sábado, octubre 13, 2012

ROSTROS E IMÁGENES DE LA CULTURA



Los otros rostros del mundo (2012) es, en mi opinión, la mejor publicación en el área de ciencias sociales en Arequipa, y probablemente en el Perú, en lo que va de este año. La variada composición de los colaboradores —estudiantes de pregrado, posgrado y especialistas en antropología visual y documental etnográfico— combina reflexiones panorámicas, aplicadas, hermenéuticas y metodológicas de investigadores en formación y otros de reconocida trayectoria, tanto peruanos como extranjeros. Esta diversidad, que en nada afecta la profundidad analítica de los artículos compilados, demuestra el enorme esfuerzo de los editores por lograr una publicación con calidad de contenidos y abierta a diferentes perspectivas disciplinarias, en un contexto local en el que escasea la crítica y la investigación académica.

El libro contiene cuatro secciones. En la primera se plantean cuestiones teóricas y metodológicas. El artículo de Jay Ruby revisa y comenta las principales orientaciones dentro de la antropología visual en los últimos 20 años, mediante un sucinto estado crítico de la cuestión, situándose en los Estados Unidos y el Reino Unido. El creciente interés de las ciencias sociales y de la cinematografía por la antropología visual, su especialización académica, y el comentario de los principales trabajos de investigadores y cineastas son algunos de los aspectos abordados por Ruby. En su opinión, la naturaleza del cine etnográfico no está determinada por una necesaria formación antropológica del realizador. Más bien enfatiza la escasa discusión teórica sobre lo que el cine puede aportar a la antropología muy aparte de ser un recurso audiovisual para la enseñanza, aplicación con la cual no deberían conformarse los antropólogos interesados en el cine etnográfico. Y contra la extendida idea de que el cine etnográfico podría atenuar el rechazo hacia gente desconocida a través de la exposición de sus rasgos positivos, algunos estudios sugieren que los espectadores suelen reforzar sus prejuicios. También, anota que una noción demasiado amplia de «cine etnográfico» deriva en que varios filmes, donde se presentan imágenes exóticas de otro, sean apreciados por un supuesto valor antropológico.

La segunda parte abre las lecturas antropológicas a enfoques sociológicos, fílmicos y culturales. Pablo Passols explora los vínculos entre cine y ciudad. Partiendo de la premisa que un filme puede ser leído como un texto, en tanto posee una red de signos organizada, es decir, una unidad de discurso, y que las ciudades también poseen diversos textos que la circundan, plantea la lectura del cine como el mapeo de los discursos que recorren la ciudad y no como una representación que construye una imagen integral de la misma. Los mapas no son menos ficcionales que una película, pues la relación entre la cartografía y el territorio representado es análoga a la que existe entre el filme y la realidad. Passols concluye que el espectador asume un rol protagónico en la interpretación de la textualidad fílmica, que frecuentemente sobrepasa lo que inicialmente proponían sus realizadores, o sea que contrariamente a la idea que lo ideológico condiciona indefectiblemente modos de pensar en el espectador, habría un amplio margen de negociación donde el espectador reelabora el sentido preestablecido.

Silvana Flores analiza la relación entre cine y memorias populares en Latinoamérica durante los años sesentas. Destaca el uso ideológico del cine como instrumento para la reivindicación de las memorias populares. A los cineastas latinoamericanos que realizaban su trabajo en abierta confrontación con la censura impuesta por las dictaduras en sus países les interesó más, anota la autora, utilizar el cine para narrar historias y transmitirlas a un colectivo a fin de ser utilizadas como elemento político de transmisión de identidades y no tanto la innovación técnica o un despliegue estético vanguardista. Este cine propuso una alternativa de resistencia frente a Hollywood, que difundía una visión colonizadora eurocentrista a través de la industria cinematográfica. La consagración individual del cineasta pasó a un segundo plano. Los directores latinoamericanos comprometidos políticamente con la emancipación de sus comunidades estuvieron marcados por la experiencia del exilio, la cual les significó una circunstancia favorable para la recepción de sus trabajos fuera de sus países de origen. En buena cuenta, se trató de un cine donde la militancia política de los realizadores establecía los objetivos para los que se concebía un filme: orientar a las masas acerca de su condición subalterna y convocarlas a luchar contra dicha situación.

El libro cierra con el análisis e interpretación de películas desde enfoques transdisciplinarios. A diferencia de los anteriores, los artículos de este apartado aterrizan la teoría aplicándola a un filme en particular. Aleixandre Duche sugiere una lectura psicoanalítica que deconstruye el sentido de los poemas de Ramón Sampedro en el marco de la película Mar adentro, de Alejandro Amenábar, según la cual aquellos versos revelan más su inconformidad con no haber muerto en el instante del accidente en el mar, que produjo su tetraplejia, que simplemente ya no vivir más, sentido que es el más extendido en quienes lo rodean: «La fantasía de su muerte como realización de recobrar la vida negada». En consecuencia, hay algo inacabado en la vida de Sampedro que él desea poner fin quitándose la vida, pero que no se agota en ese deseo personal, porque, en realidad, se trataría de liberar a quienes lo rodean de la pesada carga que significa su padecimiento, pues, de algún modo, mientras la muerte no complete lo que por fatalidad no ocurrió como consecuencia del accidente, le estará quitando un poco de vida a sus seres queridos. Esta aproximación a los versos que cierran la película le sirve para analizar la muerte como ritual dentro de una cultura.

Seguidamente, los artículos de David Blaz, José Salinas y Rogelio Scott analizan la violencia política, las formas resolutivas que adopta la memoria frente a la violencia y el totalitarismo nazi, respectivamente, a través de filmes como Vidas paralelas (Blaz), La teta asustada (Salinas) y La Ola (Scott). Blaz pone en evidencia el discurso esencialista de la cinta, que sitúa a las fuerzas armadas en un espacio no ideológico y de contacto directo con la realidad, que no admite problema alguno en la autocomprensión de la violencia, pues atribuye el mal absoluto a su otro senderista. Un acertado análisis de la fuerza performativa del cine y de cómo el arte en cualquiera de sus manifestación no está exento de entramar una visión del mundo interesada e incitadora a ciertas acciones. Salinas observa en el canto de Fausta una estrategia para la resolución del conflicto por la memoria y la reconciliación, recurriendo a la impronta arguediana sobre el haraui. Y le otorga al canto la función de vehicular la memoria, proponer la reconciliación y de ritual de duelo. De la relación entre la pianista y Fausta en torno al canto es posible inferir la limitada interpretación del modo en que opera la reconciliación en La teta asustada: solo acogiendo y comprendiendo el dolor de las víctimas, pero manteniéndose distante de su proceso de duelo, y por el contrario, aprovechándolo para recuperar un protagonismo perdido. Scott opta por un análisis del texto fílmico, en clave psicológica y psicoanalítica, por el cual advierte que el tránsito de un colectivo hacia el totalitarismo podría prescindir de actos de violencia manifiesta, ya que la filiación al fascismo, por lo que exhibe La Ola, va precedida de una estética compartida que diferencia al grupo que la adopta de los que lo circundan. Concluye, a contrapelo de la crítica general, que «más que tratar sobre el posible retorno del totalitarismo nazi en pleno siglo XXI nos da una alegoría de la consolidación del imaginario democrático-liberal luego de la caída del muro de Berlín, del fin de la historia y de la muerte de las ideologías».

He pasado revista solo a algunos de los trabajos que integran Los otros rostros del mundo; no obstante, el resto contiene importantes reflexiones sobre el cine documental, el análisis del discurso fílmico y las representaciones socioculturales de las minorías étnicas a través del cine. Esta publicación demuestra que en Arequipa es posible llevar a cabo un trabajo que combine investigaciones rigurosas, transdisciplinarias y de interés para la comunidad académica, a pesar de las dificultades que significa editar en el medio un libro de este tipo. El registro utilizado por los articulistas es divulgatorio que no abusa de la recurrencia a categorías teóricas que oscurecerían la comprensión del lector común y corriente, lo cual le aporta un valor que  a veces es difícil hallar en quienes nos dedicamos a la investigación académica. Un trabajo que, por todo lo anterior, pone una valla muy alta en el medio y que confío, estimule iniciativas semejantes.

viernes, octubre 05, 2012

MIEDO A LA TEORÍA



Uno de los mayores desafíos que tuve como estudiante de pregrado fue la lectura de los seminarios de Jacques Lacan. A trancas y barrancas, mis compañeros y yo fuimos asimilando, no sin innumerables dudas, algunas de sus complejas categorías psicoanalíticas. La amena lectura de Freud de pronto cedió paso a un lenguaje hermético y oscuro, pleno de metáforas teóricas y giros del lenguaje que la traducción no lograba capturar. En varias ocasiones nos preguntábamos ¿y dónde está la literatura? ¿Por qué debíamos padecer tanto tiempo leyendo textos de filosofía, psicoanálisis, historia, sociología, antropología y no a los clásicos de la literatura o la crítica literaria en sentido estricto?

En algún instante de aquellos años, las placenteras lecturas de novela y poesía fueron reemplazadas por durísimas y extensas lecturas de teoría literaria. El lugar que Vargas Llosa, García Márquez, Carpentier, Fuentes, Borges, etc., ocupaban en mi lista de escritores más frecuentados fue tomado por asalto por Lacan, Derrida, Freud, Foucault, Barthes, Ricoeur, Eagleton, Althusser, entre otros. Al parecer, la teoría había llegado para quedarse; sin embargo, la resistencia contra ella era proporcional a la dificultad que significaba comprenderla. Ese miedo a la teoría subsiste fuera y dentro de las aulas.

Los ataques más frecuentes contra la teoría provienen de escritores. Muchos de ellos, algunos con formación en escuelas de literatura, consideran que la teoría es un devaneo intelectual que aleja a los estudiantes de la literatura y que complica innecesariamente la interpretación textual cuando en realidad, las cosas serían más claras de lo que parecen. No faltan tampoco aquellos que consideran la teoría como un medio para justificar la actividad académico-profesional, sin el cual no podrían dedicarse a nada más. Otros opinan que en nuestro medio no existe propiamente teoría sino críticos repetidores de ideas, divulgadores carentes de originalidad que han logrado visibilidad a costa de manejar un complejo aparato teórico que los autoriza. A esta lista agregaría a quienes como Mario Vargas Llosa creen que el lenguaje de la teoría oscurece la comprensión del texto literario, lo que terminaría por ahuyentar al lector interesado en la crítica en lugar de aclararle el panorama. De allí que la crítica impresionista y condescendiente de José Miguel Oviedo, la chismografía literaria de J.J. Armas Marcelo le agraden más que, a su modo de ver, la «soporífera crítica» de Antonio Cornejo Polar. En Desafíos a la libertad y más notoriamente en La civilización del espectáculo arremete contra el estructuralismo, postestructuralismo, postmodernismo, la semiótica; Derrida, Foucault, Barthes y las universidades estadounidenses que acogieron estas corrientes.

Por otro lado, la crítica —o mejor dicho, los críticos— tampoco se han esforzado mucho en contrarrestar la imagen que proyectan. Y no solo en el Perú. Ya desde los años ochenta la teoría y la crítica acusan un desgaste que les está pasando factura en un marco nada propicio para el desarrollo de las humanidades. En After Theory (Después de la teoría, 2005), Terry Eagleton sostiene que las generaciones de pensadores posteriores a Lacan, Derrida, Kristeva, Foucault, Williams, Hall, Cixous, etc. no se encuentran a la altura de sus predecesores, pues no produjeron un cuerpo de ideas original e impactante como lo fueron en su momento el estructuralismo, postestructuralismo, existencialismo, psicoanálisis, semiótica o la primera escuela de los estudios culturales de Birmingham, por mencionar algunos ejemplos. Un síntoma de ese profundo desgaste de la teoría sería su academización y progresiva despolitización, acompañada en los casos más exitosos de financiamiento continuo destinado a la investigación, publicación y divulgación de sus filiaciones teóricas.

En el Perú, después de la colonialidad del poder, de Aníbal Quijano, y la heterogeneidad, de Antonio Cornejo Polar, la reflexión teórico crítica se ha desplazado a la formación teórico-crítica de saberes que revisten de autoridad a quien los administra con arreglo al lugar desde donde los enuncia. En otras palabras, en vez de insistir en reformular la epistemología de los estudios literarios se ha optado por capturar un nicho dentro de la teoría y desde allí constituirse como voz autorizada en la localidad en lo que concierne a Lacan, Foucault, Derrida, Spivak, etc. En consecuencia, sí existen razones para dudar hoy sobre la función de la teoría y de la crítica, pero atendiendo a esa forma particular en la que teoría y crítica han devenido hoy luego de una etapa de esplendor. Lo cual no implica descartarlas, ni distanciarse de ellas, sino más que nunca, tenerlas presente para devolverles su aliento contrahegemónico.

Porque lo que define la teoría es cómo impacta más allá de su ámbito original. Si aceptamos que la teoría actualmente experimenta una declinación en perjuicio de su constante interpelación del poder, en cierto sentido, la teoría se ha convertido en una actividad muy predecible: un material, un capital intelectual al servicio de modos de producción culturales que ha domesticado el ímpetu contestatario de sus creadores. Sin embargo, la teoría ofrece mucho más que un marco teórico para aplicar al análisis e interpretación de un texto literario. Este uso instrumental desvirtúa la potencia crítica que sus autores le impregnaron. Que la teoría hoy por hoy, sirva de insumo para que la industria académica produzca ingentes cantidades de textos aplicados es síntoma para mí de una aguda crisis en la comprensión de lo que representa la teoría en relación con los problemas que aquejan al ser humano.

La teoría reúne un cúmulo de saberes interdisciplinarios e indisciplinados. Se sabe capaz de inmiscuirse en cualquier ámbito del quehacer humano. La obviedad y el sentido común le son írritos, pues la teoría nos incita a pensar de nuevo todo aquello que creíamos natural: lo «natural» es una construcción cultural e histórica sujeta a periódicas rupturas de paradigmas. Significa una manera de colocar en entredicho las verdades que algunas ciencias han defendido como fundamentos sobre la base de una epistemología positivista donde la evidencia empírica bastaba para acreditar una verdad. Cuando en realidad el lenguaje intermedia nuestra relación con el mundo, si es que no lo crea como tal. Así, la teoría literaria no es un conjunto de métodos para el estudio literario, sino un cuerpo inarticulado y diverso de conocimientos procedentes de la filosofía, psicoanálisis, sociología, teoría política, antropología, historia, etc. Por ello resulta paradójico que muchos aspirantes a dominar la teoría se esfuercen por darle un orden metodológico en sus trabajos a un cuerpo de saberes nada orgánico sino totalmente desarticulado. La indisciplina de la teoría también motiva que desde un sector de las ciencias sociales y más aún desde las ciencias políticas se tome a la teoría literaria como una actividad académica llena de glamour, poco rigurosa y altamente especulativa.

En un primer momento, creí que los estudios de literatura me formarían para ejercer la docencia superior y, paralelamente, desempeñarme como crítico literario en alguna revista, diario o institución académica. Si bien no es del todo errado creerlo, ambos son los fines más prácticos que ofrecen los estudios literarios y, a la vez, en el contexto actual, los que menos resistencia ofrecen contra el poder. En un segundo momento, consideré la investigación académica como una forma más elevada de emplear la teoría. Una maestría y un doctorado en curso son los resabios de ese «noble» propósito. Pero ¿cuántos egresados de las cinco escuelas de literatura que hay en el Perú pueden vivir decorosamente dedicándose solo a la vida académica? Es decir, dictando no más de 8 horas semanales en facultad o posgrado (no 40 en tres o cuatro universidades, no en estudios generales enseñando cursos nivelatorios o introductorios) y completando el resto de su carga horaria con investigaciones pactadas en un tiempo establecido y seguras de publicarse (no con trabajo administrativo ni reuniones de coordinación). Estoy más que seguro que en el Perú son muy pocos —y por ello muy conocidos en el medio académico— quienes pueden asumir una vida académica plena.

El contacto con la teoría cambió mi modo de ver la literatura, la cultura y la relación entre las ciencias sociales, las humanidades y las ciencias «duras». La literatura, digo mejor, los estudios literarios, dejaron de ser una estrategia de interpretación de textos para abocarse al estudio de la cultura y de los discursos en general. Lo «literario» dejó de ser un asunto literario y más bien la cultura se convirtió en un asunto de sumo interés para la literatura. A quienes están a punto de egresar, preocupados por el marco teórico, las categorías y la hipótesis de sus tesis les aconsejaría que la primera pregunta que se formulen no sea qué puede hacer la teoría por ustedes sino qué pueden decir ustedes a través de la teoría. Dos formas recurrentes y erradas de sumergirse en la teoría son la erudición especializada del que ve el cementerio desde un nicho y la panorámica del que sabe de todo un poco. No hay que sumergirse, diría más bien, hay que empaparse, pero manteniendo la cabeza a flote.

Los desafíos de la teoría aquí y ahora son, primero, recuperar su actitud contrahegemónica, y, segundo, pensar en las acciones que ella puede incitar en la vida pública. Si quienes estamos involucrados en los estudios literarios logramos que las conquistas de la teoría en el espacio académico se obtuviesen de igual modo en la vida cotidiana —donde históricamente permanecen ausentes— el saber y el hacer teórico cobrarían mayor sentido y utilidad que todos los volúmenes de tesis de grado o posgrado donde la teoría solo ocupa el lugar de un marco decorativo y funcional a propósitos laborales: obtener un grado académico y por consiguiente un mayor salario. (¿Acaso no es esta la primera motivación para estudiar un posgrado en el Perú?).

Estudiar Literatura no nos convertirá en novelistas, poetas o dramaturgos. En el mejor de los casos, quien elija Literatura con el firme propósito de llegar a ser escritor obtendrá conocimientos sobre la historiografía literaria nacional, latinoamericana, o europea, o se autoformará, lo cual es mucho más gratificante, estimulado por aquellos amigos que a uno lo motivan a estar al día, porque no soportamos un minuto más no haber leído a tal o cual autor que ellos sí. Pero esto último no requiere en absoluto estudiar Literatura en la universidad. Caí en la cuenta que estudiar Literatura representaba más una elección peculiar y extravagante que la oportunidad de adquirir conocimientos sobre ciertas disciplinas. Una elección animada por un espíritu de cambio y de duda constante que en otras profesiones no es tan fácil encontrar.

jueves, junio 14, 2012

«AMÉRICA LATINA ES LA CRÍTICA COMO SABOTAJE»




Entrevista a Manuel Asensi

Por Arturo Caballero
Especial para Noticias desde Córdoba, Argentina

AC: En un contexto en que las humanidades se repliegan a favor de la ciencia y tecnología, y de un extendido escepticismo posmoderno que evade la adopción de posturas, los métodos y la elaboración de «grandes relatos», ¿es la crítica como sabotaje un emplazamiento político a un amplio sector de la crítica literaria que se ha vuelto acrítica, despolitizada y exclusivamente academicista, y por ende, cómplice del poder?

MA: La crítica literaria, tal y como se ha desarrollado a lo largo del siglo XX, esconde un arma política feroz, debido a su capacidad de analizar el modo en que están construidos los discursos. El problema es que la crítica literaria ha cometido dos “errores”. El primero, concebir, en general, la “literatura” como un discurso inocuo, más allá del bien y del mal, más allá de lo verdadero y lo falso, cuyo único fin es producir efectos de placer (un pseudo-placer, podríamos decir). El segundo: ocuparse únicamente de los llamados textos “literarios”. Ni el marxismo ni el psicoanálisis incurrieron en estos errores (cometieron otros), pero ya sabe usted que ni uno ni otro son propiamente “críticas literarias”. La crítica como sabotaje comienza a partir de la premisa según la que la “literatura” posee, como el resto de los discursos, un poder performativo real que consiste en ser capaz de modificar la subjetividad de sus lectores y lectoras. Esta consideración nos lleva a sostener la tesis de que el repliegue de las humanidades al que usted se refiere surge del miedo de la ciencia y de la técnica a su poder subversivo y saboteador. La crítica como sabotaje trata de que las humanidades tomen conciencia de ese poder y se lancen al espacio social del que nunca tendrían que haber salido.

AC: ¿No teme que el énfasis en lo metodológico termine instrumentalizando la crítica como sabotaje y, en consecuencia, diluyendo su potencial subversivo?

MA: No es cierto que la crítica como sabotaje haga un énfasis especial en la cuestión de la metodología. De hecho, trata de superar el callejón sin salida entre una deconstrución que no se quiere método y toda la tradición de la ciencia moderna, incluidas disciplinas como la lingüística, que hacen recaer toda su condición de posibilidad en el método. Más allá de la crítica gadameriana del método, la crítica como sabotaje trata de mantenerse equidistante en relación a esos dos extremos. Se plantea como un método medio que produce hipótesis y leyes intermedias, por decirlo en términos científicos. Ahora bien, dado su carácter auto-reflexivo no puede limitarse a ser un método, las técnicas del sabotaje hay que inventarlas a cada paso y hay que innovarlas. Piense, además, que dado su valor crítico de desobediencia, su papel es siempre el de seguir en el camino de la negatividad, y por ello cualquier instrumentalización de esta modalidad debería quedar inmediatamente puesto en entredicho. De todos modos, el peligro de que un sabotaje vaya en dirección contraria es manifiesto, del mismo modo que ocurría con la deconstrucción. Piense que utilizar un teléfono móvil para hacer explotar unas bombas en un acto terrorista es una práctica deconstructiva basada en la descontextualización, pero se trata de una deconstrucción dañina para la libertad de la gente y sus vidas. Es esa la razón de la exigencia tanto de una auto-reflexividad constante como de un trabajo colectivo.

AC: ¿Le interesa sobremanera que quienes se aproximen a su propuesta tengan bien clara la diferencia entre deconstrucción y sabotaje?

MA: En el libro se analizan claramente las diferencias entre la deconstrucción y el sabotaje, al tiempo que se reconoce las deudas con los pensamientos derridianos y demanianos. No obstante, no es algo que me interese en primer lugar, les toca a los otros pensadores y pensadoras darse cuenta de las diferencias. Lo que le preocupa a la crítica como sabotaje es su función emancipadora en relación a las subalternas y subalternos, sean estos gente que pase hambre, o sufran violencia por causa de su raza, de su género o por su posición geopolítica. Claro que ese objetivo hace que esté convencida de que hay algo equivocado en la deconstrucción, especialmente cuando se aplica en dichos contextos, por ejemplo América Latina.

AC: En la superación de la indecibilidad del discurso, en el arrogarse el crítico la autonomía para decidir o en el contemplar sin ambages el hallazgo de una verdad, si bien en la voz subalterna, ¿no hay acaso un retorno semejante al sujeto unitario de la modernidad?

MA: En relación a la dimensión de la indecidibilidad, concepto complejo donde los haya, la crítica como sabotaje adopta una posición hegeliana, la supera y, a la vez, la conserva. No prescinde de ella, sino que la reubica en el lugar donde alcanza una mayor efectividad. Es decir, la sitúa del lado de aquellos textos que, como diría Paul de Man, denuncian la confusión entre la realidad semiótica y la realidad fenoménica. Este es un hecho clave dado que la crítica como sabotaje plantea que toda acción saboteadora comienza por subrayar el carácter entimemático de los discursos hegemónicos. Ello no supone volver al sujeto unitario de la modernidad, ya que todo sujeto sutura una posición en relación a los actos que lleva a cabo, y ello no depende de ninguna clase de conciencia de sí o de alguna intencionalidad pena. Al argumentar que esta modalidad crítica que defiendo quiere decir la verdad trato de provocar un debate en el seno de las disciplinas en relación a ese problema tan complejo. La posición relativista en torno a la verdad, tan vieja como el pensamiento, y por ello perteceniente a la tradición metafísica, puede llegar a inhabilitar las acciones de desobediencia, y ello me parece peligroso. Por otra parte, piense que la crítica como sabotaje entiende la verdad del lado del efecto performativo, y como algo relacional que surge en el contraste entre diferentes discursos. Sin querer descartarla completamente, diría que no se trata de la verdad en tanto adecuación de la proposición a la cosa.

AC: Si contemplamos la posibilidad de que hay subalternidades más postergadas que otras y que cada una posee legítimas aspiraciones reivindicativas, ¿tomar partido por alguna no implicaría el riesgo de empoderar un discurso opresor en cierto sentido respecto a otras subalternidades?

MA: Lo contrario también es cierto: ¿no empoderar un discurso no supone dejar en el ostracismo a aquellos subalternos y subalternas que apenas pueden vivir? Es necesario tomar partido, aun cuando el riesgo de reconstruir un discurso opresor sea una realidad. Sin embargo, lo que me parece importante es que la crítica como sabotaje nunca podrá estar del lado de los discursos opresores, salvo que resulte pervertida en alguno de sus puntos. Me parece lamentable la simple negativa a la representación del subalterno o subalterna, por lo que ello tiene de destinar un grupo humano a una falta de visibilidad y legitimidad.

AC: ¿Cómo tomar distancia, desde la adopción de punto de vista subalterno, frente al paternalismo o el asistencialismo que suele restarle capacidad de agencia?

MA: Adoptar el punto de vista del subalterno no quiere decir ser paternalista o asistencialista en primer lugar, sino provocar efectos performativos en la dirección contraria a los poderes, adopten la forma que adopten o vengan de donde vengan. Si ello se logra, no importa ser paternalista o maternalista en determinados contextos, siempre y cuando ello no suponga permanecer en una posición con el fin de tomar algunas ventajas. Siempre me he preguntado cómo es posible que ciertos políticos institucionales no sean capaces de entender que invertir en la ayuda a los demás repercute en beneficio propio y los demás. La actuación de esos tiburones especuladores que se enriquecen en las crisis me recuerda esas películas en las que los malos dejan que el mundo de pudra y ellos viven en alguna clase de fortaleza. La crítica como sabotaje trata de localizar las posibles fuentes de ese “esto no anda bien” que todo ciudadano o ciudadana tiene en su mente.

AC: En la línea de los subalterno. ¿Los discursos subalternos no son susceptibles de contener silogismos entimemáticos? Los candidatos políticos denominados outsiders son subalternos, por ejemplo, frente a los partidos tradicionales, pero vemos que una vez instalados en el poder trastocan las expectativas depositadas en ellos¿Cómo proceder frente a esa subalternidad (u otras semejantes) para, nuevamente, no facilitar el empoderamiento de un posible discurso opresor, toda vez que el sabotaje toma partido por el sujeto subalterno?

MA: Ya he dicho anteriormente que resulta ética y responsable correr el riesgo de ese empoderamiento de los outsiders con efectos hegemónicos. Lo contrario es una actitud parecida a quien no quiere tener relaciones amorosas por miedo a fracasar. Hay que lanzarse a la oscuridad del porvenir imprevisible, no del futuro previsible (por decirlo en términos derridianos). Si llegado el momento, como tantas veces se ha repetido a lo largo de la historia, la posición subalterna se molariza en el discurso hegemónico, entonces la labor de la crítica como sabotaje será la de estar con los ánimos calientes en su contra. La crítica como sabotaje dice ¡tengamos energía!

AC: Durante el desarrollo de los fundamentos de la crítica como sabotaje, el diálogo con Derrida, Foucault, Althusser, Spivak, Van Dijk, entre otros, es explícito, así como también los reparos que Ud. mantiene con ellos. Sin embargo, no se observa lo mismo frente a la teoría crítica latinoamericana ciudad letrada (Ángel Rama), transculturación (Fernando Ortiz y Ángel Rama), hibridismo (Néstor García Canclini), heterogeneidad (Antonio Cornejo Polar), entre-lugar (Silviano Santiago), colonialidad del poder (Aníbal Quijano), por mencionar algunos. En tanto la comunidad académica latinoamericana viene siendo receptora de su propuesta ¿lo anterior le suscita algún comentario?

MA: Mi dialogo con Derrida, Foucault y los nombres que usted menciona en el primer lugar se explica en parte por mi propia formación y en parte porque veo en ellos armas indispensables para la lucha ideológica. Sin embargo, le diré que en un texto que escribí al calor del sabotaje sobre José María Arguedas, el diálogo con la teoría crítica latinoamericana, especialmente con Ángel Rama, Fernando Ortiz y Cornejo Polar, quedó iniciada. A ello se suma el hecho de que cuando hice la traducción y edición crítica del texto de Spivak, “Can the Subalern speak?”, la discusión con el grupo de estudios subalternos latinoamericamo quedó plasmada en el prólogo que antecedía a ese texto de Spivak. Piense, por otra parte, en la discusión con Walter Mignolo que hay al final del capítulo sobre los fundamentos de una crítica como sabotaje. Precisamente esa discusión subrayaba que la diferencia entre crítica poscolonial y descolonial me parece poco clara y problemática, hay demasiados puntos de contacto entre esos dos supuestos grupos.

AC: Roberto Fernández Retamar advirtió el peligro de la utilización de categorías provenientes de otros ámbitos al campo de los estudios culturales y literarios. Antonio Cornejo Polar hizo lo propio respecto «al mareante embrujo de las metáforas que, a modo de categorías descriptivas, intentan dar cuenta de nuestra cultura y literatura». Si estamos de acuerdo en que los discursos surgen en contextos o condiciones particulares de enunciación, por qué para la crítica como sabotaje resulta «falaz establecer un determinismo en la relación entre lugar de enunciación y enunciación misma»? ¿en qué sentido «el análisis del lugar del lugar de enunciación resulta también fundamental» para la crítica como sabotaje?

MA: Comparto totalmente la advertencia de Fernández Retamar, y si usted lee mi sabotaje de Jacques Rancière entenderá la razón de nuestra coincidencia. Ahora bien, una actitud crítica de desobediencia necesita poner en claro que una valoración del lugar de enunciación a expensas de quienes lo producen desde las geografías hegemónicas, se transforma fácilmente en un esencialismo muy problemático. Lo importante de un discurso no es donde ha sido producido o enunciado, sino los efectos performativos que provoca en los contextos en donde opera. Por otra parte, se olvida que muchos de esos discusos fuertes (el adjetivo es de Mignolo) circulan a través de editoriales hegemónicas norteamericanas. También se olvida, que la diferencia entre un pensamiento débil antihegemónico y uno fuerte reproduce esquemas falocéntricos (débil/fuerte) e ignora que en los contextos europeos o norteamericanos no hay tampoco un sujeto unitario responsable de sus discursos. El análisis del lugar de enunciación es fundamental para una crítica como sabotaje por cuanto se pregunta siempre por la responsabilidad. A fin de cuentas, eliminar el sujeto supone quedarse sin el destinatario a quien pedir explicaciones ideológicas.

AC: ¿Cuál es su balance de la recepción de la crítica como sabotaje en América Latina? ¿Tiene planeado nuevos desarrollos?

MA: No resulta nada exagerado decir que por el momento América Latina es la crítica como sabotaje. Tras su presentación en México, Perú y Argentina, la recepción ha sido extraordinaria y en todos estos países donde hemos estado mi equipo (Beatriz Ferrús y Mauricio Zabalgoitia) y yo, la acogida ha sido excelente y las discusiones muy encendidas. Ya he dicho en varios lugares que la crítica como sabotaje adquiere su pleno poder cuando se ejerce de forma colectiva, no tanto en un nivel individual, y por eso estamos intentando crear una red de trabajo en estos países y en otros que próximamente visitaremos. A finales de año sale un número monográfico de la revista Anthropos. Huellas del Conocimiento (segunda etapa) sobre la crítica como sabotaje, y es remarcable el hecho de que en él participan conjuntamente personas de todos esos países. A la vez hemos pedido un proyecto de investigación al Ministerio de política científica de España para tomar como objeto de estudio la cuestión de la representación del subalterno en América Latina. Lo concedan o no (siempre puede haber enemigos en las comisiones), será el objeto de nuestro análisis desde la crítica como sabotaje. Tenemos planeado, además, visitar otros países latinoamericanos como Chile, Ecuador y Brasil.

miércoles, junio 13, 2012

EL PERÚ NO NECESITA DE FÚTBOL



Recuerdo que en la secundaria, el hermano Gabriel se encargaba de reclutar a los alumnos que integrarían la banda de música. Durante las primeras semanas, visitaba las aulas del primer y segundo grado de secundaria y luego de preguntarnos quienes queríamos entrar a la banda, de inmediato nos evaluaba en el solfeo. Las ganas eran grandes, pero no siempre acompañaba el talento, por lo cual algunos no muy afinados se quedaban al margen o se consolaban con la banda de guerra (tambores, tarolas) o la escolta. Y aunque tuve la suerte de integrar la banda de música del Colegio La Salle, me quedé con la desazón de no haber podido dominar el saxo barítono. Veinticinco años después, el colegio ya no cuenta con banda de música, pues hace algunos años atrás se deshizo de ella. La razón de fuerza, me dijeron, fue lo costoso de la renovación de los instrumentos, muchos de los cuales habían pasado por varias generaciones de estudiantes, y otra que cada vez había menos interés en los alumnos.

En cierta ocasión, en una breve charla con Daniel Salas, discutíamos acerca de la importancia de las tesis de licenciatura. Para Daniel, esa tesis no tenía razón de ser porque se convertía más en una traba para ejercer la profesión que en una acreditación real de conocimiento, ya que no se le puede exigir a un egresado del pregrado un trabajo de investigación sólido habida cuenta de lo precaria que es la formación de investigadores en las universidades públicas. En su opinión, era preferible eliminar la tesis de licenciatura, como se hizo con el bachillerato, y convertirla en un trámite administrativo como lo es aquel. De este modo, si el egresado se sintiera atraído por la investigación, aguardaría un trabajo más sólido para la maestría o el doctorado, espacios según Daniel, más idóneos para elaborar una buena tesis.

De otro lado, recuerdo un programa de Andrés Oppenheimer al cual convocó a humanistas y técnicos para debatir sobre el retraso tecnológico en América Latina. En todo momento, situó el debate en una falsa contradicción: que la sobreabundancia de letrados y humanistas en nuestro continental es la razón por la que la ciencia y la tecnología están atrasadas, por lo cual habría que revertir esa polaridad.

Contrariamente a lo que se piensa, no todos los argentinos viven por y para el fútbol (conozco a muchos que detestan a Maradona y que no siguen a su selección sino recién en las instancias finales y a otros tantos que sienten vergüenza ajena por la celebridad en que se ha convertido el Tano Pasman, el enfebrecido hincha de River Plate que sufrió el descenso de su equipo a la B de una manera insólita). En cuanto a deportes, Argentina no ha obtenido exclusivamente logros futbolísticos. La selección de básquet fue campeona olímpica en Atenas 2004 venciendo nada menos que a EEUU en semifinales y a Italia en la final. Los Pumas, el equipo argentino de rugby, no ha campeonado en certámenes de gran envergadura (lo mejor ha sido el 3° en el mundial de 2007). El rugby en Argentina es amateur, no profesional como en Inglaterra, Sudáfrica, Francia o Nueva Zelanda, lo que significa que muchos de los jugadores que no tienen la suerte de alternar en un equipo profesional de Europa u Oceanía, deban dedicarse a otras actividades para suplir la falta de presupuesto, situación que ha cambiado desde que la empresa privada junto con el Estado los apoyan, pese a que no tienen grandes lauros que exhibir como sus pares anglosajones. La Leonas, nombre con el que se conoce al equipo argentino de hockey sobre césped, tienen un palmarés más notable: siete medallas en la Copa Mundial de Hockey sobre Césped (dos de oro), tres medallas olímpicas, nueve medallas del Trofeo de Campeones (cinco de oro), y siete medallas en los Juegos Panamericanos (seis de oro y una de plata). Ambos deportes no son de lejos nada comparables en audiencia con el fútbol en Argentina, pero ni los modestos resultados ni la escasa acogida de estos deportes (hoy en franco crecimiento) podría esgrimirse como razón para decidir quitarles presupuesto para favorecer, por ejemplo, el teatro o el cine.

En Argentina, la pasión por el fútbol transita en paralelo con el cultivo de las artes y las letras. El cine argentino tiene una reputación merecidamente ganada a nivel mundial. Recuerdo la gran expectativa que levantó la nominación de La teta asustada a la mejor película extranjera, galardón otorgado a El secreto de sus ojos, de Juan José Campanella. El bien ganado prestigio del cine argentino en América Latina y Europa a merced de producciones como Kamchatka, Iluminados por el fuego, Carancho, Nueve reinas, Viudas, El hombre de al lado, entre tantas otras, no se explica por la reducción de presupuesto a deportes que no brindan satisfacciones o lo que es lo mismo, que no cosechan triunfos. Lo mismo es extensivo a las letras. La Feria Internacional del Libro de Buenos Aires figura entre las más importantes del mundo. A nadie en su sano juicio se le ocurriría disminuir el presupuesto del hockey o el rugby para endosarlo a la feria del libro o para refaccionar el Gran Rex.

Nelson Mandela recibió enormes presiones para desmantelar a los Springboks, el equipo sudafricano de rubgy, cuyos colores representaban la oficialización del racismo en el deporte. Ni los deficientes resultados en campeonatos internacionales apenas asumida la presidencia ni las enardecidas pero muy comprensibles demandas de la comunidad negra y de su entorno de asesores determinaron la desaparición de los Springboks. En un país donde la población negra prefería el fútbol, vitoreaba al rival y esperaba con ansias la aplicación del «ojo por ojo», Mandela no solo no cedió sino que personalmente pidió al capitán del equipo de rugby François Piernaar ganar el campeonato mundial que tendría como sede a Sudáfrica, lo cual lograron en el último minuto frente a los favoritos All Blacks de Nueva Zelanda, victoria que a la postre alivió las tensiones evitando una inminente guerra civil. ¿Qué hubiera sucedido si el mandatario sudafricano actuaba de acuerdo a la lógica del resultado? Definitivamente, nada de lo que John Carlin testimonia en El factor humano: sellar la paz y cambiar el curso de la Historia.

Y es que la razón por la que la cultura en el Perú no está en la agenda de la mayoría de los ciudadanos no debemos buscarla en la desproporción existente entre el financiamiento que recibe el fútbol y otros deportes o entre aquel y el teatro, el cine, la ópera, etc., sino en los protagonistas del problema que se intenta resolver, los cuales no se hallan precisamente en el Estadio Nacional ni en la Videna.

Las implicancias de lo dicho por Marco Zunino son muy graves por lo pragmatista y simplificadora de su propuesta (tan persuasiva y efectista en momentos de desencanto por la selección) y porque, aunque no lo sostuvo, muchos de quienes apoyan su declaración plantean la discusión del apoyo a un deporte (y por qué no extrapolarlo a la cultura, digo) en términos de mayoría/minoría: o sea condicionamos el financiamiento económico a un deporte en función de los triunfos que este deporte obtiene y de la aceptación o rechazo público. Interesante. Entonces de lo que dice Zunino y quienes lo apoyan se sigue que si la selección nos diera triunfos y alegrías estaría justificado el enorme presupuesto que actualmente recibe, que se corresponde con el desnivel de financiamiento a otros deportes (?), así, el asunto de fondo permanece igual: que otros deportes sigan postergados porque no dan triunfos, ni alegrías, ni placer, ni satisfacción. Esta lógica resultadista nos diría también que si la gente no fuera al teatro (en provincias por ejemplo no es como Lima), que si las facultades de humanidades disminuyen su población o que como en muchas ciudades de interior no hay demanda por el cine, entonces que Abancay, Cuzco, Moquegua y Puno por poner algunos ejemplos permanezcan sin cine y teatro, o que se cierren las carreras de humanidades porque no son útiles. El trasfondo de ese razonamiento (no hay buenos resultados, no dan satisfacciones sino desencanto, ergo, adiós financiamiento) es del más rabioso pragmatismo oferta-demanda, cuya gravedad la apreciamos mejor cuando la trasladamos a las actividades de nuestro interés, las que nos dan placer. Pero ¡no, esas son intocables, pues! Ya que es más sencillo aprobar el desfinanciamiento de una actividad (o su eventual reducción cuando no desaparición) que nos desinteresa y decepciona, y promover otras más gratificantes. Quienes de entrada secundan la lógica pragmática de Zunino están muy cerca del ex ministro de Defensa, Ántero Flórez-Araoz cuando declaró que el Perú no necesita museos, pues urgen más clínicas y escuelas.

Lo otro es que detrás de la opinión de Zunino se desliza la seductora idea de que la cultura en nuestro país carece de apoyo porque el fútbol recibe mayor financiamiento (o peor que castigando al fútbol por los malos resultados llegó el momento para incrementar el presupuesto en cultura). Flaco favor el que le hace Zunino a las expectativas de quienes mucho antes de que la selección acumulara fracasos exigen que el Estado les preste mayor atención. Entonces, esperemos a ver qué otra actividad no es tan útil para pensar a cual revitalizamos, o sea, Zunino propone actuar reactivamente, por condicionamiento a las deficiencias de una actividad para potenciar otra, y no a partir de un análisis de las políticas culturales en el Perú. De acuerdo a lo declarado por Zunino “ya basta de fútbol, no vamos a campeonar”, la viabilidad de un deporte está supeditada al triunfo. Bien espartana su declaración. Vencer o ¿desaparecer? Entre esto y la competitividad empresarial que percibe toda confrontación como una lucha de supervivencia entre fuertes y débiles no hay mucha diferencia solo que Zunino, y quienes eventualmente lo apoyan, invierten el razonamiento, pero no así la gravedad de sus alcances: debilitemos al más «fuerte», fortalezcamos al más «débil», pues el origen de nuestras carencias están en los privilegios de aquellos. Visto así los «débiles» no son absoluto para nada responsables de su situación, pues esos están en otro lugar (en el desmedido financiamento al fútbol en el cual “no vamos a campeonar”) los culpables de que, por ejemplo, los teatros no cuenten con infraestructura adecuada. En suma, Zunino no ve en los propios actores de la cultura siquiera una cuota de responsabilidad en lo que a muchos nos incomoda: la desatención a espectáculos culturales.

En vez de disolver la banda de música, los hermanos del colegio La Salle habrían hecho mejor en reacondicionarla o crear nuevos canales de expresión artística acordes a los intereses de los alumnos, cuyos cambios son producto de la sensibilidad de una época. Pero de ninguna forma deshacerse de la banda. En cuanto a la postura de Daniel Salas, considero que la solución no está en eliminar la tesis de licenciatura, sino en elevar la exigencia durante el pregrado. Muchas tesis de licenciatura, al menos de las que conozco en el área de letras y humanidades, son superiores y más ambiciosas que otras de posgrado. La solución tampoco está en reducir la cantidad de páginas para que todos puedan saltar la valla como sucede con las tesis de grado en Humanidades de la PUCP en un afán por reducir la cantidad de egresados que no se gradúan. No es que el atraso técnico-científico se explique por la abundancia de abogados, sociólogos, antropólogos o humanistas. Aquí la clave tampoco es cerrar las facultades de ciencias sociales o humanidades y en su lugar abrir más de ingenierías. Ni aun en el fútbol por alinear a tres delanteros se es más ofensivo. Del mismo modo, los padecimientos de quienes promueven la cultura en el Perú no se solucionarán extirpando los recursos del fútbol. Si queremos que la selección nos depare triunfos y alegrías, la respuesta no está en desintegrarla, sino preguntémonos por qué Paolo Guerrero no da una jugada por perdida y por qué uno solo hace la diferencia. No solo nos molesta perder sino la manera como perdemos.

viernes, junio 01, 2012

SABOTAJE. UN ARMA POLÍTICA




Manuel Asensi está en la Argentina invitado por la Universidad de Buenos Aires y la Universidad Nacional de Córdoba a presentar su noción de crítica como sabotaje. En la semana que termina, un nutrido grupo de estudiantes de diversos posgrados en letras, ciencias humanas y ciencias políticas participamos del curso dictado por Asensi en el Centro de Estudios Avanzados de la Universidad Nacional de Córdoba. Luego de la última sesión, tuvo lugar la presentación de su libro Crítica y sabotaje (2011), en el que desarrolla ampliamente sus planteamientos acerca de la crítica literaria, la lectura, la ideología, lo subalterno y principalmente la categoría de sabotaje.

Asensi (Valencia, 1960) es catedrático de Teoría de la literatura y de Literatura Comparada en la Universidad de Valencia y profesor visitantes en diferentes universidades europeas y americanas. Ha publicado Literatura y filosofía (1996), Historia de la teoría de la literatura (2003), Los años salvajes de la teoría: Ph. Sollers, Tel Quel y el surgimiento del postestructuralismo francés (2007). También elaboró la traducción y la edición crítica del ensayo de Gayatri Spivak, ¿Pueden hablar los subalternos? (2009).

Un primer contacto con la idea de sabotaje nos remite de inmediato a la deconstrucción de Jacques Derrida, lo cual no es gratuito, pues Asensi fue su alumno y además se ha dedicado en profundidad al estudio del pensamiento derrideano como a la aplicación de la deconstrucción para el análisis de diversos discursos. Esta filiación es manifiesta al momento en que el sabotaje se propone como un acercamiento que desmonta una estructura discursiva y luego la vuelve a reestructurar. El potencial subversivo que posee el sabotaje le viene precisamente de la deconstrucción. Pero, contrariamente a lo que manifestaba Derrida, Asensi enfatiza que el sabotaje sí es una teoría y un método. Otra diferencia es la reconstrucción del contexto en que circula el discurso dado. Derrida consideraba que un contexto nunca se puede recuperar y que por ello había que practicar la descontextualización. Pero Asensi propone un enfoque historicista para reconstruir un polisistema determinado (una matriz compleja de discursos cruzados), es decir, el contexto en el cual se producía y circulaba tal o cual discurso hegemónico. Definitivamente, la reproducción fiel no es posible, pero lo que sí es viable es la recomposición de un aspecto de ese polisistema que sea de interés analizar. De otro lado, la confianza en decir la "verdad" sobre el discurso es otra diferencia con la deconstrucción. La crítica como sabotaje quiere decir la verdad, entendida no como la correspondencia entre proposición y realidad, sino como indicio fiable de una situación producto de una mirada sufriente, subalterna. En otras palabras, la verdad se debe indagar en los silencios y omisiones confinadas al olvido por lo hegemónico; para ello es indispensable adoptar el punto de vista del sujeto subalterno, su mirada sufriente.

Por este motivo, el sabotaje exige al crítico una fuerte cuota de intervención política, demanda que se halla en la metáfora que encierra la palabra «sabotaje». Dentro de la teoría ha sido muy frecuente el uso de metáforas para representar categorías analíticas (rizoma, entre-lugar, mirada oblicua, ecualización, hibridismo, etc.). Asensi declara que el sabotaje es una metáfora y no lo es. Lo es en el sentido de que establece una analogía entre el texto o el discurso como una máquina a la cual el crítico debe sabotear (inhabilitar, desmontar, dañar) luego de tener bien en claro el contexto en el que opera dicha maquinaria discursiva y si se trata de un discurso hegemónico o no, pues, de lo contrario, habría que tomar partido por la subalternidad, no sabotearla sino potenciar el sabotaje que promueve lo subalterno. Y no lo es en el sentido de que el sabotaje se concibe no solo como una categoría analítica de discursos cuyo destino sea un trabajo académico, sino que demanda una acción política por parte del crítico que trascienda lo académico y se instale en lo público.

Lo anterior nos conduce a los diálogos que el sabotaje mantiene con otras teorías. Al análisis crítico del discurso (ACD), en la orientación de Teun Van Dijk, lo une precisamente el gesto político del crítico a favor de lo subalterno —y no solo la contemplación o descripción de las jerarquías o de las estructuras discursivas— la visibilización de los discursos hegemónicos, el análisis ideológico del discurso y la relevancia del contexto en la significación de los discursos. Asensi le concede una gran atención a la ideología entendida como un sistema de creencias que ofrece una visión coherente del mundo y que representativa de un grupo social, y también a poder performativo de la ideología y de todo discurso en general. De Foucault le viene al sabotaje el interés por el orden del discurso, pues en aquella conferencia inaugural, el autor de Las palabras y las cosas expuso una metodología de análisis que consistía en no perder de vista la posición que ocupa un discurso en un determinado contexto; también la genealogía del discurso en cuestión, que implica una abundante documentación en especial del material invisible, silenciado o no oficial; y por supuesto, la idea de poder. Lo mismo que Terry Eagleton en The Subject of Literature, Asensi considera que la literatura es una de las tecnologías morales más influyente en la modelización de subjetividades. La hegemonía de los discursos ideológicos, la maquinaria que los produce y las subjetividades modelizadas tienen una gran deuda con la teoría posmarxista de Louis Althusser y sus Aparatos ideológicos de Estado. De otro sector de la crítica marxista y los Cultural Studies, las referencias Raymond Williams y Stuart Hall orientan al sabotaje a indagar en los mecanismos que relegan lo contrahegemónico y la cultura popular.

No obstante, si hay una noción muy presente, esa es la subalternidad. Asensi realizó seguimiento de este concepto en los trabajos de Gayatri Spivak, desde la publicación de Can the Subaltern Speak? y las sucesivas versiones de este ensayo, así como de los debates suscitados por la idea del sujeto subalterno sostenida por Spivak. No acogió la propuesta de Spivak en su totalidad, sino que la saboteó, como también lo hizo con las posteriores interpelaciones a la subalternidad. Para Asensi la condición subalterna no es una esencia ni una función, sino una relación que deviene esencia, lo que significa que el subalterno se define como la posibilidad de una movilidad permanente entre lo hegemónico y lo marginal que se construye a partir de la relación entre los dos extremos y no unilateralmente por el propio sujeto subalterno. En este punto, la teoría poscolonial ocupa un lugar importante en la crítica como sabotaje.

La metodología propuesta por el sabotaje consiste en reconstruir el contexto del discurso, preguntarnos por la posición del discurso dentro de un polisistema, dilucidar si se trata de un discurso hegemónico o si de lo contrario es reactivo contra él. Si fuera el primer caso, es una responsabilidad del crítico inhabilitar la maquinaria discursiva; en el segundo, el crítico debe proseguir el sabotaje del discurso subalterno. En este instante es primordial el análisis del silogismo implicado en el discurso, o sea, la razón del discurso.

Ese silogismo sostiene un razonamiento que favorece una oposición engañosa, pero que luce muy estructurado y más aun, natural, de sentido común: técnicos/políticos; criollos/andinos; civilización/barbarie; alta cultura/cultura popular, cosmopolita/provinciano, etc. El discurso sostenido por el silogismo así no solo comunica o informa, sino que performa, invita a la acción. Allí, el crítico debe desmontar el silogismo entimemático, agredirlo, o no hacerlo si es que ya es saboteador. De este modo, la lectura es un acto de guerra, no solo una actividad placentera, porque es mucho lo que el lector se juega en la lectura. Ante un discurso hegemónico, el crítico saboteador debe impedir que aquel funcione. Visto de ese modo, el sabotaje es una crítica política, porque inhabilita sistemas represivos mediante el boicot de los silogismos que lo apuntalan.

El sabotaje supone una poética relacional, una superación del inmanentismo, de los análisis estructurales, formales, textuales, por ejemplo, desde una perspectiva retórica, estilística o lingüística, porque ello no nos revela cuál es la ubicación del discurso dentro del polisistema. Para este fin, es necesario reconstruir el contexto del discurso o analizarlo en el nuevo polisistema en el que está funcionando, ya que la transversalidad histórica explica como un texto funciona en distintos contextos. Esta labor se obtiene a través de un minucioso y paciente trabajo de archivo, una genealogía.

Sin embargo, ¿el sujeto subalterno no es susceptible de sostener silogismos entimemáticos, engañosos? ¿Qué hacer allí? ¿El énfasis en lo metodológico no lo conducirá a una instrumentalización que banalice su potencial subversivo? ¿En la confianza de que el crítico pueda decir la verdad de un discurso hegemónico y en su capacidad para modificar las jerarquías no hay acaso un retorno a la autonomía del sujeto moderno? Asensi responde que en un contexto de repliegue de las humanidades y de avanzada técnico-científica promovida por el neoliberalismo, aquellos son riesgos que se deben asumir. La inmovilidad ya no puede ser un lugar seguro para la crítica.

En suma, la crítica como sabotaje es un emplazamiento político a la crítica literaria como institución, que exige del crítico la asunción de una postura frente a los discursos hegemónicos, o sea, demanda de él una intervención a favor de los que su voz ha sido silenciada.

viernes, mayo 04, 2012

EL DISCURSO DEL SUJETO SUBVERSIVO




En la lección inaugural del College de France en 1970, Michel Foucault presentó El orden del discurso, donde expuso su particular metodología para el análisis del discurso. Antes de anunciar su hipótesis, abrió una interrogante: ¿cuál es el peligro con la proliferación de los discursos? Foucault sostuvo en su intervención que en toda sociedad existen procedimientos para el control de los discursos. Prueba de ello es que no todos estamos autorizados a hablar de cualquier tema, es decir, no me refiero al simple hecho de manifestarse, sino a la autoridad que acredita que lo dicho es relevante o banal.

A Foucault le interesa desentrañar los mecanismo de producción y control de los discursos en la sociedad y para ello propone un enfoque crítico de los discursos en cuestión, que analice sus condiciones de producción y las coaccciones que ejerce, y una genealogía que rastree su evolución y transformación. Si como afirma, el discurso está vinculado con el deseo y el poder, entonces quien controle el discurso dominará a los sujetos que enuncian tal o cual discurso. En esa tarea, las instituciones cumplen un rol fundamental, pues producen, reproducen y amplifican los alcances del discurso que conviene a sus intereses.

Pero también los sujetos cumplen su parte. El discurso, dice Foucault, obtiene poder de los sujetos, quienes son constantemente interpelados por diversos discursos muchos de ellos contradictorios. Por esta razón, entiende que el discurso es un campo de batalla por el poder, el poder de controlar la subjetividad y las identidades.


Los procedimientos de control del discurso expuestos por Foucault se caracterizan por la exclusión. Lo prohibido es uno de ellos. Este procedimiento actúa impidiendo que el discurso de ciertos individuos circule libremente. Su palabra es despojada de valor, pues la exclusión los priva de autoridad para enunciar su discurso, le quita legitimidad. En consecuencia, son sujetos a los que no se les concede un lugar en la polémica y mucho menos son dignos de audiencia.

Otro principio de exclusión señalado por el autor es la separación o el rechazo. De manera inversa al anterior mecanismo por cual no se permite el ingreso, aquí se expulsa a la voz disidente. Aquí el discurso perdió la legitimidad que poseyó alguna vez, motivo por el que es separado.

La voluntad de verdad también es un sistema de exclusión de discursos, ya que un grupo se arroga la posesión de la verdad, la legítima interpretación de un acontecimiento, por ejemplo, el análisis del conflicto armado interno. Este procedimiento coloca a los discursos adversos en el terreno de la falsedad. Pero, ¿acaso no hay otras posibilidades de interpretación del conflicto armado interno que deban ser discutidas públicamente? Digo discutidas, no aceptadas por el simple hecho de haber sido manifestadas.

¿Qué subjetividad dentro del discurso de la violencia política posee un discurso despojado de valor? Ese es el sujeto subversivo: su palabra ya está de mano invalidada, está condenado al espacio del mal puro, no es un sujeto digno para el debate, su palabra tiene el efecto de una infección que se expandirá si no se le acalla. Y por ello se le tiene (y se le teme) que cerrar toda posibilidad de expresión. Es el cuco que tiene que volver a la oscuridad. Su discurso es atendible como tema de investigación para las ciencias sociales o la crítica literaria, pero no para el debate político en la esfera pública porque allí estarán vencidos de antemano. De acuerdo, a los procedimientos mencionados por Foucault, el sujeto subversivo es confinado a la no-verdad y a lo irracional.

El discurso hegemónico sobre la violencia política, sostenido por los medios de comunicación, el Estado y la opinión pública en su mayoría, niegan que el discurso del sujeto subversivo posea una dosis mínima de verdad, porque presuponen que la verdad no está con aquel, sino con ellos. Me pregunto cómo se podría construir un gran relato (Hatun Willakuy) sobre la violencia política de los 80 y 90 si es que se persiste en demonizar el discurso del sujeto subversivo, al que se considera un engendro surgido de la nada y no como el producto de una violencia estructural que naturalizó la desigualdad y la distancia cultural,si es que persiste la voluntad por sentenciar antes que por comprender, esa arrogancia de la certeza como diría Roland Barthes.













martes, abril 17, 2012

LAS RAZONES DE KANT



Crítica de la razón pura constituye el texto fundamental de Inmanuel Kant, pues contiene las principales propuestas de su pensamiento filosófico. El objetivo de esta monumental obra consiste en examinar las posibilidades de la razón como fuente de conocimiento independiente de la experiencia. Debido a este énfasis, es que algunos autores de manuales filosóficos —entre ellos Johannes Hessen, autor de Teoría del conocimiento— ubican a Kant dentro del apriorismo, en lo referente a la discusión sobre el origen del conocimiento, y en el criticismo, respecto a la posibilidad del conocimiento.

El título de este libro bien podría ser parafraseado como «Examen de las facultades cognitivas de la razón» o «Análisis de los principios o fundamentos del conocimiento». Sin embargo, el título propuesto por Kant contiene implicancias que van más allá de los objetivos explicitados por el propio autor. No solo se trata de examinar las posibilidades de la razón como fuente de conocimiento independiente de la experiencia, sino también y paralelamente con lo anterior, de una justificación a favor de considerar a la Metafísica como una ciencia.

Para ello, Kant dialoga y discute con las posturas filosóficas precedentes, tanto racionalistas (Leibniz) como empiristas (Hume). Leibniz y Hume, pese a diferir en cuanto origen del conocimiento —el primero consideraba que la razón era la fuente primordial y el segundo, que lo era la experiencia— ambos coincidían en que existían juicios analíticos a priori, los cuales eran fundamento de las ciencias formales como la Matemática y la Lógica; y juicios sintéticos a posteriori, que, a su vez, servían como fundamento de las Ciencias Naturales.

No obstante, Kant procura un intento de mediación entre la dicotomía racionalista/empirista, ya que plantea la existencia de juicios sintéticos a posteriori. Esto tiene las siguientes implicancias. Por un lado, significa que Kant no desdeña la importancia de la experiencia como fuente de conocimiento, sino que concede esta facultad a la razón como a la experiencia, pero resaltando que «nuestro conocimiento comienza con la experiencia, pero no se origina todo en él». Es decir, la razón posee una mayor preeminencia sobre la experiencia en cuanto a la capacidad de generar conocimiento, a pesar que ninguna de las dos tiene la exclusividad de ser una fuente del mismo. Kant matiza ello afirmando que, si bien razón y experiencia son fuente de conocimiento, existe una razón pura que posee facultades para adquirirlo con total independencia de la experiencia. Aquí es donde entra a tallar la objeción de Kant a Hume, pues este último consideraba que todo conocimiento racional estaba impregnado al menos por una porción de conocimiento empírico. Aquel discrepa del filósofo inglés porque considera que existe una razón pura, no «contaminada» por la experiencia, que también aporta conocimientos. De acuerdo a lo anterior, Kant está en la posición de afirmar que la razón pura permite ampliar nuestros conocimientos con total prescindencia de la experiencia. Los juicios que demuestran que esto es posible son los juicios sintéticos a apriori.

Por otro lado, la existencia de juicios sintéticos a priori supone un giro en la concepción de lo que se entendía como ciencia en aquella época. Kant remeció los criterios que servían como fundamento para cada tipo de ciencia. Al respecto, Kant concluye que todas las ciencias (inclusive aquellas concebidas como factuales o naturales) se fundamentan en juicios sintéticos a priori: «los juicios sintéticos a priori son los fundamentos de toda ciencia teórica de la razón».

Antes de continuar, es precisar puntualizar algunas conclusiones. La razón no solo obtiene conocimiento de la experiencia, si no de otras fuentes también a priori de carácter puro. Kant ha destacado que el error de los empiristas radica en consideran a la experiencia como única fuente de conocimiento sin contemplar que la experiencia recurre a esquemas formales previos (a priori, puros), los cuales otorgan certeza de verdad a los juicios empíricos. De lo contrario, si la experiencia solo recurriera a fuentes a posteriori (no necesarias, ni universales, sino contingentes) ¿cómo podría obtener dicha certeza si todas las reglas por las cuales progresa fueran empíricas y contingentes? Dicho de otra forma, si reconocemos que los juicios a priori son universales y necesarios y los empíricos particulares y contingentes, entonces, si los segundos solo dependieran de otros conocimientos similares, sería imposible que tuvieran algún grado de validez, puesto que la certeza absoluta la poseen los juicios a priori por las características antes mencionadas.

Entonces, tenemos que el conocimiento se origina tanto en la razón (a priori) como en la experiencia (a posteriori), pero los principios fundamentales del conocimiento se originan en la razón; por ello, solo estos merecen ser llamados principios. La experiencia, aunque también es una fuente de conocimiento, posee menores alcances que la razón pura.

Otro de los objetivos de la Crítica fue reivindicar el valor científico de la
Metafísica. Kant considera que esta es la ciencia que le permitirá dilucidar el problema que se ha planteado: ¿Dónde se origina el conocimiento? Al tratarse de una disciplina que estudia la posibilidad, principios y alcances de todo conocimiento a priori, resulta obvia la elección de la misma para sus propósitos. La pregunta por los principios del Ser, la esencia de las cosas, la nada, Dios, la mente, etc. es campo de la filosofía. (A lo largo de la historia de la filosofía ha cambiado su definición, pero siempre la Metafísica estuvo vinculada tema del Ser y a la pregunta por las causas y fundamentos de la existencia). Kant elige la Metafísica porque su campo de estudio se ubica más allá de la experiencia, allá donde solo existen conceptos, ideas (lo abstracto) «objetos mucho más excelentes y sublimes en su intención última, que todo lo que el entendimiento puede aprender en el campo de los fenómenos».

Proponer a la Metafísica como una ciencia contiene dificultades de las que Kant era muy consciente. Sin embargo, justifica tal afirmación basándose en la inquietud natural de todo ser humano por querer saber más y ver acrecentados sus conocimientos. Por ello, en parte, su esfuerzo consiste en aportar ideas que justifiquen el carácter científico de la Metafísica mediante una sistematización que estaba en proceso.

La dificultad estaba en que tal paso intermedio podía requerir una digresión mucho mayor que distrajera la atención de su objetivo primordial: el examen de la razón pura y sus alcances. Por ello, es que plantea una ciencia particular dentro de la Metafísica a la que llama «Crítica de la razón pura», la cual si se encuentra en la capacidad de sistematizar sin tener que alejarse de su objetivo inicial. De esta manera, superaba la segunda dificultad que era la multiplicidad de objetos de estudio de la Metafísica y se concentraba en uno concreto, la razón pura.

La evidente confianza de Kant en las facultades de la razón —no en vano admite que existe una razón pura— nos lleva a plantear la siguiente cuestión: ¿es la razón infalible? Kant aceptaba la existencia de juicios universales, lo cuales utilizamos y validamos sin necesidad de verificarlos. Sobre ellos nos preguntamos de dónde vienen o cómo se originaron. Los indicios que Kant presenta como prueba para confiar en la razón son: 1) El tiempo de vigencia del juicio a priori. Desde la antigüedad, venimos apoyándonos en axiomas geométricos y principios matemáticos que mantienen su actualidad; 2) La validez universal del juicio a priori. Todos los seres humanos, a pesar de sus diferencias culturales, aceptan la validez de los juicios a priori; y 3) El grado de certeza. La posibilidad de emitir un juicio errado se compensa con la emitir un juicio acertado o aproximado que es posible corregir.

La mayor facultad que Kant reconoce en la razón pura es la generación ilimitada de conocimientos: «arrebatado por una prueba semejante del poder de la razón, el afán de acrecentar nuestro conocimiento no ve límites». Siguiendo a Kant para responder la pregunta planteada anteriormente, nos damos cuenta de que la razón no es infalible, lo cual estaba muy presente para este filósofo alemán. Por esta razón, es que exige estar alertas ante cualquier juicio de la razón o de la experiencia. No exime, Kant, a la razón pura de un examen riguroso (sino fijémonos en el título del libro): lo que nos libra de todo cuidado y de toda sospecha durante la construcción y nos promete una aparente solidez es lo siguiente: «analizar los conceptos que se tiene de los objetos». A esta actitud se le llama criticismo. El entusiasmo de Kant por las facultades de la razón pura se contrapesa con esta actitud, pues también advierte que el uso dogmático de la razón, sin crítica, conduce a afirmaciones sin fundamento o, en el peor de los casos, a un escepticismo paralizante y hipercuestionador.

La universalidad de la razón, según Kant, se fundamenta en la capacidad exclusivamente humana de poseer la facultad de emitir juicios. Considera que todos los seres humanos, con total prescidencia de lo cultural, poseen dicha facultad, lo cual permite que puedan llegar a acuerdos y superar sus diferencias, pues estas no tendrían necesariamente un arraigo en la experiencia, en la realidad material, sino que serían producto de elucubraciones mentales que es posible depurar y corregir hasta llegar a un juicio cuya universalidad supere toda contingencia particular. La relación entre lo universal y lo contingente está muy presente en la Crítica. El lenguaje al que Kant recurre para explicar la existencia de los juicios analíticos y sintéticos a priori como de los exclusivamente sintéticos a priori es el lenguaje formal de la Matemática y de la Lógica. No recurre al lenguaje cotidiano porque, dentro de la búsqueda de una esquematización de la razón pura, se ve obligado a eliminar todo vestigio de contingencia, lo cual está muy presente en el lenguaje cotidiano, ya que este se inscribe dentro de un contexto pleno de referencias que multiplican en sentido de los enunciados, a diferencia del lenguaje formal que posee un sentido definido y contextualizado. Entonces, vemos que el intento de Kant por superar la contingencia es paralelo a su deseo de buscar estructuras que organicen dicha contingencia.

El problema con la universalidad de la razón en Kant es que, si bien exige una crítica rigurosa incluso de los juicios racionales, soslaya el hecho que la experiencia personal, el contexto, el espacio y el tiempo son variables que influyen en la construcción de nuestros juicios. Esto nos conduce a la siguiente cuestión: ¿qué tan universal puede ser un juicio a priori no formalizado sino basado en el lenguaje natural? ¿Se puede ignorar que un individuo cuando emite un enunciado lo hace desde un lugar de enunciación rodeado de una variedad de factores que atraviesan sus afirmaciones? ¿Está en la posibilidad todo individuo de abstraer sus juicios de toda experiencia sensible y formalizarlo de manera que no haya en él ningún vestigio de contexto que amplifique su significado?

Sin embargo, Kant afirmó la universalidad de la razón en cuanto facultad o capacidad humana que nos dispone a la discusión para llegar a acuerdos, mas no como contenidos que debían ser universales. La cuestión de los contenidos del juicio exige que estos se sometan a un examen riguroso.

Kant le imprimió una vuelta de tuerca al giro epistemológico de su época, lo que significó un presagio de lo que sucedería a inicios y mediados del siglo XX con la incursión de la posmodernidad que cobró la factura de la soberbia positivista. En buena cuenta, Kant rebatió el paradigma epistemológico imperante al sostener que toda ciencia se fundamenta en esquemas racionales. La reacción contra esta perspectiva se dio en el siglo XIX con el auge del positivismo que encumbró a las ciencias en un lugar expectante y relegó las discusiones metafísicas a un segundo plano. Todo conocimiento que se preciara de ser científico debía tener un objeto de estudio sensible, material y recurrir al método experimental.

¿Por qué leer a Kant? los alcances de su pensamiento llegan a nuestros días a través del universalismo de la razón y de la posibilidad de una ética también universal. El valor de la universalidad de la razón kantiana está en la facultad humana para generar juicios, en su capacidad para desarrollarlos, mas no en los contenidos de tales juicios. Está claro que aquello que se universaliza es el contenido de la razón, sin embargo, ello debe ser producto de la crítica del contenido del juicio. Posiblemente, Kant entendía que esa facultad de poder auscultar la razón, es decir, el poder tomar distancia de la propia subjetividad, estaba a disposición de todo ser humano, lo que le otorga una cualidad universal a la razón en tanto facultad para llegar a acuerdos.

El problema del dogmatismo racionalista puede ser un asunto pendiente por resolver. Una interpretación fundamentalista de la Crítica podría justificar el hecho de que solo por su cualidad racional un juicio debe ser admitido. La dictadura de la razón es un riesgo que se corre cuando se deposita en ella una excesiva confianza en perjuicio de otras variables que intervienen cuando adquirimos conocimientos. El uso de la fuerza ha sido un medio por el cual se intentó difundir la Ilustración, las nuevas ideas, la democracia liberal, los derechos humanos, el capitalismo, etc. Quiero decir que la razón de la fuerza consistió en el recurso para consolidar las ideas que se tenían por válidas por encima de toda consideración moral. En este sentido, la racionalidad no se debería distanciar de la ética por más universalmente válidos e irrefutables que sean sus contenidos.

«La letra con sangre entra» o «Por la razón o por la fuerza» son expresiones que dan cuenta del fundamentalismo racionalista del cual Kant, posiblemente, hubiera tomado distancia.

miércoles, abril 11, 2012

FEMINISMOS LITERARIOS



Entre todas las teorías de la literatura y la cultura que pude revisar con cierto detenimiento, el feminismo no ocupó un lugar importante en mi formación. Siempre mantuve una actitud distante cuando no de subestimación hacia sus propuestas y más aún sobre sus seguidoras. Como movimiento de lucha para la liberación de la mujer, el feminismo me parecía más fructífero en lo político que en lo académico o artístico. Mi admiración por Simone de Beauvoir, Virginia Woolf, Clarice Lispector, Flora Tristán, Anne Sexton, entre otras, nada tenía que ver con el hecho que hayan sido «escritoras», sino por lo gratificante que significó para mí leerlas y experimentar el mismo placer que por mis «escritores» más apreciados. Ello me condujo a la convicción de que atribuir un género al lenguaje literario era un despropósito; que el talento del escritor merecía una apreciación muy por encima del sexo del autor, por lo cual crear un espacio dedicado a la crítica exclusiva de la literatura escrita por mujeres resultaba absurdo, pues daría lugar a una crítica sexista, precisamente en la orientación opuesta a la que se posicionaba el feminismo. Por ello observaba con mucho recelo al Círculo de Escritoras de Arequipa, cuyos recitales y encuentros —en complicidad con algunos profesores y compañeros— risueñamente los calificábamos como «Té de tías».

Recuerdo que en un encuentro de escritores realizado en Puno el 2003, durante la presentación de una antología de escritores arequipeños, el autor, un connotado profesor de la Escuela de Literatura de la Universidad de San Agustín, fue severamente interpelado por la presidenta del Círculo de Escritoras de Arequipa por no haber consignado en su libro la obra de varias escritoras de la agrupación que representaba quienes hacía mucho tiempo publicaban y organizaban encuentros de alcance internacional. En su opinión, la antología en cuestión ninguneaba el trabajo de las escritoras arequipeñas.

En otra ocasión, mi novia, que a la sazón estudiaba Literatura en San Agustín, a medida que iba adquiriendo notoriedad por sus escritos, recibió una invitación de la propia presidenta para formar parte del círculo de escritoras. No le tomó mucho tiempo rechazar la invitación. Estaba convencida de que integrarse a un grupo de escritores implicaba una autoexclusión que le hacía un flaco favor al reconocimiento literario de las mujeres escritoras, ya que aumentaría la distancia entre las escritoras y los lectores, confinándolas a espacios reducidos para mujeres mayores, lo que casi equivalía al anonimato. Por el contrario, afirmaba enérgicamente que era mejor crearse espacios autónomos y jugar con las mismas reglas que los demás escritores. Su última diatriba contra el feminismo fue a través de las redes sociales justo en el Día Internacional de la Mujer, por motivos similares, lo que le acarreó varios comentarios adversos, la mayoría, de mujeres.

Así como ella, mi mayor reparo ante el feminismo radical era la reproducción de las mismas estructuras de poder del machismo y el sexismo pero en otro sentido. Sin embargo, mi actitud frente al feminismo cambió al leer El género en disputa y Cuerpos que importan de Judith Butler. Me interesó la lectura subversiva que la teórica y crítica estadounidense aplicó al discurso machista sobre todo en el campo de la cultura y la política; y la maquinaria conceptual que ponía en funcionamiento para demoler los supuestos teóricos del pensamiento occidental acerca de la mujer, el cuerpo, el género y el sexo. Con un pie en el activismo y otro en la academia, Butler discute la presunción de que la oposición entre «género» (cultura) y «sexo» (naturaleza) sea estable; más bien sostiene que la categoría «sexo» está determinada culturalmente. Su militancia feminista no le impide reconocer los aportes de Lacan, Foucault, Freud o Lévi-Strauss, a diferencia de un sector de la crítica feminista que se resiste a incorporarlos en sus análisis por considerar que han hegemonizado una teoría machista del saber, pero también se permite problematizar sus ideas.

Pese a la gran influencia que ejerció en el seno de los llamados estudios de género, Butler no goza necesariamente del reconocimiento unánime de la comunidad feminista, posiblemente por su provocadora intervención en torno a la teoría queer que descentró mucho más la noción de género. Lo trans y lo queer no siempre fueron recibidos de buen grado dentro del feminismo, pues había autoras que los descalificaban por relativizar excesivamente la categoría de género. Efectivamente, la propuesta de Butler deconstruyó el binarismo esencialista masculino/femenino y sexo/género en los cuales se enfrascó buena parte de la teoría feminista angloamericana. La lógica aplicada por Butler es que el cuerpo es un texto, los cuerpos narran o dicho de otra manera, que es posible leer los cuerpos porque estos son una escritura. La determinación de la diferencia sexual exclusivamente en masculino/femenino se fundamentó en una rígida correspondencia entre lo biológico y lo cultural, dicho de otra manera, se leyó el cuerpo femenino de una manera distinta a como se leyó el cuerpo masculino y se buscaron justificaciones socioculturales acordes a la interpretación que se hizo de los cuerpos. En apariencia la determinación no obedecía a convenciones culturales sino a la estricta comprobación empírica de la naturaleza de los sexos. Aquí donde entra a tallar Butler, ya que a contracorriente del consenso, afirma que si partimos de que importa mucho como se leen los cuerpos, el sexo —lo supuestamente natural, biológico, empírico, corporal— deja de ser evidente por sí mismo porque se advierte que es una categoría cultural que sobredetermina una forma peculiar, jerarquizante y hegemónica de leer el cuerpo masculino o femenino.

Y aunque estas divergencias confirmen que el feminismo distaba mucho de ser un cuerpo unificado de pensamiento, también corrobora sus paradojas teóricas: el reemplazo de un esencialismo masculinista por otro feminista y la consecuente persistencia en una definición excluyente y reductiva de los géneros que los ubica en una estructura dual que identifica un cuerpo con un género y un sexo normativos. Por esta razón, es que a algunas feministas les cuesta aceptar lo trans y lo queer, ya que estas categorías son a su vez el «otro» del sujeto femenino, lo que las obliga a replantear su propia postura como otredad de un centro machista y reconocer que eventualmente podrían constituirse como un nuevo centro de poder. La crítica lesbiana, negra y poscolonial añadieron nuevas variantes a los estudios de género como la etnia y la clase social, estas últimas algo descuidadas al menos por la teoría feminista angloamericana.

La creencia de que el feminismo formaba un corpus teórico sin fisuras estaba muy lejos de la verdad. En Teoría literaria feminista (1995), Toril Moi presenta dos de las principales escuelas teóricas del feminismo contemporáneo: la angloamericana y la francesa. Aclara, además, que existen por lo menos tres feminismos: a) el igualitario-liberal, que aspira a la igualdad de derechos entre ambos sexos; b) el radical, que resalta la diferencia sexual a favor de la femineidad y abiertamente confrontacional frente al orden masculino; y c) el «deconstructivo», que niega la dicotomía esencialista masculino/femenino y propone una descentración de la noción de género y sexo.



Moi explica, comenta y discute los trabajos de las principales teóricas de ambas escuelas con suma agudeza. No oculta su mayor filiación a la escuela francesa y sus profundas discrepancias con la angloamericana a la cual reconoce logros políticos pero muy escaso aporte a la teoría literaria, ya que, a su modo de ver, terminó insertándose dentro del humanismo machista que se empeñaba combatir y por las reductivas interpretaciones de la literatura inglesa escrita por mujeres. Por ejemplo, detalla cómo la obra de Virginia Woolf fue erróneamente desestimada porque consideraban que la experimentación del lenguaje y la técnica narrativa impedían identificar una voz femenina que corresponda con la experiencia vital de la autora. Si bien esta aproximación al texto literario no fue extensiva a todas las críticas feministas angloamericanas, el biografismo era recurrente en los trabajos de las primeras teóricas del feminismo en los Estados Unidos, orientación contraria a «la muerte del autor» desarrollada Roland Barthes en Europa, quien reclamaba un retorno al análisis textual. De otra parte, la autora rescata de un sector del feminismo angloamericano la necesidad de estudiar por separado la literatura escrita por mujeres, debido a que existen innegables condicionamientos sociales, políticos, económicos, estéticos y sexuales sobre las escritoras, su obra y la recepción de las mismas, pero no porque en esencia sus textos sean distintos a los escritos por hombres.

En contraste a la resistencia de las feministas angloamericanas frente a la teoría y la crítica, las feministas francesas capitalizaron a su favor a Lacan, Derrida, Foucault, Barthes, Althusser, Freud, Marx y, por supuesto, Simone de Beauvoir. Los trabajos de Hélène Cixous, Luce Irigaray y Julia Kristeva realizan una travesía intelectual por la lingüística, el psicoanálisis, la antropología, la literatura, la filosofía y la historia. La excentricidad poética de los trabajos de Cixous, el emplazamiento de la lectura freudiana de la mujer (que le costó a Irigaray la expulsión de la Escuela Freudiana) y la desbordante erudición teórica de Kristeva, que combina lingüística, literatura, semiótica y psicoanálisis, le imprimen una gran dosis de glamour intelectual a la escuela francesa muy proclive a la recurrencia de su propia tradición filosófica. En comparación con la escuela angloamericana, acercarse a la obra de estas tres teóricas requiere de un examen previo de las principales cuestiones de la deconstrucción, psicoanálisis y el marxismo sin lo cual se dificulta la comprensión de sus propuestas.

A estas alturas sería necio desconocer que la teoría feminista ha sido una de las corrientes de pensamiento más transgresoras de la última mitad del siglo XX y que ha aportado nuevas categorías a la teoría crítica contemporánea. Es uno de los grandes discursos sobre la subjetividad que problematiza las definiciones esencialistas y normativas acerca del sujeto, la naturaleza, el cuerpo y la cultura. El mayor desafío que le aguarda al feminismo es consolidarse como una cosmovisión que trascienda el género para convertirse en una propuesta integral y permeable a la incorporación de conceptos y categorías sin detenerse en el sexo de quien los desarrolla. En tal sentido, Butler y Moi me parece que ofrecen una lección de coherencia y alerta intelectual ante la amenaza de reemplazar un poder por otro.

miércoles, abril 04, 2012

MALVINAS. BATALLAS POR LA MEMORIA



En poco más de una semana, en la Argentina se han conmemorado dos acontecimientos cuyo análisis revela las contradicciones a las que nos pueden conducir las batallas por la memoria. El 24 de marzo se recordó el 36° aniversario del golpe de Estado que puso en el poder a una de las dictaduras militares más brutales del cono sur latinoamericano por la violencia ejercida contra su propio pueblo. En las principales ciudades del país hubo manifestaciones de colectivos sociales que unánimemente repudiaron al gobierno militar, recordando a los muertos y desaparecidos por la represión. Bajo la consigna de «sin memoria no hay futuro», cientos de personas se volcaron a las plazas y calles exigiendo celeridad en los juicios contra los militares acusados por crímenes de lesa humanidad.

El 2 de abril, una semana después, se celebró el «Día del Veterano y de los Caídos en la Guerra de Malvinas» en la fecha que se cumplen 30 años de la invasión de las islas Malvinas operación ordenada por el gobierno de facto presidido por el general Leopoldo Galtieri con la finalidad de enfrentar el enorme descontento popular que hacía inminente la transición democrática. Luego de conocerse que las fuerzas armadas argentinas tomaron Puerto Stanley, al que renombraron como Puerto Argentino, Galtieri dirigió un mensaje a una enfervorizada multitud a la que arengó diciendo «Si quieren venir que vengan, les presentaremos batalla». De este modo, en medio de una atronadora ovación, la sociedad Argentina había olvidado a los desaparecidos, a la brutal represión causada por los militares y al desastre económico. Ese era el sentimiento Malvinas al 2 de abril de 1982.

Suplementos especiales, reportajes, debates, documentales, películas y libros sobre el tema Malvinas no faltan en la agenda de los medios por estos días en la Argentina. Lo que de primera mano me sorprende es cómo la opinión pública, la sociedad civil y el gobierno evalúan el rol de las fuerzas armadas durante la dictadura y en la guerra de las Malvinas. Hay quienes consideran esta guerra como una gesta nacional. Desde el nacionalismo más furibundo, emotivo y populista no se analiza con espíritu crítico lo que significó iniciar una guerra contra Gran Bretaña en un momento adverso para el gobierno de Margaret Thatcher, quien capitalizó mucho mejor el exabrupto del alcohólico general Galtieri y de la Junta Militar argentina. La Dama de Hierro requería tanto como el gobierno militar de un salvavidas político para afrontar el descontento social producto de la aplicación de las reformas económicas neoliberales. En este sentido, la guerra de Malvinas le cayó como anillo al dedo. En esta perspectiva se ubica un amplio sector de la opinión pública posiblemente no tan adverso a la Junta Militar y, obviamente, los altos mandos de aquella época, con el objetivo de limpiar sus culpas, y varias asociaciones de ex combatientes como un recurso para no caer en el olvido.



El problema con esta postura es que quienes la esgrimen tampoco se detienen en analizar su propia adhesión, invocación que es sumamente difícil de concretar pues implicaría que el grueso de la población que ovacionó a Galtieri recapacite en lo que significó a la postre pasar de la indignación contra la represión a la ovación desenfrenada. Antecedentes de esta conducta social bipolar se observaron en la población argentina no hacía mucho antes. En 1976 Videla y compañía dieron el golpe con la anuencia de amplios sectores de la población que vio en los militares un antídoto eficaz contra el terrorismo de Montoneros y el ERP. Dos años después, víctimas y verdugos se confundían en un abrazo fraterno gritando a rabiar el gol de Bertoni, tal vez con la misma intensidad con la cual la multitud aplaudía la arenga de Galtieri en Plaza de Mayo el 2 de abril de 1982.

Otros prefieren distinguir las tropelías de la dictadura militar y el drama de los combatientes que acudieron al llamado de sus superiores para luchar en una guerra que de antemano la tenían perdida. Desde esta perspectiva, lo que se conmemora es el valor de los combatientes y se los revalora como veteranos de guerra que no deben ser olvidados, pues el repudio a la Junta Militar no tendría que ser extensivo a quienes entregaron sus vidas defendiendo un ideal que sus superiores se encargaron de mancillar durante el tiempo que usurparon el poder. Aquí el trabajo de la memoria es más selectivo y alerta ante la posibilidad de meter en un mismo saco a los verdugos de la nación —expertos en violar mujeres prisioneras, torturar hombres encadenados, secuestrar y desaparecer a civiles, y apoderarse de sus hijos— y a los soldados y voluntarios que vieron en esta guerra una oportunidad para demostrar su amor a la patria. Así conmemorar el 2 de abril es todo lo contrario a una directa o indirecta aprobación de la manera como se condujo la Junta Militar antes, durante y después del conflicto. Diferentes asociaciones pro derechos humanos, colectivos de la sociedad civil y el actual gobierno de Cristina Fernández de Kirchner asumen esta postura. Lo criticable es que se siga usando para obtener réditos políticos.

La dificultad que supone esta aproximación es que sitúa a los veteranos de Malvinas en una posición pasiva e inmóvil: son sujetos de memoria a quienes se les recuerda periódicamente en tanto protagonistas de un acontecimiento, pero no se los inscribe dentro de otros espacios para que manifiesten su postura, por ejemplo, frente a los atropellos cometidos por la Junta Militar contra la población civil, los juicios contra los altos mandos militares o las demandas de las asociaciones de desaparecidos.

También hay los que proponen evaluar el tema Malvinas no como un asunto independiente de la dictadura militar sino como un acontecimiento que agrava aún más el lamentable balance que dejó el régimen del autodenominado Proceso de Reorganización Nacional. Vista así, la guerra de las Malvinas constituiría un episodio que demostró la incapacidad de la Junta Militar para dirigir el país, de acuerdo a lo señalado por el Informe Rattenbach, que acusa a los militares involucrados de incompetencia, negligencia, falta de profesionalismo, ignorancia de los reglamentos militares, falta de coordinación entre fuerzas a lo que se añade desde otras voces la posibilidad de considerar a una generación de jóvenes como víctimas, es decir, como otro capítulo más del genocidio de la dictadura. Pero lo que se debe perder de vista es que así como el golpe del 76 y el campeonato mundial de fútbol del 78, la guerra de las Malvinas fue un emprendimiento cívico-militar. En esas tres ocasiones, la Junta Militar contó con el aval de una abrumadora mayoría de la población.

¿Cómo hacer para tratar el tema Malvinas sin caer en una razonable diatriba contra la dictadura o cómo reconstruir la guerra sin repudiar las violaciones a los derechos humanos? ¿Constituyen un mismo tema o deben tratarse por separado? ¿Cuál sería la manera más idónea de conmemorar el 2 de abril? De ninguna manera podría ser la insensata decisión de un régimen que buscaba una fórmula para justificar su permanencia en el poder mediante una guerra, sino el recordatorio de lo que produjo una oscilante conducta política de la sociedad argentina en su conjunto y que nunca más, como titula el Informe Sábato debería volver a adoptar. Porque aquella reacción de la población argentina en el 76, 78 y 82 me parece tan condenable como los crímenes de la dictadura, sobre todo porque soliviantaron a los militares en su demencial empresa. Nunca más la democracia debería empeñarse en favor de un nacionalismo mesiánico.