Una recusación a La sociedad multiétnica de Giovanni Sartori
Arturo Caballero
La fragmentación de los estados-nación
Cuando Hernán Fuentes declaró, sin ningún empacho, que la región Puno debía constituirse en una nación independiente, Santa Cruz y otros departamentos del oriente boliviano decretaron unilateralmente su autonomía frente al centralismo paceño, hecho que reforzó la postura separatista del referido presidente regional. Amparado en la existencia de una nación aymara —discurso apoyado por el partido nacionalista de Ollanta Humala y seguramente, con fines más estratégicos que ideológicos, por el bolivarianismo chavista—, además de la postergación histórica en la que el Estado ha mantenido a las zonas altoandinas y en los recursos logísticos que le permiten su calidad de presidente regional, Fuentes pretendió sacar provecho de la crisis boliviana.
Lo primero sobre lo que debemos reflexionar es el matiz ideológico detrás del discurso separatista; segundo, lo referente a los límites del pluralismo y la tolerancia; y en tercer lugar, la interpretación de los medios. Toda reivindicación por la identidad lleva implícita una lucha por el equilibrio del poder, es decir, busca contrarrestar a la hegemonía que la oprime. El problema surge cuando en aras del pluralismo y la tolerancia se distorsiona el sentido de la convivencia multicultural, lo cual da pie a que las minorías recurran a la intolerancia y a la negación del pluralismo para aquellos que no comparten sus valores culturales. Visto así, un proyecto confrontacional de las minorías es tan perjudicial como la aplastante hegemonía cultural que las sojuzga, pues solo traslada el conflicto hacia el otro lado, si es que no lo multiplica en todas direcciones: la aspiración de reconocimiento, el pluralismo y la tolerancia no deben entrar en conflicto con el respeto mutuo que cada cultura requiere para que la convivencia intercultural no derive en enfrentamiento multicultural. En otras palabras, nadie desea una balcanización de los andes.
Para ciertos periodistas políticos, si la desintegración del estado-nación está teñida de un tinte neoliberal, como efectivamente ocurre en Santa Cruz, es positiva; pero si aquella posee un tufillo "izquierdista" —al menos en apariencia porque la izquierda está en otro lado menos donde debe estar—, debe combatírsele sin cuartel. La efervescencia mediática y el beneplácito con que fue recibida la noticia del referéndum por las autonomías en Bolivia en determinados sectores del periodismo político ultraneoliberal y, por otro lado, la andanada de críticas a la propuesta de Fuentes, merecen un análisis detenido para otro momento, ya que tal optimismo y censura, respectivamente, no son casuales ni espontáneos; obedecen a un reflejo sintomático de los medios de comunicación que cierran filas en defensa de la ideología dominante: medir el progreso de una nación por el grado de apertura económica de sus mercados, la inversión privada y la cantidad, mas no calidad, de trabajo. Por supuesto, ningún analista político quiere que el presidente lo llame "perro del hortelano".
Lo acontecido en Bolivia y las alucinadas pretensiones de Hernán Fuentes podrían ser el preámbulo de un proceso de desintegración de los estados-nación latinoamericanos. En Europa, dicho proceso se ha ido acentuando progresivamente en los últimos 20 años; luego de la caída del muro de Berlín y del colapso de las repúblicas socialistas de Europa Oriental, el mapa del viejo continente ha cambiado mucho: nuevas repúblicas se erigen allí donde antes existía una confederación o una nación aparentemente integrada. La naciente república de Kosovo, escenario de una cruenta guerra de carácter étnico-religioso, ha tenido que enfrentar el rechazo de cierto sector de la población serbia que no admite su soberanía.
¿Cuándo el multiculturalismo alienta la desintegración?
En este sentido, cabe preguntarnos ¿Cuándo el multiculturalismo alienta la desintegración? Giovanni Sartori elabora una respuesta en La sociedad multiétnica (2001). Sartori es reconocido internacionalmente como un experto en los problemas de la democracia occidental. Entre sus trabajos más importantes se encuentran Ingeniería constitucional comparada (1994), ¿Qué es la democracia? (1997), Homo videns: La sociedad teledirigida (1998) y Política: lógica y método en las ciencias sociales (2007).
De otra parte, alterna la investigación política con la docencia universitaria. Actualmente, es profesor emérito de la Columbia University de Nueva York, donde ha enseñado durante los últimos veinte años.
En La sociedad multiétnica, Sartori aborda el tema del pluralismo y el multiculturalismo, partiendo de que la comprensión de ambos términos está sumergida en un profundo malentendido cuyo desenlace deriva en la acentuación de los conflictos culturales. El objetivo del ensayo consiste en definir y a la vez, diferenciar ambos conceptos para que quede claro el riesgo que implica, en primer lugar, confundirlos, y en segundo lugar, exaltar el multiculturalismo. La primera parte, "Pluralismo y sociedad libre" trata sobre los límites que debe establecer una sociedad abierta para no verse socavada a sí misma por las excesivas concesiones otorgadas a las minorías en favor de un pluralismo ilimitado. La segunda parte, "Multiculturalismo y sociedad desmembrada" desarrolla el concepto de multiculturalidad en directa oposición al de pluralismo con el objeto de diferenciarlos para luego destacar los peligros que entraña una sociedad multicultural: su desintegración.
Si bien la noción de pluralismo es difícil de precisar, ya que, a través del tiempo ha adquirido diversos significados, ello no debe ser pretexto para evadir su explicación. Es por ello, que Sartori pretende reconstruir el justo valor de este concepto. Considera que el pluralismo no es simplemente la existencia de variedad o diversidad, sino, además, de reconocimiento de los derechos propios como extensivos a los otros. También implica interacción entre los elementos diversos mediante la discrepancia. En relación con esto último, destaca que la democracia liberal se ha construido sobre la base del reconocimiento de la diversidad, en la cual se practica el disenso en oposición a las ideologías del pensamiento único.
A través del rastreo histórico que hace del término pluralismo, el autor resalta que este concepto perdió su sentido original cuando se lo redujo a una teoría de la sociedad multigrupo y a una teoría política de los grupos de interés. En ambos casos, subsiste la idea de que la sola existencia de la variedad asegura el pluralismo, lo cual es errado porque pluralismo no es sinónimo de plural. Sartori entiende el pluralismo como una cualidad de las sociedades en las que la diversidad de sus miembros no es obstáculo para la interrelación, el consenso ni las concesiones recíprocas. Lo plural (pluralidad) enfatiza la multiplicidad de lo diverso, mas no la interrelación de los elementos constituyentes de la diversidad.
Tal precisión es requisito para explicar el multiculturalismo, debido a que este, según Sartori, distorsiona el recto sentido del pluralismo al convertirlo en pluralidad. Y es que el multiculturalismo equivale a una fragmentación en cadena en la que cada grupo enarbola la bandera de su propia identidad confrontándola con las que la rodean. Al inicio de la segunda parte, aclara que pluralismo y multiculturalismo no son en sí mismas nociones opuestas. Si el multiculturalismo se entendiera como multiplicidad de culturas, no representa problema alguno para una sociedad pluralista; pero si se considera como un valor prioritario surge el problema, ya que entran en pugna pluralismo y multiculturalismo cuando se fuerza lo multicultural allí donde una sociedad es heterogénea.
La diferencia radica en la espontaneidad presente en aquel y ausente en este. El pluralismo no se siente obligado a diversificar la pluralidad si esta no es espontánea y si es que no se desenvuelve mediante asociaciones voluntarias. El primer problema con el multiculturalismo, en la acepción de Sartori, es que divide a una sociedad más allá de los límites razonables (tolerancia y reciprocidad) porque cada grupo buscaría afianzarse al margen de los otros, sin establecer vínculos solidarios con los demás. Según Sartori, esta autoreivindicación tiene su origen en el marxismo (que reemplazó la lucha de clases por la lucha cultural), en Foucault (las redes de poder a nivel de microgrupos) y en los estudios culturales (hegemonía, dominación, subalternidad). Estas tres tendencias son los pilares del multiculturalismo estadounidense de sesgo antipluralista. El segundo problema para el autor es que la noción de multiculturalismo lleva una carga ideológica, algo así como el caballito de batalla de las minorías raciales, sexuales, religiosas, etc., y aquí es donde surgen mis discrepancias con las ideas de Sartori. ¿Acaso no es inevitable que todo discurso esté impregnado de ideología? ¿Es por ello descalificable todo proyecto reivindicatorio por la identidad? En lo que Sartori no indaga es que las identidades, contrariamente a lo que piensa, no son esencias fijas, sino relaciones que se definen mutuamente mediante entramados de poder. Es el otro quien afianza la identidad del sujeto, debido a que lo individual no puede existir sin lo colectivo. Cada identidad particular adquiere sentido dentro de un sistema de diferencias. Se es peruano en tanto existen diferencias respecto a los mexicanos, ecuatorianos, chilenos y demás. Sin la presencia del otro, es decir, sin un elemento diferenciador, es inviable definir la identidad.
Por ello, la aspiración al reconocimiento, si bien como lo explica Sartori puede derivar en la confrontación multicultural, debe canalizarse por otros medios, pero, de ninguna manera, debe renunciar a su realización. Es necesaria porque el solo hecho de buscar ser reconocido significa que la relación identidad/diferencia no está funcionando en la medida que alguno de los componentes ignora al otro y lo anula. Siempre existirán diferencias culturales, sin embargo, la distancia entre la convivencia armónica y la confrontación cultural pasa por comprender que mi identidad existe a la vez que reconozco y respeto la diferencia. Las consecuencias de negar estas condiciones las podemos apreciar en África, en los Balcanes y cada vez más notoriamente en Latinoamérica.
De otra parte, Sartori sostiene que el reconocimiento no debe entenderse como respeto por igual a todas las culturas y es en este punto que critica a Charles Taylor."Atribuir a todas las culturas ‘igual valor’ equivale a adoptar un relativismo absoluto que destruye la noción misma de valor" (79-80). También lo critica en lo referente a la noción de reconocimiento. Sartori está convencido de que la falta de reconocimiento o el desconocimiento hacia las identidades culturales minoritarias no genera daño ni puede ser una forma de opresión. Es decir, a su entender, la indiferencia del Estado y de cierto sector de la población peruana hacia las víctimas del conflicto armado interno en el Perú no sería un factor determinante para comprender por qué durante veinte años dimos la espalda a nuestros connacionales y permitimos que se vulneren los derechos humanos de los más desprotegidos. Por otro lado, afirma que no todas las culturas merecen el mismo respeto porque si partimos de la premisa de que toda civilización atraviesa periodos de decadencia, es lícito afirmar que en algún momento existirán culturas superiores a otras, por lo tanto, no podrían ser valoradas ni respetadas por igual. Sartori apoya estas ideas mediante la distinción que Michael Walzer hace entre un liberalismo neutral ante la diversidad cultural y un liberalismo comprometido con los derechos particulares de todas las culturas. La segunda versión de liberalismo es deleznable para él porque favorece a ciertos grupos que antes no recibieron un trato preferencial.
Para demostrar los efectos devastadores de esta última versión de liberalismo, elabora una distinción entre trato preferencial (affirmative action) y política de reconocimiento. El trato preferencial brinda igualdad de oportunidades a través de la eliminación de las diferencias y su objetivo es obtener un ciudadano indiferenciado, o sea, asegurar un mejor trato para los desiguales con el fin de que no se le diferencie del resto que antes le llevaban cierta ventaja. En cambio, la política de reconocimiento considera que las diferencias no se deben eliminar, sino resaltar y valorar. El objeto es lograr un ciudadano diferenciado y un Estado sensible a las diferencias, es decir, que no solo asegure preferencias para nivelar a los desiguales con los demás, sino que facilite mayores ventajas por encima de los demás. En ambos casos se discrimina, sin embargo, en el trato preferencial, se discrimina para borrar las discriminaciones, mientras en la política de reconocimiento se discrimina para diferenciar/acentuar diferencias. Sartori evalúa que las consecuencias de ambas políticas son graves, ya que los discriminados reclamarán por las ventajas concedidas a los otros o que los favorecidos exijan más privilegios en perjuicio de los no favorecidos. Por lo tanto, la identidad atacada se resiente y reafirma su identidad. La responsabilidad de esto la atribuye a los multiculturalistas porque fomentan las diferencias culturales allí donde no había conflicto, lo cual, si bien es cierto, no es exclusividad de ellos, sino, también, de los nacionalistas y de buena parte de ciertos liberales recalcitrantes partidarios de un liberalismo avasallador más que integrador.
Otro defecto que Sartori halla en el multiculturalismo, y que se desprende de lo anterior, es que distorsiona la noción de ciudadanía al negar los tres principios básicos del constitucionalismo liberal. Los multiculturalistas no respetan la neutralidad de la ley, ya que exigen la protección del Estado para determinados grupos minoritarios. Esto, a su modo de ver, atenta contra la noción de igualdad ante la ley que deben tener los ciudadanos, debido a que se crean privilegios para unos en perjuicio de otros. Añade que tanto el trato preferencial como la política de reconocimiento provocan esta distorsión. Sin embargo, admite que solo se puede establecer un trato desigual dentro de ciertos límite, pero no explica exactamente en qué circunstancias podría ocurrir esto.
Asimismo, el autor plantea la siguiente cuestión: ¿si todos somos diferentes por qué la diferencia se torna un problema? Concluye que algunas diferencias adquieren mayor importancia que otras y ello, a su vez, ocurre porque ciertos grupos reclaman por sus derechos de identidad hasta lograr que su reconocimiento se imponga. Sartori considera que ciertas diferencias no fueron siempre importantes, sino que adquieren relevancia en ciertas circunstancias, reforzada por cuestiones ideológicas. "Estas consideraciones nos hacen redescubrir la ya conocida verdad de que las diferencias son opiniones que están en nuestra mente, y que de vez en cuando se perciben como ‘diferencias importantes’ porque así se nos dice y nos lo meten en la cabeza" (87). En su perspectiva, el trasfondo ideológico del multiculturalismo radica en que convence a los miembros de un grupo de que sus diferencias con los otros son más reales que virtuales, cuando, según el autor, es todo lo contrario.
¿Con ello Sartori pretende desbaratar la legitimidad de los movimientos por el reconocimiento de las minorías? Sí, ya que afirma que la lucha por el reconocimiento es producto de una elaboración mental, ideológica y, por consiguiente, que no tiene vínculo con la realidad, o al menos no un correlato que la justifique. O sea, lo que nos quiere decir es algo así como que la lucha de los mártires de Chicago por la jornada laboral de las ocho horas (reclamo de un sector social) era más ideológica, o solo ideológica, que real: la denuncia de una situación injusta de explotación laboral. Sartori, a mi modo de ver, falla al entender las reivindicaciones de la identidad solo como productos ideológicos porque a nadie en sus cabales se le ocurriría afirmar que alrededor de las luchas por los derechos civiles de la población negra en Sudáfrica no existía un contexto real de opresión y que tan solo reclamaban por combatir o defender una ideología segregacionista o de reconocimiento respectivamente.
Migrantes, extraños y desintegrados
Pero el punto más cuestionable de la tesis de Sartori tiene que ver con los inmigrantes a los que califica como "extraños": "El inmigrante es, pues, distinto respecto a los distintos de casa, a los distintos a los que estamos acostumbrados, porque es un extraño distinto (…) En resumen, que el inmigrado posee (…) un plus de diversidad, un extra o un exceso de alteridad" (107). De entrada, sitúa a los inmigrantes en una posición de amenaza potencial per se contra la sociedad que los acoge. Tal extrañeza la atribuye a determinadas diferencias radicales (religión y etnia) respecto a otras superables (lengua y costumbres). Entonces, habría algunos más y otros menos distintos. Curiosa distinción la de Sartori: "una política de inmigración (…) que no sabe o que no quiere distinguir entre las distintas extrañezas es una política equivocada destinada al fracaso". Pero ¿acaso no existe extrañeza entre europeos y, sin ir muy lejos, al interior de sus naciones? El ex candidato a la presidencia en Francia, Jean Marie Le Pen, manifestó no sentirse representado por su selección de fútbol en alusión a la cantidad de jugadores de raza negra. Antes del partido por la final de la Eurocopa 2008, catalanes y vascos hinchaban por el equipo rival de España. Los migrantes de Europa Oriental son un poco más reconocidos que los africanos, árabes o latinoamericanos, pero solo un poco porque también representan una buena parte de la mano de obra barata que realiza los trabajos que la mayoría de europeos occidentales no quiere realizar. Antes del milagro económico español, era común el adagio "África comienza al otro lado de los Pirineos", lo cual evidencia que la aceptación de que España y Portugal son tan europeas como el resto de naciones es reciente.
Cuando evalúa las causas de la migración europea hacia América, las justifica en tanto Europa exportaba migrantes hacia tierras despobladas y acogedoras en momentos que la explosión demográfica generaba una gran crisis. A ello cabría agregar las oleadas de refugiados por las guerras mundiales y la persecución a los judíos. Pero al analizar la migración hacia Europa concluye que las causas principales radican en la riqueza de las naciones europeas —es decir, los migrantes del Tercer Mundo llegan a Europa "como moscas a la miel" seducidos por la bonanza económica— y por la desidia de los europeos ante trabajos de menor jerarquía, los cuales son asumidos en gran parte por los migrantes. De esto se desprende que los europeos llegaron a un continente americano pobre, pero abundante en oportunidades, mientras que los migrantes actuales llegan a un continente rico pero escaso de oportunidades. Lo que olvida mencionar es el estado de devastación en que las antiguas potencias dejaron a sus colonias. Salvo las naciones integrantes de la Commonwealth, después de obtener la independencia, las naciones descolonizadas se debatieron en luchas intestinas por el poder entre caudillos que eran alentados según los intereses de la antigua metrópoli colonialista. Tampoco dice que las empresas transnacionales instaladas en los países subdesarrollados difícilmente aseguran el bienestar económico de la población local. (Las empresas europeas que extraen pescado del lago Victoria en África centroriental proveen ingentes cantidades de este alimento a los mercados europeos; sin embargo, el panorama alrededor de ellas es desolador: miseria, hambre y explotación). Ni de los regímenes totalitarios apoyados por gobiernos que perpetúan su influencia mediante el dictador de turno.
Dentro de este panorama nada auspicioso, es lógico que la migración no solo sea una vía para lograr una calidad de vida mejor, sino, sobre todo, una lucha por la supervivencia; en este caso, el término "migración" es un eufemismo de "huida" o "salvación". En resumidas cuentas, tanto los europeos como los africanos y latinoamericanos migraron porque en sus tierras de origen no existían posibilidades de desarrollo: muy aparte de que el lugar de destino fuera próspero o miserable, la invasión del paraíso ajeno resultaba mejor que la conservación del infierno propio.
Respecto a la cesión de ciudadanía a los inmigrantes, opina que no garantiza en absoluto su integración a la sociedad que los acoge. Y en vista que los conflictos culturales tienden a agravarse en Europa debido a que los inmigrantes insisten en conservar sus costumbres, muchas de las cuales entran en conflicto con la sociedad occidental, propone que se restrinja la ciudadanía europea a los inmigrantes a condición de que se integren. Aunque no lo dice abiertamente, de este planteamiento se deduce que la integración de los inmigrantes pasa por renunciar a manifestaciones culturales consideradas conflictivas: "… el hecho es que la integración se produce sólo a condición de que los que se integran la acepten y la consideren deseable. Si no, no. La verdad banal es, entonces, que la integración se produce entre integrables y, por consiguiente, que la ciudadanía concedida a inmigrantes inintegrables no lleva a integración sino a desintegración" (114). El temor de Sartori es que los inmigrantes se conviertan en ciudadanos diferenciados debido a que no se sienten obligados a integrarse pese a que fueron beneficiados por la ciudadanía. Cita como ejemplo a los latinos que prefieren votar por sus similares durante las elecciones e interpreta esto como una señal de resistencia a la integración, en contraste a los italianos que "se integraron a la perfección" (115).
A continuación, mis observaciones. En primer lugar, define la integrabilidad según el grado de retribución del inmigrado para con la sociedad que le otorga ciudadanía; de ello se implica que esta es para Sartori una especie de bendición para el inmigrante o letra en blanco mediante la cual empeña su identidad a cambio de determinadas ventajas administrativas, civiles, políticas pero no culturales. Con ello, contradice su argumentación a favor de los derechos del ciudadano frente a la sujeción de los súbditos y los privilegios de las élites. Tal como lo expone en sus ejemplos, la ciudadanía no aparece como un derecho consustancial al ser humano, sino como un favor que determinados estados-nación otorgan a los migrantes, a los "extraños" para que sean menos raros a los ojos de los locales. Los migrantes deberían entonces sentirse agradecidos y no pecar de ingratos, puesto que adquirieron el privilegio de "ser europeos". El error en su razonamiento es que, paradójicamente, convierte a la ciudadanía en un privilegio que los europeos otorgan a los migrantes, deslegitimando su propia argumentación de la ciudadanía como derecho.
Sin embargo, en segundo lugar, lo más grave es que siendo un intelectual de la izquierda liberal no contemple en absoluto la noción de ciudadanía universal, un proyecto que la izquierda democrática contemporánea no debe soslayar y que, de hecho, diversos académicos, intelectuales y activistas sociales están esforzándose por consolidar para sacar del marasmo a aquella izquierda anquilosada en el nacionalismo confrontacional, en la teoría cultural o en las excesivas concesiones a la globalización de tinte neoliberal.
En tercer lugar, los ejemplos que utiliza para fustigar la resistencia a la integración son bastante cuestionables. Si bien la adquisición de la ciudadanía no garantiza la integración del migrante, tampoco garantiza su reconocimiento de parte de la sociedad muy aparte de formalidades administrativas como poseer una cédula de identidad o un pasaporte. ¿Acaso la libre asociación por afinidades espontáneas no es un postulado del liberalismo político? A gran parte de los inmigrantes latinos, africanos o árabes no les queda otra opción que asociarse entre sus similares al interior de una sociedad que los discrimina con o sin ciudadanía y frente a un gobierno como el actual en los Estados Unidos que pretende solucionar la inmigración ilegal con un muro de contención. El error consecuente de la apreciación que expone sobre los latinos es la generalización con la que los trata, es decir, como un bloque que rechaza la integración a la sociedad norteamericana y no como la estrategia de un sector de los inmigrantes que no ha obtenido la ciudadanía cultural a pesar que sus documentos digan que es estadounidense o ciudadano comunitario. Por otro lado, Sartori pierde de vista la responsabilidad de las erradas políticas gubernamentales para enfrentar el problema migratorio. El gobierno de los Estados Unidos bajo la administración Bush ha promovido la paranoia entre los ciudadanos por el tema de la seguridad nacional después del 11 de septiembre, a tal punto que los extranjeros más "extraños" por la raza, lengua, costumbres y religión son considerados una potencial amenaza. Esta situación diluye la dicotomía entre extrañezas superables y radicales expuestas por el autor: al final el extraño será siempre una amenaza si se lo aprecia con los ojos de quien ve a un alien. ¿Cómo espera entonces Sartori que reaccione un latinoamericano si en Estados Unidos o en Europa lo tratan como ciudadano de segunda clase?
El cuarto error, en relación con lo anterior, es que el connotado politólogo italiano confunde ciudadanía con nacionalidad. Por ello, no me extrañaría que los parlamentarios europeos hayan leído a Sartori antes de aprobar la criminalización de la inmigración, ya que plantear que Europa cierre la inmigración y exija a los inmigrantes que se integren sí o sí —sin tomar en cuenta los obstáculos existentes desde la sociedad occidental que se ve a sí misma como el único centro— es una medida tan arbitraria como la resolución del parlamento europeo. Esta propuesta que salvaguarda los intereses europeos sí es realmente arbitraria porque exige como condición para otorgar ciudadanía la renuncia a la identidad cultural propia sí esta es conflictiva (¿podemos meter en un mismo saco el velo islámico y la muerte por apedreamiento a las adúlteras?). Lo otorgado en el análisis de Sartori no es la ciudadanía, sino la nacionalidad, es decir, la documentación necesaria que sustenta la pertenencia a determinado estado-nación con los consecuentes deberes y derechos contemplados para tales ciudadanos. En cambio, la ciudadanía es una categoría mucho más amplia que la nacionalidad, sobre todo en un contexto de globalización como el actual en el que los estados-nación se encuentran en crisis y las fronteras económicas y culturales se derrumban. Tal amplitud provee al ser humano de una ciudadanía global cuyos antecedentes más importantes son la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano en 1789 en el marco de la Revolución Francesa y la Declaración universal de los derechos humanos aprobada por las Naciones Unidas en 1948. Por lo tanto, la ciudadanía no se puede otorgar como quien emite un pasaporte porque ya es un derecho humano universal. No obstante, sorprende que un liberal de izquierda como dice ser Sartori desconozca que la universalidad de los derechos humanos fue una reivindicación liberal.
Si su análisis sobre el problema migratorio en Europa era en mucho censurable, su explicación sobre las causales del racismo se llevan el premio mayor. Luego de concluir que de la ciudadanía no se deriva la integración, afirma que si se concede el derecho de voto a los más extraños "este servirá, con toda probabilidad, para hacerles intocables en las aceras, para imponer sus fiestas religiosas (el viernes) e, incluso (son problemas en ebullición en Francia), el chador a las mujeres, la poligamia y la ablación del clítoris" (118). Sartori teme que los inmigrantes islámicos adquieran las libertades políticas y civiles que les permitan amurallarse contra cualquier acción en contra de sus costumbres a pesar de que estas sean conflictivas para los europeos. Tiene la certeza de que los problemas sociales generados por los inmigrantes vienen de los ilegales y de los legalmente instalados, pero no dice un ápice sobre los skin heads neonazis y los partidos de ultraderecha que alientan una confrontación directa contra los inmigrantes. ¿Acaso los cientos de casos de ataques contra inmigrantes fueron precedidos por la pregunta acerca de la situación legal de la víctima? Los racistas y xenófobos no distinguen documentos, sino colores de piel y afinidades culturales (lengua, religión, costumbres, etc.) Gozar de la ciudadanía francesa o comunitaria no le garantiza inmunidad a un africano, latinoamericano o árabe contra agresiones vedadas o directas. De esta manera, pierde de vista la agresión proveniente desde los sectores más radicales de la sociedad europea, pero a la vez, resalta solo los perjuicios —justificados muchos de ellos— generados por los inmigrantes ilegales, lo cual es muestra de un pensamiento jerárquico imperante que se autoconsidera central sin contemplar la posibilidad de que en otros contextos es periférico.
De las afirmaciones de Sartori, se infiere que las causas del racismo ¡la tienen las víctimas! porque habrían excedido los límites cuantitativos requeridos para una convivencia armónica.
"Una población foránea del 10 por ciento resulta una cantidad que se puede acoger; del 20 por ciento, probablemente no; y si fuera del 30 por ciento es casi seguro que habría una fuerte resistencia frente a ella. ¿Resistirla sería "racismo"? Admitido (pero no concedido) que lo sea, pero entonces la culpa de este racismo es del que lo ha creado" (121).
Y más adelante agrega: "el verdadero racismo es el de quien provoca el racismo" (122).
Nuevamente, Sartori deja algunos vacíos sin explicar. ¿Qué se entiende por resistencia? ¿Cómo resistir? ¿Contra quién? Indignarse por la delincuencia generada por los inmigrantes ilegales y por lo tanto resistirse a su permanencia no es el mismo tipo de resistencia que oponen ciertas discotecas limeñas para evitar el ingreso de algunas personas o la de aquel desadaptado que golpeó a patadas a una inmigrante ecuatoriana en el metro de Madrid o la de pandillas de skin heads contra estudiantes turcos en Alemania. Existen, pues resistencias y resistencias. Y aunque expresa que se refiere a la inmigración ilegal, su argumentación falla en el sentido de que en la práctica —como lo señalé líneas arriba— los discriminadores actúan sin tomar en cuenta la documentación del migrante. El rechazo hacia la delincuencia sectorizada en los inmigrantes ilegales tiene como agravante el que sean "extraños" racial o culturalmente. Lo que Sartori no analiza es que el desprecio racial o cultural hacia los inmigrantes legales se extiende en España, Francia, Alemania y Rusia. Entonces, siguiendo su razonamiento ¿Estos inmigrantes formales también tienen la culpa del racismo?
El resto es silencio…
A lo largo de todo el ensayo, no hay alusión alguna la interculturalidad como posible vía de solución a los conflictos derivados del multiculturalismo. Sartori entiende la integración como absorción y abandono, mas no como mutuo enriquecimiento entre las partes antagónicas. El autor de La sociedad multiétnica se encuentra en las antípodas del multiculturalismo, pero sus planteamientos no resuelven el problema, ya que sataniza a todas las reivindicaciones culturales por igual y agrupa a todos los inmigrantes en una misma categoría: los "extraños".
Cuando el Parlamento Europeo (y Sartori) acepten que la ciudadanía no es (o no debería ser) un privilegio otorgado mediante un pasaporte, sino un derecho humano global, cambiará su perspectiva respecto a los "extraños" que llegan al Viejo Mundo. La libre circulación no debe restringirse solo al comercio de productos, sino, también, a los seres humanos, por supuesto, respetando las normas internacionales vigentes. En este punto, Evo Morales estuvo muy acertado al declarar, en la reciente cumbre ALC-UE, que la prioridad era discutir el libre tránsito de seres humanos por el mundo antes que la premura por firmar tratados de libre comercio. Y el tiempo le dio la razón: Europa propinó un cachetazo a Latinoamérica al criminalizar la inmigración ilegal con la "directiva de retorno", es decir, convertir una infracción administrativa en un delito penal.
Finalmente, con este ensayo, Sartori nos deja un análisis bien sustentado de los perjuicios del multiculturalismo fragmentario, pero muchas ideas sueltas y cuestionables en torno a la inmigración y el racismo. Por mi parte, encuentro mayores respuestas a estas interrogantes en los planteamientos de la ética intercultural, la cual puede servir de mucho al liberalismo para establecer nexos con aquellas culturas que poseen una visión distinta de la libertad y del progreso, pero sin verse a sí mismo como la ideología del saber superior y reconociendo que cada cultura tiene el derecho de construir su propio liberalismo.
La fragmentación de los estados-nación
Cuando Hernán Fuentes declaró, sin ningún empacho, que la región Puno debía constituirse en una nación independiente, Santa Cruz y otros departamentos del oriente boliviano decretaron unilateralmente su autonomía frente al centralismo paceño, hecho que reforzó la postura separatista del referido presidente regional. Amparado en la existencia de una nación aymara —discurso apoyado por el partido nacionalista de Ollanta Humala y seguramente, con fines más estratégicos que ideológicos, por el bolivarianismo chavista—, además de la postergación histórica en la que el Estado ha mantenido a las zonas altoandinas y en los recursos logísticos que le permiten su calidad de presidente regional, Fuentes pretendió sacar provecho de la crisis boliviana.
Lo primero sobre lo que debemos reflexionar es el matiz ideológico detrás del discurso separatista; segundo, lo referente a los límites del pluralismo y la tolerancia; y en tercer lugar, la interpretación de los medios. Toda reivindicación por la identidad lleva implícita una lucha por el equilibrio del poder, es decir, busca contrarrestar a la hegemonía que la oprime. El problema surge cuando en aras del pluralismo y la tolerancia se distorsiona el sentido de la convivencia multicultural, lo cual da pie a que las minorías recurran a la intolerancia y a la negación del pluralismo para aquellos que no comparten sus valores culturales. Visto así, un proyecto confrontacional de las minorías es tan perjudicial como la aplastante hegemonía cultural que las sojuzga, pues solo traslada el conflicto hacia el otro lado, si es que no lo multiplica en todas direcciones: la aspiración de reconocimiento, el pluralismo y la tolerancia no deben entrar en conflicto con el respeto mutuo que cada cultura requiere para que la convivencia intercultural no derive en enfrentamiento multicultural. En otras palabras, nadie desea una balcanización de los andes.
Para ciertos periodistas políticos, si la desintegración del estado-nación está teñida de un tinte neoliberal, como efectivamente ocurre en Santa Cruz, es positiva; pero si aquella posee un tufillo "izquierdista" —al menos en apariencia porque la izquierda está en otro lado menos donde debe estar—, debe combatírsele sin cuartel. La efervescencia mediática y el beneplácito con que fue recibida la noticia del referéndum por las autonomías en Bolivia en determinados sectores del periodismo político ultraneoliberal y, por otro lado, la andanada de críticas a la propuesta de Fuentes, merecen un análisis detenido para otro momento, ya que tal optimismo y censura, respectivamente, no son casuales ni espontáneos; obedecen a un reflejo sintomático de los medios de comunicación que cierran filas en defensa de la ideología dominante: medir el progreso de una nación por el grado de apertura económica de sus mercados, la inversión privada y la cantidad, mas no calidad, de trabajo. Por supuesto, ningún analista político quiere que el presidente lo llame "perro del hortelano".
Lo acontecido en Bolivia y las alucinadas pretensiones de Hernán Fuentes podrían ser el preámbulo de un proceso de desintegración de los estados-nación latinoamericanos. En Europa, dicho proceso se ha ido acentuando progresivamente en los últimos 20 años; luego de la caída del muro de Berlín y del colapso de las repúblicas socialistas de Europa Oriental, el mapa del viejo continente ha cambiado mucho: nuevas repúblicas se erigen allí donde antes existía una confederación o una nación aparentemente integrada. La naciente república de Kosovo, escenario de una cruenta guerra de carácter étnico-religioso, ha tenido que enfrentar el rechazo de cierto sector de la población serbia que no admite su soberanía.
¿Cuándo el multiculturalismo alienta la desintegración?
En este sentido, cabe preguntarnos ¿Cuándo el multiculturalismo alienta la desintegración? Giovanni Sartori elabora una respuesta en La sociedad multiétnica (2001). Sartori es reconocido internacionalmente como un experto en los problemas de la democracia occidental. Entre sus trabajos más importantes se encuentran Ingeniería constitucional comparada (1994), ¿Qué es la democracia? (1997), Homo videns: La sociedad teledirigida (1998) y Política: lógica y método en las ciencias sociales (2007).
De otra parte, alterna la investigación política con la docencia universitaria. Actualmente, es profesor emérito de la Columbia University de Nueva York, donde ha enseñado durante los últimos veinte años.
En La sociedad multiétnica, Sartori aborda el tema del pluralismo y el multiculturalismo, partiendo de que la comprensión de ambos términos está sumergida en un profundo malentendido cuyo desenlace deriva en la acentuación de los conflictos culturales. El objetivo del ensayo consiste en definir y a la vez, diferenciar ambos conceptos para que quede claro el riesgo que implica, en primer lugar, confundirlos, y en segundo lugar, exaltar el multiculturalismo. La primera parte, "Pluralismo y sociedad libre" trata sobre los límites que debe establecer una sociedad abierta para no verse socavada a sí misma por las excesivas concesiones otorgadas a las minorías en favor de un pluralismo ilimitado. La segunda parte, "Multiculturalismo y sociedad desmembrada" desarrolla el concepto de multiculturalidad en directa oposición al de pluralismo con el objeto de diferenciarlos para luego destacar los peligros que entraña una sociedad multicultural: su desintegración.
Si bien la noción de pluralismo es difícil de precisar, ya que, a través del tiempo ha adquirido diversos significados, ello no debe ser pretexto para evadir su explicación. Es por ello, que Sartori pretende reconstruir el justo valor de este concepto. Considera que el pluralismo no es simplemente la existencia de variedad o diversidad, sino, además, de reconocimiento de los derechos propios como extensivos a los otros. También implica interacción entre los elementos diversos mediante la discrepancia. En relación con esto último, destaca que la democracia liberal se ha construido sobre la base del reconocimiento de la diversidad, en la cual se practica el disenso en oposición a las ideologías del pensamiento único.
A través del rastreo histórico que hace del término pluralismo, el autor resalta que este concepto perdió su sentido original cuando se lo redujo a una teoría de la sociedad multigrupo y a una teoría política de los grupos de interés. En ambos casos, subsiste la idea de que la sola existencia de la variedad asegura el pluralismo, lo cual es errado porque pluralismo no es sinónimo de plural. Sartori entiende el pluralismo como una cualidad de las sociedades en las que la diversidad de sus miembros no es obstáculo para la interrelación, el consenso ni las concesiones recíprocas. Lo plural (pluralidad) enfatiza la multiplicidad de lo diverso, mas no la interrelación de los elementos constituyentes de la diversidad.
Tal precisión es requisito para explicar el multiculturalismo, debido a que este, según Sartori, distorsiona el recto sentido del pluralismo al convertirlo en pluralidad. Y es que el multiculturalismo equivale a una fragmentación en cadena en la que cada grupo enarbola la bandera de su propia identidad confrontándola con las que la rodean. Al inicio de la segunda parte, aclara que pluralismo y multiculturalismo no son en sí mismas nociones opuestas. Si el multiculturalismo se entendiera como multiplicidad de culturas, no representa problema alguno para una sociedad pluralista; pero si se considera como un valor prioritario surge el problema, ya que entran en pugna pluralismo y multiculturalismo cuando se fuerza lo multicultural allí donde una sociedad es heterogénea.
La diferencia radica en la espontaneidad presente en aquel y ausente en este. El pluralismo no se siente obligado a diversificar la pluralidad si esta no es espontánea y si es que no se desenvuelve mediante asociaciones voluntarias. El primer problema con el multiculturalismo, en la acepción de Sartori, es que divide a una sociedad más allá de los límites razonables (tolerancia y reciprocidad) porque cada grupo buscaría afianzarse al margen de los otros, sin establecer vínculos solidarios con los demás. Según Sartori, esta autoreivindicación tiene su origen en el marxismo (que reemplazó la lucha de clases por la lucha cultural), en Foucault (las redes de poder a nivel de microgrupos) y en los estudios culturales (hegemonía, dominación, subalternidad). Estas tres tendencias son los pilares del multiculturalismo estadounidense de sesgo antipluralista. El segundo problema para el autor es que la noción de multiculturalismo lleva una carga ideológica, algo así como el caballito de batalla de las minorías raciales, sexuales, religiosas, etc., y aquí es donde surgen mis discrepancias con las ideas de Sartori. ¿Acaso no es inevitable que todo discurso esté impregnado de ideología? ¿Es por ello descalificable todo proyecto reivindicatorio por la identidad? En lo que Sartori no indaga es que las identidades, contrariamente a lo que piensa, no son esencias fijas, sino relaciones que se definen mutuamente mediante entramados de poder. Es el otro quien afianza la identidad del sujeto, debido a que lo individual no puede existir sin lo colectivo. Cada identidad particular adquiere sentido dentro de un sistema de diferencias. Se es peruano en tanto existen diferencias respecto a los mexicanos, ecuatorianos, chilenos y demás. Sin la presencia del otro, es decir, sin un elemento diferenciador, es inviable definir la identidad.
Por ello, la aspiración al reconocimiento, si bien como lo explica Sartori puede derivar en la confrontación multicultural, debe canalizarse por otros medios, pero, de ninguna manera, debe renunciar a su realización. Es necesaria porque el solo hecho de buscar ser reconocido significa que la relación identidad/diferencia no está funcionando en la medida que alguno de los componentes ignora al otro y lo anula. Siempre existirán diferencias culturales, sin embargo, la distancia entre la convivencia armónica y la confrontación cultural pasa por comprender que mi identidad existe a la vez que reconozco y respeto la diferencia. Las consecuencias de negar estas condiciones las podemos apreciar en África, en los Balcanes y cada vez más notoriamente en Latinoamérica.
De otra parte, Sartori sostiene que el reconocimiento no debe entenderse como respeto por igual a todas las culturas y es en este punto que critica a Charles Taylor."Atribuir a todas las culturas ‘igual valor’ equivale a adoptar un relativismo absoluto que destruye la noción misma de valor" (79-80). También lo critica en lo referente a la noción de reconocimiento. Sartori está convencido de que la falta de reconocimiento o el desconocimiento hacia las identidades culturales minoritarias no genera daño ni puede ser una forma de opresión. Es decir, a su entender, la indiferencia del Estado y de cierto sector de la población peruana hacia las víctimas del conflicto armado interno en el Perú no sería un factor determinante para comprender por qué durante veinte años dimos la espalda a nuestros connacionales y permitimos que se vulneren los derechos humanos de los más desprotegidos. Por otro lado, afirma que no todas las culturas merecen el mismo respeto porque si partimos de la premisa de que toda civilización atraviesa periodos de decadencia, es lícito afirmar que en algún momento existirán culturas superiores a otras, por lo tanto, no podrían ser valoradas ni respetadas por igual. Sartori apoya estas ideas mediante la distinción que Michael Walzer hace entre un liberalismo neutral ante la diversidad cultural y un liberalismo comprometido con los derechos particulares de todas las culturas. La segunda versión de liberalismo es deleznable para él porque favorece a ciertos grupos que antes no recibieron un trato preferencial.
Para demostrar los efectos devastadores de esta última versión de liberalismo, elabora una distinción entre trato preferencial (affirmative action) y política de reconocimiento. El trato preferencial brinda igualdad de oportunidades a través de la eliminación de las diferencias y su objetivo es obtener un ciudadano indiferenciado, o sea, asegurar un mejor trato para los desiguales con el fin de que no se le diferencie del resto que antes le llevaban cierta ventaja. En cambio, la política de reconocimiento considera que las diferencias no se deben eliminar, sino resaltar y valorar. El objeto es lograr un ciudadano diferenciado y un Estado sensible a las diferencias, es decir, que no solo asegure preferencias para nivelar a los desiguales con los demás, sino que facilite mayores ventajas por encima de los demás. En ambos casos se discrimina, sin embargo, en el trato preferencial, se discrimina para borrar las discriminaciones, mientras en la política de reconocimiento se discrimina para diferenciar/acentuar diferencias. Sartori evalúa que las consecuencias de ambas políticas son graves, ya que los discriminados reclamarán por las ventajas concedidas a los otros o que los favorecidos exijan más privilegios en perjuicio de los no favorecidos. Por lo tanto, la identidad atacada se resiente y reafirma su identidad. La responsabilidad de esto la atribuye a los multiculturalistas porque fomentan las diferencias culturales allí donde no había conflicto, lo cual, si bien es cierto, no es exclusividad de ellos, sino, también, de los nacionalistas y de buena parte de ciertos liberales recalcitrantes partidarios de un liberalismo avasallador más que integrador.
Otro defecto que Sartori halla en el multiculturalismo, y que se desprende de lo anterior, es que distorsiona la noción de ciudadanía al negar los tres principios básicos del constitucionalismo liberal. Los multiculturalistas no respetan la neutralidad de la ley, ya que exigen la protección del Estado para determinados grupos minoritarios. Esto, a su modo de ver, atenta contra la noción de igualdad ante la ley que deben tener los ciudadanos, debido a que se crean privilegios para unos en perjuicio de otros. Añade que tanto el trato preferencial como la política de reconocimiento provocan esta distorsión. Sin embargo, admite que solo se puede establecer un trato desigual dentro de ciertos límite, pero no explica exactamente en qué circunstancias podría ocurrir esto.
Asimismo, el autor plantea la siguiente cuestión: ¿si todos somos diferentes por qué la diferencia se torna un problema? Concluye que algunas diferencias adquieren mayor importancia que otras y ello, a su vez, ocurre porque ciertos grupos reclaman por sus derechos de identidad hasta lograr que su reconocimiento se imponga. Sartori considera que ciertas diferencias no fueron siempre importantes, sino que adquieren relevancia en ciertas circunstancias, reforzada por cuestiones ideológicas. "Estas consideraciones nos hacen redescubrir la ya conocida verdad de que las diferencias son opiniones que están en nuestra mente, y que de vez en cuando se perciben como ‘diferencias importantes’ porque así se nos dice y nos lo meten en la cabeza" (87). En su perspectiva, el trasfondo ideológico del multiculturalismo radica en que convence a los miembros de un grupo de que sus diferencias con los otros son más reales que virtuales, cuando, según el autor, es todo lo contrario.
¿Con ello Sartori pretende desbaratar la legitimidad de los movimientos por el reconocimiento de las minorías? Sí, ya que afirma que la lucha por el reconocimiento es producto de una elaboración mental, ideológica y, por consiguiente, que no tiene vínculo con la realidad, o al menos no un correlato que la justifique. O sea, lo que nos quiere decir es algo así como que la lucha de los mártires de Chicago por la jornada laboral de las ocho horas (reclamo de un sector social) era más ideológica, o solo ideológica, que real: la denuncia de una situación injusta de explotación laboral. Sartori, a mi modo de ver, falla al entender las reivindicaciones de la identidad solo como productos ideológicos porque a nadie en sus cabales se le ocurriría afirmar que alrededor de las luchas por los derechos civiles de la población negra en Sudáfrica no existía un contexto real de opresión y que tan solo reclamaban por combatir o defender una ideología segregacionista o de reconocimiento respectivamente.
Migrantes, extraños y desintegrados
Pero el punto más cuestionable de la tesis de Sartori tiene que ver con los inmigrantes a los que califica como "extraños": "El inmigrante es, pues, distinto respecto a los distintos de casa, a los distintos a los que estamos acostumbrados, porque es un extraño distinto (…) En resumen, que el inmigrado posee (…) un plus de diversidad, un extra o un exceso de alteridad" (107). De entrada, sitúa a los inmigrantes en una posición de amenaza potencial per se contra la sociedad que los acoge. Tal extrañeza la atribuye a determinadas diferencias radicales (religión y etnia) respecto a otras superables (lengua y costumbres). Entonces, habría algunos más y otros menos distintos. Curiosa distinción la de Sartori: "una política de inmigración (…) que no sabe o que no quiere distinguir entre las distintas extrañezas es una política equivocada destinada al fracaso". Pero ¿acaso no existe extrañeza entre europeos y, sin ir muy lejos, al interior de sus naciones? El ex candidato a la presidencia en Francia, Jean Marie Le Pen, manifestó no sentirse representado por su selección de fútbol en alusión a la cantidad de jugadores de raza negra. Antes del partido por la final de la Eurocopa 2008, catalanes y vascos hinchaban por el equipo rival de España. Los migrantes de Europa Oriental son un poco más reconocidos que los africanos, árabes o latinoamericanos, pero solo un poco porque también representan una buena parte de la mano de obra barata que realiza los trabajos que la mayoría de europeos occidentales no quiere realizar. Antes del milagro económico español, era común el adagio "África comienza al otro lado de los Pirineos", lo cual evidencia que la aceptación de que España y Portugal son tan europeas como el resto de naciones es reciente.
Cuando evalúa las causas de la migración europea hacia América, las justifica en tanto Europa exportaba migrantes hacia tierras despobladas y acogedoras en momentos que la explosión demográfica generaba una gran crisis. A ello cabría agregar las oleadas de refugiados por las guerras mundiales y la persecución a los judíos. Pero al analizar la migración hacia Europa concluye que las causas principales radican en la riqueza de las naciones europeas —es decir, los migrantes del Tercer Mundo llegan a Europa "como moscas a la miel" seducidos por la bonanza económica— y por la desidia de los europeos ante trabajos de menor jerarquía, los cuales son asumidos en gran parte por los migrantes. De esto se desprende que los europeos llegaron a un continente americano pobre, pero abundante en oportunidades, mientras que los migrantes actuales llegan a un continente rico pero escaso de oportunidades. Lo que olvida mencionar es el estado de devastación en que las antiguas potencias dejaron a sus colonias. Salvo las naciones integrantes de la Commonwealth, después de obtener la independencia, las naciones descolonizadas se debatieron en luchas intestinas por el poder entre caudillos que eran alentados según los intereses de la antigua metrópoli colonialista. Tampoco dice que las empresas transnacionales instaladas en los países subdesarrollados difícilmente aseguran el bienestar económico de la población local. (Las empresas europeas que extraen pescado del lago Victoria en África centroriental proveen ingentes cantidades de este alimento a los mercados europeos; sin embargo, el panorama alrededor de ellas es desolador: miseria, hambre y explotación). Ni de los regímenes totalitarios apoyados por gobiernos que perpetúan su influencia mediante el dictador de turno.
Dentro de este panorama nada auspicioso, es lógico que la migración no solo sea una vía para lograr una calidad de vida mejor, sino, sobre todo, una lucha por la supervivencia; en este caso, el término "migración" es un eufemismo de "huida" o "salvación". En resumidas cuentas, tanto los europeos como los africanos y latinoamericanos migraron porque en sus tierras de origen no existían posibilidades de desarrollo: muy aparte de que el lugar de destino fuera próspero o miserable, la invasión del paraíso ajeno resultaba mejor que la conservación del infierno propio.
Respecto a la cesión de ciudadanía a los inmigrantes, opina que no garantiza en absoluto su integración a la sociedad que los acoge. Y en vista que los conflictos culturales tienden a agravarse en Europa debido a que los inmigrantes insisten en conservar sus costumbres, muchas de las cuales entran en conflicto con la sociedad occidental, propone que se restrinja la ciudadanía europea a los inmigrantes a condición de que se integren. Aunque no lo dice abiertamente, de este planteamiento se deduce que la integración de los inmigrantes pasa por renunciar a manifestaciones culturales consideradas conflictivas: "… el hecho es que la integración se produce sólo a condición de que los que se integran la acepten y la consideren deseable. Si no, no. La verdad banal es, entonces, que la integración se produce entre integrables y, por consiguiente, que la ciudadanía concedida a inmigrantes inintegrables no lleva a integración sino a desintegración" (114). El temor de Sartori es que los inmigrantes se conviertan en ciudadanos diferenciados debido a que no se sienten obligados a integrarse pese a que fueron beneficiados por la ciudadanía. Cita como ejemplo a los latinos que prefieren votar por sus similares durante las elecciones e interpreta esto como una señal de resistencia a la integración, en contraste a los italianos que "se integraron a la perfección" (115).
A continuación, mis observaciones. En primer lugar, define la integrabilidad según el grado de retribución del inmigrado para con la sociedad que le otorga ciudadanía; de ello se implica que esta es para Sartori una especie de bendición para el inmigrante o letra en blanco mediante la cual empeña su identidad a cambio de determinadas ventajas administrativas, civiles, políticas pero no culturales. Con ello, contradice su argumentación a favor de los derechos del ciudadano frente a la sujeción de los súbditos y los privilegios de las élites. Tal como lo expone en sus ejemplos, la ciudadanía no aparece como un derecho consustancial al ser humano, sino como un favor que determinados estados-nación otorgan a los migrantes, a los "extraños" para que sean menos raros a los ojos de los locales. Los migrantes deberían entonces sentirse agradecidos y no pecar de ingratos, puesto que adquirieron el privilegio de "ser europeos". El error en su razonamiento es que, paradójicamente, convierte a la ciudadanía en un privilegio que los europeos otorgan a los migrantes, deslegitimando su propia argumentación de la ciudadanía como derecho.
Sin embargo, en segundo lugar, lo más grave es que siendo un intelectual de la izquierda liberal no contemple en absoluto la noción de ciudadanía universal, un proyecto que la izquierda democrática contemporánea no debe soslayar y que, de hecho, diversos académicos, intelectuales y activistas sociales están esforzándose por consolidar para sacar del marasmo a aquella izquierda anquilosada en el nacionalismo confrontacional, en la teoría cultural o en las excesivas concesiones a la globalización de tinte neoliberal.
En tercer lugar, los ejemplos que utiliza para fustigar la resistencia a la integración son bastante cuestionables. Si bien la adquisición de la ciudadanía no garantiza la integración del migrante, tampoco garantiza su reconocimiento de parte de la sociedad muy aparte de formalidades administrativas como poseer una cédula de identidad o un pasaporte. ¿Acaso la libre asociación por afinidades espontáneas no es un postulado del liberalismo político? A gran parte de los inmigrantes latinos, africanos o árabes no les queda otra opción que asociarse entre sus similares al interior de una sociedad que los discrimina con o sin ciudadanía y frente a un gobierno como el actual en los Estados Unidos que pretende solucionar la inmigración ilegal con un muro de contención. El error consecuente de la apreciación que expone sobre los latinos es la generalización con la que los trata, es decir, como un bloque que rechaza la integración a la sociedad norteamericana y no como la estrategia de un sector de los inmigrantes que no ha obtenido la ciudadanía cultural a pesar que sus documentos digan que es estadounidense o ciudadano comunitario. Por otro lado, Sartori pierde de vista la responsabilidad de las erradas políticas gubernamentales para enfrentar el problema migratorio. El gobierno de los Estados Unidos bajo la administración Bush ha promovido la paranoia entre los ciudadanos por el tema de la seguridad nacional después del 11 de septiembre, a tal punto que los extranjeros más "extraños" por la raza, lengua, costumbres y religión son considerados una potencial amenaza. Esta situación diluye la dicotomía entre extrañezas superables y radicales expuestas por el autor: al final el extraño será siempre una amenaza si se lo aprecia con los ojos de quien ve a un alien. ¿Cómo espera entonces Sartori que reaccione un latinoamericano si en Estados Unidos o en Europa lo tratan como ciudadano de segunda clase?
El cuarto error, en relación con lo anterior, es que el connotado politólogo italiano confunde ciudadanía con nacionalidad. Por ello, no me extrañaría que los parlamentarios europeos hayan leído a Sartori antes de aprobar la criminalización de la inmigración, ya que plantear que Europa cierre la inmigración y exija a los inmigrantes que se integren sí o sí —sin tomar en cuenta los obstáculos existentes desde la sociedad occidental que se ve a sí misma como el único centro— es una medida tan arbitraria como la resolución del parlamento europeo. Esta propuesta que salvaguarda los intereses europeos sí es realmente arbitraria porque exige como condición para otorgar ciudadanía la renuncia a la identidad cultural propia sí esta es conflictiva (¿podemos meter en un mismo saco el velo islámico y la muerte por apedreamiento a las adúlteras?). Lo otorgado en el análisis de Sartori no es la ciudadanía, sino la nacionalidad, es decir, la documentación necesaria que sustenta la pertenencia a determinado estado-nación con los consecuentes deberes y derechos contemplados para tales ciudadanos. En cambio, la ciudadanía es una categoría mucho más amplia que la nacionalidad, sobre todo en un contexto de globalización como el actual en el que los estados-nación se encuentran en crisis y las fronteras económicas y culturales se derrumban. Tal amplitud provee al ser humano de una ciudadanía global cuyos antecedentes más importantes son la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano en 1789 en el marco de la Revolución Francesa y la Declaración universal de los derechos humanos aprobada por las Naciones Unidas en 1948. Por lo tanto, la ciudadanía no se puede otorgar como quien emite un pasaporte porque ya es un derecho humano universal. No obstante, sorprende que un liberal de izquierda como dice ser Sartori desconozca que la universalidad de los derechos humanos fue una reivindicación liberal.
Si su análisis sobre el problema migratorio en Europa era en mucho censurable, su explicación sobre las causales del racismo se llevan el premio mayor. Luego de concluir que de la ciudadanía no se deriva la integración, afirma que si se concede el derecho de voto a los más extraños "este servirá, con toda probabilidad, para hacerles intocables en las aceras, para imponer sus fiestas religiosas (el viernes) e, incluso (son problemas en ebullición en Francia), el chador a las mujeres, la poligamia y la ablación del clítoris" (118). Sartori teme que los inmigrantes islámicos adquieran las libertades políticas y civiles que les permitan amurallarse contra cualquier acción en contra de sus costumbres a pesar de que estas sean conflictivas para los europeos. Tiene la certeza de que los problemas sociales generados por los inmigrantes vienen de los ilegales y de los legalmente instalados, pero no dice un ápice sobre los skin heads neonazis y los partidos de ultraderecha que alientan una confrontación directa contra los inmigrantes. ¿Acaso los cientos de casos de ataques contra inmigrantes fueron precedidos por la pregunta acerca de la situación legal de la víctima? Los racistas y xenófobos no distinguen documentos, sino colores de piel y afinidades culturales (lengua, religión, costumbres, etc.) Gozar de la ciudadanía francesa o comunitaria no le garantiza inmunidad a un africano, latinoamericano o árabe contra agresiones vedadas o directas. De esta manera, pierde de vista la agresión proveniente desde los sectores más radicales de la sociedad europea, pero a la vez, resalta solo los perjuicios —justificados muchos de ellos— generados por los inmigrantes ilegales, lo cual es muestra de un pensamiento jerárquico imperante que se autoconsidera central sin contemplar la posibilidad de que en otros contextos es periférico.
De las afirmaciones de Sartori, se infiere que las causas del racismo ¡la tienen las víctimas! porque habrían excedido los límites cuantitativos requeridos para una convivencia armónica.
"Una población foránea del 10 por ciento resulta una cantidad que se puede acoger; del 20 por ciento, probablemente no; y si fuera del 30 por ciento es casi seguro que habría una fuerte resistencia frente a ella. ¿Resistirla sería "racismo"? Admitido (pero no concedido) que lo sea, pero entonces la culpa de este racismo es del que lo ha creado" (121).
Y más adelante agrega: "el verdadero racismo es el de quien provoca el racismo" (122).
Nuevamente, Sartori deja algunos vacíos sin explicar. ¿Qué se entiende por resistencia? ¿Cómo resistir? ¿Contra quién? Indignarse por la delincuencia generada por los inmigrantes ilegales y por lo tanto resistirse a su permanencia no es el mismo tipo de resistencia que oponen ciertas discotecas limeñas para evitar el ingreso de algunas personas o la de aquel desadaptado que golpeó a patadas a una inmigrante ecuatoriana en el metro de Madrid o la de pandillas de skin heads contra estudiantes turcos en Alemania. Existen, pues resistencias y resistencias. Y aunque expresa que se refiere a la inmigración ilegal, su argumentación falla en el sentido de que en la práctica —como lo señalé líneas arriba— los discriminadores actúan sin tomar en cuenta la documentación del migrante. El rechazo hacia la delincuencia sectorizada en los inmigrantes ilegales tiene como agravante el que sean "extraños" racial o culturalmente. Lo que Sartori no analiza es que el desprecio racial o cultural hacia los inmigrantes legales se extiende en España, Francia, Alemania y Rusia. Entonces, siguiendo su razonamiento ¿Estos inmigrantes formales también tienen la culpa del racismo?
El resto es silencio…
A lo largo de todo el ensayo, no hay alusión alguna la interculturalidad como posible vía de solución a los conflictos derivados del multiculturalismo. Sartori entiende la integración como absorción y abandono, mas no como mutuo enriquecimiento entre las partes antagónicas. El autor de La sociedad multiétnica se encuentra en las antípodas del multiculturalismo, pero sus planteamientos no resuelven el problema, ya que sataniza a todas las reivindicaciones culturales por igual y agrupa a todos los inmigrantes en una misma categoría: los "extraños".
Cuando el Parlamento Europeo (y Sartori) acepten que la ciudadanía no es (o no debería ser) un privilegio otorgado mediante un pasaporte, sino un derecho humano global, cambiará su perspectiva respecto a los "extraños" que llegan al Viejo Mundo. La libre circulación no debe restringirse solo al comercio de productos, sino, también, a los seres humanos, por supuesto, respetando las normas internacionales vigentes. En este punto, Evo Morales estuvo muy acertado al declarar, en la reciente cumbre ALC-UE, que la prioridad era discutir el libre tránsito de seres humanos por el mundo antes que la premura por firmar tratados de libre comercio. Y el tiempo le dio la razón: Europa propinó un cachetazo a Latinoamérica al criminalizar la inmigración ilegal con la "directiva de retorno", es decir, convertir una infracción administrativa en un delito penal.
Finalmente, con este ensayo, Sartori nos deja un análisis bien sustentado de los perjuicios del multiculturalismo fragmentario, pero muchas ideas sueltas y cuestionables en torno a la inmigración y el racismo. Por mi parte, encuentro mayores respuestas a estas interrogantes en los planteamientos de la ética intercultural, la cual puede servir de mucho al liberalismo para establecer nexos con aquellas culturas que poseen una visión distinta de la libertad y del progreso, pero sin verse a sí mismo como la ideología del saber superior y reconociendo que cada cultura tiene el derecho de construir su propio liberalismo.
1 comentario:
¿Cuando el multiculturalismo alienta la desintegracion?
Cuando los estados en cuestion se centralizan politicamente en torno a un solo sector cultural (peor aun si éste es minoritario - como en nuestro pais o cuando éste va en camino de serlo - como en los EEUU) segregando al resto, en donde no tienen ni representacion, ni representatividad politica.
Luis Juarez Delgado
Publicar un comentario