llegan a convertirse en un asunto digno de ser estudiado por un saber científico? ¿Las verdades científicas están realmente exentas de un poder empleado para excluir y someter a otros en beneficio de quienes apelan al saber científico? En tal sentido, Foucault nos cuenta cómo hemos objetivado y subjetivado la cultura occidental a tal punto de naturalizar un saber/verdad perdiendo de vista que ha sido construido deliberadamente con arreglo a cierto poder: sexualidad, locura, castigo, historia, hombre, modernidad son algunas categorías donde el autor de La arqueología del saber halla evidencias de un accionar del poder a través de la verdad, de modo que se pregunta ¿cómo es que la sexualidad de pronto fue importante para el Estado y la sociedad? ¿cómo y por qué se recluyó a los locos y enfermos en recintos especiales? ¿cómo y cuándo el Hombre deviene objeto de conocimiento? En un sentido más general, ¿cuál es el estatuto que configura la verdad de un saber? ¿cómo un saber se objetiva? ¿quién realmente habla cuando «nosotros» hablamos, o es que somos hablados por el lenguaje? ¿quién está autorizado o no a opinar sobre ciertas materias? ¿por qué? 

Foucault adquiere la convicción de que el hombre es objetivado a través de un saber que se naturaliza. De qué manera se objetivó/subjetivó al hombre como un modo de saber posible lo podemos apreciar en la sentencia “la esencia del hombre es el trabajo” o “el trabajo dignifica al hombre” por el efecto de verdad que ambas sostienen dentro de una estructura de relaciones de poder que privilegia la maximización de recursos y ganancias, y la reducción de costos. Los actos de habla de la crítica cultural han servido para legitimar valoraciones sobre literatura, cine, pintura, etc., fundamentadas en el prestigio o microprestigio local de los críticos y artistas o en una supuesta cualidad superlativa de sus obras, soslayando el análisis de las condiciones que posicionan a tal o cual en un lugar expectante. En este punto, lo primordial no es evaluar, por ejemplo, la calidad de una obra literaria o cinematográfica en lo que concierne a su grandeza o liviandad, sino preguntarse cómo y por qué ciertas expresiones artísticas se convierten en mercancías y los lectores y espectadores, en consumidores; cómo y por qué ciertas formas artísticas emergen en algunas circunstancias y en otras no. En esto consistiría el análisis del proceso de objetivación y subjetivación del arte según Foucault. 

Kant y Nietzsche influyeron a Foucault en el cuestionamiento de toda ursprung (fundamento, origen). Para este último, los fundamentos no existen como esencias naturalmente invariables, sino como invenciones, como construcciones discursivas. Así, todo enunciado del lenguaje es de factura humana; la verdad, una posibilidad de enunciación desde el lenguaje, la cual ocupa un lugar preferencial no en mérito al contenido de su discurso sino al poder que la sostiene. Entonces, diría Foucault, ¿por qué tanta preocupación por decir la verdad y desechar la falsedad? ¿por qué no atender a los efectos de afirmar que algo es verdadero o falso en la vida de las personas y en la prolongación de situaciones de dominio y sujeción? Por ello le interesa sobremanera el régimen político de la verdad. 

A través de su aparato metodológico, Foucault lanzó un decidido ataque a la concepción de naturaleza. (Si algo es natural, entonces es indiscutible, esta es la fuerza impositiva de la naturaleza). Foucault advirtió que la disciplina normaliza prácticas permitiéndolas o prohibiéndolas, las cuales progresivamente devienen naturales. De modo que el análisis del estatuto de los discursos y prácticas que se defienden fervorosamente revelaría la existencia de una estructura de poder. El resultado final es que la norma termina colonizando las leyes científicas y estas, validando como normales las prácticas de los grupos de poder. Para naturalizarse la norma se ampara en la tradición, la historia y la razón marcando la pauta actuar a seguir por un individuo «normal». ¿Por qué buscar fundamentos invariables si la teoría es una práctica social? Ello explica por qué el trabajo de Foucault no es epistemológico sino arqueológico, ya que su objetivo consistía en desencializar categorías naturalizadas en lugar de fijar sentidos.

Foucault invirtió la lógica del trabajo analítico. En lugar se asumir que los objetos de estudio se justifican en virtud de su naturaleza, consideró que las prácticas discursivas inventan sus propios objetos de estudio. En ese proceso de objetivación/subjetivación es que Foucault encuentra el vínculo entre conocimiento verdadero y poder, el cual establece la perspectiva legítima para el sujeto de conocimiento, el lugar correcto desde donde valorar un objeto.




Del mismo modo que Foucault utilizó Las meninas de Velásquez en el primer capítulo de Las palabras y las cosas para explicar los límites de la representación del lenguaje, acudió luego al Quijote de Cervantes para explicar cómo en un momento de la historia, la literatura potenció la facultad subversiva del lenguaje en lo que se refiere a la representación de la realidad. El Quijote es un personaje que trastoca los valores tradicionales de la representación, pues interpreta la realidad de manera distinta e inversa a lo que todos interpretan. Sin embargo, él piensa que está en lo cierto y actúa de acuerdo al orden establecido por su interpretación de la realidad.

Vinculó esta idea con la sensación que invadió el saber intelectual a principios del siglo XVII. Ya no pensar en términos de semejanzas, porque estas inducirían al error, sino en términos de discernimiento. Foucault atribuye este giro a la influencia de Descartes: «se trata del pensamiento clásico que excluye la semejanza como experiencia fundamental y forma primera del saber, denunciando en ella una mixtura confusa que es necesario analizar en términos de identidad y de diferencias, de medida y de orden». En esta época, la similitud es reemplazada por la búsqueda de identidades y de diferencias. Es decir, la semejanza será evaluada mediante la comparación y esta será una nueva forma de obtener conocimiento. Foucault trata de explicar este giro en la representación desde la similitud hacia la comparación mediante la aparición de una tendencia hacia el orden y la organización del saber que se presentó en las ciencias de la época. 

Esta tendencia al orden se manifestó a través de la matematización del saber que colocó al análisis como el método científico más prestigioso. De esta manera, los signos fueron utilizados no solo para interpretar sino también para ordenar la realidad. En la historia natural encontramos que Linneo se empeñó por elaborar una taxonomía universal de las especies vivientes; en la economía, aparece una teoría del valor del capital; y en la lingüística, la gramática cobró una gran importancia al resaltar la importancia de las relaciones entre los elementos de la estructura de una lengua. En esta actitud, Foucault señala que existió una orientación hacia la conformación de una ciencia general del orden, de una teoría de los signos que analizaría la interpretación.

Que un escritor, una obra literaria, un filme, una tendencia artística sean duramente cuestionados por la crítica académica y aclamados por los medios y el público consumidor evidencia la pugna entre modos contrapuestos de objetivar el arte, donde se ponen en juego hegemonías y contrahegemonías. Lo que habría que interpelar, en esto convendría Foucault, son los procedimientos que le confieren a un producto cultural el estatuto de obra de arte (o los que se lo retiran o niegan). Problematizar, por ejemplo, la exitosa irrupción de la cultura popular a través del mercado debería conducirnos, primero, a problematizar nuestro interés en lo popular, o sea a pensar desde cuándo y por qué lo popular representa un asunto atendible como objeto de crítica; cómo y por qué la potencia transgresora de la cultura de masas se convierte en un cuerpo dócil cuando la disciplina el mercado; o cómo diferentes interlocutores se apropian del discurso popular para refrendar su posición en el campo intelectual. 

Y aquí problematizar significa formular preguntas incómodas al sentido común, esa forma de saber que basa la contundencia de su verdad en lo que sería evidente por sí mismo sin requerir mayor dilucidación, sentido común que habita sentencias del tipo «el arte nos libera», «se está perdiendo la identidad cultural», «los valores culturales están en crisis», «los jóvenes ya no leen como antes». Por el contrario, Foucault nos alienta a ejercer una crítica perpetua de lo convencional, a efectuar lo que él denomina el arte de la indocilidad reflexiva, a rebelarnos contra las fuerzas de la normalización.